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CPAC

 

 

 

El 23 de febrero, en Washington hacía una temperatura de veinticuatro grados centígrados, y el presidente se levantó quejándose de que en la Casa Blanca hacía demasiado calor. Sin embargo, por una vez, las quejas del presidente no eran prioritarias. En el ala oeste, todos estaban entusiasmados organizando una serie de vehículos compartidos para ir a la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés). Se trataba de la reunión anual de los activistas conservadores, cuyas dimensiones ya superaban la capacidad de las salas de actos de los hoteles de Washington, a raíz de lo cual se había trasladado al Gaylord Resort, en National Harbor (Maryland). La CPAC, firmemente plantada a la derecha de la centroderecha y ambivalente respecto de los vectores conservadores que divergían desde ese punto, tenía desde hacía tiempo una relación incómoda con Trump, pues como conservador les parecía dudoso, o, directamente, un charlatán. La CPAC también consideraba que Bannon y Breitbart constituían un conservadurismo extravagante. Durante varios años, Breitbart había contraprogramado una conferencia en un lugar cercano titulada «Los que no están invitados».

Ese año, la Casa Blanca de Trump iba a dominar o incluso absorber la conferencia, y todo el mundo quería estar presente en un momento tan dulce como aquel. El presidente, cuyo discurso estaba programado para el segundo día, se dirigiría a la conferencia durante su primer año de mandato, como también había hecho en su día Ronald Reagan, mientras que Bush padre e hijo, en cambio, recelosos de los activistas conservadores y de la CPAC, habían tratado la conferencia con desaire.

Kellyanne Conway, que ese año era la conferenciante inaugural, había acudido acompañada de su ayudante, sus dos hijas y una niñera. Para Bannon, esa era su primera aparición oficial durante la presidencia de Trump, y en su comitiva se encontraban Rebekah Mercer —la donante más importante de Trump y fundadora de Breitbart—, su hija pequeña y Allie Hanley, una aristócrata de Palm Beach, donante de la causa conservadora y amiga de Mercer. (La imperiosa Hanley, que aún no había conocido a Bannon, dijo de él que su aspecto era «sucio».)

Bannon tenía que entrevistarse en la sesión de tarde con el presidente de la CPAC Matt Schlapp, una figura de afabilidad tensa que parecía dispuesta a aceptar que Trump se hubiera hecho con su conferencia. Unos días antes, Bannon había decidido incluir a Priebus en la entrevista como gesto personal de buena voluntad y como demostración pública de unidad: el germen de una alianza contra Kushner.

Cerca de allí, en Alexandria, Virginia, Richard Spencer, el presidente del Instituto de Política Nacional —un organismo descrito, en ocasiones, como un «gabinete estratégico supremacista blanco»— que, a pesar de las reticencias de la Casa Blanca, había abrazado la presidencia de Trump como una victoria personal, organizaba su viaje a la CPAC, a la que consideraba una marcha triunfal tanto para él como para el equipo de Trump. El mismo Spencer que en el 2016 había declarado «Celebremos como si fuera 1933» (año en el que Hitler ascendió al poder) había provocado una gran protesta después de las elecciones con su famoso saludo «Hail Trump», para acabar consiguiendo el estatus de mártir cuando un protestante le atizó un puñetazo en la toma de posesión y todo quedó inmortalizado en YouTube.

La CPAC, organizada por los vestigios del movimiento conservador tras la derrota apocalíptica de Barry Goldwater en 1964, había hecho gala de su incansable estoicismo y se había convertido en la columna vertebral de la supervivencia y del triunfo conservador. Había purgado a los de la John Birch Society y a la derecha racista y abrazado los principios filosóficos conservadores de Russel Kirk y de William F. Buckley. Con el tiempo, refrendó el Gobierno reducido de la era Reagan y la reforma antirregulatoria, y añadió los aspectos de las guerras culturales —antiabortismo, anti matrimonio gay y cierta inclinación evangelista— y se casó con los medios conservadores: primero con la radio de la derecha y, más tarde, con Fox News. Partiendo de esta aglomeración, desarrolló una tesis artificiosa de pureza conservadora, sincronía y peso intelectual que lo abarcaba todo. Parte de la diversión de asistir a la conferencia CPAC, que atraía a un amplio surtido de jóvenes conservadores (a quienes las crecientes filas de la prensa liberal que cubrían el acontecimiento denominaban, en tono de mofa, «la gente de Alex P. Keaton»), era aprender el catecismo conservador.

