—No entiendo por qué tengo que ponerme de tiros largos. A veces me recuerdas a la abuela.
Johnny miraba por la ventana y refunfuñaba mientras se acomodaba la chaqueta y se revolvía el pelo. Al fin y al cabo, iban al notario, no a un funeral de estado o a una boda.
Bea lo miró a través del espejo retrovisor y le sacó la lengua. Si había algo que, en efecto, había aprendido de su madre, era que a los asuntos oficiales había que acudir de punta en blanco y al médico con la ropa interior limpia, porque nunca se sabía lo que podía ocurrir.
—Estás muy guapo, así que deja ya de toquetearte. Podrías sacarte una foto de autor serio de esas que se saca Hans y ponerla en tus redes sociales, seguro que a tus fans les gustaría verte vestido como un hombre por una vez.
Johnny puso los ojos en blanco, pero al rato lo vio jugueteando con el teléfono y posando con las caras más absurdas. Se lo merecía por ponerle de ejemplo al autor más engreído del universo. Aunque, si lo pensaba, el otro único que conocía, que era Alejandro, parecía a veces una croqueta de barro. A lo mejor debería ir mirándose eso de ir cayéndose a todos los pozos que se encontraba a su paso. Si tenía que escoger entre esos dos, se quedaba con Hans, que por lo menos iba limpio. A lo mejor sí se parecía a su madre, después de todo.
—Hablando de Anselmo…
Bea sintió que se le ponía un nudo en la garganta cuando su hijo, que parecía estar pendiente de las respuestas a sus fotos, sonrió de un modo que le recordó mucho a su padre, aunque sin su toque egoísta.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Bea intentando darle un toque casual a su pregunta mientras buscaba aparcamiento en la plaza. Por suerte ese día no había clase de gimnasia, porque lo último que necesitaba era encontrarse a todos sus vecinos pendientes de ella.
—Han pasado un par de semanas. ¿Ya le has dicho que a lo mejor va a ser papá? ¿Te lo imaginas? Saldría un niño precioso con esos ojazos azules y ese pelo rubio. Por no hablar de esos labios. Si no fuera por esa nariz, sería una chica guapísima.
Bea detuvo el coche y miró a su hijo, que parecía encontrar todo el asunto la mar de gracioso.
—¿Y quién dice que se parecería a él?
—Yo me parezco a papá.
—Eso no tiene nada que ver. La biología no funciona así. Además, solo te pareces a Gonzalo en lo físico, por suerte. En lo importante has salido a mí. Y creo que no deberíamos estar hablando de esto. Es posible que todo sea una falsa alarma.
Johnny se soltó el cinturón de seguridad y apoyó las manos en el cabezal del sillón de su madre.
—Mamá, creo que deberías tener una charla contigo misma acerca de este asunto, porque algo me dice que no estás siendo sincera con tus sentimientos. Piénsalo bien, piensa en lo que sientes en tu corazón y en tus órganos internos, y habla con Hans.
Bea se quedó con la réplica en la boca porque su hijo salió del coche y la dejó sola.
¿Qué era eso de que debía tener una charla consigo misma y con sus órganos internos? ¿Qué tipo de charla tenía una con su hígado que le aclarase las cosas?
Ella tenía la vida muy clara. Ahora era feliz. Iba a tener menos responsabilidades, podría disfrutar la vida. Además, tenía a alguien que la hacía disfrutar y que, según él, iba a quedarse un tiempo. No quería pensar en el futuro ni en nada que distorsionara esa felicidad.
Asintió para sí. No había nada más que pensar ni ningún tema de qué hablar con nadie, y menos aún, con su páncreas. Cogió todas sus cosas y se miró una última vez en el espejo antes de salir del coche.
Emitió un suspiro que se pareció a un gruñido. Asintió a su propio reflejo y se dijo que ese día las cosas por fin iban a tomar un camino mucho más despejado.
