13. Únete al círculo

 

 

 

 

 

La Paca, por una vez en su vida, permaneció en silencio mientras le escuchaba hablar. No era que le sorprendiera nada de lo que oía, porque ese muchacho tan seguro de sí mismo, tan guapo, tan divino, siempre le había parecido un ejemplo de lo que ella denominaba “huevo crudo”.

Anselmo era un maravilloso y hermoso huevo crudo que iba por la vida con su cáscara intacta, pensando que esta permanecería blanca e incólume para siempre. Sin embargo, había bastado un tropezón (y quien dice un tropezón, dice un encontronazo con un toro cabreado), para darse cuenta de que no podía caminar siempre con la nariz tan levantada, sin mirar por dónde pisaba, ni a quién. En especial, lo último.

No dudaba que Arturo, esa bestia parda, le hubiera hecho daño, porque era el toro más grande que hubiera visto en su vida, y le había dado un buen revolcón, pero algo le decía que el dolor que esa preciosura llevaba dentro era algo más profundo.

—¿Hace cuánto tiempo que no te das un buen homenaje?

El muchacho se atragantó con lo que estaba masticando y empezó a toser. Hasta hacía un momento le había estado contando la retahíla de lesiones que arrastraba y ella había desconectado. Bastante tenía con la cantidad de dolores que tenía ella como para escuchar los de los demás. Además, por experiencia sabía que era inútil cegarse en la ciática, las hernias y la artrosis. Si no podías luchar contra ellas, era mejor hacerse su amiga y aprender a vivir con ellas.

—No voy a decirte cuánto hace que no… que no tengo relaciones, vaya. Está feo hablar de esas cosas delante de las damas.

La Paca empezó a reír con una risa cascada y alegre que no hizo más que cabrear al rubio. Había que ver lo repipis que se ponían algunos. Tener relaciones, había que joderse. Y eso de que no se podía hablar con las damas sobre ello. ¿Habían vuelto al siglo XIX y ella no se había enterado?

No comprendía cómo este podía llevarse tan mal en otros tiempos con Alejandro, el novio de su sobrina nieta, porque eran igual de tontos. En su vida había conocido a dos tipos más estirados. Sin embargo, ahí estaban los dos. La solución a todos sus males estaba en Venta del Hoyo y ella era su maestra.

—Como tú quieras, señor escritor famoso, ¿hace cuánto que no tienes relaciones? Y no me vale las que tengas con tu mano, aunque eso también ayuda. Me refiero a otra persona. El contacto humano nos hace sentir vivos. Y si no te lo crees te pondré de ejemplo a Dignísima. Desde que su marido murió, juraría que no ha tenido un orgasmo. Y podría decirte que antes era una persona maravillosa, pero no, lo que sí es cierto es que cada vez es más víbora. Esto es una teoría como otra cualquiera, pero si fuera feliz, seguro que dejaría de amargarle la vida a su hija y a varios cientos de personas más. Mírame a mí —añadió, señalándose el rostro arrugado pero sorprendentemente luminoso—, ¿acaso crees que estoy así de guapa por las cremas antiarrugas?

El escritor se sonrojó como un colegial y la Paca volvió a reír. Hacía tiempo que no se reía tanto. Hablar de Digna en lo que había sido su propio reino era como maldecir en una iglesia. Casi temía que le cayeran las siete plagas de Egipto encima.

—Perdona que sea sincero, pero no es un tema que me apetezca tratar contigo.

La Paca se encogió de hombros, aunque no se resignó. Odiaba ver a gente triste a su alrededor, y no cabía duda de que ese joven lo estaba. Había algo en él que estaba fuera de su lugar, desalineado, y no era solo su nariz torcida.

—¿Echas de menos a tu yo falso?

Pudo ver cómo Anselmo se retorcía en la silla. Había dejado de comer, pero tenía la boca llena del delicioso pan de Beatriz. Si había algo que esa muchacha hiciera bien, era el pan. Tenía un toque especial para las masas que ni siquiera le daban en la panadería del pueblo. Quizás era la rabia acumulada lo que hacía que amasara tan bien.

—No hay nada de falso en mí, señora. Yo soy Hans Gandía, el mejor autor de este país, el más vendido, el más traducido, el más…

No pudo continuar, porque la miga se le coló por la garganta y se atragantó. Vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas y tosía para poder expulsar el objeto extraño de la tráquea.

La Paca le palmeó la espalda con cariño, pensando que era muy bobo si de verdad se creía que él y ese tal Hans Gandía eran la misma persona. Era posible que lo fueran cuando se ponía el disfraz, pero en el fondo había un enorme abismo entre los dos y cada vez era mayor.

—Alejandro organizó el año pasado un grupo de escritura creativa en el pueblo mezclado con clases de pilates o caminatas por parajes del entorno. Fue un experimento absurdo, pero a la gente le encantó. Nadie escribe nada nunca y salimos muy de vez en cuando, la verdad es que es una excusa para juntarnos y cotillear un poco de todo y hacer algo de ejercicio de paso. Luego nos tomamos un vermú juntos y echamos unas risas. Es divertido y lo más parecido a un club social que hay por los alrededores. ¿Por qué no te animas? Porque algo me dice que necesitas hablar, contacto humano y soltar lastre.

La Paca pensó que se negaría, más que nada por no aceptar algo que fuera idea de su antiguo archienemigo, pero lo vio asentir, todavía con lágrimas en los ojos. Eso le confirmó que el caso era peor de lo que pensaba.

 

 

Hans descubrió, cuando ya habían pasado unas cuantas horas, que hacía rato que no se había acordado de sus dolores.

