Bea era consciente de que el asunto de la lista era una tontería, y más si pensaba que a esas alturas ya se habían saltado casi todos los términos de la primera que había redactado.
Sentada en una caja puesta del revés mientras las máquinas de ordeñar hacían su trabajo, repasó lo que había escrito cuando Hans había llegado. Si no supiera que eso lo había redactado ella misma, pensaría que lo había pensado la institutriz de un internado alemán. O peor aún, su propia madre.
1º El inquilino no interferirá en el funcionamiento de la granja ni en la vida de los habitantes de la casa.
Se le escapó un bufido sin querer. Esa norma la habían incumplido los tres, y no sabía quién lo había hecho antes. Y lo peor era que tanto Johnny como ella lo habían hecho por voluntad propia al pedirle ayuda con el asunto de la escritura.
¡Mal, Bea, mal!
2º El uso del único baño no superará, en ningún caso, los quince minutos.
Esa no estaba mal del todo, aunque tendría que añadir una clausula acerca de la desnudez. Por el niño, por supuesto. Estaba en una edad en la que ver a un hombre en pelotas a todas horas podría afectarle, estaba convencida de ello.
Siguió leyendo acerca de los horarios de las comidas, la higiene, quién haría la limpieza del cuarto del inquilino o pondría sus lavadoras (él, por supuesto) y llegó a una cláusula que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda:
7º Las excesivas confianzas no serán bienvenidas y se valorará la rescisión del permiso de estancia en la granja.
Joder.
Pensó en el largo abrazo que le había dado en la plaza esa misma mañana, recordó que ella misma le había invitado a tomar un vino en el porche la noche anterior. Aún más, pensó en lo bien que se había sentido al hacerlo. En ningún momento había pensado que, al hacer aquello, se estuviera tomando excesivas confianzas con su inquilino. Pero, ¿y si él lo pensaba? De hecho, ¿no se parecía aquello demasiado a que le estuviera cayendo bien ese tipo, en un sentido que no se parecía a la amistad?
¿Tendría su madre razón en que lo de meter a un hombre en su casa no era buena idea?
—¡Eh, jefa! ¿Te vas a quedar aquí a vivir? Y yo que pensaba que ahora que tienes una cosita bonita en casa perderías el culo por volver.
Bea se obligó a no levantar la vista del papel. Y también se mordió la lengua para no mandar a Fran al infierno, aunque su mala educación rozaba el desprecio.
—¿Sabes qué? —dijo al cabo de unos segundos con toda la calma del mundo—. Tienes razón. Quédate tú a terminar esto. Y limpia la cuadra de paso, que está hecha un asco. ¡Hasta mañana!
Aunque se sentía rabiosa y odiaba caer en su juego, Bea no pudo evitar sentirse un poco satisfecha por haberle callado la boca, aunque fuera por esa vez. Sabía, por supuesto, que tendría que pensar en una solución a largo plazo con ese cenutrio, y que probablemente pasaría por su despido si no cambiaba de actitud, pero no quería sumar un problema más a los que ya tenía.
—Nada de excesos de confianza, nada de confraternizar, nada de abusar con las duchas, nada de entrar en los cuartos de los dueños… cualquiera que lea esto puede pensar que está en un cuartel —masculló Hans para sí mientras leía el papel que Bea le había dejado la primera mañana y que, para ser sincero consigo mismo, apenas había ojeado por encima hasta ese momento.
No podía negar que algunas tenían sentido. Él era un inquilino, como cuando había alquilado una habitación en el piso de unos señores muy serios la primera vez que había salido de casa de sus padres para estudiar. Había tenido un horario para usar la cocina y el baño y, cuando había tenido una necesidad fuera de esos horarios, se las había tenido que apañar como buenamente había podido.
Sin embargo, desde el primer momento había estado claro que Beatriz no tenía demasiado claro que lo que pedía y lo que daba eran cosas muy distintas. No sabía mantenerlo aparte de ella ni de su hijo, ni tampoco podía evitar preocuparse por él.
