Un año después
Hans Gandía inspiró hondo y se concentró para no perder el equilibrio.
—Siente la energía fluyendo por tu cuerpo. Siente cómo llena tus venas y tus músculos. Deja caer los brazos y abre las piernas para…
El sonido agudo de un teléfono móvil hizo que el Maestro Zen de la Nube Blanca perdiera el hilo de lo que estaba diciendo.
Parado sobre la pierna derecha, con el pie contra la parte interna de la otra y ambas palmas unidas sobre el pecho, el gurú parecía la viva imagen de un buda regordete.
Hans lo miró por entre sus piernas abiertas, notando cómo la sangre se agolpaba en su cabeza. Sabía que, si seguía en esa postura mucho tiempo, la vista se le nublaría y se marearía, pero a veces era una sensación agradable. En esas ocasiones se permitía recordar al Hans de hacía un año, cuando no le temblaban las piernas y el equilibrio no era un sueño, cuando no se sentía un anciano gastado y no se quedaba sin resuello por el dolor a la mínima oportunidad, al olvidar que todos sus movimientos debían ser suaves y precisos, como los de un ninja en misión asesina.
Ya no podía pasar horas meditando ni su cuerpo era una máquina de precisión. Ahora era un cascajo averiado que tosía, rumiaba, crujía y tenía músculos flácidos y tristes, como de adorno. Pero eso no quería decir que no persistiera en su empeño de recuperarse a sí mismo, porque una cosa era que ese bicho inmundo hubiera matado su cuerpo, o casi, pero otra que hubiera logrado acabar con su espíritu.
El teléfono dejó de sonar y notó cómo los oídos empezaban a zumbarle, todo a la vez. Solo alguien maleducado y desaprensivo le llamaría a esa hora, cuando todos sabían que estaba en clase de yoga. Por suerte, había desistido.
—Conoces las normas de este centro. Nada que pueda interferir con la paz de…
El teléfono empezó a sonar otra vez. El maestro había cambiado su peso a la otra pierna, como para dar más énfasis a su reprimenda. Además, aleteaba, como las garzas que emigran al sur cuando empieza a refrescar. A su alrededor, su vaporosa túnica de vibrante color rojo se movía con gracia.
Ahora sí, el maestro abrió los ojos y los clavó en Hans con cara de pocos amigos. Siempre le sorprendía la mala leche que tenía para ser alguien tan santo.
Hans desenredó los antebrazos de los tobillos y se puso en pie poco a poco, sintiendo cómo las articulaciones le crujían como maracas. Se quedó un poco torcido hacia la izquierda, incapaz de erguirse del todo hasta pasados unos segundos. Mientras tanto el teléfono seguía sonando a intervalos cada pocos segundos. Paraba, pero quien fuera, volvía a insistir.
—Será mejor que lo coja o va a salir ardiendo.
Todavía inclinado hacia un lado, empezó a caminar hacia el aparador donde había dejado sus cosas y gimió al notar un calambre en el gemelo.
—No hay dolor, Hans —murmuró para sí, cerrando los ojos y gruñendo—. Es solo que estás desentrenado.
Apretó los dientes y se arrastró como pudo hasta llegar al aparador. Miró al maestro, que hacía gala de una flexibilidad envidiable mientras se sostenía sobre los dedos de los pies y abría los brazos en el aire como una bailarina.
Hans había podido hacer aquello hacía no tanto tiempo, pensó con rencor. Si tan solo aquel viaje para documentar su última novela no le hubiera destrozado la vida…
El teléfono que sonaba le arrancó de sus lúgubres y rencorosos pensamientos. Desde luego, nadie había insistido tanto para hablar con él desde que le habían dado el premio al autor con mejor melena. De eso hacía un año y parecía que había pasado una vida entera.
Cuando al fin alcanzó el teléfono, estuvo a punto de soltarlo de golpe al ver la cantidad de llamadas perdidas que tenía. Aunque lo peor, sin duda, fue ver quién era el que llamaba.
—Evitar el dolor solo aleja los golpes un instante —dijo el maestro, cambiando otra vez de postura. Ahora se sostenía sobre las manos y dejaba a la vista las piernas desnudas y un taparrabos de la misma tela que la túnica. Su rostro parecía tan relajado como cuando comía arroz y Hans lo odió por ello.
Hans se giró para darle la espalda al menos a aquella horrible visión y descolgó.
—Aquí Hans Gandía, autor de superventas en periodo de excedencia.
—Hans, déjate de chorradas. Llevo dos días intentando hablar contigo y no tengo paciencia para estrellas de pacotilla.