—Ya le he dicho que no tiene usted ningún motivo para estar aquí, doña Digna. Con todos los respetos, déjeme decirle que no pinta nada en este entierro.
La voz calmada pero clara de Fran llegó desde el exterior de la oficina del notario. Podía imaginárselo sentado, con las piernas bien abiertas, para horror de su madre, con la mirada bien firme y sin mostrar ningún tipo de temor por la mujer que creía que tenía derecho sobre todo lo que corría, volaba y respiraba en la granja y sus aledaños. Por desgracia para ella, como Fran acababa de decir, eso no era cierto.
Bea se detuvo con todos los temores que había sentido durante semanas, reanudados y reagudizados de pronto. ¿Acaso por eso su madre no le había hablado en todo ese tiempo, porque pensaba que podía impedir la firma de la cooperativa?
—¿Mamá?
Cuando su hijo le tocó el codo, recordó por qué hacía aquello. No solo por ella, sino para tener una posibilidad de futuro para él. Su madre, que solo daba órdenes y le echaba en cara cualquier posible préstamo o innovación que no fuera acorde con sus ideas, que no había sido capaz de decirle a las claras lo que pensaba de sus planes, no tenía ningún derecho de presentarse allí y armar un espectáculo.
—Verá, amigo. Puedo compensarlo por las molestias. ¿Con cuánto se conformaría para olvidarse de este asunto?
Bea sintió que toda la sangre del cuerpo le subía a las mejillas al escuchar la voz de Gonzalo.
Sus pies recobraron la vida e irrumpió en el despacho sin llamar. Echó un vistazo rápido a su alrededor para tratar de asimilar lo que estaba ocurriendo.
Su madre, tan elegante como para asistir a un besamanos en el Palacio Real, se había sentado en una silla, sin tocar el respaldo, con la espalda rígida como si se estuviera hablando de herencias y otros asuntos igual de repugnantes, y evitaba mirar a Fran y a Gustavo, los representantes de los trabajadores que firmarían los documentos de la cooperativa. Gonzalo, en cambio, vestido con un traje oscuro y camisa blanca, sin corbata, con el pecho moreno asomando bajo los dos o tres botones desabrochados, se movía como si se encontrara en su propio salón, sonriente como un tiburón al acecho de su comida.
—Princesa… no sabes cómo te he echado de menos —dijo sin mirar siquiera a su hijo—. Hemos mandado al señor notario a tomar un café mientras tratamos de enmendar este asuntillo. Porque seguro que quieres repensártelo.
Bea notó la mirada de Fran ante esas palabras. Pudo ver la duda y la sintió como una puñalada. Gustavo ni siquiera se atrevía a mirarla. Debía de rondar la edad de su padre y le tenía pánico a su madre.
Por su mente pasaron un sinfín de maldiciones y palabrotas pero pensó que, ante todo, debía mostrarse serena y segura de lo que quería. Era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Había llevado la granja durante más de diez años y era muy consciente de que necesitaba un cambio. Lo que dijeran esas dos personas, que no se habían preocupado por su trabajo jamás, era justo lo que menos le importaba en cuanto a la gestión de su modo de vida.
Cerró los ojos, inspiró hondo y procuró sonreír. Notaba el pulso rápido pero, por una vez, era algo revitalizante y no aterrador. Iba a dar un paso que supondría un cambio para bien. No podía permitirse que nada, ni siquiera ella misma, siguiera poniendo obstáculos en su camino.
—Quiero que os larguéis y no os metáis más en mi vida —dijo con toda la calma que pudo encontrar.
Durante unos segundos, todo el mundo permaneció en silencio.
Fran se removió en la silla y cruzó una pierna sobre la otra, aunque no apartó la mirada. Gustavo no movió un solo pelo y apenas parecía respirar. Su madre apretó un poco más los labios, si acaso.
Gonzalo dio una palmada y emitió una carcajada cascada.
—Ya lo han oído, caballeros. Esto acaba aquí. La tierra es de la familia y en la familia se queda.
