—¿Te acuerdas de que teníamos una cita?
Hans, sentado en el porche donde había estado con Beatriz la noche anterior, estuvo a punto de soltar el teléfono de golpe al escuchar el tono de la Paca. Para empezar, ¿de dónde había sacado esa señora su número de teléfono? Luego pensó que vivía con Daniela y con Alejandro, así que lo más probable era que se lo hubieran dado ellos, aunque también era posible que, a esas alturas, ya lo tuviera todo el pueblo.
Pensó en decirle que Beatriz le había más o menos ordenado que se quedara en casa reposando, pero luego se dijo que no se sentía tan mal y que estaba harto de estar solo, así que se levantó de la silla y casi se cuadró. Lo que la Paca le había contado el día anterior sobre lo que hacían no le había parecido lo más sugerente del mundo, pero la idea de contemplar a Alejandro en su nuevo entorno sí se lo parecía. En cierto sentido, despertaba algo del viejo Hans en él, aunque no en un sentido sucio ni malo, sino que sentía hasta cierta envidia de que el otro hubiera encontrado su lugar y fuera feliz sin necesidad de él y de su rivalidad.
—Precisamente estaba a punto de salir para allá —mintió con descaro.
La Paca se rio de él, como era costumbre, aunque esta vez no le molestó.
—De acuerdo. Estamos en la plaza, al lado de la iglesia. Trae ropa cómoda, nada de esos modelitos tuyos pitiminí. Aquí no venimos a desfilar ni a ver quién está más guapo. Y trae la cartera, que luego te va a tocar pagar la ronda de vermús en el bar, que para eso eres el más nuevo. Si pagas, al menos te tolerarán las tonterías.
—¿Por quién me tomas? Yo le caigo bien a todo el mundo.
—No me hagas hablar…
Hans pensó que el aire de ese pueblo debía de estar afectando a sus neuronas porque se rio con ella, como si no le estuviera insultando.
Sin entrar a calificar los motivos por los que sentía tanta energía corriendo por las venas, se puso uno de los conjuntos que usaba para practicar con el Maestro Zen de la Nube Blanca y unas zapatillas deportivas, cómodas y elegantes, que jamás había usado fuera de casa o de la sala de meditación. Luego caminó rumbo al pueblo escuchando los sonidos de la naturaleza y sin mirar, por primera vez, en dirección a su enemigo número uno, Arturo, que guardaba como siempre la entrada de la granja.
Beatriz siempre había pensado que la rutina tenía muchas ventajas, sobre todo cuando los problemas intentaban robarte la energía y te impedían concentrarte en cosas para las que hacían falta más neuronas de las habituales.
Las tareas diarias apenas exigían esfuerzo mental, porque son como esas aplicaciones del teléfono o del ordenador que funcionan en segundo plano: necesarias pero que no necesitan que las toquetees. No necesitaba pensar en la técnica necesaria para poner en funcionamiento las máquinas de ordeño o para pasteurizar la leche. No tenía que pensar en cómo se cogía un rastrillo ni en qué cantidad exacta de alimento y agua necesitaban las vacas. Su cuerpo lo hacía por sí solo, como hablar o respirar, y su cabeza mientras tanto… ¿divagaba?
Nunca se había detenido a pensar en qué ideas se le ocurrían.
Hacía años, cuando era más joven, solo pensaba en cuánto odiaba el pueblo y en las ganas que tenía de largarse. Por supuesto, sabía que era lo que todo el mundo de su edad deseaba y la mayoría había hecho en cuanto había tenido la oportunidad. Ir a la universidad, buscar un trabajo que no implicara pisar mierda cada día, no tener que madrugar tanto. Algunos de ellos volvían los fines de semana y los días de fiesta, y hasta en las vacaciones, contando las maravillas de la vida en las ciudades y la civilización. Hasta que dejaban de venir la mitad de los días. Y luego ya dejaban de hacerlo para siempre.
Luego su padre había muerto. Había llegado Johnny. Y, con su llegada, sus planes de largarse del pueblo se habían ido definitivamente a la porra.
Y sí, durante un tiempo había esperado que el niño fuera la forma de librarse de aquello porque, pensaba, cómo iba a ocuparse de la granja y del niño ella sola, y además con una madre que era incapaz de echar una mano para nada útil. Sin embargo, ahí estaba, diecisiete años después, paleando la misma mierda y aguantando a su madre, que seguía pensando que, si seguía ahí era, por supuesto, por su culpa.
Últimamente pensaba mucho en deudas, en agrandar la granja, en ecología, en que su hijo ya no era un niño y en que las inquietudes de Johnny a su edad eran las mismas que ella había tenido con diecisiete. Por poco, pero las mismas, aunque su hijo no se lo creyera.
Pero ese día no pensaba en eso. Ese día pensaba en el dichoso escritor, y no solo porque Fran y el resto de los trabajadores ya habían hecho al menos cien chistes a su costa.
—¿Ya se ha cansado el Brad Pitt de la capital de la caca de vaca? No sé si decírselo a Blanquita, no vaya a ser que se ponga a llorar la criatura. Con el apego que le ha cogido.
Evidentemente estaba descartado decirle a ese cenutrio que la ausencia de Hans se debía a que se había hecho daño el día anterior. Eso solo acarrearía más bromas acerca de la delicadeza de los niñatos de ciudad.
Sin embargo, ella había visto ese costado y sabía que el golpe del día anterior no podía haber causado todo ese daño. Por primera vez se preguntó hasta qué punto Arturo le había hecho puré. Que hubiera sido por su propia estupidez no quería decir que no se preocupara.
A mediodía, después de haber acelerado para acabar a tiempo para poder comer en casa, algo que no solía hacer porque le gustaba hacerlo sola y pensar en sus cosas, se quitó el mono y emprendió el camino hacia la casa.
