—No quiero que pienses que no lo entiendo, pero prefiero que parta de una base sólida antes de echar a volar. No sé si me entiendes.
Beatriz no sabía por qué se justificaba ni por qué seguía dándole vueltas a aquel asunto, pero había algo en su pecho que le impedía rendirse.
Después de recoger la mesa y de ayudar a Hans a fregar los platos y limpiar la cocina, había servido dos copas de vino y había colocado una de ellas ante él, como si aquello fuera invitación suficiente. Él la había tomado sin más, aunque apenas la había tocado. Se notaba que la había aceptado más por educación que por otra cosa, con un gesto de la cabeza, y la había seguido hasta la entrada de la casa, donde había una mesa con sillas de madera.
Hacía una noche un poco fresca, pero agradable. Todavía estaban a mediados de abril y quedaba mucho para las largas noches de verano. La luna nueva hacía que la oscuridad fuera casi completa, pero la claridad procedente de la casa era suficiente como para que no hiciera falta encender la luz del porche.
Él no había respondido a sus palabras. No sabía si le estaba dando la razón o si estaba pensando en un buen argumento para rebatirla. Desde su experiencia como autor de éxito, podía destrozar las esperanzas de que Johnny terminara sus estudios, pero ella aún contaba con la esperanza de que él no le llenara más la cabeza de pájaros de lo que ya la tenía.
Esperó y esperó, pero él no decía nada. Llevaban unos minutos sentados y lo que había comenzado siendo un momento agradable empezaba a convertirse en algo incómodo. No era solo que él no respondiera, sino que no se movía y no le oía respirar siquiera. Era inquietante.
En la oscuridad, pensó que se había dormido, así que se acercó para comprobarlo. Las sillas estaban colocadas de tal forma que sus brazos se rozaban, así que no tenía que hacer demasiado esfuerzo para llegar a él.
Estaba ya casi encima cuando vio que él estaba muy despierto y que la estaba observando. Retrocedió de golpe y se clavó el brazo de la silla en el costado, aunque disimuló dando un sorbo al vino.
—Solo quería comprobar que seguías aquí.
Él sonrió y le guiñó un ojo.
—Sigo aquí. Estaba pensando en lo que has dicho. Aunque no lo creas, entiendo muy bien tu perspectiva. Me he pasado toda la vida escuchando ese tipo de argumentos, así que podría decirte muchas cosas que te sorprenderían. Pero la verdad es que te comprendo. Este oficio es inseguro y muchas veces ni siquiera con trabajo se consigue llegar a algo. Es lógico que quieras un colchón de seguridad para tu hijo. Mis padres también lo querían para mí. Hoy en día, siguen sin entender demasiado bien lo que hago.
—¿En serio? Yo pensaba que eras famoso, rico y que todo el mundo te hacía la ola por donde ibas.
Intentó no parecer irónica, pero no pudo evitarlo. Desde que lo conocía, le había escuchado decir decenas de veces que era guapo, que había ganado premios, que sus fans lo adoraban, que era el mejor… ¿Cómo iba a tomárselo en serio?
—Qué familia no estaría feliz de tenerme en su seno, ¿verdad?
Por primera vez lo vio llevarse la copa a los labios. Lamentó haberse reído de él y haberlo considerado un idiota. Bien, era cierto que era un creído y muy superficial, pero la tristeza que había notado en su voz no se la merecía nadie.
Pensó en su madre y en lo mucho que sufría cuando ella le hacía ver que no era lo bastante buena o que no había cumplido sus expectativas. Que te hicieran creer que debías vivir por los demás era horrible.
—De acuerdo. Dejaré de agobiar a mi hijo con mis planes sobre cómo debe de ser su futuro. No quiero ser mi madre.
Él empezó a reírse y Bea pensó que era ofensivo. ¿Qué había de gracioso en lo que había dicho? ¿Acaso no le estaba dando la razón?
—Tu madre da mucho miedo, pero es preciosa. No sería tan malo parecerse a ella.
Bea bufó y le dio un codazo.
—Qué lástima que Arturo no te pateara esa bocaza.
—Reconócelo, tienes a tu torito entrenado para atacar a los chicos guapos que se te acercan.
Beatriz parpadeó y lo miró con incredulidad.
—Pensaba que habías saltado la valla en un despiste mientras buscabas lo que fuera que estuvieses buscando para documentar tu libro. Eso quedó más que claro y no pienso disculparme. Eres torpe, reconócelo. Además, no eres guapo, no sé quién te ha metido esa estúpida idea en la cabeza.
De pronto lo sintió muy cerca, como si quisiera que comprobase por sí misma que lo que había dicho no era cierto.
—¿Sabes que cientos de personas votaron por mí como el autor más guapo de España? —preguntó acercándose todavía más—. Cientos. Y cientos de personas no pueden equivocarse.
Bea reculó todo lo que el brazo de la silla se lo permitió. Notó cómo se le derramaba encima el resto del vino que le quedaba, así que dejó la copa en la mesita.
—¡A saber quiénes eran los demás candidatos! Los escritores no es que brillen por su belleza.
Él lanzó un gritito ridículo y se apartó ofendido.
—Eso me ha dolido más que las pezuñas de tu horrible toro en las costillas. Y no sabes cuánto lo odio.
—Pues ese animal es una fuente de ingresos constante, así que yo lo adoro. Fue un regalo del padre de Johnny.
—¡Oh, ya veo! Un regalo precioso y romántico —replicó él con una risa burlona—. Un animal enorme y con unos cuernos como mi brazo de largos. Un bicho que pisotea a los intrusos para mantenerlos bien lejos, además. Sin duda, el regalo que toda enamorada estaría encantada de recibir.
Bea pensó que podría explicar las circunstancias en las que había recibido a Arturo, pero que esa conversación estaba adquiriendo unos tintes un tanto absurdos, así que recogió su copa y se levantó.
—Fueran cuales fueran las intenciones de Gonzalo al dármelo, es lo más útil que me han regalado en la vida, así que sí, es un gran regalo.
Él debió de darse cuenta de que había metido la pata, porque se calló y se levantó también.
—Hace frío y supongo que mañana hay que madrugar —dijo él con torpeza, tomándole la copa de la mano y entrando en la casa.
Bea inspiró hondo antes de seguirlo. No tenía ni idea de cómo habían acabado hablando de Arturo y de regalos de exnovios, o de si acabaría convirtiéndose en su propia madre, pero, por algún motivo, la charla había degenerado de una velada casi agradable en algo similar a una discusión.
Para cuando llegó a la cocina, Hans ya no estaba allí y la puerta de su dormitorio estaba cerrada.
Suspiró y se estiró.
Al menos podría leer un rato antes de dormir, para variar.