La rutina en la granja desde que Hans estaba allí era muy sencilla: él cocinaba a mediodía y por la noche, salvo los días en que acudía a sus clases de gimnasia, o como quisieran llamarlo, con los habitantes del pueblo en la plaza. Esos días Bea terminaba un poco antes sus labores y se encargaba de cocinar.
Hans practicaba los platos que había aprendido a lo largo de sus viajes, pero también estaba aprendiendo mucho con los productos sencillos y sabrosos del pueblo. Además, Bea y él estaban practicando con nuevas recetas de pan.
Gonzalo andaba por allí también, claro, pero como no aportaba nada útil, se limitaba a aparecer cuando estaba todo listo y a hacerse el interesante para intentar captar la atención de Bea y menospreciar a su rival. Por la noche también estaba su hijo, así que el exceso de masculinidad y dardos verbales que se lanzaban entre sí a todas horas hacía que a la dueña de la casa a veces le diera vueltas la cabeza.
Bea se había acostumbrado tanto a ese ritmo de vida desde hacía una semana que le parecía increíble que hacía bien poco hubiera creído que su vida era aburrida. Ahora acudir a trabajar le parecía un alivio antes que tener que escuchar las bravuconadas de tres hombres tratando de ganarse su atención. Allí al menos disponía de un rincón tranquilo donde podía estar a solas y poder pensar.
Solo que ahora además tenía que sumar los rumores de los vecinos a la ensalada.
Después de la charla con su madre había llegado a pensar que eran tonterías e imaginaciones suyas, pero entonces llegó el panadero con su camioneta a la puerta de casa con la harina y otros ingredientes que le servía a domicilio y vio su sonrisa cuando le dio recuerdos para Hans.
Sabía que los dos iban juntos a esa clase en la plaza.
Ese hombre normalmente se limitaba a dejarle el pedido, a preguntarle si quería algo más, a cobrarle y a desearle buenos días, y todo entre rezongos. Pero esa mañana le había dado recuerdos para el escritor, le había sonreído (él, que jamás lo había hecho), y le había regalado un par de bollos de leche que, según él, hacían milagros cuando uno estaba falto de energía.
Bea había estado falta de energía miles de veces y el panadero jamás le había regalado un bollo ni le había sonreído.
¡Oh, Dios!
Había intentado no enfadarse.
Había intentado no pensar lo peor.
Había intentado… ¡Joder, el escritor había acabado por caerle bien! Y hacía mucho tiempo que no se tomaba el esfuerzo de que nadie le cayera bien.
De verdad que no quería creer a su madre, pero no tenía más remedio que hacerlo porque ahora tenía pruebas.
Avistó sus mechones rubios a través de la ventana de la cocina.
Hans venía, como siempre, pensando en sus cosas, probablemente creando alguna historia de las suyas, inverosímil, donde los aventureros se salvaban en el último instante de las explosiones y todos los personajes conocían casualmente cómo desactivar las bombas. Porque sí, jamás lo reconocería, pero Bea había leído sus libros. Johnny los dejaba por ahí todo el tiempo y un día había abierto uno, otro día otro y ahí había quedado, atrapada.
No le diría jamás que había pasado noches enteras sin dormir, pendiente de sus estúpidos y muy masculinos protagonistas, que atravesaban selvas con machete en mano, que se salvaban de los volcanes o pasaban dos horas meditando, pensando en cómo salir de los aprietos a pesar de las fieras que aullaban alrededor, y menos ahora que sabía que él había vivido todo aquello. Si hasta había visto la cicatriz del mordisco de araña que luego aparecía en la novela Mariachi desvalido, en la que el dichoso mariachi estaba a punto de morir por culpa del veneno de una bicha enorme y asesina.
Por supuesto, aquellos no eran sus libros favoritos ni mucho menos. Solo eran, como las pipas o el helado, un placer inocente y adictivo, algo que se tomaba a escondidas para saltarse la dieta. Pecados inconfesables.
Sintió cómo un calor desconocido le recorría el cuerpo y le coloreaba las mejillas.
