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RUSIA

 

 

 

Antes de que hubiera motivos para sospechar de Sally Yates, ya existían sospechas sobre ella. El informe de transición afirmaba que a Trump no le gustaría aquella abogada de cincuenta y seis años nacida en Atlanta que, tras estudiar en la Universidad de Georgia y hacer carrera en el Departamento de Justicia, parecía destinada a la fiscalía general. Había algo en cierto tipo de personajes estilo Obama, algo en su actitud y en su forma de caminar, que los delataba: sus aires de superioridad. Algo que también compartía una clase particular de mujeres que siempre irritaban a Trump; por ejemplo, las mujeres de Obama y de Clinton. Algo que después extendería a todas «las mujeres del Departamento de Justicia».

Entre Trump y los funcionarios de carrera había una división insalvable. Trump podía entender a los políticos, pero le costaba descifrar el temperamento y las motivaciones de esos burócratas. No sabía lo que querían. ¿Por qué querrían ser funcionarios permanentes? ¿Cómo era posible que alguien pudiera querer eso? «¿Qué se sacan? ¿Doscientos mil, como mucho?», se preguntaba con asombro.

Si Sally Yates hubiera rechazado el cargo de fiscal general en funciones —para ejercerlo mientras Jeff Sessions, el fiscal elegido, esperaba la confirmación—, Trump se habría alegrado al cabo de poco tiempo. Pero era la fiscal general adjunta, confirmada por el Senado, y la persona que ejerciera de fiscal general en funciones debía tener la confirmación del Senado. Y, aunque Yates parecía sentirse atrapada en territorio hostil, aceptó el empleo.

En tales circunstancias, la curiosa información que presentó a Don McGahn —consejero de la Casa Blanca— durante la primera semana del Gobierno resultó no solo inoportuna, sino también sospechosa. Y eso fue antes de la segunda semana, momento en el que se negó a tramitar la orden de inmigración, razón por la cual fue despedida de inmediato.

Michael Flynn, al que acababan de confirmar en el puesto de consejero de Seguridad Nacional, había restado importancia a los informes aparecidos en el Washington Post sobre una conversación telefónica con el embajador ruso, Serguéi Kisliak. Dijo que solo se había tratado de una conversación protocolaria. Aseguró al equipo de transición —entre otros, al vicepresidente electo Pence— que no habían discutido las sanciones impuestas a Rusia durante el Gobierno de Obama, afirmación que Pence repitió más tarde.

Sin embargo, Yates informó a la Casa Blanca de que la conversación de Flynn con Kisliak había sido grabada «de forma fortuita» entre una serie de pinchazos telefónicos autorizados; es decir, pinchazos presumiblemente autorizados por el secreto Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera de Estados Unidos (FISA, por sus siglas en inglés) para espiar al embajador ruso, que, casualmente, habían afectado a Flynn.

La FISA había salido a la palestra tras las revelaciones de Edward Snowden, que la convirtieron en bestia negra de los progresistas, molestos con los atentados contra la privacidad. Ahora iba a salir de nuevo; pero, esta vez, como aliada de los progresistas, quienes esperaban usar esos pinchazos «fortuitos» para asociar al equipo de Trump con una conspiración con Rusia.

Poco después, McGahn, Priebus y Bannon, que ya tenían dudas sobre el buen juicio y la fiabilidad de Flynn —«un mierda», según Bannon—, hablaron sobre el mensaje de Yates. Flynn tuvo que volver a dar explicaciones sobre su reunión con Kisliak, y le informaron de que su conversación podía estar grabada. Una vez más, rechazó cualquier insinuación de que hubieran hablado de nada significativo.

En opinión de algunas personas de la Casa Blanca, el chisme de Yates era tan poco importante «como si hubiera descubierto que la novia de su marido coqueteaba con otro y, por una cuestión de principios, se hubiera visto obligada a decírselo a él».

