—Estás… gorda.
Daniela apretó los labios y miró a Hans de arriba abajo. Si en un momento dado le había parecido que deshacerse de él era cruel, ahora se sintió feliz de no tener que soportarlo cerca.
—Y tú muy desmejorado, Anselmo —respondió, observando con gusto cómo él fruncía el ceño al escuchar su verdadero nombre en sus labios. Lo odiaba porque le parecía pueblerino y de anciano con cachava. Y también porque era el nombre de su padre. Y él no se parecía en nada a su padre, ni quería. Hans, en cambio, era cosmopolita, sexi, exótico, de rubio cañón que ligaba a todas horas. En definitiva, lo definía y le venía como un guante. O lo había hecho en otros tiempos—. ¿Seguro que es buena idea que te quedes? Recuerda que el hospital más cercano está como a millones de kilómetros del pueblo. Tendríamos que llamar a un helicóptero si necesitaras atención médica. Todavía estamos a tiempo de llamar a tu chófer para que te lleve de vuelta. Seguro que todavía no ha llegado ni a la rotonda.
Hans no escuchó sus últimas palabras. Se había quedado con los riesgos médicos que suponía su estancia. Hacía un año, cuando su accidente, había tenido que quedarse bajo los cuidados de aquella anciana con las manos demasiado largas, la Paca, mientras esperaba a un médico de verdad, y no a ese viejo que se limitaba a pasar consulta una vez por semana, que no entendía lo mucho que sufría y era incapaz de hacer nada con él.
Había tardado lo que le habían parecido horas y las drogas que le habían dado le habían provocado visiones, estaba convencido de ello. Porque era imposible que en ese pueblo hubiera ninguna pelirroja guapa como la que él había creído ver. Le había pasado la mano por la frente y hasta le había susurrado algo, aunque no recordaba el qué. Tenía que ser una alucinación causada por las drogas. Si existiera en ese pueblucho alguna así, él ya la habría localizado. Tenía un radar especial para las mujeres hermosas y no había visto a nadie semejante en los alrededores, y eso que había explorado cada rincón del Hoyo en busca de algo interesante para su obra.
Su otra teoría era que había muerto y había ido al cielo y ella era un ángel. Y, sin duda, era la más creíble.
—Estoy bien —rezongó—. Estoy pálido por la emoción de volver a este lugar y por la peste a estiércol. Se me pasará. Lo tuyo, en cambio, no tiene remedio —añadió, señalando su tripa—. Una vez que son madres, las mujeres pierden todo su interés. Es inevitable.
Daniela enarcó una ceja y pasó junto a él sin mirarle.
—A lo mejor es que son ellas las que pierden interés en ti. Ven, te acompañaré a tu alojamiento. Ya está apalabrado con la persona que te va a hospedar.
Hans, que había despedido a Bermúdez con la promesa de que le avisaría en cuanto se sintiera flojear, al más mínimo síntoma de desmayo, dolor o agonía, para llevarlo de vuelta a la civilización, giró sobre sí mismo tan deprisa que sintió que todo se volvía borroso a su alrededor. Había pensado que se quedaría en la horrible casa azul, a falta de hotel, era lo lógico teniendo en cuenta que Alejandro y Daniela eran sus… ¿amigos?
¿No deberían estar encantados de recibirlo, de tenerlo en su casa, alegrando sus vidas con las numerosas anécdotas sobre sus viajes y sus maravillosas experiencias vitales? Hasta podría iniciarlos en su plan de vida de cinco años, que tan bien le había funcionado hasta que un enorme bicho cornudo se había cruzado en su camino y se lo había truncado de raíz. Aunque sabía que retomaría todos sus asuntos en cuanto acabara lo que tenía inacabado en el Hoyo, y con creces.
—Como entenderás, no tengo toda la vida para estar pendiente de ti.
Daniela, que se había detenido a unos metros por delante de él, sonó impaciente. A pesar de sus palabras poco respetuosas, la bibliotecaria y editora seguía siendo una mujer guapa, con una melena impresionante y un carácter aterrador.
—¿Dónde está Alejandro? ¿Es obligatorio que me vaya? ¿No es mejor que me quede aquí? Seguro que te sientes muy sola, ahora que él tiene un trabajo de verdad.
Ella sonrió, de pronto, con una dulzura que hizo que Hans confiara en que se la había ganado. Era lógico: él era un hombre de verdad, no como ese imbécil de Alejandro. Lo más probable era que estuviera superado por el cargo y que se dejara engañar por los lugareños para conseguir esquilmarlo a base de subvenciones para el ganado y el grano. Seguro que ya no quedaba ni un euro del presupuesto. En poco tiempo tendría que huir del pueblo si no quería morir linchado, como en el lejano oeste.
—¿De quién te crees que ha sido la idea de mandarte lejos? —Antes de que las palabras de la bibliotecaria pudieran dar a entender que Alejandro no quería competencia de alguien más viril, ella le echó un cubo de agua fría encima—. Además, no quiero ni loca a otro escritor en casa. Ya tengo bastante con Alex. Y tampoco quiero que vuelvas loca a la Paca. Ya sabes lo que le gustan los rubios…
Hans sintió de pronto unas ganas locas por salir de allí, no sin antes echar una mirada cauta a su alrededor.
Cogió la maleta y la arrastró como pudo tras de sí. A pesar de su avanzado embarazo, Daniela era más ágil que él, aunque él trataba de convencerse de que era porque todavía no se había recuperado.
El aire del campo, pese a estar cargado de aromas repugnantes, le sentaría bien. Hasta el Maestro Zen de la Nube Blanca se lo había asegurado. El período de descanso le vendría bien.
Necesitaría no solo fortalecer su cuerpo para sobrevivir en ese agujero, sino también su mente.
