El domingo siguiente a la aprobación de la OE de inmigración, Joe Scarborough y su copresentadora en el programa Morning Joe de la MSNBC, Mika Brzezinski, fueron a comer a la Casa Blanca.
Scarborough es un excongresista republicano de Pensacola (Florida), y Brzezinski es la hija de Zbigniew Brzezinski, que fue ayudante de Johnson en la Casa Blanca y consejero de Seguridad Nacional de Jimmy Carter. Morning Joe se emitía desde el año 2007, y tenía muchos seguidores entre los políticos y periodistas de Nueva York. Trump era un antiguo admirador suyo.
Durante los primeros días de la campaña del 2016, se produjo un cambio de liderazgo en NBC News, y se vaticinaba que el programa —cuyos índices de audiencia estaban cayendo en picado— iba a ser cancelado; pero Scarborough y Brzezinski estrecharon sus lazos con Trump, y convirtieron su espacio en uno de los pocos productos mediáticos que no solo tenían una visión positiva del entonces candidato, sino que, además, parecían conocer su forma de pensar. Trump pasó a ser un invitado habitual; el programa, una forma más o menos directa de hablar con él.
Era el tipo de relación con el que Trump había soñado: periodistas que lo tomaban en serio, hablaban de él con frecuencia, se interesaban por sus puntos de vista, le contaban cotilleos y vendían los chismorreos que él les ofrecía. Daba la impresión de que todos formaban parte del sistema, que era el lugar exacto donde Trump quería estar. Aunque él se presentara a sí mismo como un outsider político, en realidad le dolía el hecho de no pertenecer a esa casta.
Trump creía que los medios a los que apoyaba (en el caso de Scarborough y Brzezinski, ayudándolos a mantener sus puestos de trabajo) estaban en deuda con él; y los medios, que le daban una enorme cantidad de cobertura gratuita, creían que él estaba en deuda con ellos, hasta el punto de que Scarborough y Brzezinski se consideraban una especie de consejeros semioficiales, cuando no los mecánicos políticos que lo habían llevado hasta donde estaba.
En agosto, tuvieron un encontronazo que provocó el siguiente tuit de Trump: «Algún día, cuando las cosas se calmen, contaré la verdadera historia de @JoeNBC y su novia altamente insegura @morningmika. ¡Vaya par de payasos!». Pero las pataletas de Trump solían terminar en una admisión tácita —aunque fuera a regañadientes— de que las mismas resultaban beneficiosas para todas las partes, por lo que poco después volvieron a la cordialidad anterior.
Scarborough y Brzezinski se presentaron en la Casa Blanca el noveno día de la presidencia de Trump, que les enseñó orgullosamente el Despacho Oval y se quedó momentáneamente desmoralizado cuando Brzezinski comentó que había estado muchas veces con su padre y que lo vio por primera vez a los nueve años. Trump les enseñó entonces algunos objetos de interés y, ya otra vez entusiasmado, su nuevo retrato de Andrew Jackson, el presidente al que Steve Bannon había convertido en tótem del nuevo Gobierno.
«¿Y bien? ¿Qué os ha parecido mi primera semana?», preguntó Trump con alegría, pidiendo un halago. Scarborough se quedó sorprendido con el hecho de que el presidente estuviera tan contento en plena oleada de protestas, y respondió tímidamente: «Bueno, me encanta lo que has hecho con US Steel, y que invitaras a los chicos del sindicato a la Casa Blanca». Trump se había comprometido a usar acero de la compañía US Steel para fabricar los oleoductos estadounidenses, por lo que, en un gesto típicamente suyo, se había reunido en la Casa Blanca con los representantes sindicales, a los que llevó después hasta el Despacho Oval (algo que, según decía, Obama no había hecho nunca).
Sin embargo, Trump volvió a repetir la pregunta, y Scarborough se llevó la impresión de que nadie le había dicho que su primera semana había sido un desastre. De hecho, pensó que Bannon y Priebus, que estaban entrando y saliendo constantemente del despacho, lo habrían convencido de lo contrario.
En cualquier caso, Scarborough se atrevió a decir que el decreto sobre inmigración se podría haber manejado con más sutileza y que, en conjunto, su primera semana había sido un período difícil. Sorprendido, Trump se lanzó a un largo monólogo sobre lo bien que habían ido las cosas, y entre carcajadas dijo a Bannon y Priebus: «Joe no cree que haya sido una buena semana». A lo que, tras girarse hacia Scarborough, añadió: «¡Si lo llego a saber, habría invitado a Hannity!».
Durante el almuerzo —pidieron pescado, alimento que Brzezinski no come—, Jared e Ivanka se sumaron a Scarborough, Brzezinski y el presidente. Jared se había convertido en una especie de confidente de Scarborough, y le iba a filtrar un flujo continuo de información interna sobre la Casa Blanca; a cambio, Scarborough defendería la posición y los puntos de vista políticos de Kushner. Pero ese momento no había llegado todavía, así que el yerno y la hija se limitaron a mostrarse respetuosos y a adoptar una posición secundaria mientras Scarborough y Brzezinski charlaban con el presidente, que —como de costumbre— no dejaba de hablar.
