37. Primero de biología

 

 

 

 

 

—¿Y qué quieres que te diga, que ya eres mayorcita para saber que deberías usar protección? Supongo que te acuerdas de cómo se hacen los niños, que ya tienes experiencia. Es de primero de biología. Era algo así como lo del espermatozoide que conoce a un óvulo y se dicen «hola, ¿qué planes tienes para cenar?».

El doctor Jovial, haciendo honor a su nombre una vez más, no movía ni un solo músculo, así que Bea no sabía si aprobaba, desaprobaba, o si solo contaba los minutos para salir de su guardia de fin de semana.

Su hijo le había dicho con poca sutileza que los deslices tenían solución, si acaso la quería, pero lo que de verdad necesitaba era hablar con alguien imparcial. Sabía que solo tenía que presentarse en una farmacia y comprar la pastilla del día después y que su posible embarazo, si es que lo había, desaparecería en unas horas. Sin embargo, era incapaz de decidirse, y no solo porque si se plantaba en la farmacia del pueblo pidiendo algo así, lo sabría todo el mundo en cuestión de minutos.

—Es solo que…

Bea calló.

¿Cómo le iba a decir al médico que la había visitado desde niña, que le había curado los catarros y le había explicado hasta lo que era el periodo porque su madre era incapaz de hacer algo semejante y en el colegio habían pasado por aquello de puntillas, que estaba tan excitada y disfrutando tanto que ni había pensado en usar un condón? ¿Y cómo agregar que, evidentemente, a Hans le había pasado lo mismo?

El doctor, orondo detrás de su escritorio, juntó las manos rechonchas ante el pecho y la miró como si fuera a soltarle un sermón. Bea sintió que el estómago se le encogía. No quería ni estaba preparada para algo así. Para eso ya estaba su madre y, por supuesto, toda la gente del pueblo que, según ella, hablaba y susurraba a sus espaldas.

Y ahora había vuelto a hacerlo. Porque no sabía controlarse y era evidente que era estúpida.

—Mira, Bea. Ya tienes una edad y sabes que no puedo saber si estás embarazada o no con tan poco tiempo. Podemos esperar o puedes acabar con esto hoy mismo, pero es una decisión que tienes que tomar tú.

—Pero…

El doctor se levantó de su asiento con sorprendente ligereza. Bajo la bata, Bea vio que llevaba unos pantalones cortos y unas sandalias, como si ya estuviera preparado para el fin de semana que le esperaba fuera del consultorio.

—Escúchame, mujer —dijo el doctor plantándose ante ella y tomándola por los hombros con firmeza—: eres adulta, eres responsable y, sobre todo, una mujer sana con deseos sanos. Hagas lo que hagas estará bien.

Bea deseó que todo eso que él veía en ella penetrara en su mente, pero esa mañana, por algún motivo, era más duro de lo habitual el verse fuerte y segura.

—¿Y si…

El doctor bufó y le dio una palmada cariñosa en la cara.

—Mira, Bea, yo te aprecio de veras pero, ¿no crees que esta charla deberías tenerla con el muchacho ese que tiene predilección por las vacas? A lo mejor las ideas se te aclaran al hablar con él.

Sintió que se sonrojaba al pensar que lo que había ocurrido era tan evidente. Ella no le había dicho que se había acostado con Hans, pero él ya lo sabía.

Además, no podía hablar de eso con Hans. El solo hecho de pensar en ello hizo que el dolor en el pecho volviera de golpe, casi igual de fuerte que el primer día.

El doctor debió de ver algo en su mirada porque la hizo acostarse un buen rato y la obligó a respirar hondo y profundo, hasta que el dolor fue remitiendo poco a poco.

—¿Qué haré cuando se vaya?

No fue consciente de que había dicho aquello en voz alta, pero vio que el doctor emitía una risa ronca y cariñosa. Le había tomado la mano al ver que palidecía y no se la había soltado en todo el rato, hasta cuando vio que se reponía. De algún modo, sabía que necesitaba más un oído amable y una mano amiga que una pastilla.

—Querida mía, tú y ese joven tenéis muchos temas de los que hablar, así que date prisa antes de que te me quedes tiesa en algún sitio. No me gustaría perder a una de mis pacientes favoritas.

