—Debería llegar en cualquier momento. Estará en alguna de esas reuniones del alcalde, ya sabes, donde hace cosas de alcalde.
Hans sonrió y asintió con la cabeza ante los gestos grandilocuentes de Daniela cuando hablaba de las labores de su novio en el consistorio de Venta del Hoyo. No podría jurarlo, pero no parecía que se lo tomara demasiado en serio como autoridad máxima del pueblo.
—Tranquila, hoy no tengo nada que hacer, puedo esperar.
Los ojos de Daniela se achicaron durante apenas una décima de segundo, pero lo dejó pasar de todas formas. Caminó delante de él con las piernas un poco abiertas y paso algo torpe y le señaló el sofá al llegar al salón.
—Ya que te vas a quedar, no me queda otro remedio que ofrecerte algo para tomar.
—Si tanto te molesto, me largo. Puedo hablar con el idiota de tu novio más tarde —se disculpó Hans al ver que su presencia era menos bienvenida de lo habitual.
Daniela pareció consciente de pronto de sus malos modos, porque sonrió por primera vez, aunque su sonrisa se congeló cuando una especie de espasmo la atravesó de lado a lado.
Hans le tomó la mano, que ella apretó con fuerza.
—Llevo así toda la mañana, tranquilo. Me ha ocurrido otras veces. El doctor ya me dijo que… ¡Joder, pero qué mierda es esto! Me dijeron que tardaría. ¡Y esto no es tardar! —gritó, olvidando sus modales.
—¿Quieres que llame a alguien? —preguntó Hans sintiendo que si le estrujaba un poco más los dedos, se los trituraría.
—No, ya te he dicho que no es la primera vez. Me siento divin… ¡Mierda! ¿Por qué ha tenido que hacerme esto ese maldito cretino?
Hans pensó que era divertido que alguien más insultara a Alejandro por una vez, pero que lo sería mucho más si él estuviera allí para escucharlo y, sobre todo, para calmar a su novia mientras daba a luz, que era lo que juraría que estaba ocurriendo.
—¿Eres consciente de que estás de parto, Dani?
La bibliotecaria lo miró con algo cercano al pánico. Estaba convencido de que iba a negárselo, pero justo entonces un líquido claro le encharcó los pies.
Al instante arrugó el rostro y gimió.
—He mojado la alfombra.
Hans pensó que solo alguien como ella podría preocuparse en un momento como ese de algo tan estúpido como una alfombra. Al fin y al cabo, estaba con un hombre que ni siquiera le caía bien y que no tenía ni idea de partos. Aunque, si le soltaba la mano, seguro que podía buscar un tutorial en YouTube. No había tutorial que uno no encontrase ahí.
—Seguro que quedará estupenda si la metes en la lavadora —le aseguró, hablándole como al tigre que había intentado comérselo en la jungla de Sumatra. Si ese tono había funcionado con el tigre, seguro que también funcionaba con una embarazada de parto—. Ahora, vamos a ir a la cama.
Ella lo miró muy fijo, como si no estuviera demasiado convencida de lo que decía.
—No me voy a acostar contigo, que lo sepas.
Hans suspiró y ahogó una sonrisa. La atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla sudorosa.
—Eres un encanto, bibliotecaria, pero ya no me gustas.
Daniela frunció el ceño y caminó unos pasos hacia el dormitorio, hasta que se volvió hacia él, acusadora.
—Sigo siendo una mujer preciosa. Y muy lista. Y tu jefa, que lo sepas. Eso que dijiste de que las madres perdemos el encanto, o lo que fuera, te lo puedes meter por el cu…
Hans levantó un dedo y se lo puso en los labios para acallarla.
Reconocía que había dicho una enorme cantidad de chorradas en otro tiempo, pero esa en particular era una de las más enormes.
—Por supuesto que sí. Eres maravillosa. Pero yo, es que… —Hans se detuvo y la miró, como si lo que acababa de pasar por su mente le hubiera dejado sin palabras. Frunció el ceño y agitó la cabeza.
—No tengo todo el tiempo del mundo. Voy a dar a luz, ¿recuerdas? Y quiero que metas la alfombra en la lavadora, por favor. Dilo de una maldita vez, estás enamorado de Beatriz. No pasa nada. Lo sabe todo el pueblo. Sobre eso también hemos apostado.
Hans enrojeció. Dani le había dado la espalda, como si no necesitara escuchar su respuesta. La escuchó revolviendo en los cajones, como si hubiera olvidado lo que estaba ocurriendo, hasta que de pronto oyó cómo volvía a gemir de dolor.