Trump no dejó de buscar impresiones positivas sobre su primera semana, y Scarborough volvió a halagar su forma de tratar a los sindicalistas. En ese instante, Jared los interrumpió para decir que lo de tender una mano a los sindicatos, cuyo electorado era tradicionalmente demócrata, había sido idea de Bannon, y que ese era justamente «el estilo Bannon».
«¿Bannon? —preguntó el presidente, dirigiéndose a su yerno—. No fue idea de Bannon. Fue mía. Es el estilo Trump, no el estilo Bannon.»
Kushner se encerró en sí mismo y se salió de la discusión. Trump cambió de tema, y dijo a Scarborough y Brzezinski, refiriéndose a su no tan secreta relación: «¿Y vosotros? ¿Qué tal va lo vuestro?».
Scarborough y Brzezinski dijeron que la situación seguía complicada y que aún no era pública, al menos oficialmente; pero que las cosas iban bien y que, al final, seguro que acabarían resolviéndose.
«Deberíais casaros», dijo Trump.
«¡Yo os puedo casar! —declaró súbitamente Kushner, judío ortodoxo—. Soy cura de los unitaristas de internet.»
«¿Cómo? —protestó el presidente—. ¿Qué estás diciendo? ¿Por qué querrían que les casaras tú cuando los puedo casar yo? ¡Cuando los puede casar el presidente! ¡Y en el Mar-a-Lago!»
Casi todos aconsejaron a Jared que no aceptara el trabajo en la Casa Blanca. Como miembro de la familia, podía ejercer una influencia considerable desde una posición inmune a los ataques; pero, si entraba en plantilla, cabía la posibilidad de que pusieran en duda su experiencia, y, por otra parte, los críticos y enemigos que aún no se atrevían a atacar al presidente buscarían en él su punto débil. Además, en el ala oeste de Trump, desde el momento en que alguien tiene un título —uno que no sea el de yerno—, siempre habrá otro alguien que se lo va a querer quitar.
Jared e Ivanka agradecieron el consejo, que procedía —entre otros— del hermano del primero, Josh (en parte, por el deseo de proteger a su hermano; en parte, por su aversión hacia Trump); pero, tras sopesar los posibles riesgos y beneficios, lo rechazaron. El propio Trump alimentó las nuevas ambiciones de su yerno y su hija, y, al ver que el entusiasmo de estos aumentaba, intentó mostrarse escéptico… mientras a otros les decía que no podía hacer nada por pararles los pies.
Para Jared e Ivanka —en realidad, para todos los que estaban en el nuevo Gobierno, incluido el presidente—, la historia había dado un vuelco tan asombroso e inesperado que no podían hacer otra cosa que aprovecharlo. Era una decisión conjunta de la pareja y, en algún sentido, también un trabajo conjunto. Jared e Ivanka habían llegado a un acuerdo: si surgía la ocasión, sería ella quien se presentaría a la presidencia (o el primero de los dos en tenerla a tiro). Ivanka coqueteaba con la idea de que la primera presidenta de Estados Unidos no iba a ser Hillary Clinton, sino Ivanka Trump.
Bannon, el hombre que había acuñado la moneda Jarvanka, de cada vez más uso, se quedó espantado cuando se enteró de sus planes. «¿Han dicho eso? Oh, vamos. No me digas que han dicho eso. Por favor, no me digas eso. Oh, Dios mío.»
A decir verdad, Ivanka tenía más experiencia que la inmensa mayoría de las personas que trabajaban en la Casa Blanca por aquel entonces. Jared y ella —solo Jared, aunque, por inferencia, ella también— eran el verdadero jefe de gabinete; o, por lo menos, tan jefes de gabinete como Priebus y Bannon, que solo respondían ante el presidente. Además, desde un punto de vista organizativo, tenían una posición completamente independiente en el ala oeste, un superestatus. Cuando Priebus y Bannon intentaban recordarles de forma diplomática que había procedimientos y formalidades que cumplir, la pareja se escudaba tras el liderazgo de sus prerrogativas familiares.
Por si eso fuera poco, el presidente le había dado a Jared la cartera de Oriente Medio, convirtiéndolo en uno de los miembros más importantes del Gobierno —y, en consecuencia, del mundo— en materia de política internacional. En pocas semanas, su responsabilidad se extendió en la práctica a casi todos los asuntos internacionales, campo en el que Kushner carecía de experiencia.