En cambio, la Casa Blanca estaba más alarmada con el hecho de que en una escucha telefónica de carácter general, donde se suponía que los nombres de los ciudadanos estadounidenses debían estar «enmascarados» —y solo se podían «desenmascarar» mediante procedimientos complejos—, Yates hubiera descubierto a Flynn de un modo tan fácil como conveniente. Su informe también parecía confirmar que la filtración de las grabaciones al Post procedía del Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés), del Departamento de Justicia o de la Casa Blanca de Obama; pero que, por otro lado, estas solo eran una parte de la creciente oleada de filtraciones, que tenían al Times y al Post como destinatarios predilectos.

En su valoración del mensaje de Yates, la Casa Blanca llegó a la conclusión de que el problema con Flynn, siempre difícil de manejar, era menos relevante que el problema con Yates. El Departamento de Justicia, con su enorme plantilla de abogados favorables a Obama, tenía los oídos puestos en el equipo de Trump.

 

 

«Es injusto», dijo Kellyanne Conway, sentada en su despacho del segundo piso —aún sin decorar— mientras describía los sentimientos heridos del presidente. «Es evidentemente injusto. Es muy injusto. Ellos han perdido. No han ganado. Esto es tan injusto que el presidente no quiere ni hablar de ello.»

No había nadie en la Casa Blanca que quisiera hablar —o que tuviera autorización oficial para hacerlo— sobre Rusia, sobre la historia que, como mínimo, iba a marcar el primer año del Gobierno de Trump; algo evidente para todos ellos, incluso antes de que llegaran al poder. Nadie estaba preparado para afrontarlo.

«Es un tema que no merece ni un solo comentario», dijo Sean Spicer, sentado en el sofá de su despacho, cruzando los brazos. «No merece ni un solo comentario», insistió con obstinación.

Por su parte, el presidente no usó —aunque podría haberlo hecho— el término «kafkiano». La historia de Rusia le parecía tan estúpida como inexplicable, sin ninguna base real. No era más que una trampa.

Durante la campaña electoral, prácticamente nadie dentro del círculo íntimo de Trump había creído que pudieran sobrevivir al escándalo del fin de semana de Billy Bush, pero bien que lo hicieron. Y entonces estalló el escándalo ruso. Comparado con el «pussygate», lo de Rusia solo parecía una jugada desesperada de la izquierda; pero el asunto seguía sin olvidarse e, incomprensiblemente, la gente se lo creía; cuando, en realidad, no había nada de nada.

«Era cosa de los medios.»

La Casa Blanca se había acostumbrado rápidamente a los escándalos dirigidos por los medios, y también estaban habituados a que estos fueran pasajeros; pero este se mantenía en primera fila de un modo frustrante.

Si había algo que demostrara no solo el sesgo de los medios, sino también su intención de socavar la presidencia de la Casa Blanca, ese algo era —en opinión del círculo de Trump— la historia de Rusia, lo que el Washington Post había definido como un «ataque ruso a nuestro sistema político» («tan injusto, tan terriblemente injusto, sin pruebas de un solo voto fraudulento», dijo Conway). Era pérfido. Desde su punto de vista, era parecido —aunque no lo dijeran de ese modo— a las oscuras conspiraciones clintonianas que los republicanos solían usar contra los progresistas: Whitewater, Bengasi, el email-gate; es decir, una narrativa obsesiva que provoca investigaciones que llevan a otras investigaciones, así como a una cobertura mediática aún más obsesiva y sin salida posible. Eso era la política moderna: sangrientas conspiraciones con las que se intentaban destruir personas y carreras.

Cuando alguien hizo una comparación con Whitewater delante de Conway, ella no contraatacó con el argumento de las obsesiones; lejos de eso, se enredó en detalles sobre Webster Hubbell, un personaje casi olvidado del caso Whitewater, y sobre la culpabilidad de la Rose Law Firm de Arkansas, de la que Hillary Clinton era socia. Todo el mundo creía las conspiraciones que les convenían, y rechazaban total y absolutamente aquellas que iban dirigidas contra ellos. Llamar «conspiración» a algo era desestimarlo.