Eso le hizo salir de su estupor.
De acuerdo, estaba enamorado, pero en ese momento no tenía tiempo para pensar en ello.
—Voy a cambiarme de ropa y a coger mis cosas —dijo Daniela desde el dormitorio—. Tú ve avisando al doctor, a Alejandro y a mi abuela. Dile a todo el mundo que vamos camino al consultorio. Y Anselmo…
—¿Sí?
—Eres el último con el que pensé que podría contar para esto, pero gracias.
Hans no supo si aquello era un insulto o un cumplido, pero pensó que lo más probable es que hacía solo unos meses hubiera escapado de una situación semejante y hasta se habría burlado de él mismo actuando tal como lo estaba haciendo. Él no era empático, ni solidario, ni tenía amigos de verdad. Él no se preocupaba por la gente ni por nadie que no fuera él mismo. Hans Gandía no necesitaba a nadie. No, a no ser que él pudiera recibir algo a cambio.
Sin embargo, ahí estaba, ayudando a una mujer en un parto, enamorado de su casera hasta las trancas y preocupado por el futuro de un adolescente que le había amenazado con triturarle con algún tipo de maquinaria agrícola.
Sintió cómo el corazón se le aceleraba de una forma desconocida, pero lo atajó tomando el teléfono para hacer lo que Daniela le había ordenado.
De pronto, cuando ya estaban camino a la puerta, Daniela se quedó paralizada, aunque no parecía sentir dolor. Su cara se había arrugado y parecía a punto de llorar.
—¿Y si mi bebé sale con cara de mono? Alejandro me dijo que tenía carita de mono y que nuestro hijo tendría mi cara cuando naciera. Si es así, lo mataré.
Hans se preguntó si se había perdido algo. No preguntar o hacer algún comentario al respecto sería grosero.
—No seas estúpida. Alejandro debe de estar ciego para haber dicho algo así. Tú eres preciosa, bibliotecaria, y Alejandro, debajo de todo ese pelo y su idiotez, también lo es. Con unos padres tan guapos es imposible que vuestro bebé tenga cara de mono. Pero si le dices a Alex que he dicho algo así, te juro que renegaré de vosotros —añadió agitando un dedo ante su cara.
Ella sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas. Hans sintió que los suyos, traidores, también se humedecían. Evidentemente, la tensión era muy mala compañera. No era posible que se estuviera emocionando.
—La Paca tiene muy buen ojo para la gente, ¿sabes? Si te quiere tanto, es por algo.
Hans asintió y le dio un beso rápido en la mejilla húmeda.
—Te voy a decir varias cosas que no repetiré ni bajo tortura, ¿vale? —Inspiró hondo y cerró los ojos para concentrarse—. Tu hijo no va a salir con cara de mono, haremos que este pueblo sea maravilloso y que Alejandro no vuelva a caerse en más agujeros. Os quiero mucho a todos, aunque seáis muy raros.
Daniela lloraba y no decía nada. Allí, de pie, muy cerca de la puerta, lo miraba como si fuera la primera vez que lo veía.
—Casi te prefería cuando eras un idiota. Lo hacía todo tan fácil —gimió antes de que otra contracción los obligara a olvidarse de las florituras.
Muy pronto, todo el dispositivo para el parto del hijo del alcalde en funciones y de la bibliotecaria estaba en marcha, y cuando llegaron al dispensario, el doctor y la enfermera ya estaban esperando. Era impensable ponerse en marcha hacia la capital, a no ser que quisieran que el niño naciera a medio camino.
Sería el primer niño en nacer allí en diez años, así que se convirtió en el mayor acontecimiento en mucho tiempo. Todos los vecinos se congregaron a las puertas del consultorio y, cómo no, se hicieron varias apuestas, ya fuera acerca del sexo del bebé, sobre si nacería con pelo, o hasta si saldría recitando poemas, dada la erudición de sus progenitores.
Por suerte, el parto no conllevaba ningún tipo de riesgo y tanto la madre como la criatura, que, como bien pudo comprobar Daniela, tenía un rostro perfecto, se encontraban descansando, sanos y salvos a las pocas horas.
El único que salió accidentado fue Alejandro, que se desmayó al ver a su hijo sobre el pecho de su madre.
—Saluda a papá —dijo Daniela llorando de emoción y, después, de risa—. Di adiós a papá.