El más convincente de los motivos que habían llevado a Kushner a entrar en la Casa Blanca era la «influencia», término que usaba como sinónimo de «proximidad». Aunque ya perteneciera a la familia del presidente, cualquiera que estuviera cerca de él tendría influencia, y tendría tanta más influencia cuanto más cerca estuviera. A Trump se lo podía ver como una especie de oráculo de Delfos, sentado en su trono y soltando dictámenes que alguien debería interpretar. Y también se lo podía ver como un niño lleno de energía, que convertiría en su favorito al primero que lograra aplacarlo o distraerlo. O como el dios Sol (que es, exactamente, como se veía a sí mismo), el centro absoluto de atención, dispensando favores y delegando poderes que podía invalidar cuando quisiera. Además, ese dios Sol no calculaba a largo plazo, sino que vivía el momento (razón de más para no moverse nunca de su lado). Por ejemplo, Bannon comía con él todas las noches, o, por lo menos, se presentaba a las cenas: un soltero al servicio de otro soltero de facto. (Priebus llegó a comentar que al principio todo el mundo quería estar en esas cenas; pero que, al cabo de unos meses, estas se habían convertido en un deber torturante que intentaban evitar.)
En parte, Jared e Ivanka habían optado por el poder relativo y la influencia de un trabajo formal en la Casa Blanca (en contraposición con mantener un papel de consejeros externos) porque sabían que, para influir a Trump, había que emplearse a fondo. Podían perder a Trump de una llamada telefónica a otra, y —reuniones aparte— casi todos sus días consistían en llamadas telefónicas. Era inmensamente complicado: aun siendo cierto, en términos generales, que la última persona que hablaba con él era quien más le influía, no siempre escuchaba a todo el mundo. La fuerza de los argumentos o de las peticiones que le hacían no pesaba tanto en él como la simple presencia del otro y su habilidad para conectar con sus pensamientos, que no eran otros que los de un hombre con muchas obsesiones, aunque, paradójicamente, no tenía demasiadas opiniones realmente inamovibles.
Es posible que, en última instancia, Trump no fuera tan distinto en su esencial solipsismo de cualquier persona rica que haya pasado casi toda su vida en un medio altamente controlado; aunque entre uno y otra sí existía una diferencia clara: el presidente no había adquirido ningún tipo de disciplina social, hasta el punto de que ni siquiera intentaba fingir decoro. Por ejemplo, él nunca conversaba de verdad, o no en el sentido de compartir información o de sumergirse en un toma y daca; tampoco hacía demasiado caso de lo que le decían ni sopesaba particularmente sus respuestas (y esa era una de las razones por las que resultaba tan repetitivo); y, desde luego, no trataba a nadie con cortesía. Si quería algo, se concentraba a fondo y prestaba una atención dadivosa; pero, por el contrario, si alguien quería algo de él, tendía a irritarse y a perder interés. Exigía tu atención; si se la prestabas, sin embargo, te despreciaría por el solo hecho de haberte rebajado a ello. Se podría afirmar que era un actor mimado, instintivo y con mucho éxito. Todos eran lacayos sometidos a su voluntad, o ejecutivos cinematográficos que intentaban avivar su atención y rendimiento sin despertar su enfado ni su petulancia.
En compensación, él les proporcionaba entusiasmo, rapidez mental, espontaneidad y —si lograba alejarse por un segundo de su narcisismo— una valoración frecuentemente incisiva sobre las debilidades de sus oponentes y sus deseos más profundos. La política era rehén del incrementalismo, es decir, de personas que saben demasiado y que se hunden ante las complejidades y los conflictos de intereses antes de empezar; pero los trumpistas querían creer que, como Trump sabía muy poco, eso daría una esperanza nueva y algo excéntrica al sistema.
En un plazo relativamente corto (menos de un año), Jared había pasado de los planteamientos del Partido Demócrata, con los que había sido criado, a ser un acólito del trumpismo. Su cambio dejó perplejos a muchos de sus amigos y a su propio hermano, cuya compañía de seguros (Oscar, fundada con dinero de la familia Kushner) iba a sufrir un duro golpe con la derogación del Obamacare.
Su aparente conversión era resultado, por un lado, de la insistente y carismática tutoría de Bannon, quien profesaba la teoría de que existían ideas capaces de cambiar el mundo, es decir, ideas con un impacto verdadero en la realidad material (las cuales, a Kushner, le habían pasado desapercibidas incluso en Harvard). Por otro lado, ese cambio también se debía a su resentimiento con las élites progresistas, a las que había intentado cortejar con la compra del New York Observer en un tiro que le salió por la culata; y, por supuesto, una vez metido en la campaña electoral, a la necesidad de convencerse a sí mismo de que acercarse al absurdo tenía sentido, pues el trumpismo era algo así como una realpolitik cuya razón de ser, al final, quedaría demostrada para todo el mundo. Pero, sobre todo, su ideología había dado un giro porque el trumpismo había ganado. Y a caballo regalado no se le mira el diente. Además, estaba seguro de que, aunque todo lo relativo a Trump fuera malo, él podría arreglarlo.
