Aunque era sábado, Bea se había levantado como cualquier día, tal vez algo más dolorida y cansada que la mañana anterior y con más sueño, pero decidida a no mirar atrás.
Mientras desayunaba, hizo todo lo posible por no pensar en Hans, que había ocupado todo el espacio disponible en la cama en cuanto había notado su ausencia.
—Hay que joderse —murmuró para sí mientras miraba su espalda desnuda llena de marcas de sus dedos.
Estaba claro que no había sido nada suave con él, pero él tampoco se lo había puesto fácil. Durante unos segundos, solo dos o tres, sintió la tentación de despertarlo con un beso, pero tuvo la fuerza suficiente como para escapar a tiempo.
Ella no era así. No era su novia, ni su pareja, ni su nada.
Era su casera. La que le cobraba el alquiler.
Lo que había ocurrido la noche anterior había sido delicioso y divertido, hasta electrizante, pero no había cambiado nada entre ellos.
Mientras masticaba un bocado de pan con aceite de oliva, repasó la lista de tareas que tenía por delante. Sabía que no había nada urgente, pero era el día ideal para hacer todas esas pequeñas cosas que no podía hacer entre diario.
Podría sentarse con sus trabajadores para hablar del asunto de la cooperativa, por ejemplo. O tomarse un vermú en la plaza con sus vecinos. O preparar una hornada de pan para el resto de la semana. O llevarse a su hijo a la ciudad a comprar unos pantalones y algún libro nuevo.
Y no es que quisiera escapar de casa, como parecía estar gritando una vocecilla en su cabeza.
—¿Queda café?
La voz de Johnny la sorprendió. No esperaba verlo levantado tan temprano.
—¿Te has caído de la cama?
Su hijo rio y le dio un beso antes de ir a la cocina a prepararse el desayuno.
—¿Y vosotros? Con tanto traqueteo, no sé cómo ha aguantado ese viejo trasto.
Bea tosió y siguió a su hijo a toda prisa. De pronto se sintió como si fuera una cría, avergonzada por haber sido pillada en falta.
—Te juro que…
Johnny bufó y la cortó poniéndole una mano frente a la cara.
—A mí lo único que me importa es que seas feliz y que no te metas en líos. Hans es un poco estrafalario, pero es buen tío cuando llegas a conocerlo bien. Además, teniendo en cuenta tus antecedentes, supongo que tomarías precauciones.
Bea miró a su hijo como si se encontrase ante un ser superior y ella fuera de pronto diminuta. Por un lado, se sintió agradecida por tomárselo con aquella normalidad, teniendo en cuenta que ella acababa de echar de casa a su padre, y por otro se asustó ante tanta naturalidad al estar hablando de sexo con su niñito. En su lugar, ella no habría sabido cómo actuar.
Y entonces comprendió las últimas palabras que acababa de decir.
—¡Oh, mierda!
Sintió cómo todo lo que había comido se arremolinaba en su estómago y pugnaba para salir, así que fue corriendo hacia el cuarto de baño. Tras unos segundos de duda, su hijo la siguió.
—Sea lo que sea, tú tranquila.
Bea no supo qué la hizo sentir peor, si la tranquilidad absoluta de su hijo o su estupidez por no haber usado un maldito condón la noche anterior.
Al despertar, Hans no se sorprendió al encontrarse solo en la cama. No había esperado, aunque sí le habría encantado, por qué no decirlo, una sesión matutina de sexo, pero sabía que con Bea las cosas no iban a ser así.
Ya sabía que era tarde y que no encontraría a nadie en casa. En otras circunstancias, Bea o Johnny lo habrían despertado, pero ese era un día especial. Y la verdad era que él mismo no tenía muchas ganas de ver la cara del adolescente sin haber tenido la oportunidad de haberse preparado antes. No se le olvidaba que, aunque se llevaran bien, lo había amenazado el mismo día de su llegada con atropellarlo con una empacadora o algún aparato igual de exótico, si tocaba a su madre.
