Epílogo

 

 

 

 

 

Siete meses después

 

—Reconócelo, en cualquier momento vas a dar un golpe de estado y vas a adueñarte de todo.

Andrés no sonrió ni movió un solo músculo del rostro, pero su postura más erguida de lo habitual le hizo saber a su abuela que el importante centro de encuentro de artistas multidisciplinares con proyección internacional, tan ambicioso que ya planeaba ampliar sus sedes a varios pueblos que no sabían lo que se les venía encima, había sido pergeñado por él, y que no tenía intención de dejar su gestión en manos del idiota de Antonio, que solo se gastaría su presupuesto en comida, bebida y tonterías.

—Antonio ha debido de engordar unos veinte kilos más a base de mariscadas y chuletones. Si sigue así, no va a entrar por las puertas.

Esta vez Andrés no pudo mantener la compostura. Se le escapó una risa que rompió su fachada de hombre serio y formal, a la sombra del ministro de cultura.

—Abuela, recuerda que estoy trabajando. Y no voy a admitir nada, que nunca se sabe quién puede estar escuchando.

La Paca chascó la lengua contra los dientes y le tendió una copa de champán tibio. Era posible que se hubieran gastado una millonada en la construcción del enorme, feo y poco práctico edificio, pero en el festín de la inauguración no se habían esmerado demasiado. Tal vez pensaban que los pueblerinos no apreciarían la diferencia entre un buen champán y un vino calentorro de oferta.

Esos idiotas no sabían que en ese pueblo eran gente de morro fino, que no les valía cualquier cosa.

Aunque, para ser sincera, a juzgar por la alegría que veía a su alrededor, era muy posible que estuviera equivocada, porque, a ese ritmo, nadie llegaría en pie a la hora de la merienda, artistas invitados, periodistas y ministros incluidos. En toda su vida había visto a tanta gente piripi a las once de la mañana.

—Has hecho una cosa buena, Andresito. Solo espero que esto no lleve al pueblo al carajo. Aunque supongo que ahora ya no podrás mantenerte alejado. Vas a tener que venir a menudo, no vaya a ser que los artistas estos melenudos se te desmadren y se pongan, no sé, a crear. Y a saber con qué objetivo has montado tú todo este tinglado.

Andrés sonrió para sí. ¿Quién decía que no podía llevar aquello a distancia?

No comprendía esa reticencia que tenía su abuela al progreso, al dinero y a las cosas bien hechas.

Además, Venta del Hoyo no cambiaría. Que hubiera unos cuantos artistas haciendo sus cosas por allí no influiría en la vida de los pueblerinos. ¿Acaso les había cambiado en algo el hecho de que Alejandro y Hans vivieran allí?

¡Si ni siquiera se habían molestado en cambiar la maldita señal de la rotonda que te hacía dar mil vueltas como un gilipollas para acabar en la nada!

No, aquel centro solo traería cosas buenas, estaba convencido de ello. Y, por supuesto, que él hubiera sido el que lo había ideado no quería decir que tuviera que pisar más aquel lugar que solo le provocaba salpullidos.

Una visita cada dos años era más que suficiente. Con suerte, no tendría que regresar hasta dentro de… hizo un cálculo mental pero no quiso pensar más y se dedicó a disfrutar de su triunfo momentáneo, sin fijarse demasiado en los presentes, no fuera a ser que hubiera alguien por allí que le hablase o pretendiera recordar el pasado.

Le gustaba que los planes salieran bien.

 

 

—Creo que te reclaman para las fotos de prensa.

Hans hizo un gesto de fastidio y fingió que no había escuchado nada.

Bea rio y le dio un tirón en el brazo.

—En serio, si me dicen esto hace unos meses, no me lo creo. ¿Tú, el gran Hans Gandía, evitando salir en una foto? ¿Quién eres y qué has hecho con ese autor que un día fue votado el escritor más guapo del país?

Él entrecerró los ojos y la miró con los labios apretados.

—Estás jugando muy sucio, pelirroja. Si no fuera un hombre serio, templado, con una reputación que mantener, te daría una lección sobre quién soy, fui y seré.