Ella sonrió y sintió que una lágrima se le escapaba sin querer.

—No me quiero morir todavía —murmuró, inspirando hondo y tratando de ordenar sus ideas.

—Me alegro. Y ahora, ¡arriba, señorita! —la instó con impaciencia—. Es hora de mover el trasero y de disfrutar de la vida, que tú en eso llevas mucho retraso.

Bea no lo culpó por echarla del consultorio con tan poca ceremonia. Se despidió del doctor con la mano y estuvo a punto de chocar con Hans en la entrada cuando se giró para desearle un buen fin de semana.

Si había alguien a quien no esperaba encontrarse, era el escritor.

No había tenido tiempo de hacerse a la idea de que tenía que decidir si contarle o no lo que había ocurrido. Su plan había sido escapar y esconderse, buscar a Fran y que le hablase de sus planes, llevarse a Johnny muy lejos, cualquier cosa con tal de no enfrentarse con él.

Pero ahí estaba, como siempre, como una tentación rubia y deliciosa ante sus ojos.

También estaba el resto del pueblo, o casi, todos pendientes de ellos, así que procuró aparentar normalidad y sonrió con lo que pensó que era una sonrisa natural.

Él, a su vez, le regaló una de aquellas sonrisas con morritos que tan irritante le resultaba, aunque pensó que lo hacía de cara a la galería porque sabía que tenían público y le podía tanta expectación.

—Que sepas que todo el pueblo ha apostado si nos acostábamos o no —murmuró él sin mover apenas los labios, sin cambiar de expresión, como si no hubiera dicho nada especial—. Tú sigue sonriendo, que no noten que los quieres matar a todos con una cosechadora o como fuera.

Bea apretó los labios y trató de mantener la sonrisa incólume mientras notaba que sus ojos se paseaban por los rostros de los vecinos que cuchicheaban entre ellos. No podía creerse que su madre tuviera razón después de todo. Durante años había defendido a esa gente, había pensado que la apreciaban, que tenían cosas mejores de que hablar, más que de ella y de lo que hacía o dejaba de hacer. Pero ahí estaba la prueba.

Se obligó a apartar la mirada de ellos, como si no sintiera un peso en el estómago que no tenía nada que ver con el miedo a estar embarazada, a perder la granja, o ni siquiera a que Hans se largara y volver a sentirse sola.

—Qué juego tan divertido —dijo disimulando su malestar—. Qué pena que se les haya terminado tan rápido el divertimento. Por cierto, ¿la bibliotecaria está a punto de parir o son imaginaciones mías?

La distracción surtió efecto y Hans apartó la mirada para girarse hacia Daniela, que se había echado las manos a la tripa. A simple vista no parecían más que patadas o gases, pero Hans no podía saberlo. Bea miró su perfil magullado y le sorprendió ver la súbita preocupación de Hans por su amiga. Lo había visto pelearse con ella miles de veces y nunca parecían a gusto juntos, pero era evidente que sentía afecto por Dani.

—¿Te importa si voy a preguntar?

Hans no se quedó para esperar su respuesta, sino que corrió a ver qué ocurría, aunque a esas alturas estaba claro, por las sonrisas de la bibliotecaria y de Alejandro, que no pasaba nada.

Los observó desde la distancia y apretó los labios.

Ya nadie del pueblo estaba pendiente de ella. Una vez confirmado lo que sospechaban, habían perdido su interés.

En cambio, vio cómo rodeaban a Hans, que había llegado hacía apenas un mes.

Él, del que se burlaban hacía nada, que no era como ellos, que era un niñato de ciudad y un pelanas rubio, que arrugaba la nariz al oler estiércol y que todavía se sorprendía con los sabores de la comida de verdad, parecía más vecino de Venta del Hoyo que ella misma, que había nacido allí.

Por algún motivo, en lugar de sentir tristeza o rabia por ello, se le escapó una sonrisa. Cogió el teléfono y llamó a Fran para quedar y hablar sobre la cooperativa. Cuanto antes quedara atado ese asunto, más tranquila estaría.