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MEDIOS

 

 

 

El 19 de abril, la familia Murdoch expulsó a Bill O’Reilly, presentador de la Fox y principal estrella de la televisión por cable, por una acusación de acoso sexual. Se trataba de la continuación de una purga de la cadena que había comenzado nueve meses antes con el despido del director ejecutivo Roger Ailes. Con la victoria electoral de Donald Trump, la Fox había alcanzado su máxima influencia política; sin embargo, el futuro de la cadena parecía estar en una especie de limbo de la familia Murdoch, entre el padre conservador y los hijos liberales.

Unas horas después de que se anunciase la expulsión de O’Reilly, Ailes, desde su casa de la playa en Palm Beach, envió a un emisario al ala oeste con una pregunta para Steve Bannon. (El acuerdo de separación que había firmado con la Fox le impedía competir con la cadena durante dieciocho meses.) La pregunta era: «O’Reilly y Hannity se apuntan. ¿Y tú?». Ailes había estado conspirando en secreto para volver a escena con un nuevo canal conservador, y Bannon, que estaba exiliado dentro de la Casa Blanca, era todo oídos. «El próximo Ailes», se decía.

No se trataba solo de un complot de hombres ambiciosos que buscaban una buena oportunidad y venganza; la idea de crear un canal nuevo venía impulsada por la apremiante sensación de que uno de los aspectos más fundamentales del fenómeno Trump eran los medios derechistas. La Fox llevaba veinte años mejorando su mensaje populista: los liberales estaban robando el país y estropeándolo. Entonces, justo cuando muchos liberales —incluyendo a los hijos de Rupert Murdoch, que cada vez tenían un control más firme de la empresa de su padre— habían empezado a creer que el público de la Fox —con un mensaje social contrario al matrimonio homosexual, al aborto y a la inmigración que a los jóvenes republicanos les parecía antediluviano— estaba empezando a envejecer, apareció Breitbart News. Breitbart no solo se dirigía a un público derechista mucho más joven —Bannon sentía que él estaba tan en sintonía con su público como Ailes con el suyo—, sino que además había convertido a esa audiencia en un ejército enorme de activistas digitales (o de troles de las redes sociales).

Del mismo modo que los medios de la derecha habían hecho una defensa feroz de Trump, dispuestos a perdonar todas sus contradicciones de los valores tradicionales conservadores, los medios mayoritarios se habían aunado en una resistencia igual de implacable. El país estaba tan dividido a nivel de medios de comunicación como lo estaba en cuestiones políticas. Los medios se habían convertido en la encarnación de la política, y Ailes estaba marginado y deseoso de volver al ruedo. Aquel era su ámbito natural: 1) la victoria de Trump demostraba el poder que tenía una base electoral reducida pero más comprometida, igual que en el caso de la televisión por cable, en la que una audiencia reducida y entusiasta era más valiosa que una más amplia y menos implicada; 2) eso significaba una dedicación inversa de un círculo igual de reducido de enemigos declarados; 3) por consiguiente, correría la sangre.

Si Bannon estaba tan acabado como parecía en la Casa Blanca, aquella también era su oportunidad. El problema con Breitbart News, una plataforma de internet de 1,5 millones de dólares anuales, era que no generaba beneficios ni se podía ampliar, pero, con O’Reilly y con Hannity en el proyecto, había potencial para ganar una fortuna televisiva que se vería alimentada, en un futuro inmediato, por una era de pasión y hegemonía derechista inspirada por Trump.

El mensaje de Ailes a su aspirante a protegido era sencillo: el auge de Trump y la caída de la Fox podían señalar el momento de Bannon.

Bannon le dijo a Ailes que, de momento, intentaría conservar el puesto en la Casa Blanca. Pero sí, la oportunidad era evidente.

 

 

Mientras los Murdoch deliberaban sobre el futuro de O’Reilly, Trump, que era consciente del poder de O’Reilly y conocía el solapamiento entre el público del presentador y su base electoral, expresó su apoyo y aprobación. «No creo que Bill haya hecho nada mal… Es buena persona», le dijo al New York Times.

Sin embargo, el propio Trump era una paradoja de la fuerza de los medios conservadores. Durante la campaña, había arremetido contra la Fox siempre que le había convenido. Si tenía la oportunidad de aparecer en otros medios de comunicación, las aprovechaba. (En los años anteriores, los republicanos, sobre todo en época de primarias, rendían tributo a la Fox por encima de otras cadenas y medios.) Trump insistía en que él era demasiado grande para ceñirse a los medios conservadores.