Aunque eso había sido antes de saber lo que había ido diciendo por ahí, según su madre. Y entonces había recordado lo poco que sabía de él.
Le había pedido ayuda con su hijo, le había pedido que se quedara en su casa a pesar de que le había vuelto la vida del revés y no le daba más que preocupaciones con su tendencia a hacerse daño todo el tiempo; y, como si fuera poco, se había peleado con su madre por él y había enfrentado a ese idiota con el padre de su hijo. ¡Y, después de todo, su madre tenía razón!
Sintiendo la furia corriéndole por dentro, salió de la casa y comenzó a caminar hacia él, que la saludó con la mano y una de sus maravillosas sonrisas de revista, como si no hubiera hecho nada malo en la vida.
Entonces recordó que Gonzalo podía estar por allí y que podría aparecer en cualquier momento. Lo último que deseaba era que la pillara discutiendo con su inquilino y darle más munición para tenerlo encima todo el día, así que corrió hacia Hans y lo arrastró hacia un edificio anejo a la casa. Era un pajar que se usaba como almacén y que había visto tiempos mejores. Debería derruirlo, pero nunca veía el momento, así que los años iban pasando y ese dichoso pajar lleno de trastos seguía ahí llenándose de basura.
—¿Ocurre algo? —preguntó el muy mamón con aquella cara de inocencia que ponía a veces. Casi lo prefería contando sus anécdotas sobre el Himalaya y la cabra peluda que se había comido todo su rancho en plena tormenta de nieve. Al menos cuando se mostraba chulesco e insoportable podía escoger odiarlo un poco, pero cuando se ponía adorable era imposible.
—Tú cállate, que ya has dicho bastante.
Bea no volvió a abrir la boca hasta que los dos estuvieron en el pajar en penumbra. La única bombilla que había allí se había fundido hacía siglos y jamás se les había ocurrido cambiarla. La instalación era tan vieja que encender la luz podía suponer un peligro. De todas formas, en ese momento la penumbra era bienvenida. De ese modo nadie sabría que estaban allí y no habría testigos si se le iba la mano y lo estrangulaba, por ejemplo.
—¿Nos acostamos?
Nada más abrir la boca Bea fue consciente de que no se había expresado bien. Por suerte, él no lo entendió como una invitación, porque retrocedió un paso. Por lo visto, la expresión de su rostro no era de las que más invitaban a un encuentro amoroso.
—¿Perdona? ¿Puedes repetir lo que acabas de decir?
Bea cerró los ojos e inspiró hondo. Notaba los latidos del corazón en los oídos y había cerrado los puños para no golpearle en esa cara que era fea y guapa al mismo tiempo.
—¿Vas diciendo por ahí que nos acostamos?
Él lo comprendió al fin, aunque, a juzgar por la cara que puso, sus palabras lo tomaron por sorpresa.
—¿Has bebido? Lo siento, no he querido decir eso. ¿De dónde sacas que yo…? Puedo ser un poco engreído y me han dicho que también un prepotente, pero soy un caballero, señora mía. En toda mi vida he dicho que me haya acostado con una mujer con la que no lo haya hecho. Y la verdad es que no es algo de lo que me apetezca ir presumiendo por ahí. En serio, creo que es lo más ofensivo que he escuchado en toda mi vida y mira que me han dicho cosas que… —Hans se calló y apretó los labios—. ¿Sabes qué? Creo que ahora me voy a enfadar yo también —añadió cruzando los brazos.
Bea lo miró, incrédula. Él no se había movido, sino que estaba ahí, frente a ella, con los brazos cruzados y un aire enfurruñado que podría resultar cómico en otra persona. Había en él tal dignidad, tal nobleza, que estuvo a punto de abrir la boca para disculparse.
Y entonces sintió algo extraño en su interior. No tenía nada que ver con la rabia anterior, ni con la decepción.
Era… calor.
