15. Los sueños no esperan

 

 

 

 

 

—¿Cuándo empezaste en esto?

Hans, que había estado concentrado en la cena, o más bien fingiéndolo, más pendiente de cómo se iba ondulando un mechón pelirrojo que descansaba sobre el hombro de Bea a medida que se secaba, dio un respingo.

No era que hubiera querido quedarse ensimismado, pero de pronto, al mirar en su dirección, sus ojos habían visto aquello y ya no había podido apartar la mirada. Supuso que ella lo notaba, porque evitaba mirar en su dirección con todas sus fuerzas, pero no lo lograba.

No habría sabido que la pregunta iba dirigida a él si no hubiera sentido una miga de pan impactando contra su mejilla.

—¿Perdón?

—Deja a nuestro invitado en paz. Ha tenido demasiadas emociones hoy y debe de sentirse agotado.

Ahí estaba: ese tono condescendiente otra vez. Había pensado, iluso de él, que habían firmado una tregua, pero estaba claro que su anfitriona seguía considerándolo poco menos que un estorbo. Tal vez por eso lo dejaba mirarla como un lelo, porque le daba pena o pensaba que estaba trastornado.

Se irguió todo lo que pudo, haciendo caso omiso del tirón en las costillas doloridas, y le sonrió a Johnny, que había mirado a su madre con fastidio.

—¿Qué quieres saber? Aprovéchate de mí, muchacho. No todos los días se tiene a mano a una eminencia como yo.

No supo si habían captado su ironía, pero los dos lo miraron con las bocas abiertas, como si no pudieran creer que hubiera dicho algo así.

Bien, podían pensar lo que quisieran, pensó enfadado, pero era una eminencia en lo suyo. Había ganado premios, era famoso y la gente lo adoraba. ¡No hacía falta que se sorprendieran tanto!

¿Acaso no podía fardar de su talento y de todo lo que había conseguido con su trabajo? Odiaba a los que fingían ser modestos pero luego no hacían más que presumir de sus logros y su sencillez. Él, al menos, no disimulaba.

Beatriz fue la primera en reaccionar. Dejó el tenedor en el plato con un ruido chirriante y empezó a recoger todo lo que había en la mesa con una energía que desmentía su agotamiento después de un largo día de trabajo.

—Recuerda que me prometiste que te centrarías en los estudios hasta dentro de un año. Este señor tan importante no tiene tiempo para ti. Seguro que tiene mucho trabajo con lo que sea que esté haciendo.

Su voz pretendió sonar amable, pero había una corriente de enfado ahí, no tan sumergida como pretendió hacerlo parecer. Por no hablar de ese «lo que sea que esté haciendo», que delataba que consideraba su trabajo algo etéreo e incomprensible para ella.

—Mamá, déjale hablar. A todos los genios les gusta compartir su sabiduría con los simples mortales —Johnny le sonreía, pero, por lo poco que lo conocía, sabía que la mala leche la había heredado de su madre y de su abuela. Tras esa aparente admiración corría una buena dosis de inquina. Por lo visto, recordaba tan bien como él que el premio de rural noir que había ganado y al que se habían presentado los dos, no había sido del todo limpio—. Seguro que Anselmo me puede enseñar todos sus trucos para ser el mejor. ¿A que sí?

Hans fue consciente de que había llegado a esa casa en medio de una pequeña guerra y de que sería utilizado como munición sin ningún tipo de pudor. Se burlaban de él, por supuesto, pero las balas que intercambiaban entre ellos eran reales. Era posible que llevaran en medio de esa discusión meses, semanas, tal vez más tiempo, y su presencia allí no haría más que empeorar las cosas. Aunque quisiera ayudar a una de las partes, o a las dos, sería complicado sin hacer más daño que bien. Sin embargo, no podía evitar comprenderlos a los dos, porque, por un lado, había sido como Johnny, y también veía a sus padres y su preocupación por él en los ojos de Beatriz, y ahora lo comprendía más que cuando era un crío empeñado en triunfar.

Por primera vez en su vida se avergonzó de considerarse alguien importante. Bien, era cierto que lo era, o al menos lo había sido en cierto modo, pero su manera de querer subrayarlo a cada instante era ridícula.

¿De qué servían sus premios o su maravillosa forma de escribir en la vida real o cuando tenía que enfrentarse al dolor o quería ser de ayuda para los demás? Además, nada de todo eso le había proporcionado la felicidad cuando se había encontrado solo, en casa, sin nada que hacer salvo mirar el techo y tratar de olvidar que ya no era Hans Gandía y tal vez ya no lo fuera jamás.

—Cuando era un niñato como tú, Alejandro y yo nos peleábamos por el amor de un profesor que no hacía más que decirnos por separado que el otro era mejor. Eso consiguió hacernos mejores escritores, pero también que sintiéramos que necesitábamos ser el mejor en todo. Seguro que el muy cabrón se lo pasaba pipa azuzándonos —dijo, sin pensar demasiado bien sus palabras. En realidad, aquello no serviría de mucha ayuda, pero aquella situación le había recordado tanto a su adolescencia que le había hecho pensar en Alejandro, sus tiempos del instituto y en lo mucho que había sufrido tratando de superar a Alex. Luego había sabido que este lo había pasado igual de mal que él, o peor.

Y para qué.

—Pero consiguió haceros mejores —respondió Johnny ansioso, estirándose encima de la mesa hacia él.