En cuanto a Bannon, promotor de muchas conspiraciones, desestimó la historia de Rusia con un argumento de libro: «Solo es una teoría conspirativa». Y, de paso, añadió que el equipo de Trump era incapaz de conspirar sobre nada.

 

 

Solo habían pasado dos semanas desde la llegada de Trump al poder, pero la historia rusa se había convertido en una línea divisoria donde cada lado acusaba al otro de inventarse noticias falsas. La Casa Blanca creía a pies juntillas que la historia era una ficción con unos hilos narrativos frágiles (o, simplemente, absurdos) y con una tesis increíble: «¡Apañamos las elecciones con los rusos! ¡Oh, Dios mío!». Entre tanto, el mundo anti-Trump y, especialmente, sus medios —es decir, los medios— creían que había grandes, si no abrumadoras, posibilidades de que hubiera algo significativo en ello, y también de que eso fuera determinante.

En su mojigatería, los medios creían haber visto el santo grial y la bala de plata que destruiría a Trump, mientras la Casa Blanca de Trump lo veía —con bastante autocompasión— como un esfuerzo desesperado por inventar un escándalo. Pero, entre los dos bandos, aún había espacio para el beneficio.

Los demócratas del Congreso tenían mucho que ganar con la insistencia al estilo Bengasi de que donde había humo, había fuego (aunque fueran ellos los que le daban desesperadamente al fuelle), y también con la posibilidad de usar las investigaciones como foro para promover sus opiniones minoritarias (y, por extensión, para promoverse a sí mismos).

Para los republicanos del Congreso, las investigaciones eran una carta a jugar contra el carácter vengativo e imprevisible de Trump. Defenderlo —o algo menos que defenderlo, sin contemplar la opción de perseguirlo— les ofrecía una ventaja en sus tratos con él.

La comunidad de los servicios secretos, con su multitud de feudos separados —que sospechaban tanto de Trump como de cualquier otro presidente novato—, podría tener y usar a voluntad un goteo de filtraciones destinadas a proteger sus propios intereses.

El FBI y el Departamento de Justicia valorarían las pruebas —y la oportunidad— a través de su propia lente de arribismo y superioridad moral. («El Departamento de Justicia está lleno de mujeres como Yates, que lo odian», dijo un ayudante de Trump con una visión curiosamente sexista del desafío al que se enfrentaban.)

Si toda política es una prueba de la fuerza, la perspicacia y la paciencia de tu oponente, entonces aquella era una prueba de lo más inteligente —a pesar de la ausencia de datos empíricos—, llena de trampas en las que podían caer muchas personas. De hecho, y en muchos sentidos, el asunto central no era Rusia, sino la fuerza, la perspicacia y la paciencia, justo las virtudes de las que, aparentemente, Trump carecía. Aunque no se hubiera cometido ningún delito —nadie se había referido todavía a ninguna colusión criminal concreta ni, a decir verdad, a ninguna violación clara de la ley—, el bombardeo constante sobre un posible delito podía forzar un encubrimiento que se podía convertir en un delito. O convertirse en una tormenta perfecta de estupidez y codicia.

«Toman todo lo que digo y lo exageran —dijo el presidente en su primera semana de Gobierno, durante una llamada telefónica nocturna—. Todo es una exageración. Exageran mis exageraciones.»

 

 

Franklin Foer, exdirector del New Republic, abrió el caso de la conspiración Trump-Putin el 4 de julio de 2016 en la revista Slate. Su artículo reflejaba la incredulidad repentina de la intelectualidad mediática y política: por incomprensible que fuera, Trump, el candidato poco serio, se había convertido en una persona más o menos seria. Y, de algún modo —inexplicable, a tenor de su falta de seriedad anterior y su naturaleza de «lo que ves es lo que soy»—, el empresario fanfarrón, con sus quiebras, sus casinos y sus desfiles de moda, se había librado de una investigación muy grave.

