42. ¡Maldita sea!

 

 

 

 

 

—Me han dicho que, aparte de tu famosa fijación bovina, tienes un don con las criaturas en crisis.

Hans miró a Beatriz, que se sentó a su lado en la terraza del bar. Había salido a tomar un café hacía un buen rato y se estaba pensando si regresar a casa. Al fin y al cabo, no era necesario en el consultorio.

El niño y Daniela pasarían la noche allí por si acaso, y casi preocupaba más el golpe en la cabeza que se había llevado Alejandro. El muy idiota se había dado contra el canto de una mesa al caerse redondo de la emoción. Hans, que esperaba con la Paca fuera tratando de entretenerse hablando de cualquier cosa, incapaz de comprender que la anciana estuviera tan tranquila como para ser capaz de explicarle paso a paso cómo hacía sus maravillosas natillas, se había levantado de golpe al escuchar el porrazo.

—Algo me dice que ya ha nacido —dijo la Paca con una sonrisa radiante.

No pudo evitar reírse al recordar el momento. Por supuesto, esa escena le había proporcionado nuevo material con el que reírse de su rival literario durante años y no desperdiciaría esa oportunidad.

—Eso dicen —respondió guiñándole a Bea un ojo—. Debe de ser una más de las virtudes del gran Hans Gandía, ya sabes. Ahora también vengo con un extra de comadrona, ¿qué te parece? Lo añadiré a mi ya de por sí amplio currículum —añadió en tono burlón.

Bea esbozó una sonrisa extraña. Estaba un poco pálida y parecía incapaz de mirarlo a la cara.

—Nunca se sabe cuándo un don así puede venir bien, claro —murmuró ella para sí, apartando la vista durante un instante—. No cabe duda de que eres un buen partido, si hasta eres capaz de lidiar con mi madre y con Gonzalo. ¿Sabes que se han presentado en la notaría para intentar impedir que firmara?

Hans frunció los labios y empezó a juguetear con la cucharilla del café. Se preguntó qué le ocurría a Bea. No era solo que no parara quieta, sino que saltaba de un tema a otro como si hubiera algo que quisiera evitar.

—Me temo que con ellos poco tengo que hacer, por mucho que lo intente. Eres tú la que debe mantenerlos presentes o decidir si no los quieres en tu vida —respondió, quizás con algo de fastidio. Por desgracia ella no lo notó, demostrando con ello que no le prestaba atención.

Bea inspiró hondo y miró hacia el consultorio médico. Medio pueblo se había reunido en la puerta, con ramos de flores, peluches o simplemente para curiosear. Cuando Johnny había nacido, en la capital, no había tenido nada de todo aquello. Luego, al regresar, su madre la había tenido poco menos que encerrada en casa, como la vergüenza que era, así que no podía imaginar la dicha que suponía sentirse así de arropada.

—Hemos firmado la cooperativa, así que supongo que esa decisión está tomada —dijo Bea, como si él no hubiera dicho nada. Su voz había sonado monocorde y pensativa, hablando más para sí misma que con él.

Hans negó con la cabeza. Recordó la mirada de Gonzalo la última vez que lo había visto y también la de doña Digna. Si Bea de verdad pensaba que ellos eran de los que se rendían sin más, era que no conocía a esos dos.

—No, para nada. Volverán, y lo sabes.

Bea lo miró al fin. A él y no por encima de su cabeza o su hombro. A él de una maldita vez. Pensó que en otro momento se habría enfurecido y se habría largado de allí sin hablarle siquiera por dudar de ella, pero en el fondo sabía que tenía razón. ¿Cuántas veces se había dejado convencer por su madre de que no valía para nada? ¿Cuántas veces había caído en los brazos de Gonzalo, aun sabiendo que se largaría en cuanto su mujer le llamara?

—Me da igual que vuelvan. Y también me da igual que tú no me creas.

Hans siguió jugueteando con la cuchara todavía unos segundos, hasta que ella le puso una mano encima de la suya para atraer su atención.

Sintió deseos de responder que la creía, pero había algo en ella, en su actitud, que le dio miedo.

Ante su silencio, Bea se le acercó y él pensó durante unos instantes que iba a besarlo. Pero no lo hizo, por supuesto. Esa mujer era demasiado dura de roer y medio pueblo andaba por ahí.

—No sé si te vas a ir o no, pero, aunque ellos vuelvan a intentar manipularme, les costará mucho, muchísimo, convencerme de que no valgo para nada y que los necesito para seguir adelante, créeme.

Hans frunció el ceño y se apartó de golpe.

—¡Maldita sea! ¿De dónde diablos has sacado la idea de que voy a irme? ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me voy? —gritó indignado, haciendo que varias cabezas se girasen hacia ellos.

Sintió que ella le clavaba las uñas en la mano, tal vez de modo inconsciente. Las pupilas se le habían agrandado y había abierto la boca como para decir algo, pero ni una sola palabra salía de sus labios. Aquello debió de durar unos segundos, pero entonces un chorro de palabras surgió de su boca y Hans las escuchó, incapaz de absorberlas todas, enrojeciendo por momentos.

—¿No te vas a ir? ¿Te ha dicho mi hijo que puedo estar embarazada? Porque a lo mejor es una falsa alarma. Y no tienes por qué quedarte por eso. Lo he hecho sola antes y puedo volver a hacerlo. Ya no soy una cría y sobreviviré, lo sé. No quería que esto fuera así, porque me gustas mucho y obligarte me sonaba a esas películas del oeste en que ellos se casan a punta de pistola y…

Hans le puso un dedo en los labios.

Bea siguió murmurando por lo bajo todavía, como si no comprendiera que aquello significara que tenía que callar al menos durante unos segundos. Así que la besó. Y aquello sí que funcionó.

—No hacía falta que me soltaras todo esto para decirme que quieres que me quede. Iba a hacerlo igual. Me gustan las vacas, me gusta tu hijo, me gusta este pueblo, me gusta hasta su estúpido alcalde, aunque lo negaré incluso bajo tortura si se lo dices. Por favor, si hasta he decidido escribir mi autobiografía ambientada en este horrible pueblo y pienso llamarla algo así como La increíble historia de amor de Hans Gandía y su Beatriz, aunque es un título provisional. Me gustas tú —añadió con otro pequeño beso—. Y me gustará nuestro hijo.

Bea parpadeó al ver su sonrisa de felicidad.

—¿En serio? —preguntó con tal expresión de sorpresa que Hans pensó que debería sentirse insultado.

La pregunta salió al fin, en un tono tan dubitativo y con una voz tan suave que él apenas la pudo escuchar.

—¿Sabes que tu madre vino otra vez a echarme de «su» casa? Por algún motivo ella también piensa que voy a dejarte después de aprovecharme de ti. ¿Por qué? Si todo el pueblo ve que estoy enamorado de ti, ¿por qué no lo ves tú?

Hans notó los dedos de Bea en sus labios. No supo si quería que se callase o si solo quería confirmar que era de verdad.

—¿Mi madre fue a verte?

—Y volvió a pillarme en pelotas. Ella sí que tiene un don para sacarme de mis casillas, en serio. Pero te juro que tendré paciencia con ella si un día tú y yo… bien, en fin… ¿Has escuchado que te quiero?

Bea parpadeó y se acercó para besarlo con torpeza.

Hans se dijo que podía tomarse aquello como una respuesta.