—Dime que es un sitio bonito y que me atenderán bien.
Daniela hizo un gesto con la mano que podía significar cualquier cosa.
—Claro, claro. Te encantará, ya lo verás. Es pura inspiración.
Hans debería haberse dado cuenta de que mentía, pero, por una vez, quiso ser optimista y confiado. Total, ¿qué mal podía hacerle?
Debían de llevar caminando unos cinco minutos, cuando se preguntó por qué habían atravesado el pueblo, la iglesia, ese edificio ruinoso al que llamaban ayuntamiento, y todavía Daniela no le había señalado el lugar donde se iba a quedar. De hecho, se estaban acercando sospechosamente al campo abierto, y la maleta pesaba tanto que había empezado a arrastrarla, aunque le había costado una fortuna.
—¿Cuánto falta? —preguntó con lo que hasta a él le pareció una voz aguda e infantil.
—Poco.
Daniela caminaba con una ligereza de pies que desmentía su estado. Estaba claro que había olvidado que no había nacido en ese pueblucho. A esas alturas, después de llevar años comiendo como los habitantes de Venta del Hoyo, de respirar ese aire cargado de miasmas de abono y de no haber visto la civilización, se había convertido en una pueblerina más. ¡Y hasta parecía orgullosa de ello!
Para ser sincero, aquello no estaba tan mal. Era bonito, si es que a uno le gustan los paisajes verdes y rocosos, los arroyos cantarines, el sonido de los pajaritos a todas horas y, por supuesto, los bichos peludos y cornudos que te atacan a traición y sin que les hayas hecho nada en absoluto.
Si quitabas todo eso, ese pueblo no tenía nada en especial.
Ni siquiera tenía monumentos destacables que explicasen ese orgullo desmedido que hacía que aquella gente le mirase como si estuviera cometiendo un pecado mortal cada vez que insinuaba que podían escapar de ahí si querían.
El concurso literario que Andrés había organizado, aunque solo hubiera sido para obligar a Alejandro a escribir, y que al final había ganado él, había hecho que el Hoyo sufriera una especie de resurgimiento que había asustado a los habitantes del pueblo.
Invasión, lo habían llamado.
Durante unos cuantos fines de semana una horda de capitalinos había visitado el pueblo. Estaban interesados en conocer el lugar donde Alejandro Escada había recuperado la inspiración y donde incluso él, el grandísimo Hans Gandía había decidido quedarse una temporada para escribir su nueva novela. Por supuesto, el hostal había vivido su mejor momento y hasta había pensado en una ampliación, pero luego había llegado el accidente de Hans y los visitantes habían escapado, como Hans habría hecho de haber podido. Por desgracia, una bestia parda de veinte toneladas le había pateado y le había partido las costillas, le había machacado el bazo y el ánimo.
Tres meses en una cama habían matado su buena forma, su espíritu y sus ganas de seguir en ese lugar. En cuanto pudo, huyó con la idea de no regresar jamás.
Sin embargo, algo se había quedado inacabado entre los cascos de ese dichoso toro. Aunque lo había intentado, no había sido capaz de retomar su vida y ahora sabía por qué. Tenía que rematar esa historia, estaba claro. Tenía que enfrentarse a sus miedos, terminar esa novela y volver a ser el que era.
—Hemos llegado.
Hans, que había caminado sin apenas darse cuenta de por dónde iba, demasiado ocupado en sus pensamientos, se detuvo de golpe.
Miró a su alrededor y maldijo entre dientes.
—Tienes que estar de broma.
Daniela ya había empezado a caminar a buen paso, de vuelta al pueblo. Hans hubiera deseado poder seguirla, pero no estaba seguro de poder alcanzarla. En un último gesto simpático, levantó una mano y le saludó, aunque Hans no estaba nada convencido de que no fuera un gesto burlón.
Había sentido miedo muchas veces a lo largo de su vida, como cuando su grupo había perdido el campamento base en el Everest y les había alcanzado una tormenta. O cuando le había picado una araña y la mano se le había hinchado como un botijo. Durante una semana entera había pensado que se la iban a amputar y que tendría que aprender a escribir con la izquierda, con lo que le había costado perfeccionar su firma. Pero todo eso eran bobadas en comparación con lo que sintió al ver el campo que había junto a la casa frente a la que lo había dejado Daniela, porque él conocía ese dichoso campo y, sobre todo, conocía al toro que pateaba y arrastraba arena y hierba con las pezuñas como cogiendo carrerilla antes de embestir en su dirección.
Sin poder evitarlo, dejó la maleta tirada y empezó a aporrear la puerta. El subidón de adrenalina hizo que olvidara todos los dolores y el cansancio. Y hasta el odio por Daniela y Alejandro.
—¡Por favor, socooorroooo!
Como si hubieran estado esperando al otro lado, la puerta se abrió y una mujer pelirroja vestida con un buzo de trabajo color butano lo miró con una sonrisa burlona, después de echar una ojeada al toro que espumeaba en su dirección con el brillo de sus imponentes cuernos al sol. Por suerte una valla impedía que pudiera alcanzarlo, aunque Hans no las tenía todas con él. Aquella valla bien podía caerse o el bicho podía saltar por encima. Cosas más raras se habían visto.
—Veo que Arturo se acuerda de ti —dijo la mujer pelirroja que no parecía tener ninguna intención de dejarlo pasar a la casa.
No supo si fue por lo ridículo de sus palabras o por su voz, un poco ronca y, sin duda, definitivamente burlona, pero Hans pareció verla por primera vez.
Esa mujer que parecía estar pasándoselo en grande con su miedo era el ángel pelirrojo al que él creía haber imaginado cuando pensaba que se iba a morir después del ataque del toro.
Estaba claro que de ángel no tenía nada.