24. Todo el mundo está en crisis, yo también

 

 

 

 

 

—Los años no pasan por ti. Eso es algo que me encanta, princesa. Todavía las tienes firmes como melocotoncitos.

Esas manos. ¿Cuántas noches y cuántos días las había echado de menos durante esos años? Eran viejas conocidas y sabían muy bien dónde y cómo tocarla para hacerla reaccionar. De hecho, si se lo permitiera a sí misma, podría echar un buen polvo en ese mismo momento si apagara el interruptor de su cabeza.

—Suelta… —gruñó apartando a Gonzalo de un codazo.

Todavía medio dormida, se preguntó cómo no había pensado que él vendría, como hacía siempre.

A él le daba igual que ella estuviera enfadada por el hecho de haber forzado su estancia o por no haber llamado desde hacía siglos. No, esas cosas tan sutiles a Gonzalo se la traían al pairo. Y la cuestión era que a ella tampoco le habían importado otras veces.

Pero no ahora.

Esta noche quería dormir. Sola.

—Vamos, cariño, lo deseas tanto como yo…

Bea no iba a negar que le gustaba lo que Gonzalo le hacía. Se había metido en su cuarto por la noche, cuando todo el mundo dormía, como tantas otras veces, aunque su hijo sabía bien que, cuando su padre aparecía en casa era para eso y para poco más. Ya no era un crío y no se hacía ilusiones de que se quedara, pero era imposible no ver la mirada de ilusión en los ojos de Johnny cada vez que lo veía entrar por la puerta.

Esas manos, enormes y fuertes.

Bea se obligó a no dejarse llevar.

Quería recordar su enfado y su decepción. Ese año no se había acordado del cumpleaños de Jonathan y le había llamado dos días después y solo después de recibir su mensaje recordándoselo. Se había inventado que había estado en un viaje de negocios sin cobertura. ¡Sin cobertura en pleno siglo XXI! Y, aunque fuera verdad, no dejaba de ser cierto que había tenido que recordárselo, como tantas otras veces. Y el bueno de su niño había fingido creérselo, por supuesto.

Esas manos, que vagaban por su cuerpo, sin detenerse demasiado tiempo en cada sitio. Acariciaban un segundo un pecho. Un instante una cadera. Una milésima su entrepierna. Era como si quisieran recordar un territorio ya conquistado.

Había esperado un buen rato. Ya era bien entrada la noche. Era como si hubiera querido esperar a pillarla dormida, para que no se resistiera. Hasta Gonzalo Díaz de Quesada había comprendido que esa noche no estaba tonterías. Y es que hacía tanto tiempo ya…

Notó cómo le levantaba la camiseta que se había puesto para dormir y se pegaba a ella. El contacto con su piel desnuda y peluda, sus manos sobre sus pechos, apretando, casi perezosas, el olor de su piel, tan conocido, el bulto de su erección contra su trasero…

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar esta vez?

Ni siquiera fue consciente de que había hablado hasta que notó que Gonzalo se apartaba.

Su risa cascada le trajo el olor a tabaco. Llevaba años diciendo que lo estaba dejando, pero también le decía que iba a dejar a su mujer y ahí estaba, metiéndose a escondidas en su cama. Alguien que ama de verdad no necesita hacer nada a escondidas.

—No sabes cómo me pones —murmuró él, volviendo a pegarse contra ella.

Pero sus manos ya no tocaban igual y su boca ya no besaba su cuello de la misma forma. Ahora había un ansia distinta y no se parecía demasiado al deseo.

—Vete. —Gonzalo la besó, aunque no con pasión, sino con ese aire de posesión que le imprimía a todo. El deseo que había corrido por las venas de Bea se evaporó, aunque sus manos seguían tocándola en los mismos sitios—. Lo digo en serio, Gonzalo —dijo Bea, incapaz de reaccionar bajo sus caricias—. Mañana tengo que madrugar.

Él paró al fin y gruñó.

—No fue idea mía venir. Fue tu madre la que me llamó.