Sin embargo, tras el gran auge de Clinton en los noventa, la CPAC empezó a escindirse durante los mandatos de George W. Bush. Fox News se convirtió en el centro emocional del conservadurismo estadounidense. Los libertarios y otras facciones disidentes (entre ellos, los paleoconservadores) rechazaban cada vez más a los neoconservadores de Bush y la guerra de Irak. Mientras tanto, la derecha de los valores familiares estaba en el punto de mira de los conservadores más jóvenes. Durante los años de Obama, el movimiento conservador se sentía cada vez más perplejo por el negacionismo del Tea Party y los nuevos medios iconoclastas de la derecha, ejemplo de los cuales era Breitbart News, que fue excluido de la CPAC de manera muy significativa.

En el 2011, profesando lealtad al conservadurismo, Trump presionó al grupo para conseguir espacio en el programa para un discurso. Gracias a una contribución generosa en metálico, se hizo con un hueco de quince minutos. Aunque se suponía que el propósito de la CPAC era afinar ciertas corrientes del partido conservador, la conferencia también prestaba atención a una gran variedad de famosos conservadores que a lo largo de los años incuyó a Rush Limbaugh, Ann Coulter y varias estrellas de Fox News. El año anterior a la reelección de Obama, Trump encajaba en esta categoría. En cambio, cuatro años más tarde, la opinión era muy diferente. En invierno del 2016, la carrera por las primarias republicanas aún estaba muy reñida, y Trump, a quien se veía como apóstata republicano pero también como el republicano de las multitudes, decidió renunciar a la CPAC y al frío recibimiento que le habrían ofrecido.

En el 2017, en honor a la nueva alineación con la Casa Blanca de Trump y Bannon, se había anunciado que la estrella de la conferencia sería la figura de la derecha alternativa Milo Yiannopoulos, un provocador británico, homosexual y de derechas que trabajaba para Breitbart News. Yiannopoulos —cuya postura era más afín a un provocador de izquierdas del sesenta y ocho que a alguien de la derecha y parecía fundamentarse en un desacato a la corrección política y a las convenciones sociales que suscitaba histeria y protestas de la izquierda— era la figura conservadora más desconcertante que se pueda imaginar. Se había insinuado de forma sutil que la CPAC había escogido a Yiannopoulos precisamente para enarbolar a Bannon y la Casa Blanca gracias a la conexión implícita con el periodista, pues el joven había sido una especie de protegido del asesor del presidente. Pero, dos días antes de la inauguración de la CPAC, un bloguero conservador descubrió un vídeo de Yiannopoulos en un extraño jolgorio que parecía justificar la pedofilia, y la Casa Blanca dejó claro que tendrían que prescindir de él.

Aun así, la presencia de la Casa Blanca en la CPAC —además del presidente, estaban Bannon, Conway, la secretaria de educación Betsy DeVos y el excéntrico asesor de política exterior, y antiguo colaborador de Breitbart, Sebastian Gorka— desvió la atención del fiasco de Yiannopoulos. La CPAC siempre buscaba aligerar la carga de políticos aburridos con estrellas, y ese año Trump y cualquiera que estuviese vinculado a él se convirtieron en las estrellas más relucientes. Mercedes Schlapp, esposa de Matt Schlapp —la CPAC era un asunto familiar— y columnista del Washington Times que más tarde se uniría al equipo de comunicaciones de la Casa Blanca, entrevistó a Conway con toda su familia ante un auditorio lleno, al más puro estilo Oprah. Fue un retrato íntimo e inspirador de una mujer que había conseguido grandes logros, el tipo de entrevista que Conway consideraba que le habrían ofrecido las grandes cadenas de no haber sido una republicana partidaria de Trump; un tratamiento que, como ella misma apuntaría, sí le habían dado a predecesoras demócratas como Valerie Jarrett.

