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DEROGAR Y REEMPLAZAR

 

 

 

Unos días después de las elecciones, Steve Bannon le dijo al presidente electo que tenían los votos suficientes para sustituir a Paul Ryan por Mark Meadows en el cargo de presidente de la Cámara, líder del Freedom Caucus, inspirado en el Tea Party, y partidario de Trump desde el inicio de la campaña. (Su esposa se había ganado el respeto del bando de Trump haciendo campaña en el Cinturón de la Biblia durante el fin de semana del escándalo de Billy Bush.) Con una ceja enarcada, Katie Walsh calificó el gesto de «artimaña Breitbart».

Ganar las elecciones presidenciales y destituir a Ryan —y, a ser posible, humillarlo— era lo que Bannon quería conseguir en última instancia, además de la expresión perfecta de la comunión de pensamiento entre el bannonismo y el trumpismo. Desde el principio, la campaña de Breitbart contra Paul Ryan formaba una parte muy importante de la de apoyo a Donald Trump. Que catorce meses después de empezar la cruzada se aceptase la participación directa de Trump y de Bannon fue, en parte, porque Trump había echado el sentido común político por la borda, y estaba dispuesto a liderar la carga contra Paul y contra los padrinos del Grand Old Party, como se conoce al partido republicano. Aun así, Breitbart y Trump no veían a Ryan del mismo modo.

En Breitbart se pensaba que el nombramiento de Ryan como presidente de la Cámara había puesto fin a la rebelión y a la transformación que había apartado al anterior presidente John Boehner del puesto y que, sin duda, podría estar pensada para convertir a la Cámara en el centro de un nuevo republicanismo radical. Ryan era el compañero de lista de Mitt Romney y la figura que había fusionado la supuesta incuestionabilidad de la rectitud republicana con una política fiscal conservadora y metódica, pues había sido el presidente de la Comisión de Medios y Arbitrios y de la Comisión de Presupuesto. Además, era oficialmente la mejor y única esperanza del partido republicano. (Como era de esperar, Bannon había convertido este hecho en uno de los temas de conversación oficiales de Trump: «A Ryan lo crearon en una placa de Petri, en la Fundación Heritage».) Si la rebelión del Tea Party había desplazado al partido republicano aún más hacia la derecha, Ryan formaba parte del lastre que impedía que continuase en esa dirección, o que, al menos, conseguía que lo hiciera a un paso mucho más lento. En este sentido, representaba una firmeza adulta de hermano mayor que contrastaba con la inmadurez e hiperactividad del Tea Party, además de una estoica resistencia de mártir contra el movimiento Trump.

Mientras que la clase dirigente republicana había promovido la madurez y la sagacidad de Ryan, el ala de Breitbart, Bannon y el Tea Party habían organizado una campaña que pretendía mostrar a un Ryan muy poco comprometido con la causa y que, además, era un estratega inepto y un líder incompetente. Para ellos, no era más que un chiste: el ejemplo definitivo de un político ineficaz que provocaba risa y vergüenza.

La aversión que Trump sentía por Ryan estaba mucho menos estructurada. No se había formado una opinión sobre sus capacidades como político, ni tampoco había prestado demasiada atención a su posicionamiento. Su criterio era personal: Ryan lo había insultado una y otra vez. Ryan siempre había apostado en su contra. Ryan se había convertido en el símbolo del horror y de la incredulidad con la que la clase dirigente republicana veía a Trump. Por si fuera poco, Ryan había alcanzado cierta estatura moral a base de faltarle el respeto (y, como de costumbre, Trump consideraba que cualquier victoria conseguida a su costa era un doble insulto). En la primavera del 2016, Ryan era ya la única alternativa a Trump como candidato, y muchos republicanos opinaban que, con una sola palabra, la convención se volcaría en Ryan. Sin embargo, el plan astuto de Ryan era permitir que su contrincante se hiciera con la candidatura para, más tarde, alzarse como clara alternativa a liderar el partido tras la derrota histórica de Trump y la purga inevitable del ala compuesta por el Tea Party, Breitbart y Trump.

