La cosa no había empezado demasiado mal, había que reconocerlo. Gonzalo era más alto y pesaba más, pero Hans era más ágil y estaba más en forma. El tiempo que llevaba haciendo gimnasia y los estiramientos con el Maestro Zen de la Nube Blanca y con los chicos del pueblo le daban una ligera ventaja.
Y luego estaba la soberbia de Gonzalo, que pensaba que su mera presencia y su mayor peso bastarían para ganar. Al fin y al cabo, él era Gonzalo Díaz de Quesada. Era imposible que perdiera.
Si Hans había pensado alguna vez que era imposible que hubiera alguien que se tuviera a sí mismo en mejor concepto, se había equivocado, porque Gonzalo le superaba con creces.
Se habían alejado de la casa y se habían plantado en el camino de entrada, más que nada porque era la única zona iluminada y despejada. Era tarde, así que no habría testigos ni nadie que pudiera detenerlos. Los dueños de la casa se habían acostado hacía tiempo y el mundo era suyo.
—Ahora me da hasta pena haber aceptado. No me gusta estropear las cosas bonitas —dijo Gonzalo con una sonrisa llena de desprecio mientras hacía un amago de derechazo que pasó por el costado de la cabeza de Hans.
—En tu caso, no hay mucho que estropear —replicó Hans, soltando el primer golpe a su estómago, no tan firme como esperaba.
Gonzalo tal vez había sido un galán en otros tiempos, pero se había abandonado. Ahora una capa de grasa protegía sus músculos, por suerte para Hans. Al recibir el puñetazo, gimió y enseñó los dientes.
—Si siempre pegas así, nos va a dar el amanecer de pie, rubito.
Hans esquivó otro de sus puñetazos y se preguntó si lo suyo era pura desidia o si de verdad era tan malo. Y entonces notó que la cabeza le zumbaba y oía las campanas angelicales. Tardó unos segundos en recuperarse y ser consciente de que Gonzalo estaba hablando.
—Si te tumbo, te largarás. —De pronto, lo agarró por el cuello y sintió su aliento en el rostro—. Dilo, desgraciado.
Hans no supo si había asentido o no, pero Gonzalo debió de ver algo en su rostro, porque lo vio sonreír de satisfacción antes de sentirse vapuleado por otro golpe, esta vez en las tripas.
Pensó que, de seguir a ese ritmo, no aguantaría mucho, así que tendría que resistir e incluso ganar. Al fin y al cabo, no quería irse. De hecho, tenía muchas ganas de quedarse en esa horrible granja y en ese asqueroso pueblo.
Mientras esquivaba los golpes de Gonzalo, torpes pero efectivos por causa de su mayor peso y envergadura, trató de concentrarse y recordar las enseñanzas de sus viajes.
Él era el gran Hans Gandía. Había aprendido tácticas de combate con los mayores maestros de Kung Fu y de otras técnicas que la mayoría de los occidentales ni siquiera conocían. Solo tenía que llegar a su centro y aunar su fuerza.
Si no fuera tan difícil hacerlo con ese cenutrio machacándole las tripas…
—Cuando por fin te vayas al agujero de donde hayas salido, ella no te recordará, como no sea para reírse de ti. Pero no sufras, que me la tiraré en tu honor unas cuantas veces.
Hans inspiró hondo y juntó las manos. Tenía los pies separados para mantener el equilibrio. Gonzalo se había detenido un segundo para mirarlo desconcertado, así que, cuando recibió el golpe que lo hizo chocar con la valla, lo hizo de pleno en el rostro.
Al abrir los ojos, Hans, complacido, contempló su obra. Lo más agradable de todo era dejar de oír las estupideces de Gonzalo, que ahora yacía sentado de culo contra la valla. Y de pronto, esta se tambaleó un par de veces ante sus ojos antes de caer sobre la cabeza del heredero de los Díaz de Quesada, aunque él no se inmutó porque tenía los ojos en blanco y la expresión de estar escuchando melodías celestiales.
