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TRIBULACIONES DE BANNON

 

 

 

Cuando Katie Walsh fue a anunciarle a Bannon que se marchaba, este le había dicho que él también se sentía como un prisionero.

En la décima semana de gobierno, Steve Bannon parecía estar perdiendo el control del programa de Trump o, por lo menos, de Trump. Su tortura era de naturaleza católica —la autoflagelación de un hombre que creía habitar un plano moral superior al resto— y esencialmente misantrópica. Era un inadaptado antisocial a caballo entre la madurez y la tercera edad; le costaba un esfuerzo supremo llevarse bien con los demás, y no siempre lo conseguía. Su principal desconsuelo era Donald Trump, cuya crueldad, que ya era grande cuando se trataba de un desprecio fortuito, se volvía insoportable cuando era intencionada.

«Aborrecí la campaña y la transición, y ahora odio la Casa Blanca», dijo Bannon, sentado en el despacho de Reince Priebus, una noche particularmente calurosa de principios de la primavera. Priebus y él —que ahora disfrutaban de una sólida amistad y alianza, producto de la antipatía que ambos sentían por el dúo Jarvanka— habían sacado una mesa bajo la pérgola del patio.

Bannon creía estar allí por un motivo concreto. Estaba convencido de que todos habían llegado ahí gracias a él, pero era incapaz de callárselo, y la posición de la que gozaba con el presidente peligraba de continuo. Lo más importante era que nadie más que él acudía a trabajar todos los días con el compromiso de cambiar el país. Quería un cambio rápido, radical y verdadero.

En la jerga de los medios de comunicación, la idea de un electorado dividido —de estados rojos y estados azules, de dos corrientes de valores opuestos, de globalistas y nacionalistas, de una clase dirigente y una revuelta populista— significaba angustia cultural y una época de turbulencia política, pero, en gran medida, también normalidad absoluta. Sin embargo, Bannon creía que la división era literal. Que Estados Unidos se había convertido en un país con dos pueblos hostiles entre sí. Uno tenía que ganar, y el otro, perder. O uno dominaría, y el otro acabaría siendo marginal.

Era una guerra civil moderna: la guerra de Bannon. El país que se había cimentado sobre la virtud y el carácter y la fuerza del trabajador estadounidense entre los años 1955 y 1965 constituía el ideal que él pretendía defender y restaurar: acuerdos comerciales (o guerras comerciales) que apoyaban la industria estadounidense; políticas de inmigración que protegían a los trabajadores estadounidenses (y, por lo tanto, a la cultura estadounidense, o, como mínimo, la identidad estadounidense de entre 1955 y 1965); y un aislamiento internacional que preservaría los recursos del país y sofocaría la sensibilidad de la clase dirigente hacia la cumbre de Davos (y también salvaría vidas de militares de clase obrera). Esto era, a ojos de casi todo el mundo menos de los de Donald Trump y la derecha alternativa, un disparate político y económico. Pero, para Bannon, era una idea revolucionaria y espiritual.

Para la mayoría de los demás de la Casa Blanca, era el sueño imposible de Bannon. «Steve es… Steve» se convirtió en el tecnicismo amable con el que se mostraba tolerancia. «Tiene muchas cosas en la cabeza», dijo el presidente hablando de uno de sus temas favoritos de conversación: echar a Bannon.

La cuestión no era tanto Bannon contra todos los demás, sino el Trump de Bannon contra el Trump anti-Bannon. Aunque Trump, cuando estaba de un humor agresivo, resuelto y aciago, podía representar a Bannon y sus opiniones, también podía no representar nada en absoluto, o representar únicamente su necesidad de satisfacción inmediata. Los detractores de Bannon habían entendido eso sobre Trump. Si el jefe estaba contento, prevalecía el enfoque político normal de incrementos en el que se daban dos pasos adelante y uno atrás. Incluso cabía la posibilidad de que emergiese un nuevo tipo de centrismo tan adverso a Bannon como fuera posible imaginar. En ese caso, los cincuenta años de dominio trumpista que anunciaba Bannon serían sustituidos por el reinado de Jared, Ivanka y Goldman Sachs.