Bea se dijo que no deberían sorprenderle sus palabras, aunque sí que él hubiera aceptado. Y entonces recordó lo que había dicho su madre al llegar, que estaba sufriendo una crisis. Lo más probable era que la llamada de Digna le hubiera salvado el culo una vez más. Gonzalo era como un gato, siempre caía de pie.

Y no dudaba en apuñalar cuando no recibía el premio que deseaba. De haber podido escoger, no estaría allí.

—Vete, por favor.

Él salió de su cama y la miró durante unos segundos desde la puerta. Pareció estar a punto de decir algo, pero al final salió del dormitorio y dejó la puerta abierta, como si no le importase nada lo que dejaba en el interior.

Bea se recostó y respiró hondo. Al hacerlo notó su olor en las sábanas, impregnándolo todo. Antes le parecía delicioso y excitante, pero ahora era avasallador e invasivo.

 

 

Hans estaba soñando cosas agradables. Muy agradables.

No era nada en concreto, tal vez algo relacionado con besos, una melena larga y pelirroja enredada en el cuerpo, vino, hierba pegada a la piel, algo sorprendentemente erótico y que jamás se le habría ocurrido que combinase bien. Hacía mucho tiempo que no soñaba algo semejante y su cuerpo lo recibía como una lluvia primaveral.

Pero la mano que notó en el cuello y que empezó a apretar no tenía nada de amable.

—¿Te la estás tirando, rubiales? ¿Te estás tirando a mi mujer?

Abrió los ojos de golpe para encontrarse muy cerca de él el rostro moreno y el ceño fruncido de Gonzalo. La mano enorme y fuerte le cubría casi todo el cuello y no tendría demasiados problemas para estrangularlo.

Pensó en las tácticas de autodefensa que había aprendido a lo largo de los años y también en los trucos que le habían enseñado cuando se documentaba para sus novelas de crímenes. Era una lástima que no tuviera a mano una pistola, un cuchillo, una katana o un abanico con cuchillas pegadas. Sin embargo, había algo que siempre funcionaba cuando el contrincante era un hombre, fuera del tamaño que fuera.

Levantó la rodilla y la clavó en la entrepierna de ese cenutrio enorme que cayó junto a la cama, vencido como todos los hombres cuando reciben un rodillazo en las pelotas.

—Voy a matarte, cabrón, ya lo verás…

Casi sin aliento, Hans aprovechó la tregua para levantarse a toda prisa, ponerse los pantalones y abrir algo de distancia entre ellos. Era posible que en otro momento él hubiera sido ágil y fibroso, pero no estaba en su mejor estado de forma y Gonzalo era el primo hermano de Arturo. De no haberlo pillado por sorpresa, a lo mejor no habría podido llegar a defenderse.

—No voy a preguntarte qué haces en mi habitación, que suena muy a novela mala.

—Esta era mi habitación —gruñó Gonzalo desde el suelo, retorciéndose como una bestia herida—, aunque podrás imaginar que no durante toda la noche.

Hans se dijo que ojalá esa risita estúpida hiciera que le dolieran más las pelotas, por imbécil.

¿Qué hacía ese tipo allí, contándole algo así y amenazándole? Si considerase que Gonzalo era un hombre con dos dedos de frente, le ofrecería una taza de café y le explicaría que Beatriz era su casera y que no había nada entre ellos, pero, por algún motivo, con ese cabestro no le apetecía hacer nada de eso.

—Creo que será mejor que te vayas antes de que venga Bea a avisarme de que ya está listo el desayuno. Si te ve aquí, a lo mejor sospecha que prefieres mi cama a la suya —añadió con una sonrisa insinuante.

Aquellas palabras obraron un efecto mágico. Todavía encogido, Gonzalo salió de su habitación como una vaquilla, dejando tras de sí el aroma de la testosterona y del honor herido.

Hans se sentó en la cama y suspiró. Tragó con dificultad y supo que ahora tenía unos nuevos morados para la colección. ¿Cómo lo había llamado el doctor? Fascinación bovina. Sí, estaba claro, aunque todos los toros no eran del tipo cuadrúpedo.

Era una suerte que ese imbécil solo fuera a quedarse unas horas, porque, de lo contrario, no sabía si sobreviviría.

