34. Luna rosa

 

 

 

 

 

Bea trataba de contar entre trueno y trueno para saber si la tormenta se acercaba o se alejaba. No es que no quisiera disfrutar, sino más bien todo lo contrario, temía dejarse llevar con demasiada facilidad si se centraba en todo lo que Hans le hacía sentir.

—Por mucho que disimules, sé que te gusta lo que te hago.

La voz de Hans sonó a la altura de su cintura. Llevaba ahí dos o tres minutos. Lo sabía porque había estado contando. No había subido ni bajado, sino que besaba la marca dejada por el pantalón, como si no soportara que la cinturilla hubiera lastimado su piel. Antes había dedicado el mismo tiempo a sus labios, a su cuello, a sus pechos, a sus hombros, a sus costados, a sus manos, a sus codos. No había parte de su anatomía que pareciera menos importante para ese hombre. Todas eran acariciadas y besadas con devoción.

Solo que, para ella, aquello no era normal.

No estaba acostumbrada a que la quisieran y la acariciaran.

Para ella el sexo era algo rápido, casi sucio. Agradable, sí, divertido a veces, pero no era así.

Y no quería parecer impaciente o insegura, ni tampoco dar la impresión de que aquello la pillaba por sorpresa. Joder, tenía un hijo casi adulto y más de treinta años. Se suponía que sabía lo que estaba haciendo.

Llevaban un buen rato en su dormitorio, con la luz apagada, sin hablar. Hans le había quitado el jersey, el sujetador y bajado la cinturilla del pantalón, limitándose a soltar el botón y la cremallera, y se había dedicado a besar y lamer lo que había quedado a la vista, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

—No disimulo —respondió al fin, con la sensación de que llevaban así media vida, dejando escapar el aire entre los dientes apretados.

Él rio contra su piel.

—Puedo oírte contar.

Bea le acarició el pelo y tiró un poco de los mechones para obligarlo a mirarla. Todavía tenía la cara marcada por los golpes de Gonzalo y la nariz hinchada y deformada, pero sonreía como si no le doliera nada. Era posible que pareciera débil y melifluo, pero había algo en ese hombre que la sorprendía.

—¿Y qué quieres oír, Anselmo? ¿Gemidos? ¿Gruñidos de placer?

Su sonrisa se torció y hundió un poco la cara en su estómago, no tan plano como había sido antes de ser madre. Jamás se había preocupado de su físico, aunque Gonzalo no se privaba de comentarlo cuando la encontraba dejada y envejecida. Era una mujer que trabajaba y no tenía ni tiempo ni ganas de vestirse de señorita solo para estar en la granja. Si algún día salía a tomar algo o de compras a la ciudad sí se vestía bien y hasta se sorprendía a sí misma del esfuerzo que costaba quitarse de encima a la Bea de los días de diario. Pero en general se sentía a gusto consigo misma, aunque ya no fuera la niña flaca y guapa que había sido.

—Anselmo es mi padre —replicó Hans, haciendo aquel gesto tan gracioso con los labios, como si estuviera posando para una foto.

Bea comprendió y asintió, peinando con los dedos el desastre que ella misma había causado. Lo sintió temblar bajo sus dedos, no sabía si de deseo o por la deriva de su conversación. A lo mejor no debería estar ahí, casi desnuda, mientras él seguía vestido, a dos centímetros de sus pechos.

—¿Y tu padre quiso que fueras su pequeño heredero? ¿A qué me recuerda eso?

Hans bajó la cabeza y le mordisqueó la cadera, en un obvio intento de cambiar de tema y de ocultar su expresión.

—Podría nombrar a tu madre y así estaríamos listos para una buena sesión de psicoanálisis, pero da la casualidad de que te deseo, tú me deseas, y vamos a dejar a nuestros queridos papás fuera de este dormitorio. ¿Qué te parece?

Bea asintió con la cabeza y pensó que no tenía ningún problema con ello, sobre todo cuando él abandonó el límite autoimpuesto de la cintura y bajó al fin hasta su entrepierna.