A finales de marzo, ese era el bando que llevaba las de ganar. El intento de Bannon de aprovechar el fracaso estrepitoso de la ley de sanidad como prueba de que la clase dirigente era el enemigo había sido un rotundo chasco. Trump se identificaba como responsable del fracaso del proyecto de ley, pero, como él no fracasaba en nada, no podía considerarse un fiasco y tenía que acabar siendo un éxito. Si no ahora, con el paso del tiempo. Así pues, el problema era Bannon, una Casandra situada al margen.

Trump se enfrentó a su anterior conformidad con Bannon tratándolo con sumo desdén y negando haber sido partidario suyo. Si la Casa Blanca tenía algún problema, el problema era Bannon. Trump se divertía calumniándolo, y, cuando hablaba de él, sus análisis alcanzaban nuevas cotas: «El problema de Steve Bannon son las relaciones públicas. No las entiende. Todo el mundo lo odia, porque… Bueno, míralo. Su mala prensa es contagiosa».

La verdadera cuestión era cómo podía ser que Bannon, el populista antisistema, hubiera llegado a creer que podía llevarse bien con Donald Trump, el millonario que exprimía el sistema en beneficio propio. Bannon veía a Trump como un juego al que debía jugar, aunque apenas había movido ficha y ya lo estaba desautorizando. Insistía con desesperación en que, cuando él se había unido a la campaña —a pesar de que no había dejado de proclamarla como victoria de Trump—, esta se enfrentaba a un déficit de votos del que ninguna campaña a diez semanas de las elecciones se había recuperado. Según él, Trump sin Bannon era Wendell Willkie.

Bannon comprendía la necesidad de no arrebatarle el protagonismo a Trump, y era consciente de que el presidente llevaba un registro meticuloso de todas las veces que alguien reclamaba el mérito de algo que él consideraba exclusivamente suyo. Tanto él como Kushner, las dos figuras más importantes de la Casa Blanca después del presidente, parecían padecer mudez profesional. Aun así, daba la sensación de que Bannon estaba en todas partes, y el presidente estaba convencido, con razón, de que eso era el resultado de estar haciendo su propia campaña de prensa. Bannon se refería a sí mismo —demasiado frecuentemente como para pensar que se estaba riendo a su propia costa—, como «el presidente Bannon». Kellyanne Conway, resentida y vilipendiada por su afán por acaparar la atención, confirmó la observación del presidente de que Bannon se metía en todas las fotografías oficiales que podía. (Al parecer, todo el mundo llevaba la cuenta de las veces que los demás se metían en fotos ajenas.) Bannon tampoco se molestaba en disimular que un porcentaje alto de las fuentes que citaba eran anónimas, ni se esforzaba en atenuar la difamación pública que hacía de Kushner, Cohn, Powell, Conway, Priebus e, incluso, de la hija del presidente (sobre todo de la hija del presidente).

Es curioso que Bannon todavía no se hubiera expresado nunca con recelo al hablar de Trump, pero quizá la rectitud y sensatez del presidente eran elementos demasiado troncales del constructo que Bannon se había hecho sobre el trumpismo. Trump era la idea que uno debía apoyar, y, aunque ese concepto no parecía estar lejos de la tradicional consigna de respetar a los altos cargos, en realidad era a la inversa. El hombre era el recipiente: no había Bannon sin Trump. Por mucho que él se apoyase en la contribución única y casi mágica que había hecho a la victoria del presidente, la oportunidad había venido dada exclusivamente por el talento peculiar de Trump. Él no era más que el hombre detrás del hombre, el Thomas Cromwell de Trump, tal como él lo expresaba a pesar de ser muy consciente de cuál había sido el destino de Cromwell.