Hans cerró los ojos al escuchar las palabras de su editor, Andrés Ordoñez. ¿Cómo se atrevía ese hombre a llamarle estrella de pacotilla, después de que hubiera salvado su editorial del oscuro agujero de la ordinariez? Ese cretino manipulador sabía bien que podía estar en cualquier editorial, pero estaba con ellos, no podía hablarle de esa manera y pretender quedarse tan tranquilo.
Sintió un picorcillo en la conciencia al recordar que tal vez aquello no era del todo cierto, que en su antigua editorial le habían dado la patada después de ciertos altercados con blogueros y fans en las redes sociales. Pero aquello era historia antigua y nadie más que él debía de recordarlo a estas alturas.
Ahora él era un hombre distinto, un autor que había emprendido un nuevo camino con su última novela. Un camino sorprendente incluso para él.
—He estado meditando, si te soy sincero.
Andrés calló. Hans podía imaginar su expresión de total desconcierto, allí en su despacho aburrido y gris, rodeado de manuscritos también aburridos y grises. Lo más probable era que ni siquiera supiera lo que era la meditación. Un tipo como él solo entendía de trabajo, trabajo y más trabajo. O tal vez no. En realidad era posible que Andrés pasara mucho tiempo en la oficina pero que lo que hiciera allí fuera de todo menos trabajar, de eso se encargaba otra gente, como su prima Daniela, por ejemplo.
—Bien, medita todo lo que quieras, pero cuéntame qué hay de lo nuestro. Ya sabes que no soy de esos a los que les gusta estar todo el día detrás, pero me obligáis a ser vuestra niñera, malditos, con lo bien que estaría yo tirado en una camilla recibiendo un masaje. —Andrés tenía tan conseguido el tono llorica que hasta Hans se creyó por un momento que de verdad sufría—. Si ese libro tuyo hubiera sido un fracaso, ahora no estaría pidiéndote de rodillas que me asegurases que estás trabajando en otro. Así que dime, guapo, ¿estás trabajando o no?
Hans sintió que el calambre en el gemelo hacía que la pierna se le doblase. Con un quejido se arrastró hasta la silla más cercana. Llevaba un año con dolores dispersos, tortícolis, insomnio, dolor de tripa y hasta le habían salido tres canas en su maravillosa melena rubia. Sin duda, no tenía nada que ver con el hecho de que no hubiera sido capaz de terminar su última novela, la que le había prometido a Andrés, pero todo ayudaba para que fuera incapaz de relajarse.
Hasta el año pasado su trabajo había sido como un reloj suizo. Su plan de los cinco años, que iban ya para unos cuantos más, funcionaba mejor que nunca. Los contratiempos, lejos de desanimarlo, eran como retos que lo hacían trabajar más y mejor. Lo del premio de rural noir, con la consabida publicación, había resultado mucho mejor de lo que había pensado. Daniela le había ayudado a modelar la novela y, aunque le costaba reconocerlo, debía admitir que era lo mejor que había escrito.
Sangre coagulada sería la historia que cambiaría su vida, sin duda.
Hasta ese momento tenía ideas, se documentaba para ellas allá adonde fuera. Escribía, publicaba, triunfaba. Había escrito sobre el Himalaya en el Himalaya y sobre Egipto en Egipto, sobre Machu Picchu en Machu Picchu y sobre Nueva York en Nueva York, y todo aquello había sido de lo más sencillo porque era ajeno a él. Sin embargo, cuando había regresado a Venta del Hoyo para tratar de recuperar el espíritu de la primera obra de la que estaba satisfecho de verdad, no había sido capaz de escribir.
Por supuesto, eso no se lo iba a decir a su editor, que había ido llamándole para contarle sobre cada nueva edición del libro. No hacía falta que le dijera que él también estaba sorprendido. Lo que había empezado como una trampa había resultado un éxito inesperado y bienvenido.
En sus primeros meses de dolor, y sobre todo durante las primeras semanas ingresado, lo había achacado al dolor. No podía escribir drogado hasta las trancas. Luego se había autodiagnosticado un estrés postraumático de manual. Era lógico que no pudiera concentrarse porque cada vez que pensaba en Venta del Hoyo empezaba a dolerle todo. Daba igual que ya no pudiera hacerlo cuando estaba allí, antes del ataque. Era más sencillo decir y convencerse de que no podía escribir sobre un mísero pueblo perdido de la mano de Dios por culpa de un animal.
—¿Sabes que sigo pensando en ello? Ya sabes cómo es esto, miles de notas que revisar, documentación… el genio está trabajando —dijo, ahogando un gemido de dolor, mientras estiraba la pierna y el tobillo.
Trató de que su voz sonara sugerente y atractiva, como en los viejos tiempos, pero Andrés volvió a callar, como si le leyera a través del aparato.