Aunque había permanecido de pie hasta ese momento con él orbitando a su alrededor como una abeja que va catando aquí y allá, Hans la empujó sobre la cama y le quitó los pantalones y las bragas sin mucha ceremonia. A esas alturas, estaba claro que no iba a andarse con muchos miramientos.

Al principio sus dedos estaban sorprendentemente fríos y Bea dio un respingo que lo hizo reír, pero pronto se calentaron a su contacto.

Ya en el antiguo establo había comprobado que era hábil con la lengua y los labios, pero ahora tuvo que morder la almohada para no gritar de placer cuando empezó a lamerla y acariciarla.

—¿Sabes que sobre esto también tengo una anécdota con un monje?

Bea soltó la almohada y lo miró incrédula. No podía creerse que pudiera ser capaz de parar, cuando él mismo la deseaba tanto, y empezar a contar una de sus historias sobre monjes.

Tiró la almohada a un lado y, jadeante, lo arrastró sobre la cama. Luego gimió frustrada al verlo todavía vestido casi por completo.

—¿Por qué me haces esto?

—Un día te contaré lo duro que es el entrenamiento para llegar a tal estado de perfección.

Ella no rio su estúpida broma, sino que siguió luchando con su ropa hasta que consiguió deshacerse de lo más imprescindible. Cuando lo consiguió, se abrazó a él, aliviada por el momento de sentirlo solo así.

—Mucho mejor —murmuró contra su pecho.

Hans rio y la apretó con suavidad.

—Estaría bien descansar así.

—Si te duermes ahora, te juro que te mato, rubio estúpido.

Un relámpago especialmente fuerte, resto de la tormenta, iluminó su sonrisa. Estaba despeinado y tenía un aspecto terrible, pero, si lo comparaba con el idiota pomposo que había aparecido en su puerta, no habría dudado en cuál escoger.

—A sus órdenes, jefa.

Bea no tuvo oportunidad de protestar que odiaba ese término, porque él la besó al fin. Era curioso, pero sintió que no la habían besado así jamás. No era solo que no hubiera prisa en ese beso, como si el deseo fuera lo menos importante, sino que de verdad parecía que la quería.

Por supuesto eso era absurdo, pero hizo que se sintiera mucho mejor y más feliz. Ella lo apreciaba y era evidente que él sentía cariño por ella. No era amor y jamás lo sería, pero era agradable sentir algo que no fuera cansancio ni rabia, para variar.

 

 

—¿Sabes que la luna llena de abril se llama luna rosa?

Bea se apartó el pelo de los ojos y bizqueó para poder mirar la luna que se veía, enorme y clara, por la ventana. Había dejado de llover hacía rato y la tormenta les había dejado de regalo una luna enorme y preciosa.

—¿Quién lo dice? ¿Google? No, espera, uno de tus monjes.

Hans sonrió. Supuso que Bea era de las que se quedaban dormidas y de espaldas después de hacer el amor. Aunque, si sus únicas experiencias habían sido con Gonzalo, imaginaba que él tampoco era de los que charlaban sobre la luna después de correrse. Pensó que podría ser peor y que podría haberlo echado de su cama y del dormitorio, y hasta de la granja, así que no debería tentar a la suerte, pero no pudo evitar seguir hablando.

—Claro, pero en realidad se debe a que florece una planta llamada musgo rosa y…

Bea le puso una mano en la boca para hacerle callar.

—Si no te lo contó ningún monje y no es de vida o muerte, cállate esta noche, por favor.

Hans le atrapó la mano y se la besó. Ella trató de liberarla pero al final cedió, no supo si por cansancio o por placer.

—Es solo que tengo la sensación de que ha pasado algo muy importante esta noche y me gustaría… no sé cómo decirlo… —murmuró Hans para sí, mirando la luna que ya empezaba a cubrirse de nubes otra vez.

Ella gruñó, más dormida que despierta. Era muy posible que ni siquiera hubiera escuchado lo que acababa de decir, pero le dio igual. Los momentos simbólicos eran importantes, pero las cosas importantes de verdad no se limitaban a esos instantes, estaba convencido de ello.