Más o menos cuando Conway explicaba su corriente particular de feminismo antifeminista, Richard Spencer llegaba al centro de convenciones con intención de asistir al taller «La derecha alternativa no va por el buen camino», un intento modesto de reafirmar los valores tradicionales de la CPAC. Spencer, que desde la victoria de Trump se había dedicado de lleno al activismo y a aprovechar las oportunidades de salir en los medios, tenía planeado situarse en el auditorio, de modo que le concediesen la primera pregunta. Sin embargo, nada más llegar y pagar los ciento cincuenta dólares de la inscripción, había atraído la atención de un reportero, y después de otro, hasta rodearse de un pequeño corro, una melé espontánea de periodistas, a lo que reaccionó ofreciendo una rueda de prensa improvisada. Igual que Yiannopoulos y, en muchos sentidos, igual que Trump y que Bannon, Spencer ayudaba a señalar las paradojas del movimiento conservador moderno. Era racista, pero no precisamente conservador, pues era, por ejemplo, un defensor obstinado de la sanidad pública. Y la atención que le prestaban tenía menos que ver con el conservadurismo que con los esfuerzos que hacían los medios liberales por desprestigiar el movimiento. Por ese motivo, cuando el corro de periodistas rozaba la treintena, hizo su aparición la policía de las paradojas de la CPAC.

—No es bien recibido en estas instalaciones —le anunció un vigilante de seguridad—. Quieren que las abandone. Quieren que deje lo que está haciendo. Que se marche de las instalaciones.

—Vaya —contestó Spencer—. ¿Pueden pedirme eso?

—Ya basta de debate —dijo el vigilante—. Esta es una propiedad privada, y la CPAC quiere que la abandone.

Le retiraron la acreditación y lo acompañaron hasta la parte del hotel que no ocupaba la conferencia, donde, con el orgullo intacto y arropado por la comodidad del vestíbulo, se puso a enviar mensajes de texto y correos electrónicos a los periodistas que tenía en la agenda.

Lo que Spencer quería señalar era que su presencia en la conferencia no era tan negativa ni paradójica como la de Bannon o, quizá, la de Trump. Podían echarlo a él, pero, a escala histórica, eran los conservadores los que estaban siendo expulsados de su propio movimiento por el nuevo grupo —Trump y Bannon incluidos—, a los que Spencer llamaba «los identitarios», defensores de «los intereses, valores, costumbres y cultura de los blancos».

Spencer se creía el verdadero seguidor de Trump, y los demás, meros casos aparte.

 

 

En la sala de descanso, cuando Bannon, Priebus y sus respectivas comitivas ya habían llegado, Bannon, que llevaba camisa y chaqueta oscuras y pantalón blanco, estaba apartado, hablando con su asistente Alexandra Preate. Priebus estaba sentado en la silla de maquillaje, esperando con paciencia mientras le aplicaban sucesivas capas de base, polvos y brillo de labios.

—Steve —dijo Priebus señalando la silla al levantarse.

—No, da igual —respondió Bannon.

Alzó la mano, otro de los pequeños gestos que repetía de continuo y que, de manera significativa, debían definirlo como algo alejado de la gente falsa que poblaba la ciénaga de la política y, también, de Reince Priebus y su maquillaje.

La importancia de la primera aparición pública de Bannon —después de días de aparente agitación en el ala oeste; de salir en la portada de la revista Time; de la interminable especulación sobre su poder y sus verdaderas intenciones; de su ascenso, al menos en los medios, al haberse convertido en el principal misterio de la Casa Blanca de Trump— no se podía subestimar. En su mente, aquel era un momento que había coreografiado con cuidado. Su desfile victorioso. Según creía, había triunfado en el ala oeste; había demostrado su superioridad respecto de Priebus y el yerno idiota. Y ahora iba a controlar la CPAC. Pero de momento afectaba confianza, a pesar de que, al mismo tiempo, era él quien debería estar acicalándose. Su reticencia a que lo maquillasen no era solo una manera de denigrar a Priebus, sino su forma de decir que, como buen soldado, se dirigía al frente sin protección alguna.