Y la había tocado. Mucho. Aunque no tanto como todavía deseaba hacerlo.
Le vio el lado bueno al asunto y pensó que al menos tenía la casa para él solo y podía tomarse su tiempo para desayunar, para variar. Y hasta podía trabajar un poco en la novela, algo que había descuidado en los últimos días.
Silbando, más feliz de lo que quería confesarse a sí mismo, salió del dormitorio de Bea y trató de ubicarse para encontrar la ducha.
—Debí imaginar que no perdería usted el tiempo ahora que el hombre de la casa ya no está aquí —dijo una voz rasposa y agria—. Mírese, actuando como si fuera usted el amo y señor. Paseándose en cueros, como los animales. Debería darle vergüenza.
Por algún motivo, Hans sintió el instinto de protegerse la cara y no las pelotas. Si doña Digna, viuda de Martínez lo agrediera, iría directa a los ojos, estaba convencido de ello.
Tras unos segundos de desconcierto y hasta de pavor, se dijo que no debería sentirse así. En esa casa, en esas circunstancias, ella era la intrusa. Él pagaba religiosamente su alojamiento y la madre de Bea había entrado sin permiso y, lo que era más probable, sin que su hija lo supiera.
¿Por qué debía sentir vergüenza de ir en pelotas por lo que en ese momento era su casa? ¿Por qué lo agredía esa mujer? ¿Y por qué narices seguía insistiendo en que Gonzalo era el hombre de la casa, maldita fuera?
—Ahora mismo no tengo ganas de tonterías, así que, si quiere volver en una hora, cuando esté presentable, seré todo suyo, señora.
Casi pudo oír la sangre de la buena mujer hirviendo a través de la puerta del cuarto de baño cuando se la cerró en las narices, pero le dio igual. Incluso pensó que podría tratar de hacer un esfuerzo conciliador si quisiese quedarse y, quién sabe, tener una relación con su hija. Pero la mera idea de ser amable con alguien que lo insultaba a todas horas y trataba así a su propia hija, le agriaba el estómago.
Si él y Bea llegaban a algo, esa mujer tendría que cambiar mucho para estar en su vida.
Se tomó todo el tiempo del mundo en la ducha, disfrutando de los recuerdos de la noche anterior. Hubo un momento en que llegó a olvidarse de que había una intrusa en la casa.
Era una pena que su casera no le hubiera esperado porque tenía unas ideas que podrían aplicar en la ducha y que…
—¡No me ignore usted, maldito bohemio! ¡Si cree que va a salirse con la suya, es que no me conoce!
Hans dejó de juguetear con la espuma y abrió el grifo del agua fría para tratar de enfriar la calentura que los recuerdos le habían generado.
Se secó y se enrolló la única toalla que había en la cabeza. En algún momento tendrían que solucionar el acuciante problema que había en esa casa con las toallas de ducha, pero no sería ese día. Al verlo, doña Digna se llevó una mano al pecho y reculó. Por su expresión escandalizada, cualquiera diría que no había visto a un hombre desnudo en toda su vida. Y eso que a él ya se lo había visto todo. No comprendía que todavía se siguiera asustando.
—Le denunciaré. ¡Haré que lo saquen de esta casa por escándalo público! Mi hija y mi nieto no tienen por qué soportar esta aberración.
Hans se miró con una sonrisa apreciativa y se puso las manos en las caderas.
—Que sepa que es usted la primera que se queja, querida. Pero igual, a fuerza de verme, se acostumbra usted y le coge el gusto. No desespere.
Volvió a dejarla en el descansillo, boquiabierta, para entrar en su propio dormitorio. Se vistió con la primera ropa que encontró. Aunque el juego era la mar de divertido, no quería convertir aquello en una guerra, al menos por el bien de Bea. De modo que al salir ya tenía claro que no la dejaría ir demasiado lejos.
