—Usted otra vez…
Hans vio cómo el doctor, que debía de tener más años que Matusalén, sacudía la cabeza como quien está a punto de dar malas noticias.
Jovial era su apellido.
Pensó que no debería reírse, pero jamás había visto a nadie a quien le cuadrase menos el nombre que a ese hombre.
Con el cráneo calvo y brillante flotando sobre un cuerpo enorme y redondo, pensó que era increíble que alguien en semejante estado de dejadez pudiera ser médico. Los había mirado desde el otro lado del escritorio, del que su tripa superlativa lo separaba un metro, sin hacer ningún tipo de amago de levantarse. El administrativo los había dejado allí tras decir que los atenderían enseguida, aunque tendría que ser rapidito, porque era casi la hora de comer.
—No he venido por mi voluntad. Lo siento.
Hans lo recordaba lejanamente del año anterior, lo que no había sabido hasta ese momento era su nombre. Era imposible olvidar a ese hombre y su expresión de hastío.
El doctor volvió a sacudir la cabeza, como si lo que viera no le gustara nada ni tampoco comprendiera la broma.
—El año pasado nos dio usted un buen susto, joven. Tenía mal aspecto, pero ya veo que sobrevivió. ¿Ha venido a darme las gracias?
De pronto Hans sintió una de esas punzadas de temor que sentía a veces. El instinto despertaba cuando el riesgo estaba cerca, le había dicho una vez el Maestro Zen de la Nube Blanca. Le había pedido que analizase sus sentimientos el día en que Arturo le había destrozado las costillas, el bazo y su vida. ¿Acaso no se le había encendido ninguna alarma cuando decidió saltar la valla para atravesar el campo, pensando que llegaría antes al pueblo? Porque el instinto siempre avisaba.
Desde luego, no tenía ni idea de si había habido campanas de alarma el día del accidente, pero en ese momento las escuchaba alto y claro. Y sus pies decidieron que querían salir de ese consultorio, así que dieron un paso hacia la puerta. Sin embargo, al hacerlo, chocó con Beatriz, que se había colocado detrás, como para impedir su huida.
—No pensé que regresara usted, pero siempre me gusta volver a ver a mis cachorros —añadió el doctor, confirmando lo que ya se temía—. Un buen ejemplar, sí señor.
Hans no supo si sentirse halagado por el cumplido o asustado por el hecho de que hablara de él como si fuera el cochinillo que acababa de ganar el premio al mejor cerdo del año.
—Se ha vuelto a hacer daño, doctor. Es un torpe —dijo Bea, dándole un empujón poco amable—. Échele un vistazo para que yo me quede tranquila.
Los ojillos porcinos del doctor se iluminaron.
Se levantó con una agilidad sorprendente para su envergadura y lo tuvo al lado al instante. Le obligó a tumbarse en una camilla que chirrió bajo su peso y levantó su ropa a tirones. Sus manos frías y eficientes empezaron a palparlo mientras le hacía preguntas a modo de metralleta, casi sin darle tiempo a respirar. Y no solo eso, sino que hurgaba con entusiasmo donde más le dolía, mostrando una sonrisa placentera que daba pavor.
Durante cinco minutos, no se sintió solo como el mejor cochinillo de la feria, sino que tuvo la impresión de que lo iban a despiezar y cocinar para la cena.
Además, esos dos hablaban de él y comentaban su exploración como si no estuviera delante o como si fuera un niño. Estaba convencido de que Bea no hablaría de modo distinto si, en lugar de él, el paciente fuera su propio hijo.
—¿Ha visto esas manchas en la espalda, doctor? ¿No cree que debería vérselas un dermatólogo? Ya tienes una edad como para saber que la piel tiene memoria y que deberías usar siempre protección solar, Anselmo. Espera, ¿eso es un antojo?
Hans gruñó, no solo por el tono de madre, sino porque hablaran de él como si no estuviera presente. No respondió. Al fin y al cabo, ninguno esperaba su respuesta.
Cuando al fin llegaron a las costillas heridas, donde estaban un poco hundidas, Hans temió que Bea quisiera comprobar con sus propias manos el veredicto del doctor. Él ya sabía que jamás se recuperarían, pero también que no se trataba de nada grave. Eso sí, cualquier mínimo golpe era doloroso, y ya lo había visto con sus propios ojos.
El doctor, hurgando en la zona con esos dedos como gusanos, sacudió otra vez la cabeza, dramático, como si estuviera a punto de anunciar algo terrible.
—¿Coz de vaca? —preguntó, mirando a Bea, como si él no fuera el paciente.
