6

EN CASA

 

 

 

Durante las primeras semanas de la presidencia de Trump, algunos de sus leales desarrollaron la teoría de que este no se comportaba como un presidente, no asumía su nuevo estatus ni se mostraba más comedido en modo alguno (como demostraban sus tuits matinales, su negativa a seguir los guiones que le daban y sus llamadas autocompasivas a los amigos, que ya se empezaban a filtrar a la prensa), pero es que él no había tenido que dar el salto de muchos de sus predecesores. La mayoría de los presidentes electos llegaban a la Casa Blanca tras una vida política más o menos normal, y se sentían abrumados por su súbito ascenso a una mansión de seguridad y criados palaciegos, un avión que estaba constantemente a su disposición y un séquito de cortesanos y consejeros, todo lo cual les recordaba que sus circunstancias habían cambiado por completo; pero, en lo tocante al nuevo presidente, aquello no estaba muy lejos de su vida anterior en la Torre Trump, más cómoda y más acorde a sus gustos que la Casa Blanca, y donde también tenía criados, seguridad, cortesanos, consejeros omnipresentes y un avión a su disposición. Para él, ser presidente no era para tanto.

Pero había otra teoría radicalmente opuesta a esta primera: Trump había perdido la concentración porque su mundo cuidadosamente ordenado había saltado por los aires. El septuagenario era una criatura de costumbres, y lo era hasta tal punto que pocas personas sin un control despótico de su entorno lo hubieran podido siquiera imaginar. Había vivido en la misma casa —una extensión enorme de la Torre Trump— desde 1983, poco después de que la construyeran. Desde entonces, todas las mañanas recorría el mismo camino hasta su despacho, que estaba varios pisos más abajo, en una esquina del edificio. El propio despacho era una cápsula del tiempo detenida en la década de 1980, con los mismos espejos de marco dorado y las mismas portadas de la revista Time en la pared; de hecho, no había visto ningún cambio significativo más allá de la sustitución de un jugador de fútbol americano por otro: la de Joe Namath por Tom Brady. En cuanto al exterior, veía las mismas caras y los mismos sirvientes —criados, guardias de seguridad y aduladores, la gente del «sí, señor»— que lo habían atendido desde, básicamente, siempre.

«¿Imaginan lo perturbador que debe de ser llevar tu vida con normalidad y, de repente, encontrarte en la Casa Blanca?», comentaba un viejo amigo de Trump, sonriendo de oreja a oreja ante esa broma del destino, quizá merecidísima.

A Trump le parecía que la Casa Blanca —un edificio viejo de mantenimiento esporádico y renovaciones parciales que, además, era famoso por tener un problema con las cucarachas y los roedores— era un lugar molesto y hasta un poco siniestro. Los amigos que admiraban su talento de hotelero se preguntaban por qué no reformaba el lugar, pero daba la impresión de que se sentía intimidado por los ojos que lo observaban.

Kellyanne Conway, cuya familia se había quedado en Nueva Jersey, había dado por sentado que se tendría que cambiar de casa cuando el presidente volviera a Nueva York, y se llevó una sorpresa al saber que tanto esa ciudad como la Torre Trump estaban repentinamente fuera de sus planes. Conway pensó que, además de ser consciente de la hostilidad de Nueva York, Trump estaría haciendo un esfuerzo por «formar parte de esta gran casa». (Aunque más tarde, reconociendo las problemáticas inherentes al cambio de circunstancias que había sufrido y las dificultades que comportaba la adaptación a la vida presidencial, añadió: «¿Con cuánta frecuencia irá a Camp David? —el espartano y silvestre retiro presidencial del parque Catoctin Mountain, en Maryland—. Seguro que nunca».)

Trump tenía un dormitorio independiente en la Casa Blanca; y era la primera vez desde la presidencia de Kennedy que una pareja presidencial tenía habitaciones separadas (aunque Melania no pasaba mucho tiempo allí). Durante los primeros días, el presidente pidió dos pantallas de televisión, que se sumaron a la que ya había, y una cerradura en la puerta, lo cual le costó un distanciamiento temporal con el Servicio Secreto, pues ellos insistían en tener acceso a la habitación. Luego, regañó a los empleados domésticos por coger su camisa del suelo: «Si mi camisa está en el suelo, será porque quiero que esté en el suelo». Más tarde, impuso una serie de normas nuevas: nadie podía tocar nada, y mucho menos su cepillo de dientes (siempre había tenido miedo de que lo envenenaran, motivo por el que le gustaba comer en McDonald’s, ya que nadie sabía cuándo iba a ir y la comida ya estaba preparada); además, avisaría al servicio cuando quisiera que le cambiaran las sábanas, y se haría él mismo la cama.