La lealtad que le profesaba a la idea de Trump no lo protegía de los constantes comentarios negativos del Trump real. El presidente había reunido a un amplio jurado para decidir el futuro de Bannon, y le presentó, al estilo insultante de los monologuistas judíos, una larga lista de sus ofensas: «Parece un indigente», «Dúchate, Steve», «Llevas seis días con los mismos pantalones», «Dice que ha hecho fortuna, pero no me lo creo». (Vale la pena señalar que el presidente no solía discrepar con sus opiniones en cuanto a política.) El Gobierno de Trump apenas tenía dos meses de vida, pero todos los medios pronosticaban ya la defenestración de Bannon.

Un acercamiento al presidente que resultaba particularmente provechoso era aportar críticas nuevas y cada vez más mordaces de su jefe de estrategia, o informes de las de otras personas. Era importante no hacerle a Trump ningún comentario positivo sobre Bannon. Incluso un elogio discreto antes de un «pero» —«Es evidente que Steve es listo, pero…»— podía provocar mohínes y caras de pocos amigos si la segunda parte de la frase se retrasaba. (Aunque también es cierto que llamar inteligente a cualquiera siempre provocaba el fastidio del presidente.) Kushner reclutó a Scarborough y a Brzezinski para una especie de maratón de insultos en la televisión matinal.

H. R. McMaster, el teniente general que había sustituido a Michael Flynn en el puesto de consejero de Seguridad Nacional, había conseguido que el presidente le prometiese el permiso para vetar a los miembros del Consejo de Seguridad Nacional. Kushner apoyaba el nombramiento de McMaster, y no tardó en asegurarse de que Dina Powell, una de las figuras principales de la facción Kushner, se incorporase al Consejo y Bannon fuese expulsado.

En voz baja y con cierta pena, los bannonistas se preguntaban unos a otros cómo estaba él y cómo lo llevaba, y la respuesta invariable era que tenía un aspecto terrible, que la tensión le había ahondado las líneas que ya surcaban su rostro estropeado. David Bossie pensaba que Bannon «tenía cara de estar al borde de la muerte».

«Ahora sé cómo era estar en la corte de los Tudor», reflexionó Bannon. Recordaba a Newt Gingrich durante la gira de la campaña: «Se le ocurrían ideas estúpidas. Cuando ganamos, se convirtió en mi mejor amigo. Todos los días tenía cien ideas. Cuando me enfrié —durante la primavera en la Casa Blanca—, cuando atravesé mi Valle de la Muerte particular, un día me crucé con él en el vestíbulo. Apartó la mirada y farfulló un “Hola, Steve”, y yo le dije “¿Qué haces aquí? Vamos adentro”, y él contestó: “No, no, tranquilo. Estoy esperando a Dina Powell”».

Después de alcanzar una meta impensable —llevar el etnopopulismo antiliberal de la derecha alternativa al corazón de la Casa Blanca—, Bannon se enfrentó a una situación insostenible: estaba a merced de los demócratas ricos y pagados de sí mismos, y teniendo que rendirles cuentas.

 

 

La paradoja de la presidencia de Trump consistía en que era la que más se regía por cuestiones ideológicas y, a la vez, también la que menos componentes ideológicos tenía. Representaba un asalto muy básico a los valores liberales: la deconstrucción de Bannon del Estado administrativo estaba pensada para arrastrar consigo a los medios y a las instituciones académicas y benéficas. Pero ya desde el principio quedó claro que la Administración de Trump tenía las mismas posibilidades de convertirse en un régimen de club de campo republicano que en un régimen demócrata de Wall Street. O en una campaña constante para mantener contento a Donald Trump. El presidente tenía una serie de temas que eran importantes para él y que habían puesto a prueba en campañas en los medios y en los grandes mítines, pero ninguno parecía tan significativo como la meta ulterior de salir con ganancias personales.

A medida que se intensificaba el redoble que anunciaba la salida de Bannon, los Mercer intervinieron para proteger la inversión que habían hecho en un derrocamiento gubernamental radical y el futuro de Steve Bannon.

Bob y Rebekah Mercer constituían una categoría aparte en una era en la que los candidatos políticos de éxito están rodeados —por no decir a disposición— de ricos de carácter difícil, incluso sociópata, ricos que fuerzan los límites de su propio poder. Y cuanto más ricos, más difíciles, más sociópatas y más ansiosos de poder. La escalada de Trump había sido improbable, pero la de los Mercer lo era aún más.

