Prólogo

 

 

 

 

 

Hans Gandía tomó el mapa que le había dibujado Alejandro y lo giró un par de veces, tratando de comprender lo que significaban aquellos estúpidos signos que su antiguo rival, y ahora amigo o algo similar, había dibujado en el papel.

¿Eran árboles? ¿Tipis indios? ¿Dólmenes? ¿Setas gigantes?

Tenía suerte el muy idiota de no tener que ganarse la vida como dibujante, porque de ese modo jamás llegaría muy lejos.

Se le escapó una risa sarcástica al pensar que escribiendo tampoco había llegado más que a ese pueblo lleno de mierda de vaca, campesinos amargados y caminos que no llevaban a ninguna parte. ¡Si ni siquiera habían sido capaces de poner una señal en la rotonda que no te hiciera dar miles de vueltas para no terminar en un descampado! No sabía si estaba hecho adrede, que tampoco lo descartaba, pero podía ver las miradas de sorpresa de los lugareños cada vez que alguien del exterior conseguía superar la trampa de la rotonda y del GPS que se volvía majareta con las indicaciones. No se lo podían creer. Y, a todas luces, no tenían ninguna intención de solucionarlo. Querían que su pueblo siguiera aislado por toda la eternidad, como Brigadoon.

Pero, aunque odiaba ese lugar, ahí estaba, porque ahí había empezado todo.

Si no hubiera ganado un premio literario, no estaría de vuelta en ese estercolero. Daba igual si había sido con métodos algo turbios, con una novela ambientada más o menos en un ambiente rural como ese, lo cierto es que, para su sorpresa, había sido todo un éxito.

Sangre coagulada había dado un vuelco a su carrera. Hasta el momento, sus novelas habían estado ambientadas en lugares exóticos como el Congo, México y el Himalaya, la selva amazónica o los mares de China, sitios que había visitado para que todo resultara creíble, palpable, sustancial. Pero, ¿qué sabía él de un pueblo español, rural, con olor a bosta y leche recién ordeñada, si no visitaba uno desde sus vacaciones infantiles, y aún entonces se quedaba encerrado en su cuarto leyendo y escribiendo todo lo que podía porque tenía miedo de las abejas, las ovejas, las vacas y de sus primos garrulos que lo perseguían con garrotes y le llamaban gafotas?

No sabía nada. Cuando se encontraba en su propio país, había evitado como la peste el salir de las ciudades. Solo había pisado los pueblos para los funerales y las bodas, y porque no lo había podido evitar. Y también el año anterior, cuando lo del dichoso concurso.

Si no fuera un idiota metódico y maniático, a pesar de su aparente superficialidad, no habría tenido que regresar. Pero el caso era que ahí había empezado todo. No podía volver a escribir sobre pueblos si no se empapaba del ambiente pueblerino.

Volvió a mirar aquel proyecto de mapa y se encogió de hombros antes de guardárselo en el bolsillo. De todas formas, no se entendía nada y Alejandro ni siquiera se había molestado en marcar ni una sola referencia. Hasta un niño de cinco años lo habría hecho mejor. Además, ¿cómo podía fiarse de algo dibujado por alguien que se caía en cada zanja y pozo?

Si lo pensaba bien, ¿para qué necesitaba un mapa? Él era el gran Hans Gandía.

Había atravesado las más frondosas selvas. Había subido al Himalaya y convivido con monjes durante meses. Se había asomado a los abismos de los volcanes. Había charlado con los tiburones. Había compartido un té con la reina de Inglaterra, con la que había comparado su programa de trabajo diario y había reajustado un par de cosas, era una señora encantadora con un sentido del humor maravilloso que lo admiraba y compraba cada uno de sus libros; según ella, eran divertidísimos. Hans había encontrado aquello algo desconcertante, pero no creyó adecuado discutir con una reina que sus obras no eran cómicas.

Era inconcebible que se perdiera en Venta del Hoyo.