Cuando no cenaba a las seis y media con Steve Bannon, hacía algo que le gustaba más: meterse en la cama con una hamburguesa de queso, mirar los tres televisores y llamar por teléfono —el teléfono era su verdadero contacto con el mundo— a un pequeño grupo de amigos, entre los que frecuentemente se encontraba Tom Barrack, que medía sus niveles de agitación durante la noche para, después, comparar sus propias notas con las del presidente.

 

 

Tras ese escabroso principio, las cosas empezaron a ir mejor (en opinión de algunos, incluso de un modo presidencial).

El martes 31 de enero, durante una ceremonia eficazmente coreografiada que se emitió en horario de máxima audiencia, un alegre y seguro Trump anunciaba el ascenso del juez federal de apelaciones Neil Gorsuch al Tribunal Supremo. Gorsuch era una combinación perfecta entre una impecable posición conservadora, una honradez fuera de dudas y credenciales legales y judiciales de primera categoría. Además de cumplir la promesa que había hecho al electorado y la élite conservadores, Trump tomó una decisión que parecía perfectamente presidencial.

El nombramiento de Gorsuch también fue una victoria para los empleados que habían visto titubear al presidente una y otra vez con su flamante y jugoso cargo en la mano. Satisfecho con el recibimiento de su decisión (y, especialmente, por el hecho de que la prensa no pudiera ponerle demasiadas pegas), Trump se volvió fan de Gorsuch; aunque, antes de decidirse por él, se preguntaba por qué no podía dar ese trabajo a un amigo fiel, pues dárselo a alguien que ni siquiera conocía era, desde su punto de vista, un desperdicio.

Durante el proceso de selección, había pasado por la práctica totalidad de sus amigos abogados; todos ellos, personajes peculiares y poco adecuados para el cargo, y la mayoría, sin posibilidades de tener éxito político. Pero entre aquellos personajes peculiares, poco adecuados y sin posibilidades había uno al que Trump volvía constantemente: Rudy Giuliani.

Trump estaba en deuda con Giuliani. No es que le preocuparan mucho sus deudas, pero aquella, ciertamente, había quedado pendiente de pago. Giuliani era un viejo amigo de Nueva York, y, además, en un momento en que muy pocos de los republicanos apoyaban a Trump —y casi ninguno de importancia nacional—, él había estado a su lado, y lo había hecho de un modo combativo, feroz e incansable; particularmente, durante los difíciles días posteriores a Billy Bush: cuando casi todo el mundo —incluidos el candidato, Bannon, Conway y sus propios hijos— creía que la campaña se iría al garete, Giuliani no cejó ni un segundo en su apasionada, constante y convencida defensa de Trump.

Giuliani quería ser secretario de Estado, y Trump le había ofrecido el empleo. El círculo de Trump se oponía a Giuliani por la misma razón por la que Trump se sentía inclinado a concederle el cargo: porque Trump le prestaba atención y se la iba a seguir prestando. La plantilla cuchicheaba sobre su salud y su equilibrio emocional. Incluso su lealtad, demostrada durante el «pussygate», parecía una carga. Le habían ofrecido el cargo de fiscal general, el Departamento de Seguridad Nacional y la dirección del servicio de inteligencia nacional, pero decidió rechazarlos y seguir insistiendo con la Secretaría de Estado o —en una postura que los burócratas interpretaron como una carambola gigantesca y como el no va más de la arrogancia— con el Tribunal Supremo. Como Trump no podía poner a un hombre abiertamente proabortista en ese tribunal sin romper con sus bases políticas o arriesgarse a que rechazaran a su candidato, no tuvo más remedio, por decirlo de alguna forma, que darle la Secretaría de Estado.

El fracaso de esa estrategia —dicha secretaría fue a parar a Rex Tillerson— tendría que haber sido un punto final, pero Trump siguió dando vueltas a la idea de poner a Giuliani en el Tribunal Supremo. El 8 de febrero, en pleno proceso de confirmación, Gorsuch criticó públicamente el desprecio de Trump por la Justicia. Resentido, el presidente decidió retirar su nominación; y aquella noche, durante las conversaciones telefónicas que mantenía después de cenar, comentó que tendría que haberle dado el cargo a Rudy, el único hombre leal. Bannon y Priebus tuvieron que recordarle, una y otra vez, una de las pocas jugadas maestras de apaciguamiento político —y guiño perfecto a la base republicana— que habían llevado a cabo durante la campaña electoral: permitir que la Federalist Society presentara una lista de candidatos, así como lograr la promesa de que el nominado sería una persona de esa lista; una lista en la que, huelga decirlo, no se encontraba Giuliani.