En un mercado competitivo, el hecho de que el dinero exista obliga a comportarse incluso a los ricos más difíciles, como los hermanos Koch y Sheldon Adelson, en la derecha, y David Geffen y George Soros, en la izquierda. Ser ofensivo tiene límites. En cierto modo, el mundo de los ricos se regula a sí mismo, pues el ascenso social tiene reglas.

Entre los ricos difíciles y creídos, los Mercer casi no socializaban, y se abrían camino entre el recelo y la incredulidad. A diferencia de otros que aportaban grandes sumas a los candidatos políticos, ellos estaban dispuestos a no ganar jamás. Su burbuja era su burbuja.

Así que, cuando ganaron gracias a que las estrellas se habían alineado de manera fortuita para Donald Trump, ellos aún eran puros. Y ahora que habían probado el poder, aunque fuera en las circunstancias más extravagantes, no pensaban renunciar a él solamente porque Steve Bannon tuviera el orgullo herido y no durmiera lo suficiente.

Hacia finales de marzo, los Mercer organizaron una serie de reuniones de urgencia, de las cuales al menos una fue con el presidente. Era justo el tipo de reuniones que Trump acostumbraba a evitar: los problemas de personal no le interesaban, porque el centro de atención eran otras personas. De pronto, se vio obligado a ocuparse de Steve Bannon en lugar de ser al revés. Además, se trataba de un problema que él mismo había contribuido a provocar con sus continuas faltas de respeto, y ahora tenía que comerse sus palabras. A pesar de que decía constantemente que podía y debía despedir a Bannon, era consciente del precio: un contragolpe de la derecha de proporciones impredecibles.

Trump pensaba que los Mercer eran tan raros como decían los demás. No le gustaba que Bob Mercer lo mirase sin pronunciar palabra, y tampoco le gustaba estar en la misma habitación que él o que su hija. En su opinión, se trataba de una alianza demasiado extraña: eran unos chiflados. Y, a pesar de negarse a admitir que la decisión de darle su apoyo en agosto y la imposición de Bannon en la campaña eran dos ingredientes sin los que probablemente no habría llegado a la Casa Blanca, comprendía que, si los hacía enfadar, los Mercer y Bannon podrían causarle problemas muy grandes.

La complejidad del problema llevó a Trump a consultar a dos figuras contradictorias: Rupert Murdoch y Roger Ailes. Desde el principio debía de saber que la respuesta sería una suma cero.

Murdoch ya había recibido instrucciones de Kushner, y le dijo que deshacerse de Bannon era la única manera de solucionar las disfunciones de la Casa Blanca. (Murdoch, naturalmente, daba por sentado que no cabía deshacerse de Kushner.) Era un resultado inevitable, así que más valía hacerlo cuanto antes. La respuesta de Murdoch tenía sentido: se había convertido en un militante activo de la alianza moderada de Kushner con Goldman Sachs, y los veía como los que salvarían al mundo de Bannon y, cómo no, también de Trump.

Ailes, tan directo y declarativo como siempre, dijo: «Donald, no puedes hacer eso. Tienes que asumir las consecuencias. No hace falta que lo escuches ni que te lleves bien con él. Pero te has casado con él. Ahora no te conviene el divorcio».

Jared e Ivanka estaban encantados con la posibilidad de la destitución de Bannon. Cuando él se marchase, la organización Trump volvería a estar controlada solo por la familia; la familia y sus funcionarios, sin un rival interno que les disputase el liderazgo y el significado de la marca. Desde el punto de vista de la familia, en teoría eso favorecería uno de los rediseños de marca menos plausibles de la historia: el de Donald Trump hacia la respetabilidad. El viejo sueño pospuesto del giro de Trump podía ocurrir sin Bannon. Daba igual que el ideal de Kushner —salvar a Trump de sí mismo y proyectarlos a él y a Ivanka— fuera casi tan irrealizable y extremo como la fantasía de Bannon de una Casa Blanca comprometida con la recuperación de una mitología de Estados Unidos anterior a 1965.