Inspiró hondo y se arrepintió al instante al sentir el olor del estiércol fresco. Buscó al responsable de aquel atentado contra sus fosas nasales y se topó con un enorme ejemplar de toro que lo miraba con un interés que solo podía deberse al terrible aburrimiento que sufría en ese agujero en el que solo sobrevivían las almas más sencillas y los líquenes. Ver de pronto ante él a otro ejemplar masculino, y uno de su calibre, encima, debía ser sorprendente.

Empezó a caminar hacia atrás, pensando en los pasos que había dado para meterse en ese berenjenal. ¡Alejandro, por supuesto! Uno de esos dibujos puntiagudos tenía que significar cuernos. No le habría costado nada escribirlo, era escritor. ¡Maldito fuera!

Hacía unos cinco minutos había saltado una valla que a lo mejor no debería haber saltado, pero todo el mundo sabía que el campo era un lugar idílico, pacífico, beatífico, salvo cuando sus primos garrulos andaban cerca… ¡y el toro se estaba moviendo!

—¡Soooo, bonito! ¡Shu, precioso! —susurró, poniendo las manos ante sí.

El bicho, que parecía cada vez más enorme a medida que se acercaba, no parecía demasiado dispuesto a negociar.

Hans lo comprendía. Aquel era su terreno y no podía permitir que otro macho irrumpiera en él. Por supuesto, podían solucionarlo.

—Me iré, ¿de acuerdo? Solo tienes que dejarme unos metros para irme con dignidad.

Por algún motivo, al toro no le gustaron sus palabras o su tono. O tal vez fue su cabello rubio o su belleza. De pronto embistió y aceleró.

Hans ni siquiera tuvo tiempo de empezar a correr ni de plantear una negociación con el animal. Cuando le cayó encima, solo pensó en que Alejandro tenía la culpa, como siempre.

 

 

—¿No es el escritor ese, el que te robó el premio?

—Lo de robar es la palabra justa.

Un ángel pelirrojo con el cabello flotando alrededor de su rostro precioso y angelical, le estaba tocando con un palo, con una delicadeza muy poco divina. No tenía alas, eso fue en lo primero que se fijó, sino que iba vestida con unos extraños ropajes de color naranja butano, pero pensó que no era el momento para ponerse tiquismiquis con el código de vestimenta del cielo.

Hans quiso decirle que dejara de hacer aquello porque dolía, pero solo pudo gemir.

—¡Ah, mira! No está muerto. Qué pena. Arturo se ha aburrido pronto de él.

—¿Seguro que no podemos dejar que se muera aquí? ¿Quién lo va a echar de menos?

El ángel pelirrojo volvió a agacharse sobre él con el ceño fruncido. Parecía que se lo estaba pensando de verdad.

Hans quiso protestar que lo estaba escuchando todo, que los denunciaría, que se estaba quedando con sus caras. De ella, en todo caso, no podría olvidarse. Eso sería imposible.

—No sé. A lo mejor se lo merece, pero somos gente educada, así que llama al doctor Jovial. Que sea él el que decida si lo dejamos morir o no.

Fuera quien fuera el otro, rezongó y protestó, como si hubiera sido preferible sentarse a contemplar cómo palmaba.

Empezó a sospechar que no estaba en el cielo cuando escuchó que el ángel pelirrojo empezaba a reírse como si lo que acababa de decir no fuera algo extremadamente cruel.

Ninguno de los dos era demasiado amable, pero al menos dejaron de golpearle con el palo. Y, por suerte, el toro tampoco estaba por allí para rematarlo. Sin darse cuenta, empezó a rezar para que el dichoso doctor Jovial llegase pronto, antes de que decidieran dejarlo allí a merced del toro, a no ser que pensaran ellos mismos acabar con él.

Decididamente, ser guapo, con talento y famoso, era peligroso. Siempre había alguien que se la tenía jurada a uno.

Después todo dejó de importarle porque se desmayó, y fue un alivio. Si iba a morir de un modo doloroso y desagradable, no quería enterarse.