En cambio, el nombre de Gorsuch sí que aparecía en ella. Y, poco después de eso, Trump ni siquiera recordaría haber querido nunca a otro.

 

 

El 3 de febrero, la Casa Blanca albergó un acto cuidadosamente orquestado de uno de los nuevos consejos económicos, el Foro Estratégico y de Políticas del presidente Trump. Se trataba de un grupo de ejecutivos y empresarios de peso que Stephen Schwarzman, director de Blackstone, se había encargado de reunir. La planificación del acto —con elegantes folletos, presentaciones coreografiadas y un orden del día preciso— le debía más a Schwarzman que a la Casa Blanca, pero terminó siendo una de esas reuniones que se le daban bien a Trump y que, además, le gustaban. Kellyanne Conway, quien mencionaba con frecuencia a la junta de Schwarzman, se empezó a quejar pronto de que, a pesar de que ese tipo de actos —en los que Trump se sentaba con gente seria para buscar soluciones a los problemas del país— eran el alma de la Casa Blanca, la prensa les daba muy poca cobertura.

Los consejos de asesores económicos eran una estrategia de Kushner, una aproximación cultivada al mundo de los negocios que distraía a Trump de lo que el primero consideraba un programa derechista hasta límites intolerables. Para el cada vez más desdeñoso Bannon, su verdadero propósito era permitir que Kushner se codeara con altos ejecutivos.

Schwarzman reflejaba lo que para muchos era una sorprendente y repentina afinidad de Wall Street con Trump. Pocos directivos de grandes empresas habían apoyado públicamente a Trump (la prensa insistía en que una victoria de Trump hundiría los mercados, y casi todas las grandes empresas, por no decir todas, estaban tan seguras de la victoria de Hillary Clinton que ya habían contratado a equipos de profesionales relacionados con ese apellido), pero ahora lo trataban con repentina calidez. La promesa de una reforma impositiva y la política antirregulatoria de la Casa Blanca pesaban más que los perturbadores tuits del presidente y sus otras formas de caos. Además, la bolsa no dejaba de subir desde el 9 de noviembre, el día después de las elecciones, y, por si eso fuera poco, los empresarios hablaban del buen ambiente que había en sus reuniones privadas, en las que Trump se mostraba efusivo y astutamente halagador. Pero también estaba el alivio por no tener que enfrentarse a los tejemanejes de los implacables equipos de los Clinton («¿Qué puede hacer hoy por nosotros?», «¿Podemos usar su plan?»).

Ahora bien, aunque los altos ejecutivos recibieran a Trump con los brazos abiertos, muchas empresas grandes estaban cada vez más preocupadas con sus consumidores. De repente, la marca Trump era la más grande del mundo; la nueva Apple, pero en sentido contrario, porque todo el mundo la despreciaba (por lo menos, una cantidad importante de los consumidores que la mayoría de las marcas grandes cortejaban).

Por ejemplo: el día de la toma de posesión, los empleados de Uber (la empresa de transporte compartido), descubrieron que varias personas se habían encadenado a la puerta de su sede de San Francisco. Su director ejecutivo, Travis Kalanick, estaba en el consejo de Schwarzman, y la gente acusaba de «colaboracionistas» —modelo Vichy— tanto a Uber como a Kalanick, un estatus muy distinto al que tenían cuando buscaban influencia gubernamental en sobrias reuniones con el presidente. De hecho, los manifestantes creían estar viendo la relación entre Uber y Trump en términos políticos; pero, en realidad, lo estaban haciendo en términos convencionales de marca, y amenazaban con desconectarse. La mayoría de los consumidores de Uber son jóvenes, urbanos y progresistas, así que sintonizan mal con el electorado de Trump. Los millennials, siempre conscientes de las marcas, pensaron que aquello iba más allá del regateo político, y se lo tomaron como un épico conflicto identitario. En un mundo de entendidos en marcas, la Casa Blanca de Trump no era tanto un Gobierno y un lugar de conflictos de intereses y desarrollo de políticas como un símbolo cultural impopular e inamovible.