Durante solo unos segundos, Hans se sintió bien de un modo casi pecaminoso. No solo había vencido a su enemigo tras sufrir unos daños relativamente poco importantes, sino que había vencido el duelo. Si, según las normas de Gonzalo, él debía irse si caía, ¿no debía ser él quien se fuera ahora?
La sola idea de que se largara hizo que se le escapara una risa de pura satisfacción masculina.
Y entonces escuchó el mugido.
Y recordó que esa valla era la que protegía el camino de entrada de Arturo, su enemigo mortal.
¡Oh, mierda!
Al levantarse de la cama Bea sintió que todo daba vueltas a su alrededor.
—Creo que nos están robando. Voy a la cocina a por un cuchillo.
Las palabras de su hijo hicieron que la cabeza se le despejara de golpe. Sin embargo, para cuando fue a detenerlo, Johnny ya había desaparecido y estaba sola en la oscuridad, en pijama, drogada, apestando a aceite de masajes y sin saber muy bien lo que ocurría.
Tanteando a su alrededor como si se hubiera quedado ciega, consiguió llegar a la puerta, tras chocar con la mesilla de noche y llevarse un buen golpe en la cadera de recuerdo. Si conseguía atrapar a esos ladrones, iban a acordarse de su maldita cara esa noche.
El camino hacia la entrada de la casa pareció durar una hora. En ese tiempo rezó para que, quienquiera que estuviera allí, cogiera todo lo que quisiera y se largara sin hacerle daño a su niño.
—Desde luego, no son los más discretos del mundo —rezongó cuando volvió a oírlos gritar.
Fuera lo que fuera que estaba pasando ahí afuera, era imposible que no se escuchara en kilómetros a la redonda con el escándalo que estaban armando.
Cuando llegó al vestíbulo sintió que el estómago se le encogía por el miedo. ¿Había salido ya su hijo o habían conseguido los ladrones entrar en la casa y habían dejado la puerta de entrada abierta de par en par?
Sin darse cuenta de lo que hacía, su mano se aferró a lo primero que vio, un bastón tallado con puntera de acero que había pertenecido a su padre y que, en su memoria, era inseparable de su figura. No había armas en casa, ni siquiera escopetas de caza, así que eso tendría que bastar.
Los últimos pasos los dio todo lo deprisa que pudo, dadas las circunstancias. Con la cabeza más fresca, notó que no se había calzado. El suelo de terrazo estaba helado y un poco húmedo por el rocío de la noche. En el camino de entrada había tres figuras. Una era la de su hijo, lo reconoció por la ropa y su manera de moverse. Y las otras dos…
—Mecagüenlamarsalada…
Su mano apretó el bastón con más fuerza mientras la adrenalina corría por sus venas, anulando el efecto de la pastilla que le había dado el doctor.
—Debes estar tranquila —le había dicho—. Nada de sobresaltos. Duerme y descansa todo lo que puedas.
—¿Cómo voy a descansar teniendo a estos dos idiotas queriendo matarse a mis espaldas? —gruñó para sí, enarbolando el bastón como si fuera una espada y caminando hacia ellos—. Tranquila, dicen, y se quedan tan anchos. No sufras, no pienses, déjalo todo en manos de los demás. Deja que los hombres se encarguen de todo, por supuesto. Y míralos, pegándose como adolescentes a las puertas de un antro.
—¡Vuelve a casa, mamá!
Bea miró a su hijo durante un instante y apretó los labios. Su hijo también creía que podía decirle lo que debía hacer, claro.
—Bea…
¡Oh, y también el escritor pedante! Él siempre tenía una frase bonita y adecuada para cada instante, como si se tratase de una taza de esas de moda.
—Princesa, vuelve a casita, cariño… —la voz de Gonzalo sonaba como si se hubiera tomado unas cuantas copas de más mientras se tambaleaba.