Entre la penumbra y el olor a sucio y a humedad, la ropa deportiva con leve olor a sudor de Hans, su propio olor a comida, el pelo rubio que le caía a él por la frente, su trenza en la espalda, aquellos labios apretados que estaban mucho más bonitos relajados y sonrientes, Bea se descubrió saltando sobre él para abrazarlo y besarlo con torpeza.
Pensó en que no había tenido mucha experiencia con otros que no fueran Gonzalo y aún con él era siempre Gonzalo el que llevaba la iniciativa, como si fuera su labor como macho el conquistarla y la de ella la de ser subyugada por su poder masculino.
Hans, sorprendido, descruzó los brazos, la cogió por la cintura y la sostuvo contra sí mientras ella enroscaba sus piernas alrededor de sus caderas y los brazos en su cuello.
De cerca era más guapo que feo, aunque no había nada de esa belleza de la que tanto alardeaba.
—Tú nunca presumirías de haberte acostado conmigo —murmuró antes de besar su nariz torcida—. Pero quieres hacerlo.
Él se las arregló para encogerse de hombros. Había perdido todo su aire de fingida dignidad. No cabía duda de que, si quisiera, podría ganarse la vida como actor, porque había estado a punto de creerse todo lo que había dicho.
—Soy un caballero —repitió, ni afirmando ni negando—. Y no me gusta mentir. Está muy feo.
Bea frunció el ceño y volvió a besarlo, esta vez en la comisura de la boca.
—Seguro que has mentido muchas veces. Eres escritor. Tu oficio es mentir.
Hans rio.
—Pero jamás mentiría en algo así. Y sí —admitió al fin, sintiendo su aliento contra la boca—, quiero acostarme contigo. El deseo no puede fingirse.
Bea pensó que eso era cierto, pero que el amor era otra historia.
Fue una suerte que ninguno de los dos quisiera hablar más.
Ella lo agarró del pelo y le acercó para besarlo mientras se frotaba contra él.
Hans gimió en respuesta y la apoyó contra la pared del pajar.
—¿Sabes por qué adoro la ropa deportiva? —preguntó al tiempo que se bajaba los pantalones y se los quitaba de una patada—. Nada de cremalleras ni botones.
Bea hundió los dedos en sus nalgas desnudas y lo volvió a apretar contra sí. Era una lástima que ella no llevara ropa tan cómoda. Sin embargo, de algún modo se las apañaron para librarse de lo necesario.
Cuando Hans llegó a sus pechos desnudos y la acarició, comprendió por qué todas sus vacas lo adoraban. Aquellas manos eran mágicas. A medida que la recorrían podía sentir espasmos en zonas de su cuerpo que nunca había pensado que estuvieran relacionadas con el sexo.
Solo por esa sensación ya merecía la pena aquello.
—¿Te encuentras bien?
Hans la miraba con una cara rara. Se había detenido y la miraba como si estuviera preocupado por sus gemidos y sus estremecimientos.
—En la gloria. No pares.
Él sonrió y volvió a lo suyo, con más ímpetu esta vez.
—Si hay algo especial que quieras, solo tienes que pedirlo.
Ella no respondió más que con un murmullo inconexo.
—¿Hoy nadie come en esta casa? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Princesa?
Los gritos le llegaron a través de la bruma del placer. No estaba segura de cuánto tiempo llevaban en el pajar, pero estaba segura de que ella y Hans no se habían acostado, no en el sentido bíblico de la palabra, que diría su madre, básicamente porque no habían tenido tiempo de ello. Aunque lo que sí sabía era que, cuando ese momento llegara, sería apoteósico.
La cabeza rubia de Hans emergió de entre sus piernas, despeinada y sonrojada.
—Siempre tan oportuno, el bueno de Gonzalo.
Bea dejó caer la cabeza hacia atrás y rio, feliz y agotada.
Lo sintió retrepándose por encima de su cuerpo hasta llegar a su boca.
—Podemos quedarnos escondidos. Seguro que se cansa de buscarte y se pone a comer solo.
Bea lo besó. Por mucho que los dos desearan quedarse en el pajar, sabían bien que no lo harían.