Por mucho que le sorprendiera (lejos de sentirse cerca de Trump, se había limitado a seguirle la corriente durante muchos años), Kushner se parecía bastante a su suegro. Charlie, el padre de Jared, mantenía similitudes escalofriantes con el padre de Donald, Fred: los dos habían usado su dinero y su poder para dominar y subyugar a sus hijos, y de un modo tan completo que, a pesar de sus exigencias, sus hijos los adoraban. Eran dos hombres extremos; dos hombres beligerantes, intransigentes, despiadados y amorales que habrían criado a una prole sufrida y obsesionada con obtener la aprobación de su padre (Freddy, el hermano mayor de Trump, fracasó en el intento, y, siendo gay como era —según muchas fuentes—, bebió hasta morir, en 1981, cuando solo contaba con cuarenta y tres años de edad). A las personas que se reunían con ellos por motivos de negocios no les sorprendía que Charlie y Jared Kushner se saludaran invariablemente con un beso, ni tampoco que Jared llamara «papá» a su padre a pesar de ser ya un adulto.
Por muy dominantes que fueran sus padres, ni Donald ni Jared afrontaron el mundo con humildad. El privilegio suavizó la inseguridad. Forasteros ansiosos de probarse a sí mismos o de reclamar sus derechos en Manhattan (Kushner era de Nueva Jersey, y Trump, de Queens), en general, la gente los tenía por un par de engreídos, petulantes y arrogantes. Ambos cultivaban una pose tranquila que podía resultar más cómica que elegante, y ninguno de los dos podía escapar —ni por elección propia ni por tener conciencia de ello— de sus privilegios. «Hay privilegiados que son conscientes de lo que son y lo ponen a un lado, pero Kushner enfatizaba su privilegio en todos sus gestos y palabras, sin darse cuenta», dijo un directivo neoyorquino del sector de los medios de comunicación que trabajó con él. Ninguno de los dos salió nunca de su círculo de privilegios. Y el desafío que se habían planteado consistía en introducirse aún más en dicho círculo. Su trabajo era el ascenso social.
La mira de Jared apuntaba con frecuencia a los hombres mayores. Rupert Murdoch pasó una cantidad sorprendente de tiempo con él, que buscaba consejo profesional en el magnate de los medios, campo en el que estaba decidido a entrar. Además, cortejó con insistencia a Ronald Perelman, financiero billonario y artista de la Oferta Pública de Adquisición (OPA) que terminaría acogiéndolo a él y a Ivanka en su sinagoga privada durante las fiestas judías. Y, por supuesto, Kushner persiguió al propio Trump, que se hizo fan suyo y se mostró inusitadamente tolerante cuando su hija se tuvo que convertir al judaísmo ortodoxo para poder casarse con él. A fin de cuentas, el joven Trump también había cultivado cuidadosamente a un grupo de mentores de cierta edad, entre los que se encontraba Roy Cohn, el extravagante abogado que había sido mano derecha del senador anticomunista Joe McCarthy.
Y luego estaba el duro hecho de que el mundo de Manhattan —y, en particular, su voz: los medios de comunicación— los rechazaba de forma cruel. La prensa había decidido que Donald Trump era un «quiero y no puedo», un peso ligero, y lo criticaban por cometer el peor pecado de todos (al menos, desde el punto de vista de los medios): buscar su favor con demasiada frecuencia. En la práctica, su fama era una fama inversa, es decir: era famoso, justamente, por ser infame. Era una fama de chiste.
Quien quiera entender el desaire de los medios y sus múltiples niveles de ironía solo tiene que fijarse en el New York Observer, el semanario de Manhattan que Kushner compró en el año 2006 por diez millones de dólares, esto es, exactamente por diez millones más de lo que valía, según casi todas las estimaciones.
El New York Observer se fundó en 1987, y, al igual que muchos medios fracasados, nació como capricho de un rico. Era una insípida crónica semanal del Upper East Side, el barrio más pudiente de Nueva York, del que hablaba como si se tratara de un pueblo pequeño; pero nadie le hizo caso. Su frustrado patrón, Arthur Carter, que había amasado su fortuna en Wall Street con la primera generación de consolidaciones de deuda, entró en contacto con el director de la revista Spy, una imitación neoyorquina de la revista satírica británica Private Eye: Graydon Carter (con quien no tenía ninguna relación familiar, a pesar de compartir apellido). Spy era una de esas publicaciones de la década de 1980 —como Manhattan Inc., la relanzada Vanity Fair y New York— obsesionadas con los nuevos ricos y con lo que parecía ser un momento de cambio en Nueva York. Trump era símbolo y punta de lanza de aquella nueva era de exceso y fama y de la celebración mediática de ese tipo de cosas. Graydon Carter llegó a la jefatura del New York Observer en 1991, y, desde ese cargo, además de cambiar el rumbo del semanario y dirigirlo hacia la cultura del dinero, lo convirtió esencialmente en una guía de recomendaciones para los medios que informaban sobre la cultura mediática, así como para los miembros de la alta sociedad que querían aparecer en ellos. Quizá no vuelva a haber nunca una publicación tan autorreferencial como era aquella.