—El médico dice que ya tienes el alta.
Hans oía un ruidito, algo irritante y repetitivo, como un golpeteo de uñas contra la mesa, tal vez, o el de un bolígrafo contra un cuaderno. En todo caso, fuera lo que fuera, lo odiaba.
—El médico no entiende mi sufrimiento físico y mental —dijo, irguiéndose como pudo—. Solo alguien que ha sufrido lo mismo que yo sería capaz de entender todo lo que siento en mi interior. De hecho, he estado leyendo sobre mis síntomas y he descubierto algo nuevo: lo llaman el síndrome del bazo fantasma. Todo cuadra. Si supieras lo que duele esto, no me presionarías así. Puede darme una crisis en cualquier momento.
Andrés suspiró. Dejó de hacer el ruidito irritante y, a juzgar por el crujido de su silla, se debió de erguir en la silla.
—Por supuesto, por supuesto. Fue terrible lo que sufriste. Pero, dime, ¿no crees que es hora de que vuelvas al ruedo? Tus lectores te extrañan.
Hans pensó que su táctica era infantil, pero sintió que algo que había estado dormido en él despertaba.
Sí, sus lectores. Ellos lo adoraban. Después de un año entero sin saber de él, debían de sentirse como poco menos que niños huérfanos, sin rumbo y sin saber qué hacer con sus vidas.
—Mis lectores…
—Tus lectores, Hans. ¿Sabes la de cartas que llegan cada día preguntando cuándo llegará por fin esa historia tuya? Te adoran, te quieren, se tatúan tu cara en el culo y en otras partes. Tu club de fans ha hecho una petición para que se declare el día de tu cumpleaños como el día de Hans. Fíjate en todo lo que te estás perdiendo, justo en el momento en que el retorno a la tierra y a los pueblos está de moda. Tú, Hans Gandía, el más grande, podrías crear la novela rural definitiva. —Andrés calló para que sus palabras le calaran más y Hans sintió que, para su desgracia, funcionaba—. ¿Quién mejor que tú para darle ese toque maestro ideal? Otros están aprovechando la cresta de la ola para inundar nuestro correo con manuscritos infumables, mientras tanto tú estás ahí meditando, muchacho…
Hans sintió una punzada en el estómago al escuchar el suspiro de decepción absoluta de Andrés, no sabía si relacionada con el orgullo o con el hecho de llevar veinte horas en ayunas. Tenía tanta hambre que empezaba a ver borroso. Sabía que su editor estaba cargando las tintas de un modo casi vergonzoso, pero lo conocía demasiado bien. No era la primera vez que lo engañaba y que le hacía trabajar para él a destajo usando tácticas sucias, como cuando le prometió el premio a la mejor novela de rural noir, usando como baza que el contrincante a batir sería Alejandro Escada, su mayor rival en las letras y a quien conocía desde niño. Jamás se habían llevado bien y era poco menos que su archienemigo en ese momento.
Sí, Andrés conocía sus puntos flacos y sabía explotarlos al máximo, pero lo cierto era que echaba de menos la adrenalina de las letras y el contacto con los lectores. Había sido un año duro, alejado de todo lo que le había convertido en quien era, el número uno de la literatura del país.
—Volveré —dijo, irguiéndose todo lo que pudo. Los músculos protestaron en respuesta, pero no cedió y mantuvo la postura, algo que no había hecho en mucho tiempo.
Andrés emitió una risita insidiosa que debería haberlo cabreado porque se sintió como un pelele. Le había manejado como había querido y le había dicho justo lo que había querido oír, pero también tenía razón. Hans debía volver a ser quien era. Había permanecido ausente demasiado tiempo, otros habían tratado de ocupar su lugar y no debía permitirlo.
—Le diré a Alejandro que vas de camino —dijo Andrés antes de colgar sin despedirse. Entonces Hans recordó que no era la primera vez que el editor hacía algo así. Era especialista en sacar a autores renuentes de sus agujeros.
Pensó que debería enfadarse porque aquello era juego sucio, pero luego se dijo que era lo justo.
La sola idea de volver a aquel pueblucho asqueroso donde ni siquiera sabían cómo construir rotondas le helaba la sangre, pero tenía que recuperar su vida.
Él era Hans Gandía, el autor más grande y con el pelo más bonito de la historia. No podía dejar que un bicho con cuernos acabara con él. ¡Maldito fuera!
No había colgado el teléfono cuando Andrés ya estaba tecleando para buscar el número de su prima Daniela.