La charla con la Paca podía parecer insustancial y superficial, porque los temas pasaban de las vidas de sus vecinos, a la construcción de la torre de telefonía, a la llegada del bebé de Dani y Alejandro o los cambios que había supuesto en su vida la llegada de este a la alcaldía.

—Por cierto, ¿cómo fue? Se supone que la gente de los pueblos es más lista que la de la ciudad. Escoger a Alejandro es como llamar al desastre. Os llevará a la ruina en meses.

La Paca le tiró un cojín y refunfuñó un rato antes de responder que podía dejarse de bromitas con ella, porque él no era ningún ejemplo de inteligencia suprema.

—¿Te acuerdas del anterior alcalde, Antonio? Te dio ese premio amañado con el que tanto te relamiste.

—Eso no es cierto, señora mía. Yo jamás he amañado nada —aseguró, llevándose una mano al pecho y cerrando los ojos con solemnidad.

Hans podría decir que, en efecto, las cosas habían sido distintas, que la idea había sido de Andrés, pariente suyo, pero lo cierto era que él había aceptado e incluso había presionado para que le dieran el dichoso premio. Sin embargo, eran detalles que, a todos los efectos, no tenían importancia. En el fondo ella tenía razón.

Luego esa novela se había vendido bien, muy bien, había supuesto un nuevo hito en su carrera y por eso había decidido regresar, para escribir su nueva historia allí.

Una mala idea, sin duda.

¡Oh, no finjas, precioso mío! Te recuerdo muy bien pavoneando ese bonito trasero tuyo por todo el Hoyo, orgulloso de haber derrotado a un niño y a Alejandro, y a todos aquellos otros mequetrefes. Y también te recuerdo muy cerca de mi Andresito. Otra buena pieza. Un día mi nieto recibirá un buen chancletazo en la cara y espabilará, ya verás. Y yo espero estar ahí para verlo —añadió con una mirada pavorosa.

Hans murmuró para sí que casi le daba pena su editor. Parecía haber pasado una eternidad desde aquello y él era otra persona. El Hans Gandía que se pavoneaba y que podía alardear de físico, de éxito y de belleza, ya no existía más que en los recuerdos y en fotografías.

Recordó de pronto la pregunta acerca de si echaba de menos a su falso él.

¿Era falso ese tipo orgulloso y atractivo, sabelotodo y elegante? Había convivido tanto tiempo con él y le había costado tanto crearlo, que tenía la sensación de que el farsante era el que estaba sentado en ese sillón, aguantando un rapapolvo por parte de una vieja cotilla.

—La cuestión es que Antonio sintió la llamada de las alturas, ya sabes…

—¿Ha muerto?

La Paca le dio una palmada en la pierna y echó a reír, con aquella risa sonora y cascada que era casi ofensiva a su estado de ánimo decaído.

—Es ministro, guapo. El nuevo ministro de cultura. ¿No te has enterado? Antonio Grande, el mismo que no ha leído un libro en su vida y pensaba que gastar dinero en la biblioteca del pueblo era un insulto. Hay que joderse.

Hans trató de hacer memoria pero fue incapaz de ponerle cara a Antonio Grande, ni como exalcalde que le había entregado el premio ni como nuevo ministro de cultura, señal de que había estado muy alejado del mundo o de que el buen señor no estaba demasiado activo en su nueva cartera, como la mayoría de sus predecesores.

—¿Y pusieron a Alejandro sin más? ¿No había nadie más disponible?

Su voz debió de sonar irónica porque la Paca le volvió a palmear la rodilla, esta vez sin risa por medio. De pronto, recordó que Alejandro, al fin y al cabo, era el novio, amante, o lo que fuera, de Daniela, su sobrina nieta, y que debía de apreciarlo.

—Puede que se haya caído en todos los agujeros y pozos del pueblo, pero es concienzudo y amable con los vecinos. Le gusta esto y lo demuestra. Además, nadie quería presentarse a las elecciones —admitió al fin, encogiéndose de hombros—. Hasta que tengamos un candidato y podamos organizarlas, él es nuestro alcalde provisional.

Esta vez fue Hans el que rio.

Podía imaginarse la cara de pánfilo de Alejandro cuando se habían presentado a las puertas de esa horrenda casa azul y le habían dicho sin ambages que era el nuevo alcalde y que no tenía derecho a réplica. Habría pagado por verlo.

—Podrías ir a ver a tu amigo. Seguro que te ha echado tanto de menos como tú a él.

Hans se sorprendió de las palabras de la Paca.

La vieja se había levantado y se estiraba como un gato perezoso después de la siesta, como si no hubiera hecho nada importante en todo el día.

Quiso decirle que Alejandro y él no eran amigos. Que, de hecho, llevaban años peleándose y que se había deshecho de él sin verlo siquiera. Sin embargo, se encontró asintiendo y levantándose para darle un beso en la mejilla a modo de despedida. En el último instante ella se giró para que el beso le cayera en los labios.

—Te espero en la clase mañana. Y ten paciencia con Beatriz, muchacho, no es fácil ser ella.

Sintió que la tranquilidad y la alegría que había sentido hasta ese momento se evaporaba al recordar el modo en que su casera lo había abandonado en el campo, tal vez moribundo, y no se había preocupado siquiera de cómo estaba. Podía comprender que tuviera mucho trabajo, pero él y su vida también eran importantes.

—Te aseguro que tampoco es nada fácil ser Hans Gandía.

Ella se rio en su cara y se marchó con un gesto de la cabeza.