Donald Trump, como muchos otros en esa clase de nuevos ricos, buscaba la cobertura de los medios (el New York Post, de Murdoch, era el registrador oficial de la nueva aristocracia hambrienta de publicidad), y el New York Observer se encargaba de la cobertura mediática que el futuro presidente recibía. La historia de Trump es la historia de lo que él mismo hizo para lograr ser historia. Era desvergonzado, teatral e instructivo: el mundo puede ser tuyo si estás dispuesto a arriesgarte a que te humillen. Trump se transformó en un correlato objetivo del apetito desmesurado por la fama y la notoriedad. Llegó a creer que lo sabía todo acerca de los medios: a quién hay que conocer, cómo hay que fingir, qué tráfico de información es rentable, qué mentiras se pueden decir y qué mentiras esperan los medios que digas. Y, por su parte, los medios llegaron a creer que lo sabían todo sobre Trump: las cosas que lo enorgullecían, aquello con lo que se engañaba, todas y cada una de sus mentiras, así como los inexplorados extremos a los que podía llegar con tal de obtener más atención mediática.
Graydon Carter usó el New York Observer como escalera para llegar hasta Vanity Fair, desde donde pensaba que tendría ocasión de acceder a famosos más importantes que Donald Trump. En 1994, Peter Kaplan —un director con un profundo sentido de la ironía y el tedio posmodernos— lo sustituyó al frente del Observer.
Según Kaplan, Trump se convirtió súbitamente en otra persona. Si antes había sido símbolo del éxito y se mofaba de ello, ahora era, en consonancia con los tiempos que corrían —y tras haber tenido que refinanciar una deuda gravosa—, un símbolo del fracaso, de lo que también se reía. Fue un giro complicado, porque afectaba tanto a Trump como a la nueva visión que los medios tenían de sí mismos. Trump pasó a encarnar una personalización del sentimiento de culpa de la prensa, de tal modo que la promoción de este y el interés por él derivaron en una especie de fábula moral sobre los propios medios. Y el final definitivo de dicho cuento llegó cuando Kaplan pidió que no se informara más sobre Trump, pues todas las historias sobre él se habían convertido en un cliché.
El New York Observer de Kaplan y su visión detallista del corazón de los medios tuvo una consecuencia importante: el semanario llegó a ser el referente principal para la nueva generación de reporteros, que iban inundando las publicaciones neoyorquinas a medida que el periodismo se volvía más consciente de sí mismo y más autorreferencial. No había nada más vergonzoso para los que trabajaban en medios neoyorquinos que tener que escribir sobre Donald Trump. No escribir sobre él y, por supuesto, no tomarlo al pie de la letra se convirtió en un patrón moral.
En el 2006, cuando Kaplan llevaba quince años como director, Arthur Carter vendió el Observer —que nunca había dado beneficios— a un desconocido heredero de bienes inmobiliarios que quería ganar peso y notoriedad en Nueva York: Kushner (quien, por aquel entonces, tenía solo veinticinco años). Así, ahora Kaplan trabajaba para una persona veinticinco años más joven, un hombre que, por ironías de la vida, era exactamente el tipo de arribista del que, por lo demás, habría hablado en su periódico.
Kushner amortizó el medio enseguida, pues, por otra ironía de la vida de la que no necesariamente debió de ser consciente, se le permitió acceder al círculo social donde conocería a la hija de Donald Trump, Ivanka, con quien se casaría en el año 2009. Por desgracia para Kushner, el Observer no era económicamente rentable, y su relación con Kaplan se volvió cada vez más tensa. Por su parte, Kaplan empezó a contar ocurrentes y devastadoras historias sobre la inmadurez y la petulancia de su jefe, las cuales repetía constantemente a sus muchos protegidos mediáticos y, en consecuencia, también a los propios medios.
Kaplan se marchó en el año 2009, y Kushner cometió un error típico de los ricos que compran publicaciones: reducir costes para intentar aumentar los beneficios. En poco tiempo, la prensa lo empezó a ver como el hombre que, además de haberle quitado su medio a Kaplan, lo había arruinado de un modo tan brutal como incompetente. Para empeorar las cosas, Kaplan falleció por culpa de un cáncer en el 2013, cuanto tenía cincuenta y nueve años; así que, a efectos prácticos, Kushner se convirtió también en su asesino.
La prensa es personal; es una cuestión de sangre. Con frecuencia, los medios cumplen el papel de una especie de mente colectiva que decide quién sube, quién baja, quién vive y quién muere. Si alguien se mantiene el tiempo suficiente bajo su escrutinio, tiene altas posibilidades de que su destino sea tan desagradable como el de un déspota de una república bananera (una ley de la selva que Hillary Clinton, por ejemplo, fue incapaz de sortear). Los medios tienen la última palabra.
Mucho antes de que Trump se presentara a la presidencia, él y el secuaz de su yerno se encontraban sometidos a la lenta tortura del ridículo, la condena y las insistentes burlas de los medios, que, además, los consideraban ignominiosos. Esos tipos no son nadie. Solo son restos mediáticos. ¡Pues no faltaba más!