Durante el último mes, Ailes había dejado de hablar con el presidente, a pesar de haber sido uno de sus frecuentes consejeros en las llamadas telefónicas nocturnas; estaba despechado porque había oído en repetidas ocasiones que Trump hablaba mal de él y elogiaba a Murdoch, que ahora le prestaba mucha atención, aunque antes de las elecciones solo se había burlado de él.

«Los hombres que más lealtad exigen tienden a ser los cabrones menos leales», observó Ailes con sarcasmo (pese a que él exigía grandes dosis de lealtad).

El problema era que los medios conservadores veían a Trump como algo suyo, mientras que Trump se creía una estrella, un producto de todos los medios, digno de admiración, de camino a lo más alto. En ese culto a la personalidad, la figura era él. Era el hombre más famoso del mundo. Todo el mundo lo quería, o debería quererlo.

En el caso de Trump, se podría decir que esto respondía a que no comprendía en absoluto la naturaleza de los medios conservadores. Era evidente que no se había dado cuenta de que todo aquello que los medios conservadores encumbraban, los liberales lo derribaban. Espoleado por Bannon, continuaría haciendo las cosas que deleitaban a los medios conservadores y provocando la ira de los liberales: ese era el programa. Cuanto más te querían tus seguidores, más te odiaban tus oponentes. Así era como debía funcionar. Y así era en la práctica.

No obstante, Trump se sentía muy herido por cómo lo trataban los medios mayoritarios. Se obsesionaba con todas las ofensas, hasta que llegaba la siguiente. Identificaba cada ultraje y se le agriaba el humor a medida que repetía los fragmentos de vídeo (lo tenía todo en el grabador de vídeo digital). Gran parte de la conversación que ofrecía el presidente era un resumen repetitivo de lo que los presentadores habían dicho sobre él. Y no solo le molestaba que lo atacasen a él, sino también que se metieran con los de su entorno. Sin embargo, no les reconocía su lealtad ni se culpaba a sí mismo ni a la naturaleza de los medios liberales por las humillaciones a las que sometían a su equipo; los culpaba a ellos por ser incapaces de obtener buena prensa.

La superioridad moral de los medios mayoritarios y su desprecio por Trump ayudaron a generar un tsunami de clics para los medios de la derecha. Pero el presidente que tan a menudo se mostraba atormentado, autocompasivo y furioso no había recibido el memorando, o no lo había comprendido. Él buscaba el amor de los medios, sin distinciones. En este sentido, parecía completamente incapaz de distinguir entre lo que le convenía a nivel político y sus necesidades personales: no pensaba en estrategias, sino que se dejaba llevar por las emociones.

A su modo de ver, lo más valioso de ser el presidente de Estados Unidos era que eso implica ser el hombre más famoso del mundo, y los medios adoran y veneran la fama, ¿verdad? La paradoja era que, en gran medida, Trump había llegado a la presidencia gracias al gran talento, consciente o inconsciente, que tenía para alejar a los medios, cosa que lo convertía en una figura vilipendiada. Un espacio dialéctico muy incómodo para un hombre inseguro.

«Para Trump —comentó Ailes—, los medios representaban el poder mucho más que la política en sí, y quería la atención y el respeto de los hombres más poderosos de los medios. Donald y yo hemos sido muy buenos amigos durante más de veinticinco años, pero él habría preferido ser amigo de Murdoch, que pensaba que era un idiota, al menos hasta que lo eligieron presidente.»

 

 

La cena de los corresponsales de la Casa Blanca estaba programada para el 29 de abril, el centésimo día del Gobierno de Trump. La cena anual, que tiempo atrás era un acontecimiento interno, se había convertido en una oportunidad para las organizaciones de comunicación de promocionarse reclutando a famosos para que se sentasen a su mesa, aunque la mayoría no tuviera nada que ver con el periodismo ni con la política. La cena del 2011 había resultado en una notable humillación para Trump, cuando Barack Obama lo escogió como blanco de sus burlas. Según la hagiografía de Trump, ese fue el insulto que lo impulsó a presentarse en el 2016.

Poco después de que su equipo se instalase en la Casa Blanca, la cena de corresponsales empezó a causar preocupación. Una tarde de invierno, en el despacho de Kellyanne Conway de la primera planta del ala oeste, ella y Hope Hicks se enfrascaron en una conversación afligida sobre lo que había que hacer.

