—Sé lo que estás haciendo.
Hans levantó la vista de la pantalla del ordenador portátil, donde estaba fingiendo trabajar, para mirar a Gonzalo.
El doctor Jovial, con su paso tranquilo y sus miradas al infinito, se había ido hacía media hora tras decir que Bea necesitaba descanso y, sobre todo, mucha tranquilidad, nada de luchas de cabestros.
Se tendría que realizar algunas pruebas, por supuesto, pero por el momento, necesitaba dormir y mucho descanso. Nada de estrés.
Gonzalo había respondido con un bufido y había intentado entrar al dormitorio de Beatriz, como si no hubiera escuchado una sola palabra de lo que había dicho el doctor, pero Hans se lo había impedido.
—Déjala descansar.
En ese instante había conseguido una tregua, más que nada porque su hijo lo estaba mirando con cara de pocos amigos.
No sabía de qué habían hablado mientras preparaban la cena, pero no parecía haber sido una charla amistosa. Ahora, después de haber comido las patatas fritas todavía duras y los huevos demasiado hechos, Hans se había plantado en el salón, con el portátil sobre las piernas, vigilando el pasillo que llevaba al dormitorio de Bea. Johnny se había largado a su cuarto, enfurruñado, aunque más tranquilo al saber que lo que le pasaba a su madre no era tan grave como había temido.
Sabía que Gonzalo no tendría paciencia suficiente para soportar aquello, así que estaba preparado cuando se sentó a su lado y colocó un brazo encima del respaldo, en un gesto aparentemente amistoso.
—Te la quieres tirar, reconócelo. —Gonzalo sonreía, aunque no había ni pizca de humor en sus ojos oscuros—. A ver, si te entiendo. Ningún tío con sangre en las venas puede dejar de ver lo buena que está, pero es mi mujer, ya lo sabes, y ella también lo sabe, así que será mejor que lo recuerdes y tengas las manos quietas.
Hans pensó en todo lo que había hecho con sus manos y otras partes de su cuerpo ese mismo día. Y en lo mucho que deseaba hacer todavía. Aunque no pensaba decírselo a ese imbécil machista.
Suspiró y cerró el ordenador antes de girarse hacia Gonzalo.
—¿Y no crees que ella debería poder decir algo al respecto?
Gonzalo pareció sorprendido de verdad por sus palabras. Sus cejas se enarcaron hasta casi tocar el nacimiento del pelo. Parecía un estúpido y, aun así, seguía siendo guapo de un modo casi insultante.
—Las mujeres no escogen —dijo al fin, con una risa aliviada—. Si fuera así, estaríamos jodidos.
Hans se preguntó si de verdad ese tipo lo había tenido tan fácil en la vida o si era ciego. Llegó a la conclusión de que lo más probable era que hubiera tenido una alfombra roja la mayoría de las veces y que, cuando algo se le había torcido, se las hubiera apañado para ignorarlo.
—Entonces, amas a Bea.
El brazo que estaba detrás de la cabeza de Hans, sobre el respaldo del sofá, se cerró sobre su cuello, atrayéndolo hacia Gonzalo. Notó su aliento pesado en la cara y también su olor a sudor, mezclado con un perfume amaderado, probablemente caro y exclusivo, aunque pegajoso como la tela de araña que creaba a su alrededor. Las ventanas de su nariz se dilataron como si estuvieran olisqueando a una presa inferior. Y tal vez lo fuera.
—Ella es mía y punto, que te quede claro, gilipollas. Fui su primer hombre y seré el último. Es mía y lo será hasta que yo ya no quiera tenerla. Y aún entonces lo será, porque nunca podrá olvidarme. Yo le di lo único de toda su vida que merece la pena, ¿me entiendes? Ella lo sabe y todo el mundo lo sabe. Ya es hora de que tú también lo sepas.
Hans sabía que aquella situación era grave, alarmante, y que su hermosa cara estaba en riesgo, pero algo en su interior se rebeló al escuchar que un hombre pudiera permitirse hablar así de una mujer.
El hecho de que esa mujer fuera alguien a quien apreciaba y deseaba era secundario. Él amaba a todas las mujeres del mundo y había visto lo suficiente en sus viajes como para haber comprendido que todas valían lo mismo que cualquier hombre y, desde luego, más que ciertos especímenes. Por ejemplo, bastante más que Gonzalo Díaz de Quesada.