No obstante, las elecciones destruyeron a Paul Ryan, al menos a ojos de Steve Bannon. Trump no solo había salvado al Partido Republicano, sino que había conseguido una mayoría muy potente. El sueño de Bannon se había cumplido, y el movimiento del Tea Party había obtenido el poder con Trump como sorprendente cabecilla: el poder total. El Partido Republicano estaba en sus manos. El siguiente paso lógico y necesario era rematar a Paul Ryan en público.

Sin embargo, el abismo que había entre el desprecio estructural de Bannon por Paul Ryan y el resentimiento personal de Trump era muy amplio. Mientras Bannon pensaba que Ryan no estaba dispuesto ni capacitado para llevar a cabo el nuevo programa Bannon-Trump, Trump consideraba que el castigo había resultado en un Ryan abyecto, satisfactorio, sumiso y útil. Bannon quería deshacerse de la clase dirigente republicana al completo, y Trump se conformaba con ver que ahora parecía doblegarse ante él.

«Es un tipo muy listo —dijo Trump, tras la conversación que mantuvo con el presidente de la Cámara después de las elecciones—. Un hombre muy serio. Todo el mundo lo respeta.»

Ryan «desplegó niveles de adulación tan altos y peliculeros que daba vergüenza ver cómo lo agasajaba», según uno de los asistentes sénior del presidente, y así consiguió retrasar su ejecución. Mientras Bannon abogaba por Meadows, que era mucho menos flexible que Ryan, Trump tuvo dudas, y al final decidió que no solo no apoyaría la destitución de Ryan, sino que lo haría su hombre, su socio. Trump acabó respaldando con entusiasmo el programa de Ryan, en lugar de a la inversa, claro ejemplo de los efectos extraños e impredecibles que la química personal era capaz de ejercer en Trump, o de lo fácil que era vender al vendedor.

«No nos habíamos planteado que el presidente pudiera darle carta blanca —reflexionó Katie Walsh—. El presidente y Paul pasaron de tener una relación espantosa durante la campaña a mantener, después, tal romance que el presidente estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que propusiera.»

A Bannon no acababa de sorprenderle que Trump hubiera cambiado de parecer, pues sabía lo fácil que era embaucar a un embaucador. También era consciente de que el acercamiento de Ryan era una muestra de que el presidente había hecho una valoración de su situación actual. No se trataba solo de que Ryan estuviera dispuesto a ceder ante Trump, sino también de que Trump estaba dispuesto a ceder ante sus propios miedos sobre lo poco que sabía de ser presidente. Si podían contar con que Ryan se ocupase de manejar el Congreso, algo habían ganado.

 

 

A Trump no le interesaba el objetivo principal de los republicanos: derogar el Obamacare. Era un hombre de setenta años con sobrepeso y varias fobias físicas (por ejemplo, mentía sobre su altura para que su índice de masa corporal no indicase obesidad), y consideraba la sanidad y los tratamientos médicos un tema de conversación de mal gusto. Para él, los particulares de la legislación a impugnar eran demasiado aburridos, y se distraía en cuanto empezaba cualquier discusión sobre esa política. Apenas podía enumerar algunos puntos de Obamacare —poco más que expresar su regocijo ante la promesa ridícula de Obama de que todos podrían seguir con los mismos doctores—, y tampoco era capaz de establecer diferencias positivas ni negativas entre el sistema sanitario antes y después de la aprobación del Obamacare.

Es muy posible que antes de conseguir la presidencia no hubiera mantenido ni una sola conversación significativa sobre seguros médicos. «En todo el país, incluso en todo el mundo, nadie ha prestado menos atención a los seguros médicos que Donald», dijo Roger Ailes. En una entrevista con Trump llevada a cabo durante la campaña, le preguntaron por la importancia de la derogación y la reforma del Obamacare. El candidato se mostró, como mínimo, muy inseguro sobre el papel que ese asunto ocupaba en su programa: «Es un tema importante, pero hay muchos temas importantes. Podría estar entre los diez más importantes. Seguramente lo está. Pero hay mucha competencia y es difícil estar seguro. Podría ser el número doce. O el número quince. Pero seguro que está entre los veinte más importantes».