La posible marcha de Bannon podía provocar la división definitiva de un Partido Republicano ya fracturado. Antes de las elecciones, una teoría indicaba que, en caso de perder, Trump se llevaría su desencantado treinta y cinco por ciento y sacaría tajada de una minoría rencorosa. Pero la teoría que ahora hacía saltar las alarmas era que, mientras Kushner intentaba transformar a su suegro en el Rockefeller de los sueños imposibles de Trump (el Rockefeller Center era una inspiración para su marca inmobiliaria), Bannon podía arrebatarle una parte sustancial de ese treinta y cinco por ciento.

Era la amenaza de Breitbart. La organización Breitbart continuaba bajo el control de los Mercer, pero ellos podían devolvérsela a Bannon en cualquier momento. Con la transformación, de la noche a la mañana, de Bannon en un genio de la política y una persona con muchísima influencia, y tras el triunfo de la derecha alternativa, Breitbart tenía un potencial mucho más poderoso. En cierto sentido, la victoria de Trump le había facilitado a los Mercer el arma con la que destruirlo. A medida que las cosas empeoraban y los medios de comunicación mayoritarios y la burocracia de la ciénaga se organizaban con mayor vehemencia en su contra, era evidente que Trump necesitaba que la derecha alternativa que los Mercer apoyaban saliera en su defensa. Al fin y al cabo, ¿qué era él sin ellos?

La presión fue aumentando, y, aunque hasta ese momento Bannon había mantenido con disciplina la idea de que Donald Trump era el avatar ideal del trumpismo (y del bannonismo) sin salirse del personaje de asesor y partidario de un talento político inconformista, empezó a derrumbarse. Tal como sabía casi cualquiera que hubiese trabajado para el presidente, y a pesar de las esperanzas personales de cada uno, Trump era Trump, y siempre acababa cansándose de los que lo rodeaban.

No obstante, los Mercer permanecieron en sus trece. Creían que, sin Bannon, la presidencia de Trump —la que ellos habían imaginado y ayudado a financiar— se acabaría. Se centraron en mejorarle la vida a Steve. Lo obligaron a prometer que se marcharía del despacho a una hora razonable, sin esperar a ver si Trump necesitaba compañía para la cena. (Jared e Ivanka ya llevaban un tiempo intentando atajar esto.) La solución pasaba por encontrarle un Bannon a Bannon: un jefe de estrategia para el jefe de estrategia.

A finales de marzo, los Mercer firmaron una tregua con el presidente: Bannon no sería despedido. Aunque con eso no garantizaban su influencia ni su estatus, Bannon y sus aliados ganaron algo de tiempo. La oportunidad de reagruparse. Un asesor del presidente valía solo lo que su último buen consejo, y Bannon estaba convencido de que la ineptitud de sus rivales Jared e Ivanka decidiría el destino de ambos.

 

 

El presidente accedió a no despedir a Bannon, pero, a cambio, prometió mejorar el papel que desempeñaban Kushner y su hija.

El 27 de marzo se creó la Oficina de Innovación, dirigida por Kushner. La misión era reducir la burocracia federal: es decir, reducirla a base de aumentarla, una comisión para acabar con las comisiones. El nuevo tinglado de Kushner también tenía como objetivo estudiar la tecnología interna del Gobierno, centrarse en la creación de empleo, proponer y fomentar políticas sobre programas de aprendizaje, reclutar empresas para trabajar en cooperación con el Gobierno y ayudar con la epidemia de opiáceos. Dicho de otro modo, las cosas seguían igual, si bien con renovado entusiasmo de la Administración Pública.

La verdadera trascendencia del asunto era que Kushner había conseguido un equipo de personas en la Casa Blanca, empleados que no solo trabajaban en proyectos promovidos por él —en su mayoría, la antítesis de los de Bannon—, sino que, tal como él mismo le explicaba a un empleado, se ocupaban de «ampliar mi huella». A Kushner le asignaron su propio responsable de comunicación, un portavoz solo para él, un promotor. Se trataba de una extensión burocrática pensada no solo para realzar a Kushner, sino también para rebajar a Bannon.