En lo que fue una inteligente estrategia, Trump cogió su reputación mediática, la sacó del hipercrítico mundo neoyorquino y la llevó al más despreocupado Hollywood, convirtiéndose en estrella de su propio reality show (The Apprentice) y asumiendo una premisa que le retribuiría muchos beneficios durante la campaña electoral: en un país de espectáculos, no hay mayor bien que la fama. Ser famoso es ser querido; o, por lo menos, sirve para que te adulen.
La fabulosa e incomprensible ironía de que la familia de Trump consiguiera llegar a lo más alto y ganarse incluso la inmortalidad, a pesar de la aversión de la prensa y de todo lo que esta sabía y había dicho sobre ellos, supera las pesadillas más espantosas imaginables y entra de lleno en los chistes de carácter cósmico. Trump y su yerno se mantuvieron unidos en las circunstancias más exasperantes, siempre conscientes —aunque nunca llegaran a entender completamente el porqué— de que eran objeto de las burlas mediáticas, y ahora, también, de su perpleja indignación.
El hecho de que Trump y su yerno tuvieran tantas cosas en común no significaba que jugaran en la misma liga. Por muy cerca que estuviera de Trump, Kushner seguía siendo miembro de su séquito, y no tenía más control sobre su suegro que ninguno de los que estaban en el negocio de intentar controlar a Trump.
La dificultad de controlarlo formó parte de las justificaciones y racionalizaciones que llevaron a Kushner a superar el marco de su relación familiar y aceptar un cargo en la Casa Blanca. Así, refrenaría a su suegro y hasta podría ayudar —ambición considerable para un joven inexperto— a que adquiriera alguna cuota de dignidad.
Si la restricción de los movimientos migratorios iba a ser la marca inaugural de Bannon en la Casa Blanca, Kushner tendría la suya en la reunión con el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, a quien su suegro había amenazado e insultado durante la campaña electoral.
Kushner llamó a Kissinger, que entonces tenía noventa y tres años, para pedirle consejo; y, aunque principalmente lo hizo para halagar al anciano y poder dejar caer su nombre, también buscaba consejo de verdad. Trump no había hecho otra cosa que causar problemas al presidente mexicano, y, si Kushner conseguía que este fuera a la Casa Blanca, eso sería —a pesar de la postura de Bannon, que se había mostrado contrario a las concesiones políticas durante la dura batalla electoral— una concesión importante en su haber (aunque no podría llamarse propiamente «concesión»). Era lo que Kushner creía que debía hacer: seguir discretamente los pasos del presidente y añadir tonalidades y sutilezas que esclarecieran las intenciones reales ocultas tras esos pasos, o que las reestructuraran por completo.
Las negociaciones para llevar a Enrique Peña Nieto a la Casa Blanca habían empezado durante el período de transición. Kushner vio la oportunidad de convertir el asunto del muro en un acuerdo bilateral sobre emigración, es decir, en un gran logro de la política trumpista. Dichas negociaciones llegaron a su apogeo el miércoles posterior a la toma de posesión, cuando los miembros de una delegación mexicana de alto nivel —la primera visita de políticos extranjeros a la Casa Blanca— se reunieron con Kushner y Reince Priebus. Aquella tarde, Kushner informó a su suegro de que Peña Nieto estaba de acuerdo en viajar a Washington, y de que podían empezar a organizar la visita.
Al día siguiente, Trump tuiteó: «Estados Unidos tiene un déficit de 60.000 millones de dólares con México. Ha sido un acuerdo desequilibrado desde el principio del NAFTA».[2] Tras lo cual, en otro tuit, añadió: «Se ha perdido una cantidad ingente de trabajos y empresas. Si México no quiere pagar el más que necesario muro, será mejor que se cancele la reunión».
Y Peña Nieto hizo exactamente eso, dejando las negociaciones de Kushner y su habilidad política a la altura del betún.
El viernes 3 de febrero, a la hora de desayunar, una aturdida Ivanka Trump bajó por las escaleras del hotel Four Seasons de Georgetown —uno de los centros de la ciénaga— y entró en el salón hablando por teléfono en voz alta: «Esto es un desastre, y no sé cómo arreglarlo».
La semana había estado marcada por los continuos efectos colaterales del decreto sobre inmigración —que había llegado a los tribunales y anunciaba un fallo contundente contra el Gobierno— y de las aún más embarazosas filtraciones de dos llamadas telefónicas de intención teóricamente amistosa, una con el presidente mexicano («mal hombre»), y otra con el primer ministro australiano («mi peor llamada con diferencia»). Además, Nordstrom había anunciado el día antes que abandonaba la línea de ropa de Ivanka Trump.
Ivanka, de treinta y cinco años de edad, era un personaje agobiado; una empresaria que había tenido que dejar repentinamente su negocio. Por otra parte, estaba abrumada por el esfuerzo de mudarse con sus tres hijos a una casa y a una ciudad nuevas, y prácticamente sin ayuda. Tanto es así que, varias semanas después de que se hubiesen trasladado, alguien le preguntó a Jared si sus hijos se estaban acostumbrando al colegio nuevo, a lo que Jared contestó que sí, que estaban en un colegio nuevo, aunque tardó en recordar dónde.