El principal escollo era que el presidente no estaba dispuesto a reírse de sí mismo, y tampoco era muy gracioso; al menos, tal como lo expresó Conway, «no es gracioso en plan humorístico».

Era de sobra conocido que George W. Bush se había resistido a celebrar esa cena y que había sufrido muchísimo en el transcurso, pero se había preparado a conciencia y todos los años conseguía una actuación aceptable. Pero, mientras compartían sus preocupaciones con un periodista comprensivo alrededor de la mesita de café del despacho de Conway, ninguna de las dos pensaba que Trump tuviera posibilidades reales de conseguir que la cena fuera un éxito.

«El humor cruel le parece mal», dijo Conway. «Su estilo es más anticuado», añadió Hicks.

Ambas tenían claro que la cena de corresponsales era un problema irresoluble, y calificaban el acontecimiento de injusto; en general, eso pensaban del tratamiento que hacían los medios de Trump. «Lo representan de manera injusta.» «No le dan el beneficio de la duda.» «No lo tratan como a otros presidentes.»

La cuestión era que Conway y Hicks comprendían que el presidente no se daba cuenta de que la desconsideración con la que lo trataban los medios formaba parte de una división política, y que él estaba en uno de los dos bandos. Él lo percibía como un ataque personal y cruel: por motivos del todo injustos, motivos ad hominem, los medios no le tenían estima. Lo ridiculizaban. Y con crueldad. ¿Por qué?

Con ánimo de consolarlas, el periodista les dijo que corría el rumor de que Graydon Carter —editor de Vanity Fair, anfitrión de una de las fiestas más importantes del fin de semana de la cena de corresponsales y, durante décadas, uno de los principales torturadores de Trump en los medios— estaba a punto de ser despedido de la revista.

«¿De verdad? —preguntó Hicks, y se levantó de un brinco—. Dios mío, ¿puedo decírselo? ¿Pasa algo si se lo digo? Seguro que le interesa.» No perdió ni un instante en bajar al Despacho Oval.

 

 

Es curioso que Hicks y Conway representasen caras distintas del problema que tenía el presidente con su alter ego de los medios. Conway era la opositora acérrima, una mensajera que, en los medios, siempre provocaba ataques de ira contra el presidente. Hicks era la confidente que intentaba facilitarle las cosas a Trump, así como que escribieran bien sobre él en el único medio de comunicación que le interesaba: el que más lo odiaba. Pero, por muy diferente que fuesen sus temperamentos y sus funciones en relación con los medios, las dos mujeres habían conseguido mucha influencia en la Administración actuando como lugartenientes responsables de lidiar con la principal preocupación del presidente: su reputación mediática.

A pesar de que, en muchos sentidos, Trump era un misógino convencional, en el trabajo tenía una relación mucho más estrecha con las mujeres que con los hombres. En ellas confiaba, y con ellos mantenía las distancias. Disfrutaba teniendo (y necesitaba tener) «esposas», a las que les confiaba sus problemas personales más importantes. Según él, las mujeres eran más leales y de fiar que los hombres. Los hombres podían ser más contundentes y competentes, pero también era más probable que persiguiesen intereses propios. La naturaleza de las mujeres, o la versión que Trump imaginaba, las hacía más proclives a centrar sus intereses en un hombre. Un hombre como Trump.

No era casualidad —ni por la voluntad de equiparar cuotas de género— que su compañera de The Apprentice fuese una mujer, ni que su hija Ivanka se hubiera convertido en una de sus principales confidentes. Sentía que las mujeres le entendían. O que las mujeres que a él le gustaban, mujeres con un punto de vista positivo, dinámicas, leales y atractivas, le entendían. Toda persona a la que le iba bien trabajando para él sabía que siempre había un subtexto relativo a sus necesidades y tics personales al que había que prestar una atención escrupulosa; en ese sentido, no era distinto de otras figuras de gran éxito, sino solo más exagerado. Costaría imaginar a alguien que esperase un cuidado más atento de sus caprichos, ritmos, prejuicios y deseos incipientes que él. Necesitaba un trato especial. Muy especial. Según le explicaba a un amigo en una especie de arranque de autoconsciencia, las mujeres entendían eso mucho mejor. En concreto las mujeres que sabían tolerar —o les hacía gracia o no hacían caso o estaban acostumbradas a ella—su despreocupada misoginia y su eterno subtexto sexual que, por discordante e incongruente que parezca, Trump a menudo emparejaba con ciertas dosis de paternalismo.