Algo en su interior pareció despertar. Era algo atávico, ancestral, ridículamente anticuado y protector.
Lo más seguro era que Bea le golpeara con un látigo si supiera lo que se le estaba pasando por la cabeza en ese momento, pero lo cierto era que quería destrozar a ese tipo por ella. Quería machacar su cara guapa y descarada. Quería acallar esa boca perfecta y capaz de decir idioteces machistas como si fuera una ametralladora. Quería ponerle sus botas de monte sobre los labios, a ver si se callaba de una vez.
—Te reto a duelo por ella.
Pudo ver, por la cara de desconcierto de Gonzalo, casi pegada a la suya, que lo había pronunciado en voz alta.
El ganadero se rio en su cara sin soltarlo. Colocó la palma de su mano en su mejilla y luego se la palmeó con fuerza.
—A ti eso de leer tanto te ha hecho puré el cerebro, a que sí. Por eso no quiero que mi niño se vuelva como tú, no vaya a ser que se vuelva gilipollas también.
Hans sintió más que nunca ganas de triturarlo. Apretó los puños y se las arregló para sonreír.
—¿Te vas a quedar con las ganas de pegarle a un tío con gafas?
Gonzalo lo miró con desconcierto, como si se hubiera perdido algo, y al final lo soltó. Rio y le dio una palmada en la espalda.
—Si no fueras una nenaza, me caerías bien y todo. Venga, si quieres que te rompa la cara, no seré yo el que te quite el gusto.
—¿Vamos?
Pudo ver cómo los ojos de Gonzalo se iluminaban de pura felicidad. Pensó que tal vez debería preocuparse de que tuviera tantas ganas de verlo muerto, pero daba la casualidad de que él sentía lo mismo.
—Vamos.
Bea vagaba en ese delicioso estado entre el sueño y la vigilia en el que podía notar su cuerpo ligero como una pluma y la mente flotando.
Era posible que eso se debiera a la pastilla que le había dado el doctor, pero en ese momento le daba igual. Podría decirse que era feliz, tumbada en la cama, sin tener que preocuparse de nada más que de descansar. Aquello no era igual que un orgasmo, pero se le parecía.
—Descansa, mujer —le había dicho el doctor.
Y ella había asentido, más que encantada de obedecer, al menos por esa noche. La mañana siguiente sería otro cantar, pero esa noche se podía permitir ser feliz y flotar.
Además, todavía olía al aceite exótico y extraño que había usado Hans para el masaje, así que podía permitirse pensar que se encontraba en una especie de oasis temporal.
También sabía que era un poco cobarde por su parte el hecho de querer escapar de los hombres que pululaban por su casa, pero necesitaba un tiempo para ella misma, aunque fueran solo unas horas.
Quería estar sola, dormir, descansar, olvidarse de la granja, de su madre, de Gonzalo, y sí, también de su hijo y de Hans, aunque le hubiera regalado el mayor momento de placer de su vida.
—¿Mamá? ¿Estás dormida?
Pudo sentir cómo todo lo que había intentado evitar durante una hora (¿había pasado una hora siquiera?) volvía a su cuerpo y su cabeza como una losa de plomo.
No había escuchado la puerta abrirse ni lo había notado sentándose junto a ella, pero el tono de angustia en la voz de su hijo hizo que despertase de golpe.
No pudo evitar sentirse culpable al escucharlo así. Era su niño y se suponía que en casa no debería ocurrirle nada malo estando ella presente.
Bea luchó por abrir los ojos y levantarse, pero notó los miembros pesados. Le costaba enfocar y también pensar. ¿Qué hora era? ¿Ya había anochecido?
—¿Qué ocurre? ¿Te duele algo?
Su voz sonó pastosa, pero Johnny debió de comprender lo que decía, porque se tiró sobre ella y la abrazó con fuerza.
—Ponte buena pronto porque no me quiero ir con él.
Bea pensó que esas pastillas eran una maravilla, porque provocaban unas alucinaciones estupendas. Trató de reírse, pero solo le salió una especie de graznido aterrador que hizo que su hijo se encogiera todavía más contra su pecho.