Kalanick abandonó el consejo. Bob Iger, director de Disney, descubrió de repente que estaba ocupado el día de la primera reunión. Pero la mayoría de los miembros —Elon Musk, el inversor, inventor y fundador de Tesla, quien también lo abandonaría más tarde, fue la única excepción— no procedían de empresas mediáticas o tecnológicas, sino de empresas de toda la vida, «de cuando América era grande». Entre ellos se encontraban Mary Barra, directora ejecutiva de General Motors; Ginni Rometty, de IBM; Jack Welch, antiguo director de GE; Jim McNerney, expresidente de Boeing; e Indra Nooyi, de PepsiCo. La nueva derecha habría elegido a Trump, pero eran las cien fortunas empresariales más antiguas las que lo cortejaban con más ahínco.

Trump asistió a la primera reunión con todo su séquito —los que siempre lo seguían en fila india, incluidos Bannon, Priebus, Kushner, Stephen Miller y Gary Cohn, director del National Economic Council—, pero la dirigió él mismo. Todos los presentes hablaron cinco minutos, y Trump les hizo preguntas cuando hubieron terminado. El presidente no parecía especialmente preparado (si es que siquiera se había preparado de alguna manera) para abordar ninguno de los asuntos que se discutieron; pero sus preguntas fueron incisivas, e insistió sobre los temas de los que quería saber más, lo que hizo que la reunión tuviera un toma y daca bastante fluido. Uno de los ejecutivos comentó que, aparentemente, esa era su forma preferida de obtener información: hablar sobre lo que le interesaba y conseguir que otras personas hablaran sobre ello.

La reunión duró dos horas. Desde el punto de vista de la Casa Blanca, Trump estuvo a su mejor nivel. Se sentía muy cómodo cuando estaba con personas a las que respetaba, y justamente se encontraba con «las personas más respetadas del país» (según él mismo), personas que, a la vez, también parecían respetarlo a él.

Aquello se convirtió en uno de los objetivos de su equipo: crear situaciones en las que el presidente estuviera cómodo e inflar una especie de burbuja que lo protegiera del mezquino mundo. Desde luego, hicieron lo posible por replicar la fórmula: Trump en el Despacho Oval o en alguna otra sala de mayor tamaño del ala oeste, presidiendo una mesa integrada por personas receptivas, y con posibilidades de sacar alguna foto de la estudiada postal. Durante aquellos actos, Trump solía ser su propio director de escena, y dirigía a los actores tanto dentro como fuera de ella.

 

 

Los medios tienen un filtro cauteloso —cuando no selectivo— a la hora de retratar la vida real en la Casa Blanca. Ni el presidente ni su familia están sometidos —o no suelen estarlo— a los típicos paparazzi de la prensa del corazón que persiguen a los famosos, que dan lugar a la divulgación de fotografías embarazosas, ridículas o poco halagadoras, o a especulaciones continuas sobre sus vidas privadas. El presidente recibe un trato respetuoso hasta durante sus peores escándalos. De hecho, las comedietas del Saturday Night Live presidencial hacen gracia, en parte, porque juegan con la creencia popular de que, en realidad, los presidentes son personajes contenidos y acartonados, y sus familias, que no trotan a mucha distancia, incoloras y obedientes. Un chiste que se hacía a costa de Nixon, por ejemplo, era el que hacía referencia a su imagen lamentablemente estirada (hasta en el Watergate, cuando bebía a destajo, seguía de traje y corbata y se arrodillaba para rezar). Gerald Ford, por su parte, se limitaba a tropezarse cada vez que bajaba del Air Force One, lo que provocaba una ruptura hilarante con su típica pose presidencial. Ronald Reagan, quien seguramente ya sufría los primeros síntomas del alzhéimer, tenía una imagen cuidadosamente trabajada de calma y seguridad. Bill Clinton, uno de los mayores desgarros del decoro presidencial en la historia moderna, siempre parecía tener el control. George W. Bush, tan desvinculado de todo, proyectaba una imagen mediática de hombre absolutamente concentrado en su cargo. Y a Barack Obama lo presentaban sistemáticamente —tal vez para su desgracia— con aire atento, firme y decidido.

En parte, todo eso es consecuencia de un control absoluto de la imagen, pero también se debe a que el presidente es el ejecutivo más importante de Estados Unidos, o al hecho de que los mitos nacionales así lo exigen.

