Beatriz era muy consciente de que su vida era monótona, pero se había acostumbrado a ella y le gustaba.
Se levantaba tan temprano que el amanecer la pillaba la mayoría de los días con unas cuantas horas de trabajo a la espalda y, para cuando se acostaba, había realizado miles de tareas rutinarias de un modo tan mecánico que ya le salían casi sin necesidad de pensarlo. Y así, jornada tras jornada, sin mirar en qué de la semana ni del mes se encontraba.
Cuidar de los animales, ordeñar, darles de comer, limpiar cuadras, comprobar el estado de la comida y la bebida, y en época de cría el trabajo aumentaba. Inseminaciones, visitas del veterinario, control de embriones, la cría… Y así, año tras año en un ciclo interminable.
Tenía la suerte de contar con un buen equipo de trabajadores, pero eso no quería decir que pudiera relajarse y sentarse a mirar cómo los demás hacían lo que le correspondía. Y eso solo en cuanto a las labores manuales, que luego venían los papeleos, que era lo que de verdad le ponía la cabeza como un bombo. Las labores administrativas eran algo para lo que no estaba dotada y le suponía un esfuerzo contra el que sus neuronas se rebelaban pero que no podía delegar en nadie, por desgracia.
Solo le faltaba tener que aguantar a ese idiota oxigenado cerca, pensó mientras miraba de arriba abajo al que había aceptado como inquilino. Como si no tuviera bastante con un adolescente rebelde empeñado en triunfar en la literatura. ¡Ahora tendría dos!
—Déjame pasar, por favor. Ese animal salvaje va a matarme…
—Negociemos las condiciones antes.
Beatriz pudo ver cómo sus ojos se hacían enormes cuando pasaron de Arturo a ella, y otra vez al toro.
Podría asegurarle un millón de veces que no había ningún riesgo de que el toro le alcanzase, no solo porque la valla era segura, sino porque ese animal jamás sería capaz de hacerle daño a nadie, a nadie que no se metiera en su terreno y no se pusiera a agitarse delante de él hasta cabrearle, pero estaba segura de que él no se lo creería. Aunque tendría motivos, porque, al fin y al cabo, él era la prueba de que Arturo tenía una vena violenta, aunque en general era como un peluche con cuernos.
—¿Estás loca? Me está mirando. Está buscando dónde clavarme los cuernos. Y esta vez no sobreviviré. He perdido mis músculos y ya no tengo nada con lo que defenderme.
Bea frunció los labios y fingió mirar a Arturo con ojos analíticos. El animal se había acercado a la valla al ver al intruso, era cierto, aunque lo más probable era que lo hubiera hecho al verla a ella, pensando que le iba a dar de comer alguna golosina. Ahora miraba en su dirección y agitaba la cola para espantar las moscas, esperando todavía. Movió un poco la cabeza y sus imponentes cuernos hicieron retroceder al escritor todavía más. Si aquello seguía así, volvería al pueblo él solito y marcha atrás.
Eso sería buena noticia para la calma espiritual de ella y también le ahorraría problemas con Johnny, porque sabía que la presencia en casa de alguien a quien él admiraba como autor de éxito y que además le había ayudado con su novela, no haría más que acrecentar sus andanadas para que le dejara marcharse a estudiar a la ciudad. Y sabía que, si se iba, ya no volvería jamás. Y no podría perdonárselo a ese tipo.
Lo malo era que, conociendo a Alejandro y a Daniela, que se largara en ese momento no significaría nada. Volverían. Y la segunda vez no podría deshacerse de él con tanta facilidad. Si algo había aprendido desde que el genio literario de su hijo había salido a la luz era lo imposible que resultaba ser acabar con su espíritu: los escritores eran unos pesados.
—¿Te han dicho que no te va a salir gratis?
Sabía que hablar de dinero con un tipo que temía por su vida era feo, pero más feo era necesitar pienso para sus animales y tener que pedírselo a su madre, que pensaba que debería dejar todo aquello para casarse con un hombre y tener hijos. No hay ni que decir que debían ser hijos bautizados y dentro del sagrado sacramento del matrimonio.
—Te pagaré, te lo juro, pero déjame pasar antes de que vuelva a destrozarme. —Beatriz iba a decir algo, pero entonces él se giró hacia ella con ese pelo rubio que no podía ser natural porque era demasiado bonito para serlo. Había tal rabia en sus ojos azules que no pudo evitar retroceder un paso. No por miedo, por supuesto, sino por la impresión. Hasta hacía unos segundos habría jurado que era un idiota y un pusilánime, ¡y resultaba que tenía carácter!—. Te pagaré, pero te juro por… por lo que más quieras, que a saber cómo puede querer algo un mal bicho como tú, que te arrepentirás mil veces por cada una que te rías a mi costa. Reírse de un escritor puede salir muy caro, no te lo puedes ni imaginar.
Bea pensó que había sido un buen discurso, sobre todo porque él había mantenido la calma y no la había apuntado con un dedo, ni la había salpicado con saliva siquiera. No tenía la voz de pito, sino que casi parecía que lo había ensayado. Además, tenía una mirada impresionante, con aquellos ojos azules y enormes rodeados de pestañas claras y largas. Pero de pronto, al dar un paso atrás, tropezó con la maleta y se cayó de culo, haciendo que el efecto de su discurso sonara ridículo.
