—¿Una colonia de artistas?
Bea se habría reído de la agitación de su hijo si todo aquello de la visita del ministro no le pareciera una tontería.
A lo largo de los años había conocido varios planes para llevar lo que muchos habían considerado el futuro a Venta del Hoyo, y la mayoría habían quedado en nada. Desde un parque eólico que incluso habían empezado a construir y que había terminado cuando los inversores se habían largado con el dinero que les habían dado los fondos europeos sin que nada de ellos repercutiera en el pueblo, a aquellos que habían planeado nada menos que un complejo turístico, sin pensar que no había una carretera decente que llevara a los posibles visitantes hasta allí ni nada que ver en los alrededores, salvo vacas y arbustos.
—¿Toñito cree que eso va a dar dinero? Porque votos ya te digo yo que no.
Hans la miró y sonrió.
Mientras Johnny seguía haciendo aspavientos a sus espaldas, hablando de lo que supondría tener allí mismo, al lado de casa, un entorno donde crear, donde sentirse a gusto, donde nadie lo menospreciaría por mostrarse como era, ellos estaban preparando la cena, como si no resultara insultante escuchar todo aquello.
—Debe pensar que la cultura está de moda —respondió Hans, mordiendo una zanahoria con gesto pensativo. No le dijo que tanto él como Alejandro y Dani, sospechaban que esa idea se la había metido en la cabeza su editor, para evitar que se pensara que él estaba tras ese asunto.
—A lo mejor tiene razón. Al fin y al cabo, ya sois dos escritores aquí. A ver si el agua del pueblo va a tener algo que agita las neuronas.
—Tres —la corrigió él, señalando a Johnny.
—Perdón, tres. ¿Me estoy perdiendo algo y hay algo en el aire de Venta del Hoyo que favorezca la inspiración?
Él siguió masticando la zanahoria con parsimonia. Cuando al fin respondió, lo hizo bajando el tono hasta el punto que ella se tuvo que acercar para poder escucharlo.
—Hay un menor presente, así que no me hagas hablar acerca de las cosas que nos inspiran a los escritores visitantes.
—Si lo construyen, ya no tendría que irme, mamá. Es perfecto. ¡Perfecto!
El súbito calor que Bea había sentido con las palabras y el acercamiento de Hans, desapareció al escuchar a su hijo. Otra vez no pudo evitar sentir que lo traicionaba al desear que pudiera buscar algo mejor lejos del pueblo y que, al ser posible, fuera algo fiable y menos debido a musas aladas.
Al menos, que saliera a probar.
Le había costado admitirlo, pero no podía tenerlo atado para siempre a sus costillas. No quería que se quedara allí atrapado solo por su causa. Ahora podía estar feliz de ayudarla, pero más adelante la frustración lo haría odiarla.
—Ojalá Toñito se hubiera quedado en Madrid con sus estúpidas ideas —rezongó mientras revolvía la ensalada con descuido—. No sé por qué todos los que vuelven creen que lo hacen para salvarnos la vida, como si aquí no fuéramos capaces de sobrevivir solos.
Hans le tomó la mano para que dejara de salpicar lechuga fuera del cuenco, pero ella se lo sacudió con desagrado y lo amenazó con la cuchara de madera.
—Cuando te largues, igual que se van todos, nosotros nos quedaremos aquí como siempre, así que no me vengas con que es una idea genial y que nos abrirá al mundo. He oído eso miles de veces y míranos, aquí estamos, y de algunos ni nos acordamos. Y adivina quiénes son los que no están: los de las ideas maravillosas.
Se calló al darse cuenta de que él la miraba con la zanahoria mordida a medio camino entre la boca y el aire, sorprendido. Evidentemente, no era eso lo que quería decir, pero, ahora que estaba dicho, pensó que estaba bien que las cosas quedaran claras.
Lo bueno de vivir con un adolescente sobreexcitado, era que él cubría los silencios incómodos con su cháchara sin notar siquiera que los demás no hablaban.
La cena fue silenciosa, quitando el monólogo de Johnny, que ya planeaba una vida como creador en ese centro maravilloso, con viajes esporádicos para visitar el mundo para documentar sus obras y oxigenar sus ideas y aprender de las culturas excéntricas y desconocidas, pero sin perder de vista sus raíces.
Hans lo escuchaba y se maravillaba de su ilusión.
Él había sido así en otro tiempo. Y luego habían venido los planes a cinco años, los horarios inflexibles, las rivalidades absurdas por las ventas y las luchas en las redes solo para ganar seguidores que luego tal vez ni siquiera lo leían. Pero no iba a decirle nada de todo eso. Si perdía la ilusión, que no fuera por su culpa. Mientras tanto, que disfrutara todo lo que pudiera.
Bea, mientras tanto, permanecía en silencio.
No es que no pareciera interesada en las ideas de su hijo, sino que, de algún modo, era como si fuera la misma del primer día, fría y lejana.
Cuando se levantaron y recogieron la mesa, supo que trataría de escapar, así que le rozó la mano al pasar para llamar su atención.