Donald Trump había intentado dar exactamente esa misma imagen durante casi toda su carrera, que es algo así como la del hombre de negocios ideal de la década de 1950. Y es que aspira a parecerse a su padre (o, en cualquier caso, a no disgustarlo). Excepto en los campos de golf, cuesta imaginar a Trump sin traje y corbata, pues casi siempre los lleva. La dignidad personal —es decir, una apariencia de decoro— es una de sus obsesiones, e incluso se siente incómodo cuando está con hombres que no llevan ese atuendo. Las formalidades y las convenciones —antes de ser presidente, casi todos los que no tenían fama o mil millones de dólares lo llamaban «señor Trump»— son el eje central de su forma de ser. La informalidad es enemiga del fingimiento, y su pretensión era que la marca Trump fuera sinónimo de poder, riqueza y ambición.

El día 5 de febrero, el New York Times publicó una historia sobre la Casa Blanca según la cual el presidente, que ya llevaba dos semanas en el cargo, deambulaba en bata a altas horas de la noche sin siquiera ser capaz de encender ningún interruptor. Trump se derrumbó. Lo interpretó —no incorrectamente— como un intento de hacerle parecer un loco, como Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, una estrella decadente y hasta senil que vivía en un mundo de fantasías (esa era la imagen que el Times pretendía dar de Trump, según Bannon; una interpretación que se adoptó rápidamente en la Casa Blanca). Y, por supuesto, una vez más, todo era cosa de la prensa, que lo trataba como nunca antes había tratado a ningún presidente.

Esta percepción no era incorrecta. En sus esfuerzos por informar sobre una presidencia que le parecía del todo aberrante, el New York Times había introducido un tipo nuevo de cobertura periodística en su visión de la Casa Blanca. Además de enfatizar los anuncios de la Casa Blanca —separando lo trivial de lo importante—, el periódico también iba a remarcar (frecuentemente, ubicándolo en sus portadas) el sentido de lo absurdo, de lo deplorable, de lo demasiado humano. Esas historias tendían a presentar a Trump como un hombre ridículo. Maggie Haberman y Glenn Thrush, los dos reporteros de noticias de la Casa Blanca que más insistieron en esa línea, pasaron a formar parte de las quejas constantes de Trump contra la prensa que lo perseguía. Thrush llegó a ser un habitual en los sketches del Saturday Night Live, donde a menudo se burlaban del presidente, de sus hijos, de su secretario de Prensa (Sean Spicer) y de sus consejeros Bannon y Conway.

El presidente, que solía ser un fabulador en su interpretación personal del mundo, era bastante literal en lo referente a la visión que tenía de sí mismo; de ahí que refutara esa imagen nocturna de hombre medio loco o seriamente tocado que vagaba por la Casa Blanca alegando que ni siquiera tenía una bata.

«¿Parezco uno de esos tipos que llevan bata? ¿En serio?» —preguntó sin humor alguno a todos los que se cruzó durante las cuarenta y ocho horas siguientes—. ¿Me imaginas tú en bata?»

Pero, ¿quién había filtrado eso? Para Trump, los detalles de su vida personal se convirtieron en una preocupación mucho mayor que ningún otro tipo de filtración.

La dirección del New York Times en Washington, igualmente literal y preocupada ante el hecho de que el presidente no tuviera bata, filtró, a su vez, que su fuente era Bannon.

Y Bannon, que se jactaba de ser una especie de agujero negro de silencio, también se había convertido en algo así como la voz oficial de ese agujero negro, el «garganta profunda» de todo el mundo. Era ingenioso, intenso, evocador y desbordante; su discreción teórica siempre daba paso a constantes comentarios semipúblicos sobre la petulancia, la fatuidad y la completa falta de seriedad de casi todos los habitantes de la Casa Blanca. Ya en la segunda semana de la presidencia de Trump, todos los integrantes de la Casa Blanca parecían tener su propia lista de aquellas personas potencialmente capaces de filtrar noticias, y hacían lo posible por revelar sus nombres antes de que otros hicieran lo mismo con los de ellos.

Sin embargo, había otra posible fuente responsable de las filtraciones: el propio Trump. Y es que, durante las llamadas diurnas y nocturnas que hacía desde la cama, hablaba frecuentemente con personas que no tenían motivos para guardar sus secretos. Era un río de quejas —empezando por la Casa Blanca, que consideraba un vertedero—, y muchos de los destinatarios de sus llamadas las empezaron a extender a lo largo y ancho del siempre atento e implacable mundo de los rumores.