—Usted no quiere más que llevársela a la cama y luego dejarla abandonada…
Doña Digna parecía haber recuperado la compostura, pero no el color. Sus mejillas seguían rojas bajo el maquillaje. Sus manos estaban unidas ante las caderas, como si fuera a soltar otro discurso mojigato, pero Hans se había cansado, y más después de haber escuchado aquello. ¿Cómo podía alguien, en apariencia educado, soltar algo así y quedarse tan ancho?
Antes de que ella pudiera seguir, levantó una mano y la colocó justo ante su cara.
—Claro que quiero llevármela a la cama, porque su hija es hermosa, buena persona y trabajadora. Pero al menos yo quiero quedarme aquí, hablar con ella, escuchar lo que me quiera decir y trabajar a su lado. Quiero ayudarla y no tirármela y dejarla sola con un hijo, ni irme y volver solo cuando estoy cansado de mi vida de niñato rico, que es lo que hace Gonzalo.
—Gonzalo no haría algo semejante jamás. Él es un señor, un caballero, un…
Hans chasqueó la lengua contra el paladar ante tal sarta de estupideces.
—Sí, claro. Es un Díaz de Quesada. Un aristócrata o qué sé yo. Y por eso usted le permite y hasta lo invita a que haga con su hija lo que le da la gana, sin importarle lo que ella sufra después. Porque le aseguro que ella no es feliz con ese hombre ni jamás lo será. ¿Acaso no ve que solo es un entretenimiento para él, o poco más? Jamás dejará a su mujer ni su vida para venirse aquí por Beatriz y su hijo. Joder, si ni siquiera sabe la edad de Jonathan ni sabe nada de él. Y lo más triste es que le da igual. Aunque a usted eso le da lo mismo, me temo.
Digna levantó la barbilla y Hans pudo ver lo mucho que Bea se parecía a su madre. Solo que en la anciana no había nada del amor ni de la calidez de su hija. Era posible que Bea estuviera cansada, desesperada y cabreada, pero seguía amando, pese a todo. Y por culpa de ese corazón tan grande que tenía sufría tanto, hasta que un día se le rompiera en pedazos. Por eso no quería dejarlo entrar en su vida, porque tenía miedo de que él también la dejara, como lo habían hecho todos hasta ese momento.
En los ojos de doña Digna, sin embargo, ya no quedaba nada de todo eso, si es que lo había habido alguna vez.
—Usted no sabe nada de nosotras —le escupió la anciana, mirándolo de arriba abajo, como si no hubiera escuchado una sola palabra de lo que había dicho.
No sabía si era peor que no aceptase la verdad, que no supiera verla o que le diera igual.
Hans se quitó la toalla y agitó el pelo húmedo, como si aquella conversación, en el fondo, ya hubiera terminado.
—¿Sabe qué? A mí solo me importa una cosa y es la felicidad de su hija. Si viera que Gonzalo puede hacerla feliz, me jodería y la dejaría volver con él. Y si pensara que sola va a estar mejor, me largaría. Pero da la casualidad de que creo que su hija se siente muy sola y triste, así que me quedaré e intentaré hacerla feliz mientras ella quiera.
Digna emitió una risa amarga y despectiva al tiempo que lo miraba con desprecio infinito.
—¿Y qué pasará cuando también se canse de ella?
Hans pensó que podría responder que eso era imposible, pero sabía que ella jamás podría entender algo así. Con esa mujer, se temía, todo se reducía a poder, posición y habladurías. No sabía nada de estar juntos, abrazos y noches bajo la luna. Aunque, si lo pensaba, Bea tampoco era de esas.
Le dio igual. No era a doña Digna a quien tenía que darle explicaciones ni a quien tenía que convencer.
Se limitó a hacer una reverencia y a darle la espalda.
—Ya conoce usted la salida. Al fin y al cabo, siempre dice usted que esta es su casa. Que tenga un buen día.
La escuchó inspirar hondo y temió una nueva andanada de insultos, pero no llegó. Los pasos de doña Digna al salir por la puerta y, después, el ruido de un coche que salía por el camino de entrada, lo hicieron sonreír. De todas formas, sabía que aquello no había terminado, ni mucho menos.