19. Como una ola

 

 

 

 

 

Beatriz sabía que los vecinos de Venta del Hoyo que tenían tiempo suficiente o que ya estaban jubilados acudían dos días por semana a la plaza del pueblo a, según ellos, oxigenar el cuerpo y las neuronas.

La habían invitado en varias ocasiones y siempre se había negado a acudir. Tenía trabajo, decía. Las labores de la granja no podían esperar mientras ella hiciera el pino o cantaba Ommm, o lo que fuera que hicieran. Alguna vez había pasado con el coche para hacer compras o algún encargo y los había visto ahí, vestidos con distintos tipos de ropa cómoda, tirados por el suelo o con las manos estiradas hacia el cielo, como navajos rogando para que lloviera. Y, si fuera eso lo que hacían, no estaría tan mal porque al menos sería útil.

De entre todos los sitios en los que había sospechado o temido encontrarse al maldito mequetrefe que tenía alojado en su casa, el último era esa plaza, donde lo encontró con los brazos estirados en forma de arco como si estuviera cazando a una gacela invisible.

¿Acaso no estaba herido y dolorido?

A lo mejor no se habría fijado en el grupo, que para ella eran una parte más del paisaje, pero esa mata de pelo rubia como una panocha de maíz había atraído su mirada como una pulsera de oro atraía los ojos avaros de una urraca.

—¡Tú! Levanta de ahí ahora mismo. Te vienes conmigo al médico.

Sabía que no debería haber gritado, porque ahora todo el mundo la miraba como si estuviera loca.

Hans se levantó del suelo, en efecto, y tuvo la delicadeza de hacer un gesto de dolor, aunque a esas alturas ya no se fiaba de si el dolor era cierto o si solo lo hacía en su honor, porque sonreía de una manera de lo más desconcertante.

Aunque eso no era lo peor. Sin duda, lo peor eran los codazos y los cuchicheos de sus vecinos, que probablemente murmuraban que había vuelto a hacerlo. Ella, la del escándalo, la hija de Digna, viuda de Martínez, siempre en boca de todos, estaba ahí otra vez dando la nota.

Hans se tomó su tiempo para llegar hasta ella. Antes se despidió de su amigo el bohemio y de la bibliotecaria, que estaba abierta de piernas de un modo envidiable, como si no estuviera casi a punto de dar a luz. Después saludó a sus demás compañeros de ejercicios con una de sus sonrisas de revista. Ellos no le correspondieron, pero no pareció importarle.

Si había algo indudable era que tenía don de gentes y poca vergüenza.

—No hacía falta que te preocupases por mí, ya te lo he dicho. Es solo una ligera molestia. Estirar me ha venido bien.

Beatriz apretó los labios y procuró no soltarle lo primero que le vino a la cabeza.

—Deberías haber avisado o dejado una nota.

De pronto él abrió la boca, como si hubiera caído en la cuenta. Al hacerlo, sus labios formaron una O casi infantil. Sus mejillas se habían coloreado con el ejercicio y el suave sol de abril que no estaba tan fuerte como para quemar su piel, pero sí lo bastante como para darle un tono rosado.

—Lo siento, soy un imbécil. Perdóname, por favor.

Y entonces la abrazó. La tomó entre sus brazos, sin importarle que ella se quedara inmóvil como una piedra, como si se hubiera olvidado de respirar.

Beatriz no lo vio venir. Si ya de por sí no era habitual que nadie se le acercase, como no fuera su hijo, que un desconocido reconociera un error y le pidiera perdón de esa manera, era, cuanto menos, desconcertante.

Aunque tampoco era necesario exagerar.

Por supuesto, era agradable.

Hans era un hombre muy atractivo. Incluso después de haber caminado desde la granja y haber hecho ejercicio al aire libre, olía bien, no a bicho muerto. Por un segundo, se permitió disfrutar del contacto de otro ser vivo que no fuera un familiar o alguien que no la tocara por interés.

Despegó la parte inferior del cuerpo, que era la que tenía libre. Hans la tenía tan amarrada por la superior y de un modo tan agradable, que Bea se permitió fantasear durante unos segundos acerca de cómo sería ser abrazada en otras circunstancias. Desde luego, su técnica parecía incomparable.

—Nos miran —gruñó al ver que su táctica para separarse no había funcionado.