—Hace una noche maravillosa para ver las estrellas hoy.
No era cierto, pero ella asintió de todas formas. Estaba siendo un abril más fresco de lo normal y esa noche se presentía tormenta. El viento había cambiado y lo más seguro era que no tardase mucho en empezar a tronar.
Y cuando en Venta del Hoyo llovía, ya se lo habían dicho varias veces, llovía de verdad.
Para cuando fregaron y guardaron la vajilla, ya se veían relámpagos a la distancia y la humedad del aire era palpable. Se sentaron juntos, pero sin rozarse, en el asiento del porche.
Johnny, excitado, se había retirado para hacer planes del futuro. Podían oírlo al fondo de la casa, lanzando exclamaciones y cantando.
—Os odiaré si le rompéis el corazón a mi niño.
La voz de Bea sonó tensa y Hans pudo ver que sus manos se habían convertido en puños. Supo que saltaría si la tocaba, así que, aunque odiaba la idea, no lo hizo.
—Supongo que sabes que le romperán el corazón miles de veces a lo largo de su vida.
Ella se giró hacia él y pudo ver a la luz de un relámpago que estaba llorando.
—Pero no quiero que seas tú, joder. Una cosa es que sea el imbécil de Toñito, o hasta Alejandro, pero tú no.
Hans pensó que podría decirle que no tenía nada que ver con la idea del proyecto de la comunidad de artistas y que, de hecho, todo aquello solo le había parecido algo muy vago, pero tuvo la sensación de que el tema de fondo no era ese.
Suspiró y miró el cielo. Era magnífico y aterrador al mismo tiempo. Estaban en un lugar en el que podrían morir muy fácilmente, solo bastaría que uno de esos rayos que caían tan cerca los alcanzara, pero la tormenta era lo de menos.
—¿Por qué echaste a Gonzalo y no a mí?
Sabía que hacer la pregunta era como agitar un avispero, pero necesitaba saberlo.
Creyó que no iba a responder. Y estaba en su derecho, por supuesto.
Cuando la lluvia empezó a caer al fin y empezó a mojar las tablas del porche, una brisa fría los barrió. Pudo ver cómo ella se estremecía.
—Tú pagas por estar en esta casa. Echarte sería desconsiderado.
Hans no pudo evitar sonreír ante su tono casi repipi. En ese momento pudo detectar las enseñanzas de doña Digna en ella.
—A ti esas cosas te importan un carajo —replicó sin piedad—. Me hiciste meterme en montones de mierda y sacar agua de un pozo contaminado. Podría haber pillado sífilis ahí. Venga, puedes confesar que te gusto, no pasa nada. No voy a lanzarme sobre ti si lo haces. —Hans se encogió de hombros al tiempo que gruñía con descaro—. A no ser que quieras. Recuerda que sé lo que te gusta.
Notó que Bea se retorcía en su asiento. Sin embargo, no se levantó.
—No fue eso lo que… no seas tan autocomplaciente, maldito seas, es muy poco atractivo. Que me gustes no fue el motivo para que te dejara quedarte. Fue mi hijo el que te lo pidió. Y yo también te quiero cerca de él. Le haces mucho bien.
Hans se sorprendió por primera vez. No iba a negar que le habría gustado que ella hubiera deseado tenerlo cerca, pero que lo quisiera cerca de su hijo era extrañamente tierno.
—Gracias. A mí también me gusta el chico —dijo, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Solo podía mirarla entre la luz blanca y estremecedora de los relámpagos. Ya no lloraba, pero sus ojos seguían húmedos. Su emoción hacía que algo se removiera en su interior.
—Mi hijo no ha conocido muchos ejemplos masculinos edificantes en su vida, así que está bien que vea que hay hombres decentes por ahí. Cuando vayas a irte, avisa con tiempo, para que podamos hacernos a la idea.
Hans frunció el ceño.
—Es la segunda vez que dices lo de que voy a irme. ¿De dónde sacas que me voy a largar?
Bea suspiró y se levantó. Estaba temblando y el viento le revolvía el pelo.
—¡Oh, vamos! No haces más que hablar de Nepal, de los monjes del Himalaya, de México, de las pirámides, de la selva y las tribus caníbales que iban a comerte para almorzar, y de las arañas venenosas. No se te ha perdido nada entre vacas y… —Bea empezó a agitar las manos en el aire como si no supiera qué más decir. Ciertamente, no era consciente de la de cosas maravillosas que la rodeaban— ¡montañas de mierda!
Hans la miró desde abajo, asombrado de lo magnífica que estaba bajo la fuerza de la tormenta.
Esa mujer no se daba cuenta de que ninguna selva, ningún volcán ni ningún monje tenían nada que hacer frente a ella.
Se levantó y la miró como la primera vez que la había visto, cuando había pensado que era un ángel del paraíso.
—Si alguna vez llegara a aburrirme de ti… —La idea le pareció tan inconcebible que no pudo seguir.
La tomó por la nuca y la besó.
A su espalda cayó un relámpago, pero ni siquiera lo notó.