Aquel era uno de los puntos de conexión sin sentido que tenía con muchos de sus votantes: Obama y Hillary Clinton parecían querer hablar de la asistencia médica, mientras que Trump, como la gran mayoría, se negaba en rotundo.

Dadas las circunstancias, es posible que prefiriese que hubiera más gente con seguro que menos. Y, en el fondo, estaba mucho más a favor del Obamacare que de su derogación. Además, había hecho una serie de promesas precipitadas al estilo de Obama, como que, con el futuro plan Trumpcare, nadie se quedaría sin seguro médico, y que se continuarían cubriendo las enfermedades preexistentes. De hecho, estaba más a favor que cualquier otro republicano de que el Gobierno financiase la sanidad: «¿Por qué no sirve la seguridad social para todos?», se había preguntado con impaciencia durante una discusión con sus asistentes en la que todos se habían esforzado para no reaccionar ante semejante herejía. Al final, hubo que disuadirlo por todos los medios de que no empleara el término «Trumpcare», y su consejo de sabios le dijo que ese era un ejemplo de las situaciones en las que era mejor no vincular su nombre a un proyecto.

Por su parte, Bannon se mantuvo firme insistiendo con dureza en que el asunto del Obamacare era una de las cosas que definía al republicanismo, y que, teniendo la mayoría en el Congreso, no podían dar la cara ante los votantes del partido sin haber cumplido con su derogación, que para entonces ya formaba parte del catecismo republicano. Bannon opinaba que su compromiso era la derogación, y la derogación sería el resultado más satisfactorio y catártico. Además, sería el más fácil de obtener, ya que prácticamente todos los republicanos se habían comprometido públicamente a votar a favor de la derogación. No obstante, Bannon creía que la sanidad era el punto débil del atractivo que el bannonismo y el trumpismo tenían para la clase obrera, y tomó la precaución de adoptar un papel secundario en el debate. Más tarde, apenas se molestó en justificar que se hubiera lavado las manos de ese asunto y dijo: «No participé en el tema de la sanidad porque no es cosa mía».

Fue Ryan quien, con su «derogar y reemplazar», enturbió las cosas y convenció a Trump. La derogación satisfaría al republicanismo, mientras que el reemplazo cumpliría con las promesas improvisadas que Trump había hecho por su cuenta. (Tema aparte era la posibilidad de que lo que el presidente entendiese como «derogar y reemplazar» fuese muy distinto de lo que entendía Ryan.) «Derogar y reemplazar» era un eslogan muy útil, pues tenía sentido aun sin entrañar ningún significado específico ni real.

La semana después de las elecciones, Ryan viajó acompañado de Tom Price —el ortopedista de Georgia y miembro del Congreso que se había convertido en su experto de referencia en temas de sanidad— hasta la propiedad de Trump en Bedminster, Nueva Jersey, para una sesión sobre la derogación y el reemplazo. Entre los dos le resumieron siete años de la filosofía legislativa del partido sobre el Obamacare y sus alternativas republicanas a un presidente que constantemente se despistaba y trataba de desviar la conversación hacia el golf. El resultado era un ejemplo perfecto de una de las características de Trump: daba su consentimiento a cualquiera que aparentase saber más que él sobre un tema que no le interesaba o en cuyos detalles no fuera capaz de centrarse. «¡Genial!», decía. Puntuaba todas sus afirmaciones con exclamaciones, y se esforzaba por dar brincos en la silla. Accedió con entusiasmo a permitir que Ryan se ocupara del proyecto de ley de sanidad y a nombrar a Price secretario de Salud y Servicios Humanos.