«Sabes lo que piensa incluso cuando no lo sabes —explicó Alexandra Preate—. Es como el niño bueno que todo el mundo sabe que, en realidad, es malo.»

Cuando los dos hombres salieron al escenario y aparecieron en las pantallas gigantes, el contraste entre ambos no podría haber sido mayor. El polvo de maquillaje de Priebus le daba aspecto de maniquí, y su traje, con ese pin en la solapa, parecía infantil. Bannon, el hombre que supuestamente no quería publicidad, estaba comiéndose la cámara. Era una estrella del country: Johnny Cash. Le estrechó la mano a Priebus con autoridad, se sentó y adoptó una postura relajada, mientras que Priebus se inclinaba hacia adelante, ansioso.

Priebus empezó con las típicas frases manidas. Bannon, cuando le llegó el turno, lanzó una pulla irónica:

—Quiero darte las gracias por invitarme, por fin, a la CPAC.

—Hemos decidido que todo el mundo forma parte de nuestra familia conservadora —le contestó Matt Schlapp con resignación.

A continuación, le dio la bienvenida «al fondo de la sala», donde se habían situado los cientos de reporteros que cubrían el acontecimiento.

—¿Es ese el partido de la oposición? —preguntó Bannon, y se hizo una visera con la mano.

Schlapp fue directo a las preguntas pactadas.

—Hemos leído mucho sobre vosotros…

—Todo bueno —contestó Priebus, tenso.

—Estoy seguro de que no todo es acertado —dijo Matt Schlapp—. Seguro que hay cosas que no están bien descritas. Permitidme que os pregunte a los dos cuál es el error más generalizado sobre lo que está ocurriendo en la Casa Blanca de Trump.

Bannon respondió con una sonrisita y no dijo nada, mientras que Priebus rindió tributo a la estrecha relación que mantenía con Bannon.

Bannon, con un brillo en la mirada, cogió el micrófono como si fuera una trompeta y bromeó sobre lo cómodo que era el despacho de Priebus —dos sofás y una chimenea— y lo simple que era el suyo.

Priebus se ciñó al mensaje:

—Es… vaya, es algo que en realidad… algo que todos habéis ayudado a construir, que es, cuando se une, y lo que esta elección ha demostrado, y lo que el presidente Trump ha demostrado, y, no nos engañemos: yo puedo hablar de datos y del trabajo de campo, y Steve puede hablar de grandes ideas, pero lo cierto es que Donald Trump, el presidente Trump, ha vuelto a unir al partido y al movimiento conservador, y os digo que si el partido y el movimiento conservador van de la mano —aquí, Priebus hizo chocar los puños— como Steve y yo, entonces son imparables. Y el presidente Trump es el único, la única persona que… y lo digo después de haber supervisado a dieciséis personas que querían matarse, que Donald Trump es el que ha conseguido unir a este país, a este partido y a este movimiento. Y Steve y yo lo sabemos y lo vivimos a diario, y nuestro trabajo es llevar el programa del presidente Trump ahí afuera, por escrito.

Mientras Priebus recuperaba el aliento, Bannon se hizo con el testigo.

—Creo que si os fijáis en el partido de la oposición —dijo, y señaló el fondo de la sala— y en cómo han informado sobre la campaña y sobre la transición, y en las cosas que dicen del Gobierno, veréis que nunca lo hacen bien. El día que Kellyanne y yo empezamos, nos dirigimos a Reince, a Sean Spicer, a Katie… Es el mismo equipo. El mismo que estaba dando el callo durante la campaña, el mismo equipo que se encargó de la transición, y, si os acordáis, la campaña electoral fue de lo más caótico. Tal como la describieron los medios, fue muy caótica, muy desorganizada, muy poco profesional, y no tenían ni idea de lo que hacían, pero luego los visteis a todos llorando, la noche del 8 de noviembre.