Aunque hablaban casi todos los días por motivos de trabajo, no tenían lo que pudiera llamarse una relación cercana. Andrés le había dado demasiadas puñaladas traperas y Dani había dejado de confiar en él hacía tiempo. Si seguía en la editorial era porque había conseguido hacer prácticamente lo que quería sin supervisión y con su propio presupuesto. Y además funcionaba, así que Andrés no podía meterse. ¡Si hasta editaba poesía! Como las obras que escogía para su sello funcionaban, no podía decir nada, por mucho que lo desease, pero no podía negar que estaba esperando que tropezase, aunque fuera con una piedrecita pequeña, solo una china insignificante, para poder señalarla con un dedo y reírse de ella.
Ambos tenían una especie de pacto de no agresión y a él le convenía mantenerlo, perdería mucho más si Daniela se iba porque su prima tenía muy buen ojo para las joyas escondidas y también le echaba una mano con los manuscritos de las estrellas como Hans, Alejandro y algún que otro, aunque, en principio, no era su cometido.
—Ya hemos hablado antes. ¿Tienes un vídeo de un perro bizco o algo así que merezca una segunda llamada?
Andrés se obligó a recordar que la familia no se elegía sino que era la que te tocaba en gracia o en desgracia. De poder escoger, él regalaría a esa mujer que no entendía su sentido del humor. ¿Acaso los vídeos de perretes bizcos no eran lo mejor del mundo? Claro que ella vivía en un pueblo donde acababan de descubrir las redes sociales. Hasta hacía unos meses no habían construido una antena de telefonía en Venta del Hoyo que comunicara el pueblo con el resto del mundo. Casi podía imaginar a los lugareños vestidos con pieles bailando a su alrededor con lanzas. Sin duda, encontrarse de pronto en el primer mundo suponía demasiada emoción.
—He hablado con Hans. Dice que quiere volver al Hoyo. Y no me digas que eso no es un chiste gracioso.
Daniela calló, no supo si por la emoción o el susto.
Si en algo se parecían era en que conocían los trucos del otro. Ella sabía tan bien como él que había información que le ocultaba y que había todo un mundo de posibilidades detrás de sus palabras.
—Me alegro de que se haya recuperado. Porque está recuperado, ¿verdad?
La voz de Daniela había sonado demasiado neutra para su gusto. Y sabía lo que eso quería decir.
—¿Insinúas que le he presionado para regresar?
—¿No eres el tipo que me mintió y me dijo que me dejaría marchar de la editorial si ayudaba con cierto premio? Espera, ¿no eres el mismo que envió a Alejandro a Venta del Hoyo, dándole a entender que era un paraíso rural, pero lo metió en la choza en ruinas de la Paca? Y eso así resumido, hay cosas que prefiero olvidar porque tengo prisa por cortarte. Porque si no eres tú, perdona, que me he equivocado de tío.
Andrés se recostó en su silla, molesto.
—¿Soy mala persona? —preguntó con aire ofendido—. ¿Acaso todo eso no fue para bien? ¿No encontraste al amor de tu vida gracias a mí y a mis, según tú, mis trampas? ¿No llegaron el wifi y la vida moderna a tu maldito pueblo gracias a la proyección del Hoyo por el premio? Y todo a la vez. ¡Esas cosas no pasan ni en las películas de Hollywood! De nada, prima.
Daniela suspiró y bisbiseó algo que no llegó a comprender. Conociéndola, casi prefería no entenderlo, porque no debía de ser agradable. Su prima se había convertido en una salvaje desde que vivía en el campo.
—Hans no está hecho para este sitio. No quiero que vuelva a salir herido. Esta vez podría no sobrevivir.
Andrés no pudo evitar reírse. Su prima sonaba tan dramática que era evidente que vivía con un escritor. Todo lo malo se pegaba, estaba claro.
—No me convencerás de que te preocupas por él, si hasta ayer no lo podías ni ver. Ha sido él quien ha decidido volver, yo no he tenido nada que ver. Quiere terminar su novela sobre asesinatos en el campo. Y ya sabes cómo es de purista: necesita ambientarse y empaparse del ambiente para creérselo, es así de raro. Y nosotros necesitamos un buen pelotazo ahora que Alejandro se ha tomado un tiempo para ser alcalde —añadió, en un claro tono de acusación—. ¿A quién se le ocurre aceptar? Justo ahora que nuestro chico había recuperado las neuronas y parecía que lo habías convertido en alguien formal. ¿Cómo se lo has permitido, prima? Y yo que confiaba en que lo mantuvieras en el redil…
Daniela bufó y lo mandó al carajo antes de colgar.
Andrés no se ofendió. Ellos no eran de los que se mandaban besos y abrazos antes de despedirse.
Satisfecho después de haber solucionado aquel asunto, Andrés sonrió y le guiñó a su reflejo en la pantalla del ordenador. Aquel iba a ser un buen año, estaba convencido de ello.