Kushner había guardado silencio durante el debate sobre la sanidad, y parecía haber aceptado de forma pública que un Gobierno republicano tratase el tema del Obamacare, aunque en privado insinuase que estaba en contra tanto de la derogación como de la derogación y posterior reemplazo. Él y su esposa tenían una opinión demócrata convencional sobre el programa (era mejor que las alternativas, y los problemas que presentaba se podían arreglar en un futuro), y estaban convencidos de que, a nivel estratégico, a la nueva Administración le convenía obtener victorias más asequibles antes de abocarse a una lucha tan difícil o imposible de ganar. Además, Josh Kushner, hermano de Jared, llevaba una empresa de seguros médicos que dependía del Obamacare.

El espectro político de la Casa Blanca quedó dividido, aunque esa no sería la última vez. Bannon adoptó una postura absolutista, Priebus se alineó con Ryan y apoyó a la mayoría republicana, y Kushner mantuvo una visión moderada demócrata que, en su opinión, no era contradictoria. En cuanto a Trump, lo único que quería era quitarse de encima un tema que apenas le interesaba.

Las habilidades persuasorias de Ryan y de Priebus prometían quitarle de encima otros asuntos. Según el programa de Ryan, la reforma de la sanidad era una especie de bala mágica. La reforma que el presidente de la Cámara pensaba aprobar en el Congreso financiaría la bajada de impuestos que Trump había garantizado, que, a su vez, posibilitaría la inversión en infraestructuras que el presidente había prometido.

Gracias a ese supuesto efecto dominó, que debía llevar a un Trump triunfal hasta el receso de agosto y convertir su Gobierno en uno de los más transformadores de la era moderna, Ryan permaneció en el cargo de presidente de la Cámara, y pasó de ser un símbolo odiado de la campaña a ser el hombre de la Administración en el Capitolio. El presidente era consciente de su propia inexperiencia y de la de su equipo en cuestiones legislativas (de hecho, ninguno de sus asesores de mayor rango tenía experiencia), y, a efectos prácticos, había decidido externalizar el programa al que había sido su archienemigo hasta ese momento.

Consciente de que, durante la transición, Ryan le había tomado la delantera en cuestiones legislativas, Bannon vivió un momento de realpolitik. Si el presidente estaba dispuesto a ceder grandes iniciativas, Bannon debía contraatacar con su propia operación y prepararse para volver a utilizar Breitbart. Por su parte, Kushner desarrolló una actitud zen que consistía en acceder a todos los caprichos del presidente. En cuanto a este, era evidente que su estilo de liderazgo no contemplaba escoger entre enfoques contradictorios, sino que esperaba que las decisiones difíciles se tomaran solas.

 

 

Bannon no se limitaba a despreciar la ideología de Ryan, sino que ni siquiera respetaba su oficio. En su consideración, lo que la mayoría republicana necesitaba era un hombre como John McCormick, el presidente demócrata de la Cámara que, durante la adolescencia de Bannon, había guiado la legislación de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson. McCormick compartía el panteón de los héroes políticos de Bannon con Tip O’Neill y otros demócratas de los años sesenta. Era un católico irlandés de clase obrera, muy distinto a nivel filosófico de la aristocracia y de la alta burguesía, y no aspiraba a ser ninguna de las dos cosas. Bannon veneraba a los políticos de la vieja escuela, y él mismo parecía uno: manchas en la piel, papada, hinchazón. Y odiaba a los políticos modernos, que carecían de talento político, de alma y de autenticidad. Ryan era un irlandés católico que, en lugar de crecer para convertirse en gánster, en policía, en cura o en un auténtico político, no había pasado de monaguillo.

Lo cierto es que Ryan no se dedicaba a contar votos. Era un ignorante incapaz de prever situaciones. Estaba entusiasmado con la reforma de los impuestos, pero la única alternativa que veía para conseguir esos cambios era haciéndolo a través de la sanidad. Aunque el tema le interesaba tan poco que, del mismo modo que la Casa Blanca le había encargado la sanidad a él, externalizó la redacción del proyecto de ley a las compañías de seguros y a los grupos de presión de Washington.