 

 

Kellyanne Conway conoció a Donald Trump en una reunión del Consejo de Administración del Trump International Hotel, que estaba justo delante de las Naciones Unidas y era, a principios de la década de los 2000, el lugar donde ella vivía con su marido y sus hijos. El marido, George, graduado de Harvard College y de la Yale Law School, era socio de la importantísima empresa de fusiones y adquisiciones Wachtell, Lipton, Rosen & Katz. (Aunque la empresa era de tendencia democrática, George había desempeñado un papel secundario en el equipo que representó a Paula Jones en el juicio contra Bill Clinton.) La familia Conway había alcanzado el equilibrio doméstico y profesional organizándose en torno a la carrera de George. La de Kellyanne era un dato sin importancia.

Durante la campaña de Trump, Kellyanne supo sacar miga a su biografía de clase trabajadora. Creció en el centro de Nueva Jersey; era hija de un camionero, pero la crió su madre sola (y, siempre según lo contaba ella, también su abuela y sus dos tías solteras). Estudió en la facultad de Derecho de la Universidad George Washington, y después hizo las prácticas con Richard Wirthlin, especialista en encuestas de Reagan. Más adelante fue ayudante de Frank Luntz, una figura curiosa del Partido Republicano, conocido tanto por sus contratos televisivos y por su peluquín como por su perspicacia con los sondeos de opinión. Cuando trabajaba para él, Conway empezó a hacer sus primeras apariciones en canales de televisión por cable.

Una virtud del negocio de estudios y sondeos que fundó en 1995 era que le permitía adaptarse a la carrera profesional de su marido. Pero su presencia en los círculos políticos republicanos no pasó del rango medio, y en la televisión por cable tampoco llegó a ser más que una aspirante al éxito de Ann Coulter y Laura Ingraham. Precisamente en televisión fue donde la vio Trump, y por eso la abordó en la reunión del Consejo de Administración del hotel.

Lo cierto es que lo que le dio ventaja no fue conocer a Trump, sino la acogida de los Mercer, que la contrataron en el 2015 para trabajar en la campaña de Cruz, cuando Trump aún estaba lejos del ideal conservador. En agosto del 2016, la colocaron en la campaña de Trump.

Tenía claro cuál era su papel. «Solo lo llamaré señor Trump», le dijo al candidato con solemnidad perfecta cuando él la entrevistó para el puesto. Era un detalle que Conway repetiría entrevista tras entrevista; Kellyanne era un catálogo de frases aprendidas, y ese mensaje lo recalcaba tanto para Trump como para los demás.

Ostentaba el título de directora de campaña, pero se trataba de una inexactitud. El verdadero director era Bannon, y ella, la especialista en sondeos. Poco después, Bannon la sustituyó también en esa tarea, y a Conway la relegaron a un papel que Trump entendía como algo muchísimo más importante: su portavoz en los canales de televisión por cable.

Conway parecía tener un interruptor de encendido y apagado que resultaba muy práctico. En privado (la posición de «apagado»), parecía opinar que Trump era una figura cuyas exageraciones y absurdidad eran agotadoras; como mínimo, si ese era el punto de vista de su interlocutor, ella daba a entender que lo compartía. Ilustraba la opinión que le merecía su jefe con una serie de expresiones faciales: entornando los ojos, quedándose boquiabierta, dejando caer la cabeza hacia atrás. Pero, cuando el interruptor estaba en la posición de «encendido», sufría una metamorfosis que la convertía en creyente, protectora, defensora y domadora. Conway es antifeminista (por decirlo de otro modo: un complicado salto mortal ideológico le hace pensar que el feminismo es antifeminista), y atribuye sus métodos y su temperamento al hecho de ser esposa y madre. Es instintiva y reactiva, de ahí que su papel fuera el de defensora primordial de Trump: metafóricamente hablando, se interponía entre Trump y cualquier bala que fuese dirigida hacia él.

A Trump le encantaba el numerito en el que ella lo defendía a toda costa, y siempre veía sus apariciones televisivas en directo. La suya solía ser la primera llamada que Conway recibía al terminar de grabar. En ellas, daba voz a Trump: decía justo la clase de cosas que diría él y que, en otras circunstancias, le harían apuntarse a la cabeza con el dedo, simulando una pistola.