Al llegar a la mesa del comedor, ya servida con el desayuno, supo que no habría suerte. Johnny prácticamente saltaba de alegría alrededor de su padre y Bea les había dado la espalda, como si no quisiera que su hijo viera lo mucho que sufría ante la idea de lo que se avecinaba.

De algún modo Gonzalo Díaz de Quesada, que sufría algún tipo de crisis matrimonial y necesitaba meditar sobre su futuro, se las había apañado para poder quedarse en la granja. ¡Yupi!

 

 

A pesar de que se suponía que debería hacer reposo, Hans no lo dudó ni un solo instante. En cuanto Beatriz emergió de su dormitorio en la parte trasera de la casa, una zona que jamás había visitado, vestida con su mono naranja y el pelo rojo recogido con su sempiterna trenza, se colocó a su lado, saludó con una sonrisa de catálogo y desapareció por la puerta sin mirar atrás.

—Hoy no estoy para charlas —gruñó la granjera caminando hacia el establo todo lo rápido que le permitían las botas de goma.

Hans se dijo que no habría hecho falta que dijera algo semejante porque, de hecho, llevaban media hora andando y no había pronunciado una sola palabra.

—Aunque no te lo creas, puedo permanecer en silencio durante prolongados periodos de tiempo. Estoy entrenado para ello.

Por algún motivo, ya fuera por sus palabras o por el tono en que las había pronunciado, aquello hizo reír a Bea. Se paró y se giró para mirarlo.

—Creo que eres incapaz de callar, ni bajo el agua, pero te agradezco el esfuerzo. Por cierto, si vas a seguir viniendo, tengo que buscarte algo decente que ponerte, o toda tu ropa va a terminar siendo inservible.

Hans enarcó una ceja ante su mirada de desprecio hacia su nuevo conjunto de explorador. ¿Estaba insinuando que no estaba guapo con aquello?

—Te recuerdo que me votaron como el autor más guapo…

—¡Oh, sí, el más guapo del mundo mundial! —lo cortó Beatriz, dándole una palmada juguetona en el brazo—. Y tienes un tipazo, eso no lo voy a negar, pero yo no me dedicaría a ir en pelotas por el campo ni a ordeñar, a no ser que quieras que te salga pretendiente. Aunque bueno, a lo mejor es eso lo que quieres.

Hans esbozó una sonrisa pícara y se le acercó con aire confidente.

—La verdad es que ya tengo una. La Paca me lleva tirando los trastos desde hace años y creo que jamás he tenido una admiradora tan fiel. No podría jurarlo, pero creo que tengo sus huellas dactilares tatuadas en el culo.

Bea abrió los ojos de par en par, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. Y entonces lo vio.

—¿Qué diablos es esto?

Hans notó sus manos en el cuello, rozándolo con poca delicadeza. No le hacía daño, pero tampoco eran el tipo de caricias que le gustaría sentir por su parte.

—Una tontería… —trató de decir, pero calló cuando ella le obligó a girar la cabeza hacia la izquierda y casi enterró la nariz en su piel para ver las marcas de estrangulamiento más de cerca.

—¿Una tontería? No sé si eres más idiota por ocultarme que ese cretino te ha atacado o por minimizar que casi te mata. Deberías denunciarlo ahora mismo.

Hans le tomó la mano, que se había convertido en una garra, y se la apartó. No podía negar que tenía razón. Gonzalo le había atacado, pero él le había machacado las pelotas, así que suponía que estaban en paz. O eso quería pensar.

—Lo haré si vuelve a intentar algo, no lo dudes. Puedo ser idiota, pero no tanto. A lo mejor no te has dado cuenta pero tengo un afecto desmedido por mi pellejo.

Bea apretó los labios, incapaz de reírle la broma.

—No tiene derecho a ir atacando a la gente solo porque se siente mal, esté en crisis o… mira, es que me da igual. Todos estamos en crisis en algún momento y no nos da por ir haciendo daño a la gente.

Hans le apretó un poco la mano que todavía sostenía.

—Lo bueno de ser escritor es que puedes matar en la ficción a la gente que te cae mal —dijo con una sonrisa burlona—. Si quieres, puedo matar a tu ex por ti. De un modo terrible y asqueroso. Seguro que te divierte leerlo.