De hecho, Ryan había intentado hacer de McCormick o de O’Neill y había garantizado con rotundidad que dominaba la legislación. Durante una de las múltiples conversaciones telefónicas diarias que mantenía con el presidente, le dijo que era «un hecho consumado». La confianza que Trump depositaba en Ryan aumentó aún más, cosa que para él no hacía sino confirmar que había obtenido el dominio del Congreso. Si antes el presidente se preocupaba, ahora, ya no. Un hecho consumado. Kushner aparcó sus reticencias respecto del proyecto de ley en favor del triunfo esperado, y presumió del hecho de que la Casa Blanca estuviera a punto de cosechar una gran victoria sin haber derramado una gota de sudor.

La preocupación de que el resultado podía ser distinto del anticipado llegó, de pronto, a principios de marzo. La alarma la dio Katie Walsh, a quien Kushner ahora describía como «exigente e irascible». Él mismo había invalidado sus intentos por conseguir que el presidente se involucrase en la colecta de votos con una serie de enfrentamientos cada vez más tensos. El desenlace se acercaba.

 

 

Trump todavía se refería con desdén a «lo de Rusia, una tontería enorme». Pero el 20 de marzo, el director del FBI James Comey compareció ante la Comisión de Inteligencia de la Cámara y sirvió la historia en bandeja:

 

El Departamento de Justicia me ha autorizado a confirmar que el FBI, como parte de su labor de contraespionaje, está investigando los intentos del Gobierno ruso por interferir en la elección presidencial del 2016, y que eso incluye investigar la naturaleza de cualquier vínculo entre la campaña de Trump y el Gobierno ruso, y si ha habido algún tipo de coordinación entre ambos. Como en cualquier otra investigación de contraespionaje, se valorará si se ha cometido algún crimen. Dado que se trata de una investigación en curso y confidencial, no puedo hacer más comentarios sobre lo que estamos haciendo ni sobre a quién estamos examinando.

 

No obstante, ya había dicho mucho. Comey había convertido los rumores, las filtraciones, las teorías, las indirectas y la palabrería de los expertos —y, hasta ese momento, eso era todo lo que había: la esperanza de un escándalo— en una persecución formal de la Casa Blanca. Todos los intentos de reírse del asunto habían fallado al haberle colgado la etiqueta de noticia falsa y a raíz de la defensa germanófoba del presidente contra las acusaciones de la lluvia dorada, del despido altanero de asociados menores y adláteres inútiles, de la insistencia real pero quejumbrosa en que no se había cometido ningún crimen y de las afirmaciones del presidente de que Obama le había pinchado el teléfono. El mismo Comey desestimó la acusación de las escuchas. La tarde en la que Comey compareció, a todo el mundo le quedó claro que el argumento de Rusia no solo no se había ido apagando, sino que aún gozaba de perfecta salud.

Kushner no olvidaba el encontronazo que su padre había tenido con el Departamento de Justicia, y por eso la atención que Comey le prestaba a la Casa Blanca lo inquietaba tanto que la necesidad de hacer algo respecto del director del FBI se volvió una de sus constantes. «¿Qué hacemos con él?» se convirtió en una pregunta frecuente, una cuestión que no dejaba de mencionarle al presidente.

Bannon intentó explicar, sin gran éxito a nivel interno, que esa también era una cuestión básica. Era un ataque de la oposición. Podían expresar sorpresa ante lo virulentos, creativos y diabólicos que eran los embates, pero que los enemigos intentasen dañarlos no debería sorprenderlos. Aquello era un jaque, pero distaba mucho de un jaque mate, y había que continuar con la partida aun sabiendo que se trataría de una partida muy larga. Bannon argumentaba que la única manera de ganar era adoptando una estrategia disciplinada.

Pero al presidente lo azuzaba su familia, y él era una persona obsesiva, no un estratega. En su opinión, no había un problema que solucionar, sino una persona en la que centrarse: Comey. Trump evitó las distracciones y apuntó directamente a su oponente, ad hominem. Para él, Comey había sido un rompecabezas complicado. Primero, había rehusado que el FBI presentase cargos contra Clinton por el asunto de los correos electrónicos, y, sin embargo, en octubre le había proporcionado un buen empujón al reabrir la investigación.