En la Casa Blanca, Jared Kushner, que al principio veía el acto sin prestar demasiada atención pero luego se concentró más, de pronto se enfadó. Hombre de piel fina, siempre a la defensiva y en guardia, percibió el discurso de Bannon como un mensaje dirigido a él. Bannon acababa de otorgar el mérito de la victoria de Trump a todos los demás. Kushner estaba seguro de que se trataba de una provocación.

Cuando Schlapp les pidió a ambos que enumerasen los logros de los treinta días anteriores, Priebus se quedó sin saber qué decir, hasta que se aferró al juez Gorsuch y a las órdenes ejecutivas de liberalización, «todo ello», dijo Priebus, «cosas con las que están de acuerdo —y aquí tuvo problemas para seguir— el ochenta por ciento de los estadounidenses».

Tras una pausa breve, como si esperase que se despejara el ambiente, Bannon levantó el micro:

—Yo lo clasifico en tres verticales, tres cubetas. La primera es la seguridad y la soberanía nacional, es decir: los servicios de inteligencia, el Departamento de Defensa y el de Seguridad Nacional. La segunda área de trabajo es lo que yo llamo «nacionalismo económico», y eso se traduce en Wilbur Ross como secretario de Comercio; Steve Mnuchin en el Tesoro; [Robert] Lighthizer como representante de Comercio; Peter Navarro [y] Stephen Miller, que están replanteándose cómo reconstruir los tratados de comercio que tenemos por todo el mundo. La tercera área de trabajo, a grandes rasgos, es la deconstrucción del estado administrativo —aquí Bannon calló un momento. La frase, que jamás se había pronunciado en la política estadounidense, suscitó grandes aplausos—. De la manera que funciona la izquierda progresista, si no consiguen aprobar una ley, crean algún tipo de normativa en alguna de las agencias. Todo eso lo vamos a deconstruir.

Schlapp hizo otra de las preguntas preparadas, en este caso sobre los medios.

Priebus aprovechó la oportunidad, divagó con vacilación un rato y, sin saber bien cómo, acabó con un comentario positivo: «Todos trabajaremos juntos».

Una vez más, Bannon cogió el micrófono cual Josué, hizo una floritura con la mano y proclamó:

—No solo no va a mejorar, sino que va a ser cada día peor —que era su cantinela apocalíptica característica—, y os diré el motivo. Y, por cierto, la lógica interna tiene sentido: los medios corporativos y globalistas que se oponen categóricamente, se oponen categóricamente a un programa de nacionalismo económico como el de Donald Trump. Y va a empeorar por lo siguiente: porque él continuará con su programa. Y, a medida que las condiciones económicas mejoren, a medida que el empleo mejore, ellos continuarán luchando. Por eso estoy tan orgulloso de Donald Trump. Todas las oportunidades que tuvo de abandonar esta parte del proyecto, la cantidad de gente que le decía: «Tienes que moderarte» —eso sí era una pulla para Kushner—. Todos los días, en el Despacho Oval, nos dice a Reince y a mí: «Yo le prometí esto a la gente de Estados Unidos. Se lo prometí en campaña. Y voy a cumplirlo».

Y, por fin, la última pregunta preacordada:

—¿Puede combinarse el movimiento de Trump con lo que está ocurriendo en la CPAC y con los últimos cincuenta años del movimiento conservador? ¿Podemos unirnos todos? ¿Salvará eso al país?

—Bueno, como equipo, tenemos que estar unidos —dijo Priebus—. Para conseguirlo, necesitamos trabajar todos juntos.

Bannon empezó a hablar despacio, mirando a su público cautivo, que estaba fascinado:

—Yo he dicho que de aquí está saliendo un nuevo orden político que aún está formándose. Si miramos la variedad de opiniones que hay en esta sala, tanto si eres populista como si eres un conservador que cree en el gobierno limitado, o un libertario o un nacionalista económico, tenemos opiniones muy variadas y, a veces, divergentes, pero yo creo que el núcleo de nuestra ideología es que somos una nación con una economía, no una economía situada en un mercado global sin fronteras, sino que somos una nación con cultura, con una razón de ser. Creo que eso es lo que nos une. Y eso es lo que unirá a este movimiento para que avancemos todos juntos.

