Cuando Bea llegó a casa supo que todo el mundo estaba enterado de lo que había ocurrido, o al menos sabían que no se encontraba bien.
Johnny corrió hacia ella y la abrazó tembloroso. Tenía los ojos llorosos y balbuceaba. Bea intentó calmarlo y decirle que se encontraba bien, que de no estar bien no habría regresado a casa sino que habría ido al consultorio médico, pero él no la dejaba hablar.
—Ha llamado el médico para decir que vendría más tarde y para preguntar si ya te habías repuesto del síncope. Ha empezado a hacer preguntas porque necesitaba diferenciar los síntomas de los de un infarto. Mamá, casi me da algo. No vuelvas a hacerme algo así. Tú no te puedes morir nunca.
No pudo evitar sonreír al escuchar aquello.
Johnny le sacaba ya dos cabezas de alto y la llevaba casi en volandas a casa, pero en ese momento era su niño pequeño otra vez.
Una vez sentada en el sofá, rodeada de hombres con diversos rostros ceñudos, se preguntó si alguno de ellos era consciente de que aquella era su casa y ellos, salvo Johnny, eran solo invitados. No podían ordenarle no hacer nada, no moverse y descansar. ¿Quiénes se pensaban que eran?
—Espera al menos a ver qué dice el médico —dijo Hans con los brazos cruzados.
Gonzalo emitió un bufido al escucharlo.
—Es evidente que mi princesa se encuentra bien. Una noche de descanso y mañana estará como nueva. Fíjate, ¿has visto qué brillo en los ojos?
Bea hizo amago de levantarse, harta de bobadas, pero su hijo se lo impidió.
—Quiero darme una ducha. ¿No puedo hacer ni siquiera eso?
—¿Y qué pasa si te desmayas en la ducha? Fran nos ha dicho que te caíste redonda y que los ojos se te quedaron como los de un conejo cuando le endiñas un estacazo. Vamos, que te quedaste como muerta un buen rato.
Bea apretó los labios. Ese idiota de Fran debería aprender a callarse la boca.
—Ha sido solo un… —Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Sabía bien que lo que había sentido era un ataque de pánico, pero decirlo con todas las letras sería lo mismo que declarar que tenía un problema y no estaba preparada para ello—… una bajada de azúcar. Las mujeres, cuando estamos en esos días, ya sabéis…
Pudo ver cómo los tres retrocedían un paso. No había nada que funcionase mejor que nombrar la regla para espantar a un hombre. Al menos a un hombre normal.
—¿Quieres un masaje? Te sentirás mejor en un momento, ya lo verás. Me enseñó un monje budista de un templo en Nepal. Es un masaje que se supone que alivia el dolor de riñones, pero seguro que funciona para los ovarios. ¿Probamos?
Todos miraron espantados a Hans.
Debería haber recordado que él no era un hombre normal. Mientras que Gonzalo la miraba con una cierta prevención, por no decir repugnancia, y su hijo no sabía demasiado bien qué hacer, como si el hecho de haber constatado que su madre era también una mujer le resultara desconcertante, Hans se había remangado y se frotaba las manos, como si se estuviera disponiendo a la faena.
—Vamos, túmbate. Quedarás como nueva, te lo aseguro. Al menos podemos ir haciendo algo hasta que llegue el doctor Jovial.
Aunque la situación era ridícula, él parecía tan serio que Bea no podía dejar de mirarlo. Había empezado a hacer una especie de estiramientos y cánticos, como si el masaje necesitase un ritual para poder ser llevado a cabo.
—Tú no te vas a acercar a mi mujer, desgraciado. Ya te lo advertí.
La voz de Gonzalo sonó grave y retumbó en el salón como un trueno.
—Papá, es solo un masaje…
—¡Tú te callas! Este cretino quiere meterle mano a tu madre delante de tu padre y encima lo defiendes.
Johnny enrojeció y apretó los labios, incapaz de replicarle a su padre, aunque supiera que no tenía razón.
Bea no supo si le cabreaba más el hecho de que Gonzalo se creyese con derecho a amenazar a su invitado o de hacer callar a su hijo de aquella manera. O tal vez llamarla su mujer. Su mujer solo cuando otro quería tocarla, por lo visto.
Volvió a sentir cómo el dolor regresaba a su pecho, pero inspiró hondo para controlarlo. No quería que justo él la viera caer.
Se levantó como pudo, algo tambaleante, y se plantó ante él. Lo miró de arriba abajo con calma, como quien examina un artículo a la venta.
—Si no te vas a comportar como las personas, lárgate de mi casa, Gonzalo Díaz de Quesada. Aquí solo eres un invitado, y ni siquiera de pago, como Hans. Si vamos a eso, él tiene más derecho que tú a quedarse y sí, a hacerme un masaje. Te aseguro que sus manos son, cómo decirlo… mágicas —añadió con una sonrisa rápida—. Decide ahora si te quedas o te vas, porque quiero probar ese método tibetano.