—¿De dónde sacas esa bobada?
Johnny no respondió, se limitó a meter la cara en su cuello, como cuando era pequeño y le aterraban las tormentas. Para tranquilizarlo ella le leía cualquier cosa que hubiera en casa, incluso los manuales de ganadería. Había libros que habían leído miles de veces, pero a él le daba igual.
Casi podía decir que había aprendido a leer en sus brazos, entre rayos y centellas. Porque en Venta del Hoyo cuando llovía, llovía de verdad.
Pasó una mano por ese pelo que él se esmeraba en llevar a la moda y había heredado de su padre.
—Papá me ha dicho que, si no soy feliz aquí, puedo irme con él. Dice que podré escoger la universidad que quiera con mi apellido, que todos me admirarán y no sé qué chorradas. Aunque dudo que a él le interesen mucho mis estudios, porque me ha amenazado con apuntarme a un club de fútbol.
Los dedos de Bea se crisparon durante unos segundos en los mechones oscuros y espesos, pero luego los relajó. La voz de su hijo parecía más sorprendida que dolida, como si considerase que la invitación de su padre era absurda. Lo más irónico era que Johnny ni siquiera llevaba su apellido. Los padres de Gonzalo no conocían su existencia y, a esas alturas, dudaba que llegaran a conocerlo algún día.
Los señores Díaz de Quesada, ganaderos de abolengo, no soportarían semejante susto, había dicho Gonzalo con una sonrisa. Y no era que Johnny fuera feo, ni mucho menos, que por algo había salido a él. Pero no era legítimo ni podría heredar. Tenía que entenderlo.
Y ella había entendido su lógica retorcida, como entendía la de su madre, aunque le doliera. Con el tiempo todo eso había dejado de importarle. Jonathan era su hijo. Suyo.
Le daba igual su madre. Le daban igual los padres de Gonzalo. Y hasta le daba igual el propio Gonzalo.
Imaginó a qué se refería Gonzalo con felicidad: ropa cara, teléfonos increíbles, una casa maravillosa, fiestas llenas de niñatos con apellidos tan rimbombantes como el suyo, el que él podría llevar si estuvieran juntos y a saber qué más. Pero, ¿qué sabía ese idiota que pasaba, con suerte, unos pocos días al año con su hijo, de lo que a él le hacía feliz?
Inspiró hondo pensando que, de todas formas, debía ser Johnny quien decidiera.
—Sabes que puedes ir si quieres —dijo, conteniéndose para no mostrar su disgusto. Le habría gustado poder verlo, pero la habitación estaba a oscuras y solo pudo sentir que se ponía tenso—. Tienes derecho a pasar tanto tiempo con él como quieras. Ya eres casi un adulto.
Su hijo se incorporó para arrastrarse por la cama hasta colocar la cabeza junto a la suya, sobre la almohada. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan de cerca o que no se fijaba, más bien. Su niño ya era casi un hombre, en efecto. Una cosa era decirlo y otra era comprobarlo con los ojos y las manos.
—Sé que puedo ir cuando quiera, pero no me gusta que hable de ti como si fueras Penélope esperándolo desesperada. Si no le quieres, ¿por qué sigues con él, mamá? ¿Por mí? Porque si es así, no lo hagas. Mereces ser feliz de una puñetera vez, sola o con alguien más. Será mi padre, pero Gonzalo es un gilipollas de mierda y un machista. Puede que no me guste la idea de quedarme en el pueblo y ser granjero, pero prefiero eso a ser un capullo como él.
Bea se sorprendió por la seriedad y la madurez de sus palabras. Durante años había pensado que su hijo no se daba cuenta de lo tóxica que era su relación con Gonzalo, pero estaba claro que veía mucho más de lo que pensaba.
—Tu padre también tiene su lado bue… —Iba a decir algo más, pero un mugido salvaje y furioso la hizo callar. Y estuvo bien, porque era una mentira muy gorda. A veces ser madre suponía ese tipo de sacrificios.
—¿Ese es Arturo?
Los dos se levantaron de golpe al escuchar los gritos en el campo donde guardaban al toro.
—Pero, ¿qué diablos…