Tras las elecciones, la victoria de Trump obligó a hacer cambios en casa de los Conway, y hubo prisa por encontrarle a George un trabajo en su Administración. Trump daba por sentado que ella sería su secretaria de prensa. «Mi madre y él —explicó Conway—, como los dos ven mucha televisión, pensaron que este era uno de los trabajos más importantes.» Según lo cuenta ella, puso objeciones o rechazó la oferta. Pero siguió haciendo propuestas alternativas en las que ella continuaría siendo la principal portavoz, además de otras cosas. Lo cierto es que casi todos los demás estaban intentando manipular a Trump para que no la nombrase a ella.

El atributo que Trump más valoraba era la lealtad, y, desde el punto de vista de Conway, con la defensa kamikaze que ella hacía del presidente en los medios, se había ganado un puesto de suma importancia en la Casa Blanca. Pero había forzado tanto los límites de la lealtad que eso afectó a su imagen pública; era tan hiperbólica que hasta a los fieles a Trump les resultaba extrema y repelente. Y no había nadie más desencantado que Jared e Ivanka: consternados por sus apariciones vergonzosas en televisión, criticaban la vulgaridad de Conway. Cuando hablaban de ella, les gustaba llamarla «uñas», por las extensas manicuras a las que se sometía, a lo Cruella de Vil.

A mediados de febrero ya era objeto de filtraciones, muchas de las cuales provenían de Jared e Ivanka, sobre cómo la habían apartado. Ella se defendía con vehemencia y con una lista de las apariciones televisivas que aún tenía programadas, si bien eran de menor importancia. También protagonizó una escena de llanto en el Despacho Oval, en la que se ofrecía a renunciar a su puesto si el presidente ya no confiaba en ella. Como de costumbre cuando tenía que enfrentarse a la abnegación de los demás, Trump la tranquilizó con creces. «Siempre tendrás un puesto en mi Gobierno —le dijo—. Vas a estar aquí ocho años.»

Lo cierto es que sí la habían apartado; la habían rebajado a medios de segunda, a ser emisaria de los grupos de derecha, sin ocasión de participar en las decisiones importantes. Ella culpaba a los medios de comunicación, y la autocompasión que sentía por el azote público la unió más a Donald Trump. De hecho, su relación con el presidente se afianzó mientras ambos se lamían las heridas que les habían provocado los medios.

 

 

A los veintiséis años de edad, Hope Hicks fue la primera persona que se contrató para la campaña. Conocía al presidente muchísimo mejor que Conway, y comprendía que su principal función mediática era no salir en los medios.

Hicks creció en Greenwich, Connecticut. Su padre era un ejecutivo de relaciones públicas que trabajaba para el Glover Park Group, una consultora política y de comunicaciones de tendencia demócrata. Su madre había trabajado en el equipo de un congresista demócrata. Estudió en la Universidad Metodista del Sur, donde fue una alumna del montón. Después trabajó como modelo, antes de meterse en relaciones públicas. Primero trabajó para Matthew Hiltzik, que dirigía una pequeña empresa de relaciones públicas de Nueva York y era conocido por su capacidad para trabajar con clientes que requerían mucha atención, entre los cuales estaban la personalidad televisiva Katie Couric y el productor de cine Harvey Weinstein (que, más tarde, fue vilipendiado por años de acoso y abuso sexual, acusaciones de las que Hiltzik y sus empleados llevaban mucho tiempo tratando de protegerlo). Hiltzik era activista demócrata, había trabajado para Hillary Clinton y también era el representante de la marca de ropa de Ivanka Trump. Hicks empezó trabajando en su cuenta, y más tarde se unió a la empresa a tiempo completo. En el 2015, Ivanka la transfirió a la campaña de su padre, y, a medida que esta avanzaba y Trump pasaba de ser una novedad a ser un factor político a tener en cuenta y, después, un gigante, la familia de Hicks empezó a sentirse, cada vez con mayor incredulidad, como si su hija hubiera sido secuestrada. (Después de la victoria de Trump y de que se mudase a la Casa Blanca, sus amigos más íntimos hablaban con gran preocupación sobre la clase de terapia y recuperación que necesitaría cuando por fin dejase el cargo.)

A lo largo de los dieciocho meses de campaña, el grupo que viajaba de ciudad en ciudad solía estar compuesto por el candidato, Hicks y el director de campaña Corey Lewandowski. Con el tiempo, ella se convirtió no solo en una participante involuntaria del devenir de la historia —hecho que la asombraba a ella tanto como a los demás—, sino también en una especie de sustituta de esposa perfecta, la empleada que más se había entregado a su trabajo y que mejor toleraba al señor Trump.