Bannon bajó el micrófono tras un segundo que podría interpretarse como una leve vacilación, y el público rompió en un aplauso repentino y atronador.

Viéndolo desde la Casa Blanca, Kushner, que había llegado a creer que, cuando Bannon usaba las palabras «frontera», «global», «cultura» y «unir», lo hacía con fines insidiosos, y que cada vez estaba más convencido de que los comentarios iban dirigidos a él, montó en cólera.

 

 

Kellyanne Conway estaba cada vez más preocupada porque el presidente, que tenía setenta años, sufría insomnio y parecía cansado. Tal y como ella lo veía, lo que empujaba al equipo era la actitud infatigable del presidente, aunque en realidad se trataba de una agitación constante. Durante la campaña, siempre añadía paradas y discursos. Dobló su propio período de campaña; mientras Hillary hacía media jornada, él hacía jornada doble. Absorbía la energía del público. Pero, ahora que vivía solo en la Casa Blanca, parecía estar perdiendo el paso.

No obstante, ese día volvía a ser él mismo. Había hecho una sesión de rayos ultravioletas y se había aclarado el pelo; al despertarse esa mañana de invierno a veinticinco grados centígrados en la segunda jornada de la CPAC, el presidente que negaba el calentamiento global parecía otra persona. O, al menos, una visiblemente más joven. A la hora acordada, se dirigió al salón de baile del Gaylord Resort. El aforo estaba completo, con todas las corrientes de los creyentes conservadores —Rebekah Mercer y su hija, en primera fila— y con cientos de medios en una galería sin asientos. El presidente salió al escenario no al trote, al estilo televisivo, sino con paso lento y arrogante, al son de las estrofas de I’m Proud to Be an American. Llegaba al escenario como un forzudo de la política, un hombre que ocupaba su momento, y, a medida que se acercaba despacio al atril, volvió a su papel de showman, empezó a aplaudir y a dar las gracias moviendo solo los labios, con la punta de la corbata carmesí asomando por encima del cinturón.

Aquel sería su quinto discurso en la CPAC. Por mucho que a Steve Bannon le gustara considerarse el artífice de Donald Trump, también parecía pensar que el hecho de que Trump llevase desde el 2011 acudiendo a la conferencia con el mismo mensaje era señal de mayor legitimidad y de algo asombroso en sí mismo. No era un enigma, sino un mensajero. El país estaba sumido en el desastre, una palabra que había resistido el paso del tiempo, según Trump. Los líderes del país eran débiles, y este había perdido su grandeza. La única diferencia era que, en el 2011, él todavía leía sus discursos y solo improvisaba de forma ocasional, mientras que ahora lo improvisaba todo.

«Mi primer gran discurso fue en la CPAC —empezó a decir el presidente—, supongo que hace cinco o seis años. Fue mi primer gran discurso político. Vosotros estabais presentes. Me encantó. Me encantó la gente. Me encantó el alboroto. Hicieron unas encuestas, y mis resultados fueron los mejores. Y ni siquiera era candidato, ¿verdad? Pero ¡me dio la idea! Y ver lo que ocurría en el país me preocupó un poco, así que dije: “Hagámoslo”. Fue emocionante. Salí al escenario de la CPAC. Tenía muy pocas notas y estaba aún menos preparado —de hecho, el discurso del 2011 lo leyó entero—. Cuando casi no tienes notas y no te has preparado, y te vas, y todo el mundo está entusiasmado, piensas: “Creo que esto me gusta”.»

Ese primer preámbulo dio paso al siguiente preámbulo.