Dos días después de que se anunciase la expansión de poder de Kushner, a Ivanka se le otorgó un puesto oficial en la Casa Blanca: consejera del presidente. Ya desde el principio había sido una consejera fundamental para su marido (y viceversa). De la noche a la mañana, el poder de la familia Trump en la Casa Blanca se había consolidado. Era un golpe burocrático sobresaliente, si bien a costa de Bannon: la familia del presidente había logrado recomponer una Casa Blanca dividida.

El yerno y la hija tenían la esperanza —incluso la confianza— de dirigirse a la mejor versión de Donald J. Trump o, como mínimo, de compensar las necesidades republicanas con racionalidad progresiva, compasión y buenas obras. También podían fomentar el giro hacia la moderación con un desfile por el Despacho Oval de directores ejecutivos de pensamiento similar. Al fin y al cabo, el presidente casi nunca discrepaba con el programa de Jared e Ivanka, y a menudo lo apoyaba con entusiasmo. «Si ellos le dicen que hay que salvar las ballenas, él se apunta», comentó Katie Walsh.

Bannon, que sufría en su exilio interno, seguía convencido de que él representaba lo que Trump pensaba de verdad o, para ser más exactos, lo que Trump sentía. Sabía que el presidente era un hombre principalmente emocional, y estaba seguro de que, en lo más profundo de su ser, estaba enfadado y de un humor aciago. Por mucho que quisiera colmar las aspiraciones de su hija y de su yerno, la pareja y él no tenían la misma visión del mundo. Tal como Walsh lo veía, «Steve cree que es Darth Vader y que puede llevarse a Trump al lado oscuro».

Vale la pena señalar que el empeño con el que Trump intentó negar la influencia de Bannon tal vez fuera inversamente proporcional a la influencia que Bannon ejercía en realidad.

El presidente no escuchaba con atención a nadie. Cuanto más le hablaban, menos caso hacía. «Pero Bannon cuida lo que dice y tiene algo, el timbre de voz o su energía y entusiasmo, que hace que el presidente se concentre y no haga caso de nada más», explicó Walsh.

Mientras Jared e Ivanka daban una vuelta triunfal al ruedo, Trump firmó la orden ejecutiva 13783, un cambio en la política medioambiental guiado con cuidado por Bannon que, para él, destripaba la Ley de Política Ambiental de Estados Unidos de 1970: los cimientos de la protección medioambiental moderna, que requiere que todas las agencias ejecutivas redacten declaraciones de impacto medioambiental previas a sus acciones. Entre otras repercusiones, la orden ejecutiva 13783 retiraba una directriz anterior destinada a contemplar el cambio climático. La retirada fue el germen de los futuros debates sobre la postura del país en referencia al Acuerdo de París.

El 3 de abril, Kushner hizo una aparición inesperada en Irak, acompañando al general Joseph Dunford, presidente del Estado Mayor Conjunto. Según el gabinete de prensa de la Casa Blanca, Kushner había «viajado en nombre del presidente para expresar su apoyo y su compromiso con el Gobierno de Irak y con el personal estadounidense de la campaña». Kushner, que no acostumbraba a hablar ni a relacionarse con los medios, fue objeto de numerosas fotografías durante el viaje.

Bannon lo contempló todo desde uno de los muchos televisores que siempre había encendidos en el ala oeste, y alcanzó a ver a Kushner con unos auriculares pilotando un helicóptero sobre Bagdad. «Misión cumplida», entonó sin hablarle a nadie en particular mientras recordaba a un George W. Bush necio e inexperto, ese que proclamó el final de la guerra de Irak ataviado con uniforme de vuelo desde el portaviones USS Abraham Lincoln.

Bannon veía, sin dejar de rechinar los dientes, que la Casa Blanca iba en la dirección opuesta del trumpismo-bannonismo. Aun así, estaba seguro de que los verdaderos impulsos de la Administración se dirigían a él. Estoico y decidido, Bannon se consideraba el gran guerrero anónimo cuyo destino era salvar la nación.