Las veces que se habían visto, Trump había concluido que Comey era un aburrido; no bromeaba ni se prestaba a juegos. En cambio, él, que se creía siempre irresistible, estaba convencido de que Comey admiraba sus bromas y sus picardías. Cuando Bannon y los demás lo presionaron para que una de sus primeras actuaciones fuera despedir a Comey —algo a lo que Kushner se oponía y que añadía un artículo más a la lista de Bannon de malas recomendaciones del yerno del presidente—, Trump respondió: «No te preocupes, yo me ocupo de él». Es decir, se creía capaz de conseguir a base de lisonjas y de halagos que el director del FBI se sometiera o, incluso, que pensara bien de él.

Algunos seductores poseen una sensibilidad prodigiosa para las señales de aquellos a los que pretenden seducir; otros lo intentan de manera indiscriminada y a menudo lo logran por mera estadística (a esta clase de hombres, hoy en día se los conoce como «acosadores»). Así era como Trump trataba con las mujeres: se alegraba cuando tenía éxito y no se preocupaba de los fracasos. Además, a menudo consideraba que había triunfado cuando era evidente que no lo había hecho. Con el director Comey le ocurría lo mismo.

En las diversas reuniones que mantuvieron desde que Trump asumió el cargo, Trump estaba convencido de que la magia de su seducción había funcionado: el 22 de enero, cuando Comey recibió un abrazo presidencial; la cena del 27 de enero en la que le pidió a Comey que continuase en el cargo de director del FBI; el día de San Valentín, cuando Trump echó a todos de su despacho, incluyendo a Sessions, jefe nominal de Comey. El presidente estaba seguro de que Comey comprendería que él le cubría las espaldas (es decir, que le dejaría seguir en el cargo) y que, a cambio, se las cubriría a él.

Y, de pronto, hizo aquella declaración. No tenía sentido. Para Trump, lo que sí cuadraba era que Comey quisiera convertirla en un asunto sobre Trump. Estaba sediento de atención mediática, cosa que Trump comprendía. De acuerdo, pues; él también podía jugar a eso.

La sanidad parecía un tema desabrido —y a punto de empeorar, pues cada vez era más evidente que Ryan no cumpliría sus promesas—, pero palidecía aún más al lado de la claridad de Comey y de la furia, la animadversión y el resentimiento que le causaban Trump y sus familiares.

Comey era un problema demasiado grande, y la solución evidente era deshacerse de él. Eso se convirtió en la principal misión.

Como si de los policías incompetentes Keystone Cops se tratase, la Casa Blanca involucró al presidente de la Comisión de Inteligencia de la Cámara Devin Nunes en un intento ridículo de desacreditar a Comey y respaldar la teoría de las escuchas telefónicas. El plan se derrumbó al cabo de poco tiempo y ante las burlas de todo el mundo.

Bannon, que se había lavado las manos de la cuestión de la sanidad y de Comey, empezó a señalar a los reporteros que la verdadera historia no era la sanidad, sino Rusia. Se trataba de un consejo críptico, pues no quedaba claro si trataba de desviar la atención de la debacle sanitaria que se avecinaba o si quería combinarla con esta variable nueva y arriesgada a fin de amplificar el tipo de caos del que normalmente se beneficiaba.

Sin embargo, Bannon era rotundo en cuanto a un punto: «Según se vaya desarrollando el tema de Rusia —aconsejaba a los reporteros—, vigilad a Kushner».

 

 

A mediados de marzo, habían reclutado a Gary Cohn para intentar rescatar un proyecto de ley de sanidad que estaba al borde del colapso. Era lógico pensar que aquello era una novatada, pues Cohn tenía un conocimiento en legislación aún más limitado que la mayoría de los que estaban en la Casa Blanca.

En teoría, el viernes 24 de marzo, el Congreso tenía que votar el proyecto de ley republicano de sanidad. El boletín Playbook, de Politico, denunció que era cuestión de azar que la votación se llevase a cabo. En la reunión del personal sénior de esa mañana, le pidieron a Cohn que hiciera una valoración de la situación, a lo que respondió: «Creo que es una cuestión de azar».