 

 

El 6 de febrero, Trump hizo —sin ningún tipo de presunción de confidencialidad— una de sus llamadas furiosas, autocompasivas y no solicitadas a un conocido miembro de la prensa que estaba de paso en Nueva York. Aparentemente, su objetivo no era otro que el de expresar su resentimiento por las continuas críticas por parte de la prensa, así como por la deslealtad de sus empleados.

Los sujetos iniciales de su ira fueron el New York Times y su periodista Maggie Haberman, a quien llamó «chiflada». Gail Collins (del Times), que había escrito una columna en la que comparaba desfavorablemente a Trump con el vicepresidente Pence, era «un imbécil». Pero entonces, sin salirse del epígrafe de los medios que odiaba, pasó a la CNN y a la profunda deslealtad de su director, Jeff Zucker.

Zucker, que había puesto en marcha el programa The Apprentice siendo director de la NBC, era «un producto de Trump» (lo dijo el propio Trump, hablando en tercera persona). Y él, «personalmente», le había conseguido el trabajo en la CNN. «Sí, sí, se lo conseguí yo.»

Luego, repitió una historia que contaba obsesivamente a casi todas las personas con las que hablaba. Una noche, aunque no recordaba cuándo, fue a cenar y se encontró sentado junto a «un caballero que se apellidaba Kent» —indudablemente, Phil Kent, exdirector de Turner Broadcasting, la división de Time Warner que supervisaba la CNN— y que «tenía una lista con cuatro nombres». Trump solo reconoció uno de los cuatro, el de Jeff Zucker, gracias a The Apprentice. «Zucker era el cuarto de la lista, y lo ensalcé como si fuera el número uno. Probablemente, no debería haberlo hecho. Zucker no es tan listo, pero me gusta demostrar que puedo hacer ese tipo de cosas.» Sin embargo, Zucker, «un tipo terrible con unos índices de audiencia lamentables», se había vuelto contra él después de que Trump le consiguiera el trabajo, y había dicho algo «increíblemente asqueroso». Se refería con ello al «dosier» ruso y a la historia de la «lluvia dorada» de la CNN, que lo había acusado de estar con prostitutas en una fiesta celebrada en un hotel de Moscú.

Tras dar buena cuenta de Zucker, el presidente de Estados Unidos empezó a hacer conjeturas sobre lo que implicaba la práctica de la lluvia dorada, y afirmó que todo formaba parte de una campaña mediática —la cual nunca tendría éxito— para sacarlo de la Casa Blanca. Como eran unos perdedores que lo odiaban por haber ganado las elecciones, se dedicaban a decir cosas completamente falsas, inventadas al cien por cien. Por ejemplo, la portada que la revista Time —donde había aparecido más que nadie en toda la historia, como recordaba constantemente a sus interlocutores— había sacado esa semana: Steve Bannon, al que presentaban como un buen tipo y de quien decían que era el verdadero presidente. «¿Cuánta influencia crees que tiene Steve Bannon sobre mí?», preguntó Trump, repitiendo después la pregunta; tras lo cual se contestó a sí mismo, también repitiendo su respuesta en este caso: «¡Cero! ¡Cero!». Y acabó tomándola con su yerno, que aún tenía mucho que aprender.

La prensa no solo le estaba haciendo daño, según dijo —sin buscar apoyo ni respuesta—, sino que además estaba minando su capacidad negociadora, y, con ello, perjudicando a la nación. Eso también valía para el programa Saturday Night Live, que la gente encontraba gracioso sin darse cuenta de que esa actitud hacía daño al país. Y, aunque entendía que el SNL tenía que ser mezquino con él, se pasaban de mezquinos: era «una comedia falsa». Trump había revisado el tratamiento que la prensa había dado a los presidentes anteriores, y había descubierto que ninguno había sufrido nada parecido, ni siquiera Nixon, que también fue tratado de forma injusta. «Kellyanne, una persona verdaderamente imparcial, lo ha documentado todo. Lo puedes ver si quieres.»

Trump comentó que aquel mismo día había ahorrado 700 millones de dólares anuales en puestos de trabajo que, de otro modo, habrían terminado en México, pero que, sin embargo, la prensa hablaba de una bata «que no tengo porque nunca he llevado bata. Y nunca la llevaré, porque no soy de esa clase de hombres».

Los medios estaban socavando la dignidad de la Casa Blanca, y «la dignidad es muy importante». Pero Murdoch, «que nunca me había llamado ni una sola vez», lo llamaba ahora todo el tiempo. Y eso debía de significar algo.

La llamada duró veintiséis minutos más.