Pero, en otros aspectos, Ivanka había caído de pie, y es que el Four Seasons era su hábitat natural. La joven se incluía entre todas las personas que eran alguien, entre las que aquella mañana, en el restaurante, se encontraban: Nancy Pelosi, portavoz de la minoría en la Cámara de Representantes; Stephen Schwarzman, director ejecutivo de Blackstone; Vernon Jordan, cabildero, peso pesado de Washington y confidente de Clinton; Wilbur Ross, candidato a la Secretaría de Comercio; Julian Smith, presidente de Bloomberg Media; el veterano cabildero Mike Berman; y una mesa llena de mujeres de grupos de presión y altas ejecutivas, como Hilary Rosen, vieja representante en Washington de la industria musical; Juleanna Glover, consejera de Elon Musk en el Distrito de Columbia; Niki Christoff, directora política de Uber; y Carol Melton, directora de asuntos políticos de Time Warner.
Dejando a un lado el hecho de que su padre estuviera en la Casa Blanca, así como sus diatribas respecto al drenaje de la ciénaga —categoría en la que, por lo demás, cabían casi todos los presentes—, Ivanka se encontraba en el tipo de sala donde se había esforzado tanto por estar. Siguiendo el ejemplo de su padre, estaba haciéndose un nombre y convirtiéndose en una marca polifacética de múltiples productos; pero también estaba cambiando de modelo: donde él había sido un hombre de golf y negocios con aspiraciones, ella era madre y mujer de negocios con aspiraciones. Mucho antes de que nadie pudiera imaginar que Trump sería presidente, Ivanka había ganado un millón de dólares con la venta de su libro Women Who Work: Rewriting the Rules for Success.
En muchos sentidos, había sido un viaje inesperado que había exigido más disciplina de la esperable de una típica, distraída y satisfecha mujer de la alta sociedad. A los veintiún años de edad, Ivanka había aparecido en una película de su novio de entonces, Jamie Johnson (uno de los herederos de Johnson & Johnson); un film interesante y algo perturbador donde Jamie reunía a sus amigos ricos para que expresaran abiertamente sus frustraciones, su falta general de ambición y el desprecio hacia sus respectivas familias (uno de aquellos amigos lo enzarzó en una larga disputa judicial por la imagen que había dado de él en la cinta). Pero Ivanka, que hablaba con un acento de pija de California —acento que cambiaría a lo largo de los años, hasta conseguir algo parecido a la voz de una princesa de Disney—, estaba notablemente menos enfadada con sus padres, aunque diera la impresión de estar tan ociosa y de ser tan poco ambiciosa como los demás.
Ella trataba a su padre con desenfado e, incluso, con ironía, hasta el punto de que, en una entrevista para la televisión, se burló de su forma de peinarse. De hecho, describía el secreto capilar de Trump a sus amigos como una coronilla absolutamente calva —la isla resultante tras una operación de reducción del cuero cabelludo— rodeada por un círculo de pelo por delante y por los lados, los cabellos de cuyos extremos subía para reunirlos en el centro, peinarlos hacia atrás y asegurarlos con laca. Además, y para darle un toque más cómico, añadía que el color era resultado de un producto llamado Just for Men y que, cuanto más tiempo se lo dejaba puesto, más oscuro se ponía su pelo. Así, el rubio anaranjado de Trump era resultado de su impaciencia.
Padre e hija se llevaban casi extrañamente bien. Ella era la verdadera mini-Trump (título al que aspiran muchas personas en la actualidad). Ivanka lo aceptaba tal como era, y lo ayudaba no solo en sus negocios, sino también en sus realineamientos conyugales, facilitándole entradas y salidas. Si tienes un padre idiota y todo el mundo lo sabe, puedes convertir esa realidad en una comedia romántica y divertida, o algo así.
Ella, razonablemente, tendría que haber estado más enfadada. Había crecido en una familia con problemas, y, por si eso fuera poco, se trataba de una familia que había estado constantemente inmersa en la mala prensa; pero sabía bifurcar la realidad y vivir solo en la parte superior de esta, donde el apellido Trump había llegado a ser —por muchas veces que lo mancillaran— una presencia cariñosamente tolerable. Residía en una burbuja con otros ricos que prosperaban en sus relaciones mutuas; al principio, con los amigos de un colegio privado del Upper East Side; luego, entre contactos del mundo de la moda, los medios y la vida social. Además, tendía a encontrar protección y estatus en las familias de sus novios, vinculándose impetuosamente a una serie de pretendientes provenientes de familias —como la de Jamie Johnson, antes de los Kushner— más pudientes que la suya.
Wendi Murdoch, que también era un ejemplo social curioso (especialmente para su marido de entonces, Rupert), fue la persona que se encargó de supervisar y encauzar la relación entre Ivanka y Jared. Un sector de la nueva generación de mujeres ricas pretendía reestructurar su vida como miembros de la alta sociedad, convirtiendo un modelo determinado de extravagancia y «nobleza obliga» en un nuevo estatus de mujer poderosa, una especie de posfeminismo de las famosas. Para ello, se esforzaban en conocer a otras ricas —las mejores ricas—, en formar parte integral y valiosa de una red de gente adinerada y en conseguir que su nombre evocara… bueno, riqueza. No estaban satisfechas con lo que tenían: querían más, y eso exigía ser bastante infatigable. Tenían que vender un producto: ellas mismas. Cada una era su propia empresa emergente, o start-up.