Ella sonrió al fin, aunque a los pocos segundos le soltó la mano y le dio la espalda.

—Creo que lo que de verdad me haría feliz sería no haberlo conocido y que me dejara en paz de una vez. A lo mejor te parece terrible lo que voy a decir, pero a veces siento que él no tiene nada que ver en el hecho de que Johnny exista. Él lo hizo, sí, me dejó embarazada, pero en fin… que en realidad no es la parte importante. ¿Soy un monstruo?

Hans miró su espalda. Una pequeña mancha de sudor manchaba el buzo naranja, aunque no hacía tanto calor como para que estuviera tan acalorada.

—No eres ningún monstruo por no quererlo cerca, Bea.

Ella asintió y comenzó a caminar.

Hans pensó que se había quedado corto y que probablemente sus palabras no la habían consolado para nada, pero lo cierto era que había poco más que pudiera decir.

 

 

—¡Vaya, vaya, si ha vuelto Clarita la Granjerita! Las vacas te han echado de menos. Algo deben de tener tus manos mágicas de niñato de ciudad, porque han estado inquietas desde que les tocaste las tetas.

Bea suspiró al escuchar las palabras de Fran y las risas de sus compañeros, que parecían haber estado esperando su llegada para soltar todas sus tonterías de golpe.

Hans probablemente sabía que se reían de él, pero haciendo gala de un sentido del humor sorprendente, alzó las manos y se las miró con una sonrisa.

—Deben de ser los cursos de masaje que di, que hacen milagros. También puedo hacerte uno de próstata a ti, amigo. Mejora el humor y convierte a los hombres en mejores personas.

Fran dejó de reírse al instante y pareció tardar un rato en comprender que Hans le había devuelto la andanada con creces.

Bea pensó que era muy posible que los hombres se liaran a golpes allí mismo, pero Hans les dio la espalda a los trabajadores, como si no hubiera ocurrido nada, se acercó a las vacas y comenzó a hablarles.

Mientras fingía que revisaba una hoja de cálculos, se dedicó a vigilarlo y vio que sus hombres hacían lo mismo, murmurando entre sí.

No era solo que las vacas se tranquilizasen al instante al verlo o al notar su contacto, sino que el ambiente se serenaba al instante cuando él se acercaba.

De algún modo, había aprendido a enganchar y a desenganchar las máquinas de ordeño, a apañárselas para encontrarlo todo en el establo o a pedir con amabilidad que le dijeran dónde estaba cualquier cosa que necesitara. Las vacas se relajaban y se dejaban ordeñar, una tras otra, y, en definitiva, Bea jamás había visto nada igual.

¿Había hecho un cursillo online a sus espaldas o acaso los tutoriales que veía eran mágicos?

Fuera como fuese, tenía delante a un portento.

Y de pronto lo comprendió, había algo que lo explicaba todo. ¿Cómo lo había llamado el doctor? ¡Ah, sí! Fascinación bovina. Jamás lo habría creído posible, pero tenía la prueba ante sus ojos. Si ese hombre no tenía un don con las vacas, ella no era Beatriz Inmaculada Martínez, de los Martínez de toda la vida.

—La próxima vez que vaya a meterme con él, arréame una coz en el hocico —dijo una voz sorprendida junto a ella.

Se giró hacia Fran, que observaba a Hans con la misma cara de alucinado que ella. Por primera vez en mucho tiempo su mejor trabajador se había acercado sin intención de pelearse, y todo por el escritor. Quién lo iba a decir. A lo mejor resultaba que no solo tenía un don con los animales de cuatro patas.

—El doctor lo llama fascinación bovina —le explicó—. No me preguntes lo que es, pero lo explica todo.

Fran asintió con la cabeza y volvió a lo suyo. Por el momento, parecía que se habían olvidado todas las rencillas.

Era posible que, fuera del establo, todo el mundo estuviera en crisis, pero allí dentro la calma que se respiraba daba gusto. Y Bea se sorprendió pensando, con una sonrisa de lado a lado, que se sentía feliz por primera vez en mucho tiempo.