«Quiero que todos sepáis que estamos luchando contra las noticias falsas. Es todo mentira. Falso. Hace unos días, dije que las noticias falsas eran el enemigo del pueblo. Porque no tienen fuentes. Se las inventan cuando no hay nada. Hace poco vi un artículo que decía “nueve personas lo han confirmado”. Esas nueve personas no existen. No creo que hubiera ni una ni dos personas. Nueve personas. Y dije: “Venga ya”. Conozco a esa gente. Sé con quién hablan. No hubo nueve personas. Pero ellos dicen que nueve…»

Cuando apenas habían transcurrido unos pocos minutos de los cuarenta y ocho que duró, el discurso ya había descarrilado, y el presidente había caído en un bucle.

«Puede que se les dé mal hacer encuestas. O a lo mejor no son de fiar. Es una cosa o la otra. Son muy listos. Son muy astutos. Y son muy deshonestos… Para concluir —dijo, aunque continuaría hablando durante cuarenta y siete minutos más—, este es un tema muy delicado, y cada vez que desenmascaramos una de sus historias falsas, ellos se enfadan. Dicen que la Primera Enmienda dice que no podemos criticar la cobertura deshonesta que hacen. Ya sabéis que siempre salen con lo de la “Primera Enmienda” —dijo con voz de falsete—. A mí me gusta mucho la Primera Enmienda. A nadie le gusta más que a mí. A nadie.»

Todos los miembros de la comitiva Trump se esforzaban por poner cara de póquer. Si relajaban la expresión era con algo de retraso, como si esperasen a tener el permiso de las risas o los vítores del público. De no ser por eso, no parecían darse cuenta de si el presidente estaba teniendo éxito con sus peculiares divagaciones.

«Por cierto, vosotros, los que estáis aquí: este sitio está a reventar. Hay colas que ocupan seis manzanas —dijo, aunque, fuera del vestíbulo atestado, no había ninguna cola—. Os lo digo porque no lo leeréis en ninguna parte. Pero hay colas de seis manzanas.

»Estamos todos unidos por una lealtad: nuestra lealtad a Estados Unidos. Estados Unidos… Todos saludamos con orgullo la misma bandera de Estados Unidos, y todos somos iguales, iguales a los ojos de Dios todopoderoso. Somos iguales. Y, por cierto, quiero darle las gracias a la comunidad evangelista, la comunidad cristiana, las comunidades de fe, a los rabinos y a los curas y a los pastores y ministros, porque, para mí, su apoyo, como ya sabéis, fue un récord, y no solo la cantidad de personas, sino los porcentajes de los que votaron a Trump. Una asombrosa marea de votos, y yo no os decepcionaré. Mientras tengamos fe los unos en los otros y confiemos en Dios, ningún objetivo estará fuera de nuestro alcance… ningún sueño será demasiado grande… ninguna tarea, demasiado difícil. Somos estadounidenses, y el futuro nos pertenece. América ruge. Va a crecer y a ser mejor y más fuerte que nunca…»

En el ala oeste, alguien había especulado, no demasiado en serio, sobre cuánto tiempo podría hablar si tuviera el control del tiempo y no solo de lo que decía. El consenso parecía ser que para siempre. El sonido de su propia voz, su desinhibición, el hecho de que el pensamiento y la narración lineales no fueran necesarios, el asombro que suscitaba su falta de orden y una provisión inagotable de asociaciones libres: todo eso indicaba que su único límite eran los compromisos y la capacidad de atención de los demás.

Los momentos de improvisación de Trump siempre habían tenido dimensiones existenciales, pero más para sus asistentes que para él, que hablaba feliz y ajeno a lo que lo rodeaba, convencido de ser un gran narrador y orador público, mientras que su equipo aguantaba la respiración. Si en una de las frecuentes ocasiones en las que sus discursos daban tumbos sin dirección clara se sucedía un momento de auténtica locura, a su equipo no le quedaba más remedio que responder como si fueran adeptos actores del método. Hacía falta una disciplina total para no reaccionar ante lo que estaba a la vista de todos.

 

 

Cuando el presidente estaba concluyendo su discurso, Richard Spencer —que, antes de que pasasen cuatro meses desde la victoria de Trump, iba camino de convertirse en el neonazi más famoso de Estados Unidos desde George Lincoln Rockwell— había regresado a un asiento del vestíbulo del Gaylord Resort para argumentar su afinidad con Donald Trump y, según creía él, viceversa.