Bea fue a abrir la boca, pero su hijo carraspeó y se adelantó. Gonzalo lo miró como si lo estuviera viendo por primera vez. Tal vez lo sorprendió ver que era casi de su misma altura y que eran muy parecidos, pero lo más sorprendente fue ver la sonrisa burlona de Johnny cuando le dio una palmada en la espalda.
—No, campeón —dijo—. Eres tú el que se larga. Tenemos cosas que hacer aquí. Como tú has dicho, la tierra es de la familia y en la familia se queda. Y tú, recuérdalo, no eres de la familia porque así lo decidiste. Llévate a la abuela a tomar una tila. Por cierto, a lo que me dijiste el otro día: no.
Las últimas palabras las dijo casi al oído de su padre, pero Bea las pudo escuchar. Tragó saliva y se esforzó por permanecer con el rostro inalterable.
—Te vas a arrepentir de esto, ya lo verás. Un día tienen la tierra y al siguiente tendrán la casa, y a saber qué más. Tu padre no trabajó día y noche para que tú lo regalaras todo de esta manera, niña insensata. Un día… un día vendrás a pedir algo, pero ya no estaré aquí…
Doña Digna se había levantado y la señalaba como un fantasma de Shakespeare, lleno de reproches y mala leche. Todo el mundo evitaba mirar su pelo despeinado y su collar de perlas torcido, su pintalabios corrido y sus ojos llenos de odio.
—¿Has visto lo que has hecho, princesa? Va a tardar una eternidad en pasársele.
Gonzalo no parecía enfadado, sino más bien divertido. Tal vez solo un poco fastidiado por no haberse salido con la suya una vez más. Por algún motivo su estúpida sonrisa de donjuán seguía pintada en sus bonitos labios, como si aquello fuera una escaramuza más en una larga guerra. Sin embargo, bajo toda aquella capa de superficialidad, había una corriente de rabia más que evidente. Sus ojos habían perdido el aire de triunfo y sus labios estaban pálidos de rabia.
—No sé en qué momento os habéis creído que todo esto os iba a funcionar.
Él hizo un mohín con los labios. Le acarició la cara y Bea se sorprendió de su sensación de rechazo ante su contacto. No se apartó, pero bajó la mirada y al final él se apartó. A tan corta distancia le llegó el olor a sudor bajo el pesado aroma del perfume.
—Cuando se te pase la tontería, estaré ahí, como siempre —le susurró al oído.
Una tonta, eso era para él. Era bueno saberlo. Una estúpida manipulable que lo esperaba siempre ansiosa cuando se aburría de su mujer o ella le echaba de casa por sus deslices. Y eso por no hablar de que la consideraba incapaz de manejar sus asuntos.
En otro momento esos pensamientos la habrían hecho sentirse fatal, pero en esa sala llena de gente que procuraba disimular que no estaba pendiente de cada gesto y del espectáculo que estaban dando, Bea pensó que aquello era el mejor cicatrizante que había usado jamás.
—Adiós, Gonzalo. Olvídame.
La sonrisa todavía le duró unos segundos antes de desaparecer. Luego volvió, porque pensó que mentía, por supuesto. Nadie podía despedir a Gonzalo Díaz de Quesada sin lágrimas y un corazón destrozado.
Acabaría llamándolo, rogando, suplicando.
Siempre ocurría así. Todas lo hacían.
Mientras Gonzalo arrastraba a su madre hacia el exterior, más bien con desgana, la saludó con un guiño y un beso al aire, con total desfachatez. Sin embargo, cuando pasó junto a ella, vio que tenía los dientes apretados y que su sonrisa no era tan sincera como quería aparentar.
—Bueno, ¿podemos ir a lo nuestro?
Fran, con gesto aburrido, aunque totalmente fingido, sonrió y le lanzó un beso también. Ni siquiera le preguntó si se lo había pensado, y eso la emocionó. Él, de entre todos, tras el primer instante de duda, confiaba en ella.