Durante unos segundos Hans se preguntó si de verdad era necesaria su presencia, porque estaba claro que ni siquiera les importaba que estuviera allí.
Bea asintió, con los ojos enormes y húmedos clavados en el doctor. Por un momento recordó cómo se había sentido cuando la había abrazado. No iba a negar que había sido agradable. Algo más que eso. Pero no había ido a ese sitio perdido del mapa para buscar ese tipo de aventuras. A lo mejor solo le preocupaba que, si estaba herido, se fuera y la dejara sin alquiler y con un palmo de narices, pero eso no quitaba que su preocupación fuera sincera, y eso lo conmovió.
—Tiene una extraña fascinación por los bovinos, doctor. No sé qué hacer.
Hans frunció el ceño. Ya no sabía si se estaba burlando de él o de verdad pensaba aquello.
—A mí los bovinos me dan igual. Soy yo el que no les gusto.
Evidentemente, fue como si no hubiera dicho nada, porque el doctor y Bea siguieron mirándose, sacudiendo la cabeza, muy serios, y poniendo cara de circunstancias, como en uno de esos horribles seriales de televisión cuando están a punto de anunciar una noticia impactante.
—Yo, si fuera usted, me mantendría alejado de las pezuñas durante una temporada, joven. Aunque a veces es inevitable por… ya sabe… la fascinación.
Hans, que se había sentado en la camilla, lo miró como si no pudiera creer lo que acababa de decir. ¿Había dicho fascinación? Y no solo eso, sino que lo había dicho con la mirada perdida en el horizonte y las manos acariciando esa tripa enorme.
—Entonces, aparte de mantenerme alejado de la fascinación bovina, ¿tengo que tomar algo o puedo irme con viento fresco?
Beatriz le dio un codazo poco delicado, pero dio igual, porque el doctor no pareció haber escuchado ni una sola de las palabras que dijo.
Lo dejaron allí, plantado en medio de su consultorio, como una estatua gigante de carne humana y salieron a la calle, tras saludar al administrativo que les deseó buen día entre bocado y bocado de bocadillo.
—Es un gran médico. Nos matará a todos.
Hans pensó en que la elección de palabras de Beatriz, de la que ella no parecía consciente, era curiosa. Desde luego, si a todos los trataba como a él, era muy posible que la segunda opción fuera más real de lo que ella pensaba.
Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto. Alejarse de la fascinación bovina no parecía un mal consejo, si eso le evitaba más accidentes. Podía vivir sin más pisotones de vaca y atropellos de toro, desde luego.
—Vamos a comer. Tanto hablar de cosas campestres me ha dado hambre.
—Ya que por ahora no vas a poder venir a hacer ciertas labores, supongo que las normas que te di tendrán que cambiar.
Hans, que tenía la boca llena de pan, tuvo que beber agua para poder tragar y no atragantarse.
—Había olvidado las dichosas normas, si te soy sincero.
Pudo ver cómo ella apretaba los labios, así que supo que sus palabras no la hacían precisamente feliz. Luego recordó que él mismo había vivido según un plan que detallaba al minuto cuándo comer, pensar, trabajar y hasta cuándo podía ducharse, porque eso estipulaba cuándo llegaría el triunfo y ahora reconocía lo contento que estaba porque había funcionado. Así que no debería burlarse de que alguien más amara el control.
—Intentaré adaptar las normas a tus limitaciones.
Supo que le costaba un mundo tener que hacer aquello. Lo más probable era que prefiriera saber dónde estaba cada uno en todo momento y que no hubiera posibilidad de equivocación y casi diría que de interacción, más allá de lo imprescindible. Sin embargo, cada día estaba más cómoda a su lado y no lo podía negar. ¿A qué venía otra vez aquello de las normas?
—¿Tendré algún derecho de opinión y de veto?
Bea fingió que no había escuchado lo que decía. Miró el reloj y bebió el agua que le quedaba en el vaso.
—Tengo mucha prisa ahora mismo. He perdido mucho tiempo con tantas vueltas y la visita al consultorio…
—Totalmente innecesaria.
—Innecesaria para ti, pero yo me he quedado más tranquila —replicó Bea, levantándose de la silla—. Me voy. Hoy te dejaré descansar, pero te buscaré trabajo para mañana. Hasta la noche.
Se marchó antes de que Hans pudiera responder. A solas, con la tarde casi entera a su disposición, pensó que, si ella podía crear unas normas, él podría crear las suyas. Al fin y al cabo, era el maestro de la planificación a cinco años.