Hans reconoció la ambición en su mirada y comprendió por qué Beatriz quería arrancarle un compromiso de no dejarlo todo a como diera lugar. Sus padres, en su momento, también habían querido que estudiase. Su madre quería que fuera un pequeño doctor, abogado o dentista, y su padre lo quería de aprendiz en la ferretería familiar. En todo caso, cada vez que se veían, en las celebraciones anuales, todavía se sentía como el hermano fracasado, el que no se había casado, el que no había tenido hijos y el que, por supuesto, no hacía nada útil con su vida.

Sabía bien lo ingrata que era la literatura, aunque a él le había ido bien. Pero por cada uno de sus conocidos que podían comer de su obra, conferencias o artículos, tenía a decenas que no podían, malvivían o planeaban colgar el hábito cada año.

—Tal vez nos hizo mejores autores pero no mejores personas, eso te lo puedo asegurar. Si quieres, te puedo enseñar cuatro cosas, pero aquí no hay trucos, solo trabajo. Además, que me funcionen a mí no quiere decir nada. Cada uno es un mundo y tiene que buscarse su propia forma de trabajar. —Sonrió y le guiñó un ojo. Si le hubieran dicho hacía un par de años que estaría teniendo esa charla, tomaría a quien fuera por loco—. Como resumen, te diré algo que a lo mejor ya vas sospechando: la mayoría del tiempo te limitarás a pensar y a dejar correr las horas. Escribirás y trabajarás mucho. Y el resultado siempre te parecerá poco, y eso aun teniendo la suerte de triunfar. Y no pienses que quiero desanimarte ni mucho menos. Pero, aunque dudo que aprendiera a hacer otra cosa, creo que escribir es uno de los trabajos menos románticos del mundo.

—¿Menos que ordeñar?

Hans miró a Beatriz, que no podía contener la risa.

No podía creerse que esa mujer se estuviera riendo de él. Llevaba todo el día haciéndolo. Empezaba a ser insultante.

Jamás había hablado tan en serio. Y lo hacía para ayudarla. Era ella la que parecía desesperada por su hijo, la que temía que se perdiera en sus sueños. Pero ella lo consideraba absurdo y ridículo, por lo visto. Se levantó con toda la dignidad que pudo y empezó a recoger los platos sucios para llevarlos a la fregadera.

Escuchó pasos tras él y no necesitó mirar para saber que se trataba de Bea.

—Perdona, pero es que me lo has puesto demasiado fácil. A veces te pones tan… —hizo un gesto con la mano, una especie de floritura, como si fuera incapaz de explicarlo con palabras. Hans la comprendió. Era solemne, estúpido y un repipi, lo asumía. No era la primera vez que se lo decían—. No es que no le apoye. Solo quiero agarrarle unos años más. Es que lo vuestro es… tan etéreo. —Pudo ver cómo apretaba los puños, llena de frustración—. Ahora no necesito más preocupaciones.

Hans dejó los platos sucios en la encimera y se giró hacia ella. Un poco más allá, todavía podía ver a su hijo, que parecía haberse olvidado de ellos y tecleaba en su teléfono con furia. Si pensaba que sus palabras lo harían reflexionar, estaba muy equivocado. Aunque a lo mejor él ya lo tenía más que claro. Y eso era bueno. En su lugar, él también pasaría de los consejos de las viejas glorias.

—Por mucho que le cuente lo terrible que es la vida de un escritor, no se lo podrás arrancar de dentro, si es lo que quiere de verdad. Puedo decirle que solo tres o cuatro son millonarios y que la gran mayoría jamás vende nada o llega a publicar siquiera, pero le daría igual, porque, en el fondo, todos pensamos que somos los mejores y las cosas malas les pasan a los otros. Además, para él sería estupendo contar con tu apoyo, el apoyo de verdad. Yo habría matado por eso a su edad.

Ella lo miró con los labios un poco entreabiertos, sorprendida, tal vez, de verlo sin su acostumbrada capa de superficialidad.

Hans pensó que era peligroso mostrarse así, sobre todo cuando hacía apenas una hora había pensado que los habitantes de esa casa no le interesaban, pero odiaba pensar que alguien con talento, como ese muchacho, se atara a un escritorio en una oficina, a una carrera que no le haría feliz, o a saber a qué, y que olvidase su sueño solo porque los que lo rodeaban pensaban que escribir no era conveniente. Era posible también que lo de escribir se le pasara, como les había pasado a muchos, pero ¿por qué no probar y aprovechar para aprender ahora que podía?

—A veces los sueños no esperan, Beatriz —dijo con una sonrisa mientras se remangaba para empezar a fregar los platos—. Deja que siga escribiendo mientras estudia, siempre y cuando no lo deje del todo. Es un chico listo, seguro que puede con ello. Eso le obligará a aprender a organizarse. No hay mal que por bien no venga.

Bea apretó los labios, incapaz de ceder con facilidad.

Probablemente era de esas personas a las que habían criado para pensar que el único trabajo útil era el que generaba un beneficio visible y palpable, el que te hacía sudar, pero eso era algo que le ocurría a la mayoría de la gente. Él mismo se había criado así y todavía a veces sentía que desperdiciaba su vida cuando no estaba haciendo algo productivo. Trataba de comprender a su hijo porque lo quería, pero su instinto seguía intentando cambiar su rumbo. Y se odiaba por ello porque le recordaba a su propia madre.

—Lo pensaré —respondió al fin, alejándose para traerle el resto de los cubiertos y los vasos.

No dijo nada más pero Hans pensó que aquello era algo así como una victoria para Johnny, que seguía ajeno a ellos y atento a su teléfono, charlando con algún amigo o tal vez una chica, a juzgar por el leve sonrojo de sus mejillas.