Lewandowski fue despedido, en junio del 2016, por su mala relación con miembros de la familia Trump. Poco después, Hicks, con quien había tenido una relación romántica intermitente, estaba sentada en la Torre Trump con Trump y sus hijos, preocupada por cómo trataría la prensa a su examante, y se preguntó en voz alta qué podía hacer para ayudarlo. Trump, que el resto del tiempo parecía tratarla con ademán protector y paternal, levantó la mirada y le dijo: «¿Para qué? Ya has hecho mucho por él: tienes el mejor trasero que va a catar en su vida». Hicks salió corriendo de la sala.

A medida que se formaban nuevas capas alrededor de Trump, primero como candidato y luego como presidente electo, Hicks continuó desempeñando el papel de relaciones públicas personal. Lo seguía como una sombra y era la persona que más acceso tenía a él. «¿Has hablado con Hope?» era una de las preguntas más frecuentes del ala oeste.

La impresión general era que Hicks, que contaba con el patrocinio de Ivanka y le era muy fiel, era la verdadera hija de Trump, mientras que Ivanka, la hija real, era su verdadera esposa. A nivel funcional pero elemental, Hicks era la persona que se ocupaba de la relación con los medios. Trabajaba con él, al margen de los cuarenta empleados de la oficina de comunicaciones de la Casa Blanca. El presidente le encomendaba su imagen y su mensaje personal, aunque sería más acertado decir que ella era la agente que transmitía ese mensaje y esa imagen que el presidente no confiaba a nadie más que a sí mismo. Juntos, formaban algo así como una operación que iba por libre.

No tenía opiniones políticas propias, pero sí experiencia en el campo de las relaciones públicas en Nueva York y cierto desprecio por los medios de la derecha, así que se convirtió en el enlace oficial con los medios mayoritarios. El presidente le había encargado la tarea definitiva: conseguir un buen artículo sobre él en The New York Times.

A juicio del presidente, esto aún no había ocurrido, «pero Hope lo intenta una y otra vez», dijo él.

En varias ocasiones, al cabo de un día —uno de tantos— de reseñas muy críticas, el presidente la saludaba con un afectuoso «debes de ser la peor relaciones públicas del mundo».

 

 

Al principio de la transición, y con Conway fuera del proceso de selección para el puesto de secretaria de Prensa, Trump se empecinó en encontrar a una estrella. La presentadora de radio Laura Ingraham, una conservadora que había hablado en la convención, estaba en la lista, junto con Ann Coulter. Maria Bartiromo, de Fox Business, también estaba entre las candidatas. (El presidente electo había dicho que se trataba de televisión, y que por eso tenía que ser una mujer atractiva.) Cuando ninguna de las opciones resultó, le ofrecieron el trabajo a Tucker Carlson, de Fox News, que lo rechazó.

Pero había una opinión contraria: la persona responsable de la prensa tenía que ser lo opuesto de una estrella. De hecho, había que reformular toda la operación. Si la prensa era el enemigo, ¿por qué consentirla? ¿Por qué darle más visibilidad? Se trataba de bannonismo básico: deja de pensar que puedes llevarte bien con tus enemigos.

Mientras el debate se alargaba, Priebus presionó para que escogiesen a uno de sus segundos del Comité Nacional Republicano: Sean Spicer, un profesional político de Washington de cuarenta y cinco años que caía bien y había tenido una serie de puestos en el Congreso durante los años de George W. Bush, y también en el Comité Nacional Republicano. Spicer, que dudaba si debía aceptar la oferta, les preguntaba con nerviosismo a sus compañeros de la ciénaga de Washington: «Si acepto, ¿podré volver a trabajar después?».

Las respuestas eran contradictorias.

Durante la transición, muchos miembros del equipo de Trump acabaron estando de acuerdo con Bannon en que la mejor manera de gestionar la prensa de la Casa Blanca era alejarla cuanto más, mejor. A la prensa, la iniciativa —o los rumores— le pareció una señal más de que la futura Administración adoptaría una postura antiprensa, que anunciaba el intento sistemático de cerrar el grifo de la información. A decir verdad, otros gobiernos habían sopesado las ideas de sacar la sala de prensa de la Casa Blanca, o de restringir el programa de sesiones informativas o limitar las conexiones televisivas o el acceso de la prensa. Hillary Clinton había defendido limitar el acceso de la prensa a la Casa Blanca de su marido.