Pudo ver cómo Gonzalo apretaba los puños y bufaba.
Era como sus toros, todo furia y hormonas. Era hermoso, fuerte y poderoso, pero en ese mismo instante ella no quería eso.
—Lo siento.
Lo dijo tan bajito que Bea pensó que lo había imaginado. De hecho, no sabía cuándo había sido la última vez que Gonzalo se había disculpado por algo, si es que lo había hecho alguna vez.
Pensó que era posible que él estuviera cambiando. Que eso sería bueno para Johnny y también para ella, porque lo haría todo mucho más sencillo.
El dolor en el pecho desapareció y el alivio hizo que se sintiera un poco más débil.
—Estaría bien que fueras preparando la cena con tu hijo mientras nosotros nos relajamos.
Solo vio su cara de desconcierto durante unos segundos, antes de tomarle la mano a Hans y guiarlo hasta su dormitorio, en la parte trasera de la casa.
No recordaba una sola vez que Gonzalo hubiera cocinado algo, así que era posible que su cocina estuviera en riesgo, pero ese cretino tenía que pedirle perdón a su hijo. Y ella se enteraría si no lo había hecho.
—Si sigues dándole tajos a la patata, no va a quedar nada.
Gonzalo miró a su hijo con algo cercano a la rabia y tiró el tubérculo al balde con agua que Johnny había preparado, salpicándolos a los dos con el agua opaca por la fécula.
—No me fío nada de ese tipo.
—¿Por qué? ¿Porque te recuerda a ti mismo? —Johnny no miraba a su padre, sino que pelaba patatas con el mismo interés que le dedicaría a leer un libro nuevo o a los mensajes de sus amigos. En realidad, no recordaba cuándo había estado a solas con su padre por última vez y habían hablado, si es que lo habían hecho alguna vez. Levantó la vista lo justo para ver que su comentario lo había ofendido de verdad—. ¿Qué tal Rita?
Gonzalo enrojeció, aunque dudaba que lo hiciera por vergüenza. Jamás había tenido pudor de hablarles de su esposa y de su otra vida, la auténtica. Tanto él como su madre sabían que Gonzalo no les pertenecía, pero a Johnny jamás le había importado. Él era su padre y lo adoraba. Era guapo, era fuerte, era rico…
Pero ya no era un niño.
Ya no podía pasar por alto la forma en que los usaba, en que entraba en su casa como un huracán, arrasándolo todo, tomaba lo que quería y se largaba sin preocuparse de los destrozos que dejaba tras de sí.
—Sabes que puedes venir a vernos cuando quieras, ¿verdad? A ella le encantará conocerte cuando vea lo mucho que te pareces a mí.
Johnny no pudo evitar una sonrisa irónica al imaginar a esa otra mujer, que debía ser tan diferente de su madre, al verlo. El hecho de que fuera igual a él era lo que menos feliz debía hacerla.
—Tengo planes, pero gracias.
Por primera vez en su vida, vio un cierto interés hacia su persona en los ojos de su padre, como si al fin lo viera como una persona. Hasta ese momento, había sido una criatura juguetona, alguien con quien jugar un rato y apartar después de una patada cuando molestaba e interfería en las atenciones de Beatriz. Pero ahora era casi un hombre, alguien con quien podía hablar como una persona.
Si le apuraban, incluso podía adivinar un cierto orgullo en su mirada.
—Podría buscarte un buen colegio, algo en la ciudad, para que salgas por fin de este estercolero. Ya es hora de que veas mundo y te diviertas de verdad. Y podría buscarte un gimnasio, un club de fútbol, lo que te guste.
No supo si sentirse contento de que quisiera tenerlo junto a él, si es que eso era lo que quería, o triste de que considerase que su vida era una mierda, pero era interés por fin, a sus diecisiete. Algo era algo.
—Gracias, papá, pero ya lo tengo todo pensado —dijo, pasando por alto el hecho de que su padre no tuviera ni idea de lo que le interesaba de verdad y diera por hecho que le gustaban los deportes, como suponía que debían de interesarle a todos los chicos de su edad.
Imaginó lo que diría si le decía que le gustaba escribir, como a Hans.
—¿No estarás pensando quedarte con tu madre y llevar la granja esta? Piensa que eres un Díaz de Quesada, pese a todo.
Johnny sintió que enrojecía. Él no era un Díaz de Quesada, aunque Gonzalo parecía olvidarlo. Puede que llevara su sangre, pero no su apellido.
Se obligó a sonreír y a respirar hondo.
Y a mentir. Porque no pensaba tener en cuenta ni una sola de sus palabras.
—Lo pensaré, papá. Gracias.
Gonzalo le dio otra de sus palmadas masculinas y rio.
