—Hemos visto a Dignísima entrando a la iglesia en tromba y cogiendo al cura de la oreja para obligarlo a confesarla, así que está claro que ha pasado algo gordo.
Hans apretó los labios y contó para adentro para no perder el ritmo ni el equilibrio. Y también para no saltar con algún improperio al panadero quien, para su sorpresa, era el que se había dirigido hacia él para preguntar de aquella manera tan sutil qué ocurría.
El sábado era cuando más habitantes de Venta del Hoyo se reunían en la plaza para la rutina de ejercicio y cotilleo, así que, cualquiera que quisiera estar bien informado, no podía perdérselo. Los que no participaban se sentaban en la terraza del bar o la cafetería, ambas bien pegadas y orientadas hacia ellos, para disfrutar del espectáculo y contribuir con sus propios comentarios.
Hans había dudado si acudir ese día, pensando que Bea aparecería en cualquier momento y podrían tener un interludio amoroso, pero no había aparecido y tampoco había respondido ni a sus mensajes ni a sus llamadas, así que había decidido salir a que le diera un poco el aire, sin tener en cuenta que allí eso equivalía a lidiar con los cotillas habituales.
—A lo mejor sabes tú más que yo —replicó, estirándose hasta el punto del dolor, recordando que la noche anterior esa misma postura le había granjeado una recompensa muy satisfactoria.
El panadero entrecerró los ojos y le apuntó con el dedo. Ni siquiera disimulaba que no había acudido allí para hacer ejercicio.
Alejandro no se molestaba en decir nada, seguía a lo suyo, aunque era más que consciente de que la mitad de sus pupilos se limitaban a hablar en grupitos o a escuchar sin pudor la charla entre el panadero y el escritor.
—Si lo supiera, tampoco te lo iba a decir. Es algo privado.
El panadero sonrió al fin y apretó los puños en un signo inequívoco de triunfo.
—¡Sí! ¡Sííííí! Paca, apúntame esa victoria. ¡El rubiales ha confesado!
La Paca, que había permanecido en un inusual silencio, arrugó los labios y los miró con fastidio. Tenía los brazos levantados hacia el cielo y una pierna en el aire con una gracia y una agilidad envidiables para sus más de ochenta años.
—¿De verdad ha confesado que se ha encamado con la granjera? A ver, que lo diga en voz alta para que todos lo oigamos. Porque, de no ser así, no te vamos a pagar, que lo sepas.
Hans se sonrojó al notar las miradas de todos sobre sí. Hizo un par de gestos tratando de mantener la dignidad, pero era imposible cuando casi la totalidad de la población estaba pendiente de su respuesta.
Si lo reconocía, Bea le mataría. Si no lo hacía, le notarían en la cara que estaba mintiendo.
En el fondo, solo había una salida posible.
Frunció el ceño y los señaló uno por uno, esperando parecer furioso y defraudado al mismo tiempo.
—¿Vosotros os consideráis buenos vecinos y amigos? ¿Vosotros sois los que vais diciendo por ahí que queréis a Beatriz? ¿Vosotros sois los que os tomáis por modernos y os quejáis de que los de ciudad os llaman pueblerinos retrógrados? ¿Vosotros, los mismos que os apostáis a saber qué a que una de vuestras vecinas se acuesta con un atractivo inquilino? —Hans cerró los ojos y se llevó una mano al pecho—. Me avergüenzo de haber sentido que este lugar podría haber sido mi hogar. En serio, qué decepción más gorda, tíos.
Se escuchó un aplauso proveniente de una señora que estaba tomándose una cerveza en la terraza del bar. Ni siquiera parecía una vecina del pueblo, a juzgar por la cámara que tenía junto al codo y la libreta en la que estaba tomando notas. A su lado había un hombre con cara de aburrido y las mejillas rojas por el sol y la bebida.
—Oiga, ¿hacen estas representaciones todas las semanas? —preguntó la mujer al camarero, que se había detenido junto a su mesa con los brazos cruzados, sin saber muy bien si indignarse o sentirse avergonzado por las palabras de Hans.
El camarero se giró hacia ella y se encogió de hombros.
—No, maja, aquí somos así de raritos siempre.
Hans los miró. Pensó que probablemente no había conseguido evitar las sospechas acertadas de que Bea y él se habían acostado, pero al menos se cortarían de hablar de ello en público, o eso esperaba.
—Anda que no tienes cuento, precioso mío. Pero te quiero igual, no creas. Sobre todo ahora que el moreno me tiene abandonada por el amor de su vida. Tú no hagas lo mismo, ¿eh?
Hans sintió una palmada en el trasero y miró a la Paca.
—A ti te puedo confesar que a lo mejor ya es demasiado tarde.
La vieja puso los ojos en blanco y alzó las manos al cielo.
—¿Por qué los canallas sois siempre luego los más empalagosos? Ven, anda, déjate de bobadas e invítame a un vino para quitarme el disgusto —añadió, aunque su sonrisa desmentía sus palabras—. Aunque debo reconocer que ver la cara de amargada de Digna me ha arreglado el mes. Solo por eso, creo que te voy a invitar yo. Ven, cuéntame los escabrosos detalles.
Hans abrió la boca para mandarla al carajo con todo el cariño del mundo, pero de pronto vio a Bea salir del consultorio médico con cara de pocos amigos y dejó a la Paca con un palmo de narices.