Para los estudiosos de Trump —y muchos periodistas lo eran después de pasar treinta años viendo a Trump intentando llamar la atención—, todo lo suyo estaba sucio: los negocios inmobiliarios en Nueva York, los negocios de Atlantic City, su aerolínea, Mar-a-Lago, los campos de golf y los hoteles. Ningún candidato razonable habría sobrevivido a un análisis de uno solo de esos negocios. E imaginaron que su candidatura ocultaba, de algún modo, una cantidad asombrosa de corrupción, puesto que, a fin de cuentas, su candidatura era el programa que dirigía en ese momento. «Haré por ti lo que cualquier empresario con agallas haría por sí mismo.»

Quien quisiera ver realmente su corrupción, tenía que imaginar un escenario más grande. Y el que Foer sugería era fabuloso.

Trazando un mapa de carreteras detallado de un escándalo que aún no existía, y sin nada parecido a pruebas reales o pistolas humeantes, Foer reunió en julio la práctica totalidad de los hilos circunstanciales y temáticos que se desarrollarían durante los dieciocho meses siguientes, así como a muchos de los múltiples personajes que saldrían a colación (para entonces, y sin que el público ni la mayoría de los medios y los especialistas políticos lo supieran, Fusion GPS había contratado al exespía inglés Christopher Steele para que investigara la posible conexión entre Trump y el Gobierno ruso).

Putin buscaba un resurgimiento del poder ruso, además de detener las intrusiones de la Unión Europea y la OTAN. La negativa de Trump a tratar a Putin como si fuera un forajido —por no mencionar que, a veces, parecía que estuviera enamorado de él— se tradujo ipso facto en que el primero era un defensor a ultranza del resurgir ruso, y, quizá, hasta un promotor del mismo.

¿Por qué? ¿Qué podía llevar a un político estadounidense a abrazar públicamente —a abrazar servilmente— a Vladímir Putin y a alentar lo que Occidente veía como aventurerismo ruso?

Teoría 1: Trump se sentía atraído por los hombres autoritarios. Foer recordó que Trump siempre había estado fascinado con Rusia, hasta el extremo de que se dejó engañar por un tipo parecido a Gorbachov que visitó la Torre Trump en los ochenta, y también recordó sus múltiples, exageradas e innecesarias «odas a Putin». Aquello sugería una vulnerabilidad modelo «quien con niños se acuesta, mojado se levanta»: juntarse con políticos cuyo poder descansa, en parte, en su tolerancia hacia la corrupción, o mirarlos de forma favorable, te acerca a la corrupción. Asimismo, Putin se sentía atraído por populistas fuertes como él, lo cual llevó a Foer a preguntarse: «¿Por qué no le iban a ofrecer los rusos el mismo tipo de ayuda subrepticia con la que han colmado a Le Pen, Berlusconi y el resto?».

Teoría 2: Trump formaba parte de una estructura de negocios internacionales que no eran de primera fila (ni mucho menos), una estructura que se alimentaba de ríos de riqueza de origen dudoso —procedentes, en muchos casos, de Rusia y China— que intentaban escapar del control político. Ese dinero, o los rumores de ese dinero, se convirtieron en una explicación —aún circunstancial— de todos los negocios de Trump que permanecían ocultos. (Aquí hay dos teorías contradictorias: por un lado, que ocultó esos negocios porque no quería admitir que eran ruinosos; por el otro, que los ocultó porque eran moralmente indignos.) Como Trump no es precisamente solvente, Foer se contaba entre las muchas personas que llegaron a la conclusión de que el primero no había tenido más remedio que buscar otras fuentes de ingresos; dinero más o menos sucio, o dinero con otro tipo de esclavitudes. (Esta es, grosso modo, una de las formas posibles: un oligarca invierte en un fondo de inversiones más o menos legítimo de un tercero que, quid pro quo, invierte en Trump.) Y aunque Trump negara categóricamente que tuviera ningún tipo de préstamo o inversión procedente de Rusia, sobra decir que no habría huella alguna de dinero sucio en sus libros contables. En una línea colateral a esa teoría, Trump —que nunca investigaba demasiado a su gente— se habría rodeado de una serie de estafadores que trabajaban para sí mismos y que, probablemente, habrían facilitado los negocios de él. Foer mencionó a los siguientes personajes en relación con una posible conspiración rusa:

 

 

Más de un año después, todos esos hombres formaban parte del ciclo casi diario de noticias sobre Rusia y Trump.

Teoría 3: La proposición del santo grial, consistente en que Trump y los rusos —quizá, hasta Putin en persona— habían trabajado juntos para piratear el Comité Nacional Demócrata.

Teoría 4: La preferida por los que decían conocerlo bien, y a la que se aferrarían muchos trumpistas. A Trump le gustaba fardar. Se llevó su desfile de modelos a Rusia porque pensó que Putin iba a ser amigo suyo; pero Putin no estaba por la causa y, al final, Trump se encontró sentado en la gala prometida entre un tipo que no parecía haber utilizado cubiertos en su vida y un Jabba el Hutt con camisa de golf. En otras palabras: por estúpida que hubiera sido su metedura de pata y por sospechosa que pudiera parecer, Trump solo buscaba un poco de respeto.

Teoría 5: Los rusos tenían información perjudicial para Trump y lo estaban extorsionando. Trump era el El mensajero del miedo.

 

 

El 6 de enero del 2017, casi seis meses después de que se publicara el artículo de Foer, la CIA, el FBI y la NSA anunciaron una conclusión conjunta: «Vladímir Putin había ordenado influir en la campaña presidencial estadounidense del año 2016». Ahora había un consenso firme, surgido a raíz del dosier Steele, de las continuas filtraciones de los servicios secretos de Estados Unidos y de los testimonios y declaraciones de cabecillas de agencias de inteligencia. Se trataba de una conexión perversa entre el Gobierno ruso y Trump y su campaña; una conexión que quizá aún seguía activa.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que esa tesis fuera una simple ilusión de los contrarios a Trump. «La premisa subyacente del caso es que los espías dicen la verdad —observó Edward Jay Epstein, el veterano periodista especializado en servicios secretos—. Pero ¿quién sabe?» Y, de hecho, la Casa Blanca no estaba preocupada por una posible colusión —que parecía inverosímil, si no ridícula—, sino por el peligro de que, si el asunto seguía adelante, se descubrieran los turbios negocios de Trump (y de Kushner). En lo tocante a ese aspecto, todos los cargos altos se encogían de hombros y se tapaban los ojos, los oídos y la boca.

Ese era el peculiar e inquietante consenso: no que Trump fuera culpable de todo aquello de lo que había sido acusado, sino que era culpable de mucho más. Había demasiadas posibilidades de que lo difícilmente verosímil llevara a lo totalmente creíble.

 

 

El 13 de febrero, tras veinticuatro días de nuevo Gobierno, el asesor de Seguridad Nacional Michael Flynn se convirtió en el primer contacto real entre Rusia y la Casa Blanca.

Flynn contaba con un único apoyo verdadero en el Gobierno de Trump: el del propio presidente. Ambos se habían hecho grandes amigos durante la campaña (cosas de colegas del cine). Aquella amistad se tradujo, después de la toma de posesión, en una relación totalmente directa. Por parte de Flynn, llevó a dos malentendidos habituales en el círculo del presidente: el primero, que el apoyo personal de Trump indicaba el estatus que uno tuviera en la Casa Blanca; el segundo, que si Trump te halagaba mucho, eso significaba que habías establecido un nexo irrompible con él y que, a sus ojos (y, por extensión, también a los de la Casa Blanca), eras prácticamente omnipotente. Con su amor por los generales, Trump hasta había llegado a considerar la posibilidad de hacer vicepresidente a Michael Flynn.