Eso era lo que su padre había hecho siempre. Ese era el verdadero negocio familiar, incluso por encima del inmobiliario.
Kushner y ella formaron una pareja de poder, y se reinventaron conscientemente como modelos máximos del éxito, la ambición y la satisfacción en el nuevo mundo global, y también como representantes de una nueva sensibilidad artística y ecofilantrópica. Para Ivanka, eso incluía su relación con Wendi Murdoch y Dasha Zhukova, la entonces esposa del oligarca ruso Román Abramóvich (un habitual en el mundo artístico internacional), así como la asistencia, pocos meses antes de las elecciones, a un seminario de meditación de Deepak Chopra, en compañía de Kushner. Estaba buscando un sentido, y lo estaba encontrando. Su transformación se plasmó no solo en sus líneas de joyería, calzado y complementos o en sus reality shows televisivos, sino también en una cuidadosa presencia mediática. Se convirtió en una supermadre magníficamente coordinada, que se volvería a reinventar cuando su padre saliera elegido presidente, aunque en esta ocasión lo haría como miembro de una familia real.
Pero, a decir verdad, la relación con su padre no era en modo alguno un vínculo familiar convencional. Si no era simple oportunismo, ciertamente sí se trataba de algo transaccional. Era un negocio. La creación de la marca, la campaña presidencial y, ahora, la Casa Blanca. Todo era un negocio.
Ahora bien, ¿qué pensaban verdaderamente Ivanka y Jared sobre su padre y su suegro, respectivamente?
«Hay mucho, mucho, mucho afecto entre ellos. Se nota, se nota de verdad», contestó Kellyanne Conway, esquivando parcialmente la pregunta.
«No son estúpidos», dijo Rupert Murdoch cuando se lo preguntaron.
«Creo que entienden de verdad a Trump, y que aprecian su energía —observó Joe Scarborough—. Pero hay cierto desapego.» O, como dijo después, había tolerancia, pero pocas ilusiones.
Aquel viernes, Ivanka desayunaba en el Four Seasons con Dina Powell, la última ejecutiva de Goldman Sachs en unirse a la Casa Blanca.
En los días posteriores a la elección de Trump, Ivanka y Jared se reunieron con una serie de abogados y relaciones públicas, la mayoría de los cuales se mostraban reacios a comprometerse, como descubrió la pareja, en parte quizá porque esta parecía menos interesada en aceptar sus consejos que en comprar aquellos que quería oír. De hecho, casi todos les transmitieron el mismo mensaje: rodeaos de (y familiarizaos con) personas poderosas con gran credibilidad. O, en otras palabras: sois unos aficionados, así que necesitáis auténticos profesionales.
Hubo un apellido que se citó reiteradamente: Powell, el de una republicana que había sacado tanta influencia como beneficios de Goldman Sachs, y que prácticamente era la antítesis de una republicana trumpista. Su familia se había marchado de Egipto cuando era niña, y hablaba árabe con fluidez. Había ascendido junto a una serie de leales republicanos, como Kay Bailey Hutchinson y Dick Armey, senadora de Texas y líder de la mayoría de la Cámara, respectivamente. Había sido jefe del personal de la Casa Blanca con Bush y subsecretaria de Estado para asuntos culturales y educativos. Llegó a Goldman en el año 2007, y se convirtió en socia en el 2010, cuando dirigía su rama filantrópica, la Goldman Sachs Foundation. Siguiendo una tendencia típica en las carreras de muchos cargos políticos, se había convertido en consejera y relaciones públicas de alto nivel, además de ser una especialista en contactos, es decir, alguien que conocía a las personas adecuadas del poder y que sabía cómo usar la influencia de los demás.
Las cabilderas y profesionales de la comunicación que se reunieron aquella mañana en el Four Seasons estaban tan interesadas en Powell y en su presencia en el nuevo Gobierno como en la hija del presidente. Para ellas, Ivanka era una novedad que no tomaban demasiado en serio, pero el hecho de que hubiera ayudado a Powell a llegar a la Casa Blanca y de que deliberara públicamente con ella añadía una dimensión más profunda a la hija de Trump. La Casa Blanca parecía seguir a pies juntillas la vía trumpista, pero aquello insinuaba una vía alternativa, que, en opinión de las mujeres del Four Seasons, era una potencial Casa Blanca en la sombra. La familia de Trump no asaltaba el poder pero sí expresaba un evidente entusiasmo al respecto.
Tras un largo desayuno, Ivanka se levantó y cruzó la sala. Mientras daba instrucciones tajantes por teléfono, prodigó saludos calurosos y aceptó tarjetas de presentación.