—Ese es mi chico.
Johnny se concentró en las patatas y trató de olvidar las tonterías y los planes estúpidos que estaba haciendo, aunque sabía que jamás se cumplirían. No, su padre jamás iría con él al fútbol, ni saldrían juntos de copas, ni viajarían a Ibiza, ni comprarían ropa a conjunto para que la gente se muriera de envidia al verlos. No lo harían ni aunque aceptase ir con él.
En el fondo Johnny sabía muy bien que ni él ni Bea pintaban apenas nada en la vida de Gonzalo, pero solo ahora era consciente de ello.
Dolía, pero dolería menos más tarde.
Y un día dejaría de doler.
—¿Lo del masaje es cierto?
Hans no podía apartar los ojos de Bea, tumbada boca abajo, con la espalda desnuda y el trasero cubierto por la sábana. Sabía que llevaba bragas, pero las ideas que acudían a su cabeza en ese momento estaban muy alejadas del templo tibetano donde había aprendido aquel tipo de masaje.
Por supuesto, ella le había ordenado darse la vuelta mientras se desvestía y se metía en la cama, pero el roce de la ropa le había excitado igual o más que si la estuviera viendo. Maldita imaginación de escritor.
—Es cierto. Una historia curiosa la de aquel monje.
«Piensa en cualquier cosa menos en su olor, o en su sabor, maldita sea».
Antes de ir allí había pasado por su dormitorio para recoger un botecito de aceite que siempre llevaba en la maleta, por si acaso. Se había echado unas gotas en las manos y el aroma penetrante y viscoso había llenado la habitación y no ayudaba para nada a que se le olvidara la tentación que tenía ante él.
—He mentido. No tengo la regla, pero con Gonzalo no hay nada que funcione mejor si me lo quiero quitar de encima —dijo ella de pronto.
Hans, que estaba a punto de tocarla, se detuvo a pocos centímetros de su piel. La cara de Bea estaba girada hacia él, con los ojos cerrados. Sonreía como si pudiera imaginarse su expresión de imbécil.
Entonces abrió los ojos, lo miró y él puso al fin sus manos sobre sus hombros, deslizándolas con cuidado.
—Es curioso, porque el monje también mentía. Resulta que al final no era monje.
Los ojos de Bea se abrieron de golpe cuando él deslizó las manos por sus costados y rozaron sus pechos.
—¿Y qué era en realidad? —preguntó, gimiendo de placer mientras Hans movía sus dedos empapados en aceite con destreza por su piel, bajando cada vez más hasta alcanzar el reborde que cubría la sábana.
—Un ladrón.
Bea emitió un gruñido, aunque no supo si por la sorpresa o por el hecho de que él había introducido una mano bajo la sábana para explorar lo que había debajo.
—¿Y qué… había robado?
Hans sonrió al escuchar su voz entrecortada por el placer, aunque lo cierto era que mantener la atención en lo que decía en lugar de meterse con ella en la cama para hacerle el amor le costaba cada vez más.
—Una perla enorme de una corona de un pequeño reino de la India. Pensaba que en ese templo jamás lo encontrarían.
Bea ahogó un grito cuando Hans empezó a acariciarla entre las piernas, con tanta tranquilidad como si el tiempo no corriese para ellos.
—¿Y… lo… encontraron?
Hans tardó en responder. Era increíble que ella pudiera mantener la atención en su historia, pese a todo. Siguió acariciándola, deseando besar su boca entreabierta, hundirse en ella. Movió los dedos en círculos y de arriba abajo, dejando que se introdujeran en su interior y salieran, como si tuvieran voluntad propia, notando cómo los dedos resbalaban gracias al aceite y su humedad.
Se obligó a ir despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo y no estuviera deseando hacer mucho más.
Sentía cada estremecimiento y cada gemido, y seguía hablando, como si aquello no fuera la tortura más exquisita a la que lo habían sometido jamás.
Sonrió al notar que se corría en su mano. Solo entonces besó su hombro y le susurró en el oído.
—La última vez que lo vi, llevaba la perla en su túnica, tan a la vista que era casi insultante, pero vive tan feliz en el templo, alejado del mundo, que creo que ha olvidado su valor y que todavía lo buscan.
Bea, quieta debajo de él, empezó a reír.
—Eres un mentiroso embaucador, Hans Gandía.
Él se encogió de hombros y se apartó, aunque sufría una erección tan dolorosa que le costaba caminar.
—No sé de dónde sacas tal cosa. Te juro que cada palabra es cierta. Y ahora duerme un poco. Seguro que el doctor llega en cualquier momento.
Ella asintió y lo miró por entre el cabello rojo despeinado.
—Gracias.
Él no supo por qué se las daba, pero le dio igual. Se quedó allí hasta que la vio cerrar los ojos y dormirse.