Hans dio un saltito al escuchar que alguien llamaba a la puerta.
Todavía estaba sorprendido y un poco escandalizado por la desfachatez del hombre al que había considerado poco menos que un gurú. Le había confiado a ese hombre sus mayores miedos, sus ambiciones, le había contado a qué hora iba al baño y cuántos gramos de lechuga comía. Le había hablado de su plan a cinco años y de los objetivos que tenía de mudarse en un futuro a Londres, o tal vez a París, para ampliar su carrera, porque estaba convencido de que si escribía en un idioma extranjero su mensaje llegaría mejor al mundo. Pensaba que las traducciones estaban bien, pero, ¿quién le garantizaba que los traductores plasmaban del todo lo que él quería decir, que captaban al cien por cien sus matices, sus pequeñas luces y sombras? Y siendo así, tenía que poner sus miras más allá.
Y ahora ese idiota le venía con que tenía que madurar.
Como si fuera una pera.
—¿Estás bien? ¿Llamo a tus amigos?
¿Amigos? ¿Se refería a Alejandro y a Daniela, que lo habían dejado tirado con esa atroz pelirroja que se reía de él con descaro y encima pretendía cobrarle por un tenerle en ese antro? ¡Debería ser más bien al revés!
Forcejeó con la puerta y la abrió al fin. Para su sorpresa, la pelirroja no estaba sola. A su lado había un adolescente alto y sorprendido.
—¿Qué carajo haces tú en mi casa?
Por un instante pensó que tenía que haber una cámara oculta en algún sitio, pero luego cayó en la cuenta de que aquello era tan propio de ese pueblo asqueroso que se tranquilizó. De hecho, lo más probable era que todos los habitantes de Venta del Hoyo fueran primos entre sí, lo cual explicaría que uno se encontrara a la misma gente en casa de los demás.
—Pregúntale a tu hermana. Y ahora, ¿puede alguien enseñarme mi cuarto? Quiero darme una ducha.
Johnny lanzó una risa escandalosa y aguda que hizo que Hans entrecerrase los ojos. Era sorprendente que un ganso como ese tuviera tanto talento escribiendo y las habilidades sociales de una hiena. Y lo más sorprendente era que él mismo le hubiera ayudado a mejorar su novela. Aunque estaba claro que había sido un idiota al pensar que ese niñato sentiría agradecimiento por lo que había hecho por él, porque ahí estaba, riéndose de él.
—Mamá, ¿ha vuelto a revolcar Arturo a este gilipuertas?, porque esta vez el golpe le ha afectado a la cabeza.
Hans miró a la pelirroja, que había permanecido callada por una vez. Se había deshecho del horrendo buzo que llevaba antes y ahora vestía unos vaqueros y una camisa de cuadros. No era el atuendo más elegante del mundo, más bien al contrario, pero había mejorado bastante. Al menos no lo obligaba a entrecerrar los ojos para no perder dioptrías.
Lo de mamá tenía que ser una broma. No podía tener más de treinta y cinco. Y vale, biológicamente era posible tener hijos adolescentes a esa edad, pero…
Hans se obligó a apartar la mirada de ella y volver a mirar a Jonathan de Jesús, que había cruzado los brazos ante él como un macho que defiende su terreno ante un rival.
Trató de aguantar la risa.
Ese crío no podía estar pensando en serio que iba a ser una amenaza para la virtud de la bruja pelirroja. Iba a decirlo cuando de pronto el chico relajó su postura y le dio una palmada en el hombro. Sonreía de tal manera que cualquiera diría que iba a ofrecerle su amistad eterna. Para ser un niñato, era fuerte, quizás por las labores del campo. Además, debía de haber crecido al menos diez centímetros a lo alto y otro tanto a lo ancho desde la última vez que lo había visto, hacía un año.
—Si te acercas a mamá, te parto las bolas, ¿me entiendes? Lo que te hizo Arturo será un chiste al lado de lo que te haré yo con la trilladora.