Donald Trump no fue capaz de renunciar a la proximidad de la prensa ni a tener el escenario en su propia casa. Solía reprender a Spicer por sus intervenciones torpes, a las que a menudo prestaba toda su atención. Su respuesta a las sesiones informativas que preparaba Spicer obedecía a su convencimiento de que nadie podía lidiar con los medios tan bien como él, debería decir que tenía a su disposición la parodia de un equipo de comunicación, sin carisma, magnetismo ni conexiones mediáticas significativas.

La presión a la que Trump sometía a Spicer —una retahíla continua de críticas e instrucciones autoritarias que siempre hacían perder la calma al secretario de Prensa— contribuyeron a convertir las sesiones en un auténtico desastre. Mientras tanto, la verdadera operación se había reducido a una serie de organizaciones de prensa que competían entre sí dentro de la Casa Blanca.

Hope Hicks y el presidente vivían en lo que otros habitantes del ala oeste consideraban un universo alternativo, donde los medios mayoritarios aún estaban por descubrir el encanto y la sabiduría de Donald Trump. Mientras que los presidentes anteriores tal vez pasaran parte del día hablando de las necesidades, deseos e intereses de los miembros del Congreso, el presidente y Hicks ocupaban mucho tiempo hablando sobre un reparto fijo de personalidades mediáticas, e intentando adivinar las verdaderas intenciones y puntos débiles de presentadores, productores y reporteros del Times y del Post.

A menudo, esa ambición fantasiosa se fijaba en la reportera del Times Maggie Haberman. Las exclusivas que Haberman publicaba en primera plana, lo que podría llamarse las exclusivas sobre rarezas de Donald Trump, eran relatos gráficos y coloridos de excentricidades, comportamientos reprobables y la basura que decía el presidente; todo contado con seriedad absoluta. Más allá de admitir que Trump era un chico de Queens que todavía le tenía un respeto reverencial a The New York Times, en el ala oeste nadie era capaz de explicar por qué motivo él y Hicks recurrían tan a menudo a Haberman, si ella siempre hacía un retrato burlón e hiriente del presidente. Algunos pensaban que Trump estaba revisitando escenas de éxito pasado: el Times podía estar en su contra, pero Haberman había trabajado muchos años en el New York Post. «Es muy profesional», dijo Conway en defensa del presidente, y tratando de justificar el acceso extraordinario que le concedían a Haberman. Por muy decidido que estuviera a conseguir buena prensa del Times, el presidente pensaba que Haberman era «horrible y mezquina». Aun así, todas las semanas, Hicks y él tramaban cuándo involucrar al Times.

 

 

Kushner tenía su propia operación de prensa, y Bannon, la suya. La cultura de las filtraciones era ya tan abierta y manifiesta que se le había asignado personal. La mayoría de las veces todo el mundo sabía identificar las filtraciones de los demás.

La Oficina de Innovación de Kushner empleaba como portavoz a Josh Raffel, que había salido de la empresa de relaciones públicas de Matthew Hiltzik, como Hicks. Raffel, un demócrata que había trabajado en Hollywood, actuaba como representante personal de Kushner y de su esposa, sobre todo porque la pareja pensaba que Spicer no los representaba con suficiente empeño, debido a su lealtad a Priebus. Se trataba de algo explícito; en el ala oeste se describía su trabajo con las palabras: «Josh es la Hope de Jared».

Raffel coordinaba la prensa personal de Kushner e Ivanka, si bien había más que hacer en el caso de ella que en el de él. Un dato importante era que Raffel coordinaba la gran cantidad de información que filtraba Kushner, o, por llamarlo de otro modo, las instrucciones y directrices no oficiales. Gran parte de ellas eran en contra de Bannon. Kushner, que afirmaba con gran convicción que él no hacía filtraciones, justificaba la existencia de su propio Departamento de Prensa como una defensa contra el de Bannon.

La persona que cumplía esa función para Bannon, Alexandra Preate, era una figura de la sociedad conservadora, aficionada al champán y que había trabajado para Breitbart News y otros personajes conservadores, como Larry Kudlow, de CNBC. Además, era amiga íntima de Rebekah Mercer. Aunque nadie era capaz de explicar su relación, Preate se ocupaba de la repercusión mediática de Bannon, aunque no la empleaba la Casa Blanca a pesar de tener allí un despacho y una presencia más o menos constante. Quedaba claro que su cliente era Bannon y no la Administración de Trump.