Intoxicado por los halagos de Trump durante la campaña, Flynn —un general de baja estofa, y no muy bueno— se convirtió en algo así como su monito. Cuando los exgenerales se alían con candidatos políticos, suelen ocupar una posición de hombres expertos y con una madurez especial; pero Flynn, por el contrario, pasó a ser una especie de partisano maníaco que formaba parte del espectáculo rodante de Trump, y era uno de los protestones enardecidos que abrían sus mítines. Su entusiasmo y su lealtad le habían ayudado a ganarse la confianza de Trump, quien prestaba atención a sus teorías anti servicios secretos.

Durante la primera fase de la transición, cuando Bannon y Kushner parecían uña y carne, aquello había formado parte de su vínculo: un esfuerzo por quitarse de encima a Flynn y eliminar su mensaje, frecuentemente problemático. En la valoración que la Casa Blanca hacía de Flynn había un subtexto, astutamente insinuado por Bannon, que venía a decir lo siguiente: Mattis, el secretario de Defensa, era un general de cuatro estrellas, mientras que Flynn solo lo era de tres.

«Flynn me cae bien. Me recuerda a mis tíos —dijo Bannon—. Pero ese es precisamente el problema, que me recuerda a mis tíos.»

Bannon aprovechó el hedor general que cada vez estaba más asociado a Flynn —en todos menos en el presidente— para asegurarse un puesto en el Consejo de Seguridad Nacional, muchos de cuyos miembros esperaban ese momento como pistoletazo de salida de la derecha nacionalista para hacerse con el poder. Pero también querían que Bannon estuviera en el Consejo para parar los pies al impetuoso Flynn, siempre propenso a enfrentarse a casi todos (un alto cargo del servicio de inteligencia dijo que Flynn era «un coronel con uniforme de general»).

Como todos los que rodeaban a Trump, Flynn estaba enamorado de la mística oportunidad de estar en la Casa Blanca contra todo pronóstico; e inevitablemente, se volvió más ambicioso.

Flynn había trabajado para el Gobierno hasta el año 2014, cuando lo echaron de mala manera, de lo que culpaba a sus muchos enemigos de la CIA; pero se había establecido firmemente en el sector empresarial, sumándose a las filas de los antiguos cargos gubernamentales que ganaban dinero con las siempre crecientes redes globales de las grandes empresas y la financiación pública. Luego, tras coquetear con otros candidatos republicanos, se sumó a Trump. Flynn y Trump eran contrarios a la globalización; o, por lo menos, creían que el país estaba saliendo mal parado de las transacciones globales. Sin embargo, el dinero es el dinero; y Flynn, que se había jubilado y solo recibía unos cuantos cientos de miles de dólares al año en calidad de pensión, no lo iba a rechazar. Varios amigos y consejeros —incluido Michael Ledeen, viejo compinche anti-Irán y anti-CIA y coautor del libro de Flynn cuya hija trabajaba ahora para Flynn— le recomendaron que no aceptara honorarios procedentes de Rusia ni de las grandes agencias de «asesoría» que operaban en Turquía.

De hecho, ese era el tipo de error del que eran culpables casi todas las personas del mundo de Trump, incluidos el presidente y su familia. Vivían en realidades paralelas, y, mientras hacían campaña electoral, también tenían que vivir en un mundo bastante más posible, uno en el que Donald Trump no llegaría a ser presidente. Es decir, no podían descuidar sus negocios.

A principios de febrero, un amigo de Sally Yates que había sido abogado del Gobierno de Obama comentó, con deleite y considerable exactitud: «Ciertamente, es raro que vivas tu vida pensando que no te van a elegir y que, al final, te elijan. Es raro, y también una oportunidad enorme para tus enemigos».