Hans asintió. Era una suerte que ni siquiera se le hubiera pasado por la imaginación la idea de acercarse a ella, de hablarle o de saludarla. Para empezar, ni siquiera sabía su nombre, ni le importaba.
Johnny pareció satisfecho por su gesto o tal vez por su mirada de miedo.
—Bien, y ahora que está todo claro, te enseñaré dónde te quedarás. Y dime, compañero de letras, ¿qué se cuece por el mundillo? ¿Algo nuevo que deba saber sobre nuestro querido editor?
Beatriz los vio desaparecer por el pasillo rumbo a la parte trasera de la casa, sorprendida de lo simples que eran los hombres.
Por un lado, le gustaba pensar que su hijo, al que todavía veía como un niño estúpido y caprichoso, casi un bebé, pudiera considerar que un tipo como ese pudiera considerarla deseable. Lo más habitual era que la viera como un despojo sin sexo definido y sin necesidades. Por supuesto, sabía que era una madre más joven de lo habitual, pero jamás había dado señales de saber que pudiera ser atractiva a los ojos de los hombres. Sin embargo, había sacado a relucir la trilladora, que eran palabras mayores.
Se le escapó una risita sin querer al pensar en la cara de susto del rubio. Si ese día no había perdido al menos diez años de vida con tanto sobresalto, ella no era la mejor inseminadora de vacas del pueblo. Sin embargo, no entendía por qué había asentido como un cordero ante un adolescente de diecisiete años. Hacía solo un año iba por ahí regalando sonrisas de galán de telenovela y ofreciendo sexo a todo lo que se topaba. ¿Tan destrozado le había dejado el ataque de Arturo? ¿O era solo que ella era horrenda?
Con un suspiro, se pasó las manos por las perneras de los pantalones, a la altura de las caderas.
Tampoco es que la opinión de un urbanita habituado a las modelos muertas de hambre como ese pudiera importarle un carajo, por supuesto, pero estaría bien que un hombre le dijera algo bonito, para variar, y que no fueran solo los jubilados del pueblo. Al fin y al cabo, sin buzo de trabajo sabía que no estaba mal del todo, y en sus tiempos había sido hasta guapa.
Maldijo para sí por el hecho de sentirse molesta por algo tan estúpido. Debería estar encantada de no recibir piropos ni atenciones no solicitadas.
Si no existía ningún interés por parte de ninguno de los dos, su estancia sería más llevadera, de eso no cabía duda.
Ella necesitaba dinero y él alojamiento para hacer lo que fuera que estaba haciendo.
Con las voces de Johnny y del escritor de fondo, se sentó en el escritorio que había en el salón y que ella solía usar como mesa de trabajo. Llevaba años pensando que debería acondicionar el viejo despacho de su padre, pero cada vez que entraba en aquella habitación enorme y oscura, era como si el peso de la granja se le viniera encima. Prefería llevar sus asuntos allí, en mitad del salón. Además, ahora ya no hacía falta tanto espacio. Ya no existían esos libros de cuentas enormes donde su padre anotaba los gastos y los adeudos, las compras y las necesidades de la finca. Ahora bastaba con un ordenador, con una buena conexión a internet y poco más. Por suerte, desde que habían instalado la antena de telefonía, tenían de eso y más. Su mesa estaba atiborrada de papeles, era cierto, y la estantería donde guardaba las carpetas con los registros cada vez estaba más llena, pero seguía convenciéndose para decir que bastaba con eso, cuando lo cierto era que no quería encerrarse en un lugar donde veía a su padre cada vez que cerraba los ojos.
Y ella, por desgracia, no era su padre, como su madre decía una y otra vez.
Abrió un archivo en blanco en el procesador de textos. Tras pensarlo unos segundos, comenzó a escribir, tratando de ser lo más concisa posible.
Si ese hombre iba a quedarse allí durante un tiempo, tenían que, por el bien de todos, imponer unas normas de convivencia.