A Jared y a Ivanka no dejaba de alarmarlos que Bannon continuase teniendo a su disposición la enorme capacidad de alterar el humor y la atención de la derecha. Bannon insistía en que se había deshecho de todos los vínculos con sus antiguos compañeros de Breitbart, pero eso ponía a prueba la credulidad de todos, y todo el mundo daba por sentado que nadie debía creer semejante cosa. En todo caso, todos debían tener miedo.

Curiosamente, toda el ala oeste estaba de acuerdo en que Donald Trump, el presidente de los medios, tenía una de las operaciones de comunicación más disfuncionales de la historia moderna de la Casa Blanca. Y nadie dudaba de que Mike Dubke, un agente de relaciones públicas republicano que había sido contratado como director de Comunicaciones, tenía un pie en la puerta desde el primer día. Al final, duró en el puesto solo tres meses.

 

 

La cena de corresponsales de la Casa Blanca puso a prueba las habilidades del presidente igual que el resto de desafíos al que él y su equipo se habían enfrentado. Trump estaba seguro de que el poder de su encanto personal era mayor que el rencor que le tenía a su público o que el público le tenía a él.

Recordó la aparición que había hecho en el programa Saturday Night Live en el 2015; según él, había sido todo un éxito. De hecho, se había negado a prepararse e insistía en que pensaba improvisar, sin problema. Le dijeron que los humoristas no improvisaban, que tenían un guion y que estaba todo ensayado. Pero el consejo tuvo un efecto mínimo.

A excepción del presidente, casi nadie creía que pudiera salir airoso de la cena de corresponsales, y su personal estaba aterrorizado, pensando que moriría en el escenario, ante una audiencia que bullía de desprecio. A pesar de que era capaz de hacer pullas y a menudo lo hacía con crueldad, nadie lo consideraba capaz de aceptarlas. Pero el presidente parecía deseoso de hacer su aparición en el acontecimiento, si bien trataba de disimularlo. Hicks, que normalmente lo animaba a seguir todos sus impulsos, en este caso intentaba no hacerlo.

Bannon insistió en algo simbólico: el presidente no debería ser visto intentando congraciarse con sus enemigos ni entreteniéndolos. Los medios de comunicación eran mejores chivos expiatorios que cómplices. El principio de Bannon de la estaca metálica clavada en el suelo seguía siendo relevante: no te muevas, no te dobles, no cedas, no accedas a compromisos. Al final, en lugar de insinuar que Trump carecía del talento y del ingenio necesarios para emocionar al público, esa fue mucho mejor manera de convencer al presidente de que no acudiese a la cena.

Cuando Trump accedió, al fin, a renunciar a la cena, Conway, Hicks y casi todos los del ala oeste respiraron con tranquilidad.

 

 

Poco después de las cinco de la tarde del centésimo día de su presidencia, que estaba siendo muy bochornoso, mientras dos mil quinientos miembros de distintas agencias de noticias y sus amigos se reunían en el Washington Hilton con motivo de la cena de corresponsales de la Casa Blanca, el presidente salió del ala oeste para dirigirse al Marine One, que pronto estaría de camino a la base aérea Andrews. Con él iban Steve Bannon, Stephen Miller, Reince Priebus, Hope Hicks y Kellyanne Conway. El vicepresidente Pence y su esposa fueron directos a Andrews, y embarcaron con los demás en el Air Force One para hacer un vuelo corto hasta Harrisburg, Pensilvania, donde el presidente pronunciaría un discurso. Durante el vuelo les sirvieron pasteles de cangrejo, y el presidente le concedió a John Dickerson, de Face the Nation, una entrevista conmemorativa del centésimo día.

El primer evento de Harrisburg discurrió en una fábrica de herramientas de jardinería y paisajismo, donde el presidente hizo una inspección exhaustiva de una línea de carretillas de colores vistosos. El siguiente, en el que tendría lugar el discurso, era en el rodeo del Farm Show Complex & Expo Center de Pensilvania.

Y ahí estaba el quid del viaje. Lo habían diseñado para recordarle al resto del país que el presidente no era otro hipócrita más vestido de esmoquin como los de la cena de corresponsales de la Casa Blanca (cosa que presuponía que la base electoral del presidente era consciente de semejante acontecimiento y que le importaba), pero también para distraer al presidente y que no se acordara de la cena que se estaba perdiendo.

Sin embargo, el presidente no dejaba de pedir que lo tuvieran al tanto de los chistes que se estaban contando en la reunión de corresponsales.