En este caso, no importaba tanto la nube rusa que pendía sobre el Gobierno como el hecho de que los servicios de inteligencia desconfiaban tanto de Flynn y descargaban tanto en él su odio a Trump que, al final, Flynn había acabado convirtiéndose en su objetivo. En la Casa Blanca tenían la impresión de que, implícitamente, les estaban ofreciendo un trato: la cabeza de Flynn a cambio de su apoyo.

Al mismo tiempo, y en lo que parecía un resultado directo de la indignación del presidente con las insinuaciones sobre Rusia —en particular, la insinuación sobre la lluvia dorada—, el presidente estrechó aún más sus lazos con Flynn, apoyó a su asesor de Seguridad Nacional y afirmó una y otra vez que las acusaciones eran «basura», tanto en lo relativo a Flynn como en lo concerniente a él mismo. Cuando por fin lo despidieron, ofrecieron una declaración a la prensa en la que se mencionaba que Trump desconfiaba de él desde hacía tiempo; pero en realidad había sido al revés: cuantas más dudas despertaba Flynn, más seguro estaba el presidente de que el primero era un aliado fundamental.

 

 

Es posible que la filtración definitiva (o, al menos, la más dañina de las que se produjeron durante el breve ejercicio de Michael Flynn) procediera de sus enemigos del Consejo de Seguridad Nacional; y es igualmente posible que procediera del Departamento de Justicia.

El miércoles 8 de febrero, Karen DeYoung (del Washington Post) fue a ver a Flynn para lo que, en principio, iba ser una entrevista extraoficial. No se encontraron en su despacho, sino en una sala más florida del Edificio de la Oficina Ejecutiva Eisenhower, la misma sala donde los diplomáticos japoneses esperaron a Cordell Hull, entonces secretario de Estado, cuando supo del ataque a Pearl Harbour.

Teóricamente, se trataba de una entrevista sin importancia, de contexto general; y DeYoung, que parecía una Colombo, no despertó sospechas cuando sacó a colación la pregunta de rigor: «Mis colegas me han pedido que le pregunte lo siguiente: ¿habló con los rusos sobre las sanciones?».

Flynn contestó que no había mantenido ninguna conversación al respecto, ninguna en absoluto, y la entrevista, a la que asistió el portavoz y miembro del Consejo de Seguridad Nacional Michael Anton, terminó poco después. Pero aquel mismo día, DeYoung llamó a Anton y le preguntó si podía usar la negativa de Flynn, que había grabado. Anton dijo que no había problema —a fin de cuentas, la Casa Blanca quería enfatizar la negativa de Flynn—, y se lo notificó al propio Flynn.

Horas después, Flynn devolvió la llamada a Anton para hacerle partícipe de su inquietud al respecto. Anton le hizo una pregunta de examen: «Si supiera que la conversación se grabó y que podría salir a la luz, ¿seguiría estando seguro al cien por cien?». Flynn erró en la respuesta y Anton, súbitamente preocupado, le dijo que, si no estaba seguro, tendrían que «desdecirse».

La historia del Post, que apareció al día siguiente bajo tres artículos de otros periodistas —lo cual indicaba que la entrevista de DeYoung no era el plato fuerte en absoluto—, contenía nuevos detalles sobre la conversación con Kisliak, en la que el Post aseguraba ahora que sí se había tratado el asunto de las sanciones. El texto también incluía la negativa de Flynn («dijo dos veces “no”») y su retractación: «El martes, Flynn se retractó de lo dicho a través de su portavoz, quien afirmó que, “aunque no recordaba haber hablado de las sanciones, no estaba seguro de que no hubieran mencionado el tema”».

Tras la historia del Post, Priebus y Bannon volvieron a interrogar a Flynn. Flynn declaró no recordar lo que había dicho, aunque estaba seguro de que, si había surgido el asunto de las sanciones, lo habían tratado por encima. Curiosamente, nadie parecía haber oído la conversación con Kisliak ni leído una transcripción de la misma.