—Te recuerdo que te he visto correr delante de Arturo al menos en dos ocasiones, así que no me hables de lo serio que eres. Y eso por no hablar de esas historias de monjes que no sé yo si son del todo ciertas.

Hans se llevó una mano al pecho y la miró con aire indignado.

—¿Insinúas que mis historias de monjes son inventadas? ¿Cómo puedes mirarme a la cara y decirme a mí, el autor que fue votado como el más ingenioso de su curso, que miento? Un poco de respeto para el director del nuevo Centro para Autores Multidisciplinares Antonio Grande. Y no creas que me escogieron solo por mi cara bonita —añadió, agitando un dedo ante su rostro y batiendo las pestañas.

Bea le cogió el dedo y se lo llevó a los labios para besarlo.

—Anda y ve a trabajar, cara bonita.

Hans miró al grupo que ya esperaba ante la puerta del edificio recién construido. El presupuesto se había disparado y nadie tenía demasiado claro todavía en qué ni quién iba a trabajar en él, pero Alejandro y él no pensaban permitir que el antiguo alcalde dejara que sus promesas cayeran en el olvido.

Les había prometido que habría dinero, contenido y material, y ellos se iban a aprovechar de todo eso para hacer de ese pueblo un oasis cultural.

Por lo pronto, con Johnny y algunos jóvenes más de la comarca, tenían un futuro prometedor. Tenían que asegurarse de que todo ese potencial no desaparecería.

—Lo haremos bien —dijo, casi para sí.

Sintió una palmada en el trasero.

—Si te portas como un buen chico, luego te daré una noticia.

Hans miró a Bea y olvidó el centro, al ministro y su rostro orondo, a Alejandro toqueteándose la corbata y a los periodistas. De pronto, todo daba igual.

Hacía siete meses habían descubierto con tristeza que no estaba embarazada. Durante unos días ella se obligó a sonreír, hasta que él admitió que se sentía triste de que hubiera sido una falsa alarma.

Bea lo había mirado casi con sorpresa.

—¿Por qué me miras así? ¿No crees que tú y yo haríamos unos bebés indecentemente guapos?

Ahora que ya la conocía bien, pudo ver una alegría en Bea que apenas empezaba a comprender en ella. Era feliz tomando una copa de vino o un cacao en el porche, leyendo un libro o comentando una película, pero también riéndose de él mientras le canturreaba a las vacas o charlaba a la distancia con Arturo «de hombre a hombre».

Reconocía sus ceños fruncidos después de discutir con su madre o cuando recibía una llamada de Gonzalo. Y también cuando trataba de comprender por qué su hijo tenía unas ideas tan estrafalarias acerca de todo. Había aprendido a darle su espacio cuando necesitaba pensar a solas y a recibirla cuando solo quería un abrazo.

Pero esa sonrisa no se la había visto jamás.

—¿Cómo era aquello de los bebés indecentemente guapos? Supongo que eso será porque se parecerá a mí.

Hans abrió la boca para decir algo, pero notó que alguien lo arrastraba hacia el grupo de periodistas.

—Ya hablaréis luego. Tenéis toda la vida por delante.

Se volvió hacia Alejandro, que había intentado peinarse sin demasiado éxito y lucía un aspecto entre desaliñado y aseado de lo más desconcertante para un alcalde.

—Ahora mismo te odio igual que hace años, que lo sepas, imbécil.

Alejandro le sonrió. Últimamente, a pesar de las ojeras por no poder dormir, el olor a pañales sucios y los llantos incesantes, siempre sonreía. Jamás había conocido a nadie más feliz en toda su vida. Se preguntó si él tendría el mismo aspecto de idiota en unos meses.

Miró a Bea y la saludó con la mano. Ella todavía sonreía. Y juraría que había amor en sus ojos.

Una vez un monje le había dicho que el amor le caería como una roca y lo aplastaría. Él no había querido reírse, porque creía que era una falta de respeto hacia el anciano, pero le había parecido la mayor chorrada que había escuchado en su vida. Luego había resultado que lo que le había aplastado había sido un toro llamado Arturo, que pesaba como una roca, así que suponía que el monje había tenido razón.

Los monjes siempre la tenían.