«¿De verdad? —pensó Katie Walsh—. ¿Eso piensas?»

Bannon se contagió del desprecio despiadado que Walsh les tenía a los esfuerzos de la Casa Blanca e hizo una serie de llamadas a la prensa en las que puso a Kushner, Cohn, Priebus, Price y Ryan en el punto de mira. Según él, podían contar con que Kushner y Cohn saldrían corriendo en cuanto se oyese el primer disparo. (De hecho, Kushner había pasado gran parte de la semana de vacaciones en la nieve.) Priebus copiaba los temas de debate y las excusas de Ryan. Price, el supuesto gurú de la sanidad, era un impostor torpe que se levantaba en mitad de las reuniones y farfullaba cosas sin sentido.

Aquellos eran los malos, los que iban a conseguir que el Gobierno perdiese el Congreso en el 2018 y, con eso, garantizasen la impugnación del presidente. Era un análisis típico de Bannon: un apocalipsis político inmediato que coexistía con la posibilidad de medio siglo de gobierno trumpista y bannonista.

Convencido de saber en qué dirección debía buscar el éxito, totalmente consciente de que su edad limitaba sus oportunidades y creyéndose, sin motivo aparente, un luchador político de talento, Bannon quiso trazar una línea para separar a los creyentes de los vendidos, a la nada de la existencia. Para triunfar, necesitaba aislar las facciones de Ryan, Cohn y Kushner.

La de Bannon se mantuvo firme en su postura de forzar el voto del proyecto de ley aun sabiendo que la derrota era inevitable. «Quiero que sea un reflejo del papel de Ryan como presidente de la Cámara», dijo Bannon. Es decir, una valoración devastadora, un fracaso estrepitoso.

El día de la votación, enviaron a Pence al Congreso para apelar una última vez al Freedom Caucus de Meadows. (La gente de Ryan creía que Bannon había instado en secreto a Meadows a oponerse, a pesar de que unos días antes había ordenado sin miramientos que se votase a favor. Un «espectáculo ridículo de Bannon», según Walsh.) A las tres y media, Ryan llamó al presidente para avisar de que le faltaban entre quince y veinte votos y que tenía que anular la votación. Bannon, con el respaldo de Mulvaney, que se había convertido en el agente de la Casa Blanca en el Capitolio, continuó insistiendo en que debían votar de inmediato. Una derrota en el Congreso significaría una gran derrota para la mayoría republicana. Eso cuadraba con los objetivos de Bannon: quería dejar que fracasasen.

Sin embargo, el presidente se echó atrás. Al verse ante la singular oportunidad de señalar a la mayoría republicana como responsable del problema, Trump se tambaleó, y eso suscitó la rabia de Bannon. Entonces Ryan filtró que el presidente le había pedido que cancelase la votación.

Durante el fin de semana, Bannon llamó a una larga lista de periodistas y les dijo de manera extraoficial: «No creo que Ryan dure mucho tiempo».

 

 

Después de que ese viernes se retirase el proyecto de ley, Katie Walsh cedió a su indignación y su rabia y le dijo a Kushner que quería marcharse. Le hizo un esbozo de la penosa debacle que, según ella, se había desatado en la Casa Blanca de Trump y habló con rigurosa franqueza de rivalidades enconadas, unidas a una gran incompetencia y a una misión ambigua. Kushner comprendió que debía desacreditarla de inmediato, y filtró que ella había estado filtrando información y que, por lo tanto, debían echarla.

El domingo por la noche, Walsh cenó con Bannon en su reducto del Capitolio, la embajada Breitbart, y durante toda la velada él le imploró en vano que se quedase. El lunes, ella lo arregló todo con Priebus: se marchaba para trabajar a media jornada para el Comité Nacional Republicano, y la otra media, para la organización de bienestar social de Trump, el grupo externo de la campaña. El jueves ya se había ido.

En diez semanas de mandato, la Casa Blanca de Trump había perdido, después de a Michael Flynn, el segundo miembro del equipo de mayor rango, a la persona que se encargaba de que las cosas se hiciesen.