Y no era mentira. El panadero, el alcalde y la bibliotecaria, la Paca, el cura y hasta los que no estaban en el grupo de gimnastas, se habían detenido y habían formado un corrillo para comentar su abrazo, como si fuera el acontecimiento del año en el pueblo. Y si no estaban haciendo apuestas acerca de lo que se estaba cociendo entre ellos, ella no había nacido en ese pueblo ni era hija de los Martínez.

—Que miren. Estoy acostumbrado.

Al fin el petulante escritor de siempre estaba de vuelta. Con eso podía lidiar sin problemas. Si siempre se comportara así, jamás se le ocurrirían pensamientos extraños, como el de cómo sería en la cama. El Hans estrella era lo más eficaz como remedio contra la calentura que había conocido en la vida.

—Si de verdad no te duele, comeremos, y por la tarde te llevaré a hacer quesos. Ya verás cómo eso te inspira. Es fascinante. Te vas a hinchar a tomar notas y a hacer vídeos de esos tuyos.

Eso debió de enfriar sus ánimos, porque notó que sus manos se aflojaban y caían por su espalda poco a poco. Por algún extraño motivo, no le importó que aprovechara la ocasión de acariciarla sin disimulo. Al fin y al cabo, ella tampoco lo había soltado.

Ahí estaban los dos, con las pelvis bien separadas y los pechos todavía bien juntos. Debían de estar ridículos, pero le dio igual.

—La próxima vez avísame. Recuerda que soy madre. Me gusta tener a todos mis polluelos controlados.

Nada más decirlo, pensó que aquello podría ser interpretado de muchas formas, y ninguna buena, pero él asintió y la soltó al fin.

—Te lo juro. A partir de ahora te tendré al tanto de todos mis movimientos y te haré un informe. Y, para que te quedes más tranquila, dejaré que me vea el médico. ¿Qué te parece mi yo obediente?

Bea sonrió.

—Me parece que, de haber sabido que serías tan dócil, te habría ofrecido mi casa mucho antes.

 

 

—Diez a uno que, antes de una semana, están fabricando al segundo en el pajar —dijo el panadero.

El cura se santiguó y miró al panadero con una mirada de reconvención.

—¡Hijo mío, esa boca! —exclamó, a la vez que se sacaba una libreta del bolsillo y pasaba hojas hasta dar con una en blanco—. Si vamos a hacer apuestas, que haya constancia, que luego las palabras se las lleva el viento. Yo digo más bien que dos semanas. La granjera es un hueso duro de roer.

Se escuchó un coro que atestiguó que estaban de acuerdo, teniendo en cuenta que sus últimos romances habían sido escasos y de poco éxito. Beatriz era algo más que un hueso. Se diría más bien que era de mármol.

La Paca, que había permanecido en silencio, observando a la pareja abrazada, negó con la cabeza.

—Aquí la cuestión no es cuándo se van a acostar, sino si él se va a quedar —dijo, con aire sabio—. Recordad que ya acerté con el que ahora es nuestro alcalde. Yo jamás fallo. Y aquí no sé yo… todavía tengo que meditar antes de hacer un pronóstico.

Alejandro gritó, indignado y miró a sus vecinos con las manos en las caderas mientras agitaba la cabeza como un padre decepcionado.

—¿Hicisteis una apuesta cuando vine? No me lo puedo creer. Pensaba que os caía bien.

A su lado, Daniela reía para sí. No se había levantado del suelo, pero jamás admitiría delante de tanta gente que no lo había hecho porque no podía.

La Paca, mientras tanto, se había girado hacia Alejandro y lo miró con cariño.

—Te queremos con locura, primor, pero apostamos por todo el mundo y tú no ibas a ser menos. En cuanto a mi rubio favorito, ese sí que es peliagudo, porque por dentro está hecho un lío, pero cuando se suelte va a ser como una ola, como la canción de la Jurado, ya lo veréis.

Alejandro soltó una risita incrédula, pero no dijo nada. Al fin y al cabo, era cierto que la Paca siempre acertaba. Pensó que, cuando se enterase de su apuesta, él haría la misma.

A esas alturas, Hans y Bea ya se habían ido rumbo al consultorio médico. Tenía razón en que los dos parecían distintos cuando estaban juntos. No sabía decir si se los veía felices, pero sí más relajados y contentos. ¡Hans dejaba de hablar de sí mismo y ella dejaba de gruñir! Solo por eso ya merecía la pena esperar para ver si funcionaba.