Asintió y se concentró en el presente, en su hijo y en sus nuevos compañeros de cooperativa.
Aquello, en efecto, era el inicio de algo nuevo, y estaba deseando que empezara.
Media hora después, con el regreso del notario extraviado, todo estaba en marcha.
—Parece que has visto al demonio.
Digna se irguió en el banco duro de madera al escuchar la voz de la Paca, pero no se giró para mirarla. Hacerlo sería demostrar que la consideraba importante y doña Digna, viuda de Martínez, no podía permitirse algo semejante. Y ese día menos todavía.
A la Paca no le importó. De entre todas las personas del mundo, Digna era la que más curiosidad le despertaba.
Aunque la buena señora caminaba siempre como si acabara de pisar una mierda de perro, creyendo que todos la envidiaban por su belleza, su dinero, sus perlas y su distinción, lo que la mayoría se preguntaban era por qué no se largaba de Venta del Hoyo si aquello la hacía tan infeliz. Era tan sencillo como coger la carretera, pasar la rotonda y adiós.
—No estoy para chistes hoy, Paca. Déjame en paz.
La Paca emitió una sonrisa cascada, pero no se fue. Aquella era su hora preferida en la iglesia, tan vacía y fresca, y ni siquiera esa mojigata se la iba a estropear.
—Tú nunca estás para chistes, Dignísima. Reírte te arrugaría más la cara, y eso, a tu edad, no hay crema que lo disimule.
Digna se irguió más si cabe, pero siguió sin mirarla.
—Te llevará el diablo, mujer estúpida —dijo Digna, santiguándose por triplicado.
—¿Por decirte que deberías reírte más? No seas tonta —replicó la Paca, echando una ojeada al cristo crucificado—. Dudo que él ni el de abajo se fijen en esas cosas. Algo me dice que escogen a los candidatos por otros motivos. Como por hacerle la vida imposible a los que más deberían querer, por ejemplo. Y tú de eso sabes algo, bonita.
Ahora sí la miró Digna con todo el veneno que pueden acumular unos ojos, pero a la Paca le dio igual. A su edad estaba curada de espantos.
—¿Cómo te atreves a hablar de mí así aquí? Soy una buena católica y una buena…
La Paca sacudió una mano ante su cara.
—¡Oh, sí! Dignísima, la más católica, la más buena, la más viuda, la más madre, pero incapaz de encontrarse el corazón cuando ve a su hija sufrir o a su nieto mendigando su cariño. ¿Sabes una cosa, Digna? En algún momento sentí lástima por ti porque parecías un perro abandonado, tan lejos de tu ciudad, tu gente y todo lo que te gustaba. Podrías haber encontrado amigos aquí y ser feliz con lo que te había dado la vida, pero tú escogiste hacer igual de tristes a los que te rodeaban. Pero ahora me alegro de que por fin tu niña haya encontrado a alguien que la quiere de verdad, a alguien que va a cuidar también de su criatura, porque así podré pasar definitivamente de ti y de todo lo que te pase. Sin mí, ya no va a quedar alma que te chiste.
Digna apretó los dientes y estiró los labios en una mueca llena de rabia.
—¿Cómo te atreves a hablarme así en la casa del señor?
La Paca, que ya se había levantado y se estaba frotando el trasero, dolorido después de pasar tanto rato sentada en el banco de madera, le guiñó un ojo, divertida.
—A estas alturas, deberías saber que a mí me da igual decir lo que pienso, esté donde esté. Si tan buena católica eres, tú también deberías saber que Dios está en todas partes. Y ahora me voy a tomar una copa a tu salud, Dignísima. O más bien a la de tus descendientes, para que tu sangre no les haga más daño.
Doña Digna, viuda de Martínez, soltó todo el aire que le quedaba en los pulmones, incapaz de responder. En todo caso, no había nadie allí para escuchar lo que pudiera decir.