Mientras tanto, el equipo del vicepresidente, al que no habían informado de la súbita controversia, se cogió un berrinche que no se debía tanto a las posibles distorsiones de Flynn como al hecho de que los hubieran dejado al margen; pero el presidente se mantuvo impasible —o, según una versión, «agresivamente defensivo»—, y, ante la desconfianza de los cargos de la Casa Blanca, se llevó a Flynn a Mar-a-Lago para pasar el fin de semana que había planeado compartir con el primer ministro japonés, Shinzo Abe.

El sábado por la noche, en un espectáculo estrambótico, la terraza del Mar-a-Lago se convirtió en un salón público de estrategia donde el presidente Trump y el primer ministro Abe discutieron sobre la respuesta al lanzamiento norcoreano de un misil que había recorrido doscientos kilómetros antes de caer al mar del Japón. Michael Flynn se mantuvo justo detrás del presidente. Bannon, Priebus y Kushner creyeron que Flynn colgaba de un hilo, pero el presidente no era de la misma opinión.

Para los cargos altos de la Casa Blanca, el problema de librarse de Flynn no era tan grave como la relación de Trump con él, al que consideraban poco menos que un espía con uniforme de soldado. «¿En qué lío había metido al presidente? ¿En qué lío los había metido a todos?»

El lunes por la mañana, Kellyanne Conway apareció en la MSNBC para hacer una defensa férrea del asesor de Seguridad Nacional. «Sí —dijo—, el general Flynn cuenta con toda la confianza del presidente.» Muchos lo interpretaron como una demostración de que Conway no estaba bien informada, pero es más probable que sus declaraciones tuvieran su origen en alguna conversación directa con el presidente.

Aquella mañana, hubo una reunión en la Casa Blanca, pero no sirvió para convencer a Trump de que despidiera a Flynn. El presidente estaba preocupado por las consecuencias que podría conllevar el despido de su asesor de Seguridad Nacional veinticuatro días después de haberlo nombrado, y no quería que lo criticaran por haber hablado con los rusos, aunque fuera sobre sanciones. Desde su punto de vista, condenar a su asesor significaría asociarlo a un complot que ni siquiera existía. No dirigió su furia hacia Flynn, sino hacia el pinchazo telefónico «fortuito» que le habían hecho. Dejó claro que confiaba en su asesor, e insistió en que Flynn asistiría a la comida de ese mismo día con Justin Trudeau, primer ministro de Canadá.

Tras el almuerzo, hubo otra reunión. Habían salido a la luz nuevos detalles de la conversación telefónica, y empezaban a hacerse públicas las partidas de dinero que Flynn había recibido de varias entidades rusas; además, la teoría de que las filtraciones de los servicios de inteligencia —es decir, todo el lío ruso— iban dirigidas contra Flynn estaba cada vez más asentada. Al final, surgieron nuevas razones por las que Flynn debía ser despedido, pero no por sus contactos rusos, sino por haber mentido al respecto al vicepresidente. Fue una interpretación tan forzada como conveniente del concepto de cadena de mando, porque Flynn no respondía ante el vicepresidente Pence, además de que el primero, indiscutiblemente, tenía mucho más poder que el segundo.

El razonamiento convenció a Trump, que al final se mostró de acuerdo en que Flynn se tenía que ir. Sin embargo, el presidente no dejó de creer en él; al contrario, los enemigos de Flynn eran también sus enemigos. Y Rusia era una pistola que apuntaba a su cabeza.

Aunque fuera a regañadientes, no tenía más remedio que despedirlo; pero Flynn seguía siendo su chico.

Expulsado de la Casa Blanca, Flynn se convirtió en el primer contacto oficial directo entre Trump y Rusia. Y, en función de lo que pudiera decir y de a quién pudiera decírselo, también era, potencialmente, la persona más poderosa de Washington.