Bea se detuvo y levantó el bastón apuntando en la dirección de esos tres cretinos. Tenía en la lengua un discurso brillante, magnífico y, sobre todo, liberador, pero entonces notó un movimiento con el rabillo del ojo. A pesar de la oscuridad vio que la valla tras la que debería estar Arturo ya no estaba. O sí estaba, pero tirada en el suelo.
Y Arturo…
Se dijo que correr sería peor. Aunque, de todas formas, tampoco podía hacerlo. No era solo que los pies no le respondieran, sino que la maldita pastilla la había dejado sin fuerzas y las piernas le temblaban de tal modo que sentía que estaban a punto de fallarle.
Tenía el bastón. No sabía qué podía hacer ese palito contra una bestia de varias toneladas, pero peor sería enfrentarse a Arturo sin nada.
—¿Tenías que ponerte un pijama rojo? —por lo visto, la borrachera se le estaba pasando a su ex, porque había recuperado el tono de sabelotodo.
Bea bajó la mirada para mirarse. ¡Gonzalo era siempre tan oportuno!
—En realidad, no está demostrado que sea el color rojo lo que los atrae, sino el movimiento.
Todos miraron a Hans, que tenía la mirada fija en Arturo, como si estuviera estudiando a un rival. Tenía la camiseta rota y el labio partido, y juraría que su nariz había cambiado de forma, pero su voz era tan natural como si estuviera comentado el tiempo del día siguiente.
—No digas chorradas, niñato de ciudad. Todo el mundo sabe…
El mugido de Arturo acalló a Gonzalo de golpe. Nadie llegó a saber qué era lo que todo el mundo sabía, porque el ganadero emprendió un trote indigno hacia la casa y cerró la puerta tras de sí.
—Parece que tu teoría tampoco es muy correcta —dijo Bea, cabreada al ver que Gonzalo ni siquiera se preocupaba por salvar a su hijo. Era posible que ella le preocupara un comino, pero al menos debería mirar por su futuro heredero.
Hans suspiró con pesar, como si de verdad le doliera no tener razón.
—Si lo piensas —empezó a decir, moviéndose poco a poco, sin dejar de mirar al toro, que tampoco le quitaba ojo de encima—, este arrebato de valor nos ha servido de algo. Si a él no le ha atacado, a vosotros tampoco os seguirá.
Bea lo notó junto a ella y se sorprendió del alivio que sintió. De cerca tenía un aspecto horrible, pero no le habría importado abrazarlo.
Johnny también se acercó y asintió.
Aunque comprendía que tenían razón, Bea sintió que el dolor de pecho volvía cuando él le quitó el bastón de la mano.
—Si me rompes el bastón, te juro que te arrepentirás, porque era de mi padre.
Él no dijo nada. Se limitó a acariciarle la trenza deshecha y a darle un empujoncito hacia la casa.
Bea sintió un tirón en la mano y vio que su hijo no esperaría mucho más.
—Eres idiota. —Fue todo lo que pudo llegar a decir antes de que Johnny tirase de ella y emprendiera la carrera más larga y más torpe de toda su vida hacia casa.
Esperó todo el tiempo sentir los pasos de Hans tras ellos, o los de Arturo, pero sabía que no sería así. Cuando se encontraron a salvo tras la puerta, corrió a la ventana del salón, evitando las manos y las disculpas de Gonzalo, que decía que había ido a buscar algún arma para salvarlos. Por lo menos había tenido el detalle de no atrancar la puerta tras de sí.
Hans estaba allí, parado, con el bastón de su padre. Tenía la mirada baja. Unos metros más allá, Arturo arrastraba una de sus pezuñas por el suelo, como si estuviera cansado de tanto espectáculo y quisiera acabar de una vez.
Sintió deseos de cerrar los ojos.
No quería ver cómo, esta vez sí, lo destrozaba y lo dejaba hecho un guiñapo.
El año anterior él no había sido más que otro turista despistado que había cruzado sus tierras sin permiso y que se había metido donde no lo llamaban. Ahora Hans era… ¡joder, era demasiado guapo para morir!