Y él… bien, a él le caían bien, a pesar de todo, así que no era que no supiera hacerlo, sino que no quería.
Mientras preparaba la cena y esperaba a que llegasen los dueños de la casa, se preguntó qué nuevas cláusulas añadiría Beatriz a esa lista, o cuáles cambiaría.
¿Acaso la de que no se metiera en los asuntos familiares? ¿O mejor aquella de no tomarse excesivas confianzas?
Desde luego, aquella sería peliaguda, porque a él le apetecía tomarse unas cuantas confianzas.
Los dos llegaron juntos, parloteando y riendo. Lo saludaron con aire distraído y desaparecieron en sus respectivos dormitorios, como si fuera de lo más normal encontrárselo en la cocina, remangado y con un delantal de volantes, preparando una ensalada y con un ojo en el horno, por si se pasaba la costilla asada.
Al instante escuchó el agua de la ducha cayendo y supuso que Bea estaba haciendo uso de sus quince minutos preceptivos en el baño. Con una sonrisa, pensó que sería divertido ver si se pasaba de tiempo y cuál sería el castigo si eso ocurría, pero luego la imaginación se le desvió hacia el agua caliente y las pompas de jabón chorreando por su cuerpo, que imaginó curvilíneo y tonificado por el trabajo, y, sobre todo, ese cabello rojo, mojado, enredándose entre sus recovecos.
Frunció los labios, no sabía muy bien si por enfado o por sorpresa. Hacía meses que no se le ocurrían ese tipo de pensamientos con ninguna mujer, y no sabía si era buena o mala noticia que fuera con alguien como Beatriz.
—¿Quieres que te eche una mano?
La voz de Johnny a su lado lo sobresaltó al punto que estuvo a punto de cortarse con el cuchillo que tenía en la mano. La patata que estaba pelando no corrió tan buena suerte. Se cayó y fue a rodar junto a los pies del adolescente, que lo miró con una sonrisa divertida.
—No deberías soñar despierto mientras llevas armas cortantes. Podrías hacerte daño.
Hans pensó que, por su sonrisa, parecía estar leyendo sus pensamientos. Se sonrojó y esperó que no fuera así. Al fin y al cabo, era su madre a quien había estado imaginando desnuda.
Cogió la patata del suelo y la lavó bien.
—¿Qué tal se te dan las patatas? —le preguntó, deseando que no se le notaran sus lujuriosos pensamientos.
Johnny no dijo nada, pero tomó el tubérculo de su mano y empezó a pelarla y a cortarla con tal habilidad que Hans solo pudo silbar con admiración.
Para cuando Bea salió del cuarto de baño, ya vestida con ropa cómoda, se sorprendió de verlos charlando de todo y nada, con la cena casi lista. Se sentó y se limitó a descansar por orden de los dos. Con un suspiro, aceptó la copa de vino que le sirvieron y se dispuso a observarlos, encantada y sorprendida de lo que veía. Estaba claro que lo de la confraternización de su lista tendría que descartarlo.
Cuando ya estaban a punto de sentarse a cenar el delicioso asado y la ensalada, sonó el timbre.
Bea frunció el ceño. Como todas las personas del campo, sabía que cuando alguien llegaba o llamaba a aquellas horas, solo podía tratarse de malas noticias.
Se levantó y fue hacia la puerta, caminando con parsimonia. No era solo que hubiera sido un día largo y cansado, sino que había algo en aquella forma de llamar que le traía un vago recuerdo, y no precisamente bueno.
Justo antes de abrir, con la mano en el picaporte, algo en el pecho, una punzada en el corazón, le dijo que no abriera. Sin embargo, quien fuera ya sabía que estaba allí, porque volvió a llamar, así que no le quedaba más remedio que hacerlo.
No supo qué le sorprendió más, verlo a él, sonriente y guapo como siempre, elegante, a la última moda, con ropa cara pero no ostentosa, o verlo acompañado de su madre.
—¡Adivina quién ha venido de visita, cariño!