Aunque solo eran mediados de abril, hacía una temperatura más que agradable y el campo ya anunciaba una primavera verde y florida. Luego el verano arrasaría con todo, con un sol abrasador y una temperatura infrahumana, pero ahora, justo ese día, juraría que aquello era el paraíso.
Al llegar a casa la asustó el silencio.
En general, aquel era el estado natural de la granja, pero ese día esperaba encontrarse a Hans haciendo… lo que hicieran los escritores en pleno proceso de creación. Incluso se lo podía imaginar recitando desnudo, con una mano en alto y el pelo rubio alborotado. Algo así atraería a sus fans como la miel.
Con una sonrisa divertida recorrió la casa, casi esperando topárselo tras cada esquina.
Empezó a preocuparse al ver que no estaba en el salón ni en la cocina. Tampoco en el baño ni en su dormitorio, donde la cama lucía bien hecha y la ropa perfectamente colocada en el armario.
Sintió un nudo en el estómago al pensar que solo había una opción si no estaba allí: el consultorio médico.
Mascullando para sí porque no la hubiera avisado al sentirse mal, Bea cogió las llaves del coche y salió por el camino de tierra derrapando. Era una suerte que nadie pasara por allí jamás, salvo su madre o algún despistado, o era muy posible que lo hubiera arrollado sin verlo siquiera.
—Si se muere, esta vez sí será culpa mía. No voy a poder decir que no, está claro… Y si todavía no ha muerto, lo mataré yo misma.
—Inspirad todos y sentid cómo el aire penetra en vuestros pulmones. Retenedlo. Retenedlooooo. Un poco más…
Hans jamás habría imaginado que Alejandro, antiguo rival, aquel con quien había compartido colegio, mentor, a quien, debía reconocerlo, le había hecho un poco la vida imposible de niño, y no tan de niño, fuera el tipo que ahora le daba clases de yoga. O de lo que en ese pueblo perdido de la mano de Dios debían de considerar yoga o pilates. La Paca le había dicho que se trataba de pilates, pero aquello era una mezcla de varias disciplinas, todas realizadas con una técnica tan dudosa que haría que sus variados maestros sufrieran un ataque.
Sentado en el duro suelo de la plaza, sintiendo las piedrecillas clavándose en el trasero, inspiró como se lo ordenaban y trató de contener el aire en su interior, pero era complicado concentrarse en los ejercicios de respiración cuando todo el mundo lo miraba. Y lo miraban sin disimulo, además.
La Paca estaba allí, por supuesto, pero vio que ella era casi la más normal de todos. Había un cura con alzacuellos y sotana, un panadero con la harina manchando todavía sus antebrazos, varias ancianas prácticamente iguales entre sí, o él al menos era incapaz de diferenciarlas, tres vejetes que apenas se sostenían en pie, varias mujeres de edad indefinida entre los treinta y los cincuenta. Dejó de contar cuando se dio cuenta de que eran demasiados. Y lo mejor de todo era que cada uno de ellos hacía lo que le daba la gana. Unos estaban sentados en el suelo, otros en sillas y otros permanecían de pie, con los brazos elevados hacia el cielo, como si se dispusieran a bailar la danza de la lluvia en cualquier momento. Mientras tanto, Alejandro les sonreía a todos como si aquello no pareciera un pandemónium y un cachondeo.
Daniela también estaba allí, el doble de gorda que cuando la había visto hacía solo tres días, estirada en el suelo y más flexible que una gimnasta olímpica. ¿Cómo era posible?
Todos ellos, ya fuera de pie o sentados, lo miraban con más o menos disimulo, y él evitaba fijar la mirada en ninguno, aunque era complicado porque llenaban todo el espacio. A lo mejor era por ser el nuevo, pero prefería no pensarlo.
Alejandro seguía a lo suyo, pidiéndoles que respirasen, que se estirasen, que hicieran esto y lo otro, como si la cosa no fuera con él. De vez en cuando se acercaba a uno de sus vecinos para ayudarle, responder a alguna pregunta o para corregir una postura.
El muy cretino parecía tan feliz que Hans se sintió celoso al instante. Fue un sentimiento repugnante y triste, porque era muy consciente de que Alejandro no se lo merecía. Le había costado mucho tiempo y mucho trabajo admitir aquello pero lo cierto era que, en el fondo, no le importaría demasiado tener lo que tenía Alejandro, salvo quizás lo de ser alcalde.
—Me alegra tenerte aquí, tío.
En otro momento, aquella sonrisa satisfecha y sin un atisbo de vanidad le habría parecido falsa, pero Hans se sorprendió respondiéndole con otra igual.
—Y a mí.
Iba a felicitarle por su futura paternidad cuando un bocinazo y un frenazo hicieron que la formación perfecta de arqueros se girase en dirección al camino que entraba en la plaza. Un Ford Fiesta rojo de al menos veinte años de antigüedad había levantado una polvareda al aparcar casi al asalto junto al grupo.
—¡Tú! —gritó una voz al abrirse la puerta del coche, haciendo que, si es que había alguien que no se hubiera dado cuenta de la llegada del vehículo, su conductora tuviera ahora toda su atención—. ¿Te das cuenta del susto que me has dado? ¡Pensaba que te estabas muriendo! Y mientras tanto, aquí estabas, haciendo lo que sea eso con ese otro… ¡pintamonas!
Alejandro gimió y, ofendido, se llevó una mano al pecho, pero no se atrevió a defenderse porque Bea daba miedo de verdad.
Hans parpadeó y miró a Beatriz, incapaz de decir si se sentía más sorprendido por su furia o más excitado por su preocupación.