Es curioso que Spencer fuera una de las pocas personas que intentaban atribuirle una doctrina intelectual al trumpismo. Situado entre los que se tomaban a Trump en sentido literal pero no en serio y los que se lo tomaban en serio pero no en sentido literal estaba Richard Spencer. En la práctica, él hacía ambas cosas, y argumentaba que, si Trump y Bannon eran los peces piloto de un nuevo movimiento conservador, Spencer, que era propietario del dominio altright.com y se creía el más puro representante del movimiento, era el pez piloto de ellos dos, aunque ellos no lo supieran.

Spencer era lo más cercano a un nazi auténtico que la mayoría de reporteros había visto, una especie de hierba gatera para la prensa liberal que se había aglomerado en la CPAC. Y podría afirmarse que su explicación de la política anómala de Trump era válida.

Spencer había progresado a base de escribir artículos en publicaciones conservadoras, pero él no se identificaba con ninguno de los principios republicanos o conservadores. Era un provocador posderecha, pero carecía de la mordacidad y de las cualidades de la clase privilegiada estadounidense que ostentaban Ann Coulter o Milo Yiannopoulos. Ellos eran reaccionarios efectistas, pero Spencer lo era de verdad: un racista auténtico con una buena educación. En su caso, de la Universidad de Virginia, la Universidad de Chicago y la de Duke.

Fue Bannon el que dio alas a Spencer al calificar a Breitbart de «plataforma para la derecha alternativa». Era el movimiento que Spencer afirmaba haber fundado, o, como mínimo, él era el propietario del dominio.

«No creo que Bannon ni Trump sean identitarios ni de la derecha alternativa», explicó Spencer, apostado en su campamento del Gaylord, justo al otro lado de la frontera de la CPAC. A diferencia de él, no eran racistas filosóficos (que no era lo mismo que el racismo instintivo y visceral), «pero están abiertos a ideas como esta. Y a las personas que están abiertas a ideas como esta. Somos la guinda del pastel».

Spencer tenía razón. Trump y Bannon, junto con Sessions, eran los políticos nacionales que más se habían acercado a tolerar una opinión política racista desde el movimiento por los derechos civiles.

«Trump ha dicho cosas que a los conservadores no se les habrían ocurrido… Las críticas a la guerra de Irak, el vapuleo a la familia Bush… No me podía creer que hubiera hecho algo así, pero lo hizo. Que se jodan. Al fin y al cabo, si una familia blanca, anglosajona y protestante produce a un par como Jeb y W., es una señal indiscutible de degeneración. Y ahora se casan con mexicanos. La mujer de Jeb… se casó con su ama de llaves o algo así.

»En el discurso que Trump pronunció en la CPAC del 2011, exigió de manera específica que no se limitase tanto la inmigración de ciudadanos europeos. Dijo que deberíamos recrear una América que fuera mucho más estable y hermosa. Ningún otro político conservador diría cosas así. Pero, por otra parte, todo el mundo lo pensaba. Así que decirlo es algo muy potente. Es evidente que estamos en proceso de normalización.

»Somos la vanguardia de Trump. La izquierda dirá que Trump es un nacionalista y casi racista, o un racista tácito. Los conservadores, como son todos tan tontos, dicen: “No, claro que no. Es constitucionalista”, o lo que sea. Pero nosotros, desde la derecha alternativa, diremos que es nacionalista y racista. Su movimiento es un movimiento blanco. Es evidente.»

Spencer hizo una pausa con cara de suma satisfacción antes de proseguir: «Le damos una especie de permiso».

 

 

Cerca de él, en el mismo vestíbulo, Rebekah Mercer estaba tomando un tentempié con su hija, a la que educaba en casa, y con su amiga —y, como ella, donante de la causa conservadora— Allie Hanley. Las dos mujeres estaban de acuerdo en que el discurso del presidente había sacado a relucir todo su refinamiento y su encanto.