De verdad que deseó no haberse reído. Más que nada, porque él se lo iba a hacer pagar y no le apetecía nada tener que escuchar discursos de esos a todas horas, no tenía tiempo para ello. Trabajaba mucho y necesitaba todas sus energías para poder sobrevivir hasta el día siguiente.
El escritor la miraba desde el suelo con un odio más que evidente. Ni siquiera aceptó su mano cuando se ofreció para ayudarle a levantarse, aunque vio que le costaba moverse y que se echaba las manos a las costillas. De hecho, aún de pie, notó que le costaba recuperar la respiración durante un buen rato.
Entonces comprendió por qué temía a Arturo. Aunque sabía que el animal lo había arrastrado y pisoteado hacía un año, no era consciente de que le había hecho tanto daño.
Iba a disculparse, pero él pasó a su lado tras tomar otra vez la maleta.
—Mira, una cosa te voy a agradecer. Con tu amable e inspiradora bienvenida, me has hecho olvidarme del toro —le espetó, entrando en la casa sin mirarla siquiera—. ¿Me enseñas mi dormitorio?
Beatriz gruñó. Y luego volvió a gruñir al ver las manchas de barro que estaba dejando en el suelo.
Pensó que, si su actitud iba a ser aquella, a lo mejor prefería pedirle el dinero que necesitaba a su madre.
—Supongo que recuerdas que no soy tu terapeuta y que ya no trabajo para ti.
Hans contuvo la respiración durante unos segundos mientras trataba de asumir lo que decía su maestro de meditación y artes marciales.
—¿Ah, no?
La música oriental y un tanto chirriante que sonaba al otro lado de la línea telefónica se cortó de golpe.
—A lo mejor no te lo dejé claro, Anselmo, pero tú y yo… a lo mejor deberías buscar otro maestro.
Hans sintió que el aire que había en la alacena, en la que se había metido huyendo de la horrible pelirroja, se agotaba de repente. Si había esperado encontrarse tarros de deliciosas conservas con etiquetas escritas a mano o licores en los que flotaban frutas descoloridas, se llevó un chasco, porque no había más que productos de limpieza y medicamentos con etiquetas de siluetas de animales.
Maldijo en voz baja y buscó un interruptor, pero no lo encontró. La única luz era la de la pantalla del teléfono. Si todo en esa casa era así, aquello estaba destinado al desastre.
Se suponía que debería haber entrado en la casa como un rey, atravesado un vestíbulo rústico pero fastuoso y encontrado una habitación ya lista con una cama cómoda y unas toallas algodonosas y con aroma a lavanda, pero la primera puerta que había abierto había sido la de esa alacena cochambrosa y con olor a medicinas. Retroceder era algo que Hans Gandía no hacía jamás, así que se había metido allí, como si su objetivo inicial hubiera sido ese desde el principio.
Evidentemente, podía escuchar las risitas de la pelirroja al otro lado de la puerta, pero le daba igual. Ella y su maldito toro con nombre de tipo que desayuna café con copas y puros podían irse al infierno. ¡Ah, no, que ya vivían en él!
Y, como si no fuera bastante, su tabla de salvación, el Maestro Zen de la Nube Blanca, quería abandonarlo. ¡A él, a Hans Gandía! ¿Qué diablos ocurría? ¿Le había mirado un tuerto desde que había pisado ese maldito agujero con forma de pueblo?
—Es evidente que no quedó claro, porque yo le dije que le llamaría y usted… —de pronto Hans recordó la mirada ausente del maestro en ese instante y pensó que era posible que hubiera habido un malentendido y que él no hubiera accedido a darle clases a distancia, como había pensado—. ¿Qué voy a hacer yo sin usted?
El maestro gruñó de un modo que le pareció muy poco acorde con los valores budistas y hasta cristianos.
—Voy a darte un consejo, majo —respondió con un acento maño que no le había escuchado jamás y que le sorprendió por su hartazgo—. Es algo que puede resultarte doloroso, pero que te vendrá bien y que también beneficiará a todos los que te rodean, créeme.
Hans pensó que, a pesar de que no era el modo en que el maestro solía hablarle, aquellas palabras sonaban sabias y que debía estar atento. Inspiró hondo y abrió su mente como cuando meditaban juntos. Le había costado años llegar a ese estado de consciencia en tan poco tiempo y era beneficioso incluso para la escritura. Era como encender una bombilla. Al principio la luz te cegaba, pero luego todo eran beneficios.
—Estoy listo para recibir sus píldoras de sabiduría, señor.
—¡Déjate de chorradas y escucha! —Hans se estremeció al notar el tono de enfado en su voz, pero apretó los labios y obedeció—. ¿Listo? —Hans asintió, aunque su maestro no pudiera verlo—. Bien, ahí va: madura, chaval, o te llevarás más palos que una estera. Y ahora, adiós.
Sorprendido, esperó más, pero luego vio que había colgado.
Hans se quedó a oscuras en la alacena, ahora que también se había apagado la pantalla del teléfono. Era curioso cómo todo el mundo llegaba a la misma conclusión cuando se despedía de él.
Sin embargo, él no se consideraba una persona inmadura ni mucho menos. Quizás algo caprichoso, veleidoso y hasta superficial, pero no había nada de malo en ello. Eran ellos los inmaduros, que eran capaces de abandonarlo así, de un día para otro, sin darle tiempo a asumirlo siquiera.
—¡Ay! —gimió al pensar en que tendría que salir de allí en algún momento y enfrentarse a su anfitriona.
Aunque tampoco pasaba nada malo por quedarse ahí un ratito más.