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COMEY

 

 

 

—Es imposible hacerle entender que estas investigaciones no se pueden parar —dijo Roger Ailes, una de las voces frustradas en la camarilla de Trump, a comienzos de mayo—. En los viejos tiempos, uno podía pedir que lo dejaran estar. Ahora, si pides que lo dejen, es a ti al que investigan. Él es incapaz de meterse eso en la cabeza.

Varios miembros del gabinete de multimillonarios trataban de tranquilizar al presidente en sus llamadas telefónicas nocturnas, pero, al expresarle sus profundas preocupaciones al respecto de los peligros del Departamento de Justicia y del FBI, lo que estaban haciendo en realidad era incitarle en gran medida. Muchos de los amigos adinerados de Trump se consideraban unos conocedores particularmente buenos del Departamento de Justicia. Todos ellos, cada uno en su propia carrera profesional, habían tenido los suficientes problemas con el Departamento como para cultivar sus fuentes y sus relaciones allí dentro. Flynn lo iba a poner en un brete. Manafort iba a escurrir el bulto. Y no era solo Rusia. Era Atlantic City. Y Mar-a-Lago. Y el Trump SoHo.

Tanto Chris Christie como Rudy Giuliani —ambos autoproclamados expertos sobre el Departamento de Justicia y el FBI que no dejaban de asegurarle a Trump que tenían fuentes dentro— le animaban a adoptar la opinión de que el Departamento de Justicia estaba decidido a ir contra él; todo formaba parte de un complot de la gente que quedaba de Obama.

Aún más insistente era el temor de Charlie Kushner, transmitido a través de su hijo y de su nuera, de que los negocios de la familia Kushner se vieran envueltos en la persecución contra Trump. Unas filtraciones del mes de enero habían servido para dar al traste con el acuerdo de la familia Kushner con el coloso financiero chino Anbang Insurance Group para refinanciar la enorme deuda de la familia en uno de sus principales negocios inmobiliarios, el 666 de la Quinta Avenida. En un artículo de portada de finales de abril y gracias a unas filtraciones procedentes del Departamento de Justicia, el New York Times vinculó el negocio de los Kushner con Beny Steinmetz, un multimillonario israelí con negocios inmobiliarios, de diamantes y de minería con lazos con Rusia y que se encontraba bajo una eterna investigación en todos los lugares del mundo (la situación de los Kushner no se vio favorecida por el hecho de que el presidente le hubiese contado tan ufano a varias personas que Jared era capaz de solucionar el problema de Oriente Medio porque los Kushner conocían a todos los trapicheros de Israel). Durante la primera semana de mayo, el Times y el Washington Post cubrieron la noticia de los esfuerzos que estaba haciendo la familia Kushner para atraer a inversores chinos con la promesa de visados de residencia norteamericanos.

«Los chicos» —Jared e Ivanka— daban muestras de una creciente sensación de pánico. ¿Y si el Departamento de Justicia y el FBI iban más allá de la injerencia rusa en las elecciones y se metían con los negocios de la familia? «Ivanka está aterrorizada», dijo un satisfecho Bannon.

Trump pasó a sugerir ante su coro de multimillonarios la posibilidad de cesar a Comey, el director del FBI. Ya había planteado aquella idea en muchas otras ocasiones, pero siempre había sido, al parecer, al mismo tiempo y en el mismo contexto en que planteaba la posibilidad de destituir a todo el mundo. «¿Debería despedir a Bannon? ¿Debería despedir a Reince? ¿Debería despedir a McMaster? ¿Debería despedir a Spicer? ¿Debería despedir a Tillerson?» Todo el mundo entendía que aquel ritual tenía más de pretexto para hablar de su poder que de una serie de decisiones sobre el personal en sentido estricto. Aun así, muy a la manera de Trump de envenenar el pozo, aquella pregunta de si debería despedir a tal o cual persona, y cualquier otra consideración al respecto expresada por cualquiera de los multimillonarios, se traducía en la idea de que ellos estaban de acuerdo, en plan: «Carl Icahn piensa que debería despedir a Comey (o a Bannon, o a Priebus, o a McMaster o a Tillerson)».

Con una urgencia agravada por el pánico de Charlie Kushner, su hija y su yerno le animaban a hacerlo con el argumento de que un Comey que tal vez antaño fuese agradable era ahora una pieza peligrosa e incontrolable cuyo beneficio inevitablemente supondría una pérdida para ellos. Cuando a Trump se le calentaba la cabeza con algo, se percataba Bannon, solía ser porque alguien se la había calentado. El foco de discusión de la familia —insistente, casi frenético— se situó prácticamente en exclusiva sobre las ambiciones de Comey. Ascendería a base de hacerles daño. Y el martilleo era cada vez más insistente.

«Ese hijo de puta va a intentar despedir al director del FBI», dijo Ailes.

Durante la primera semana de mayo, el presidente mantuvo una reunión con Sessions y su adjunto Rod Rosenstein en la que no dejó de echar pestes. Fue una reunión humillante para ambos, con un Trump que insistía en que no eran capaces de controlar a su propia gente y los presionaba para que hallasen un motivo para cesar a Comey. En realidad, los culpaba por el hecho de que no se les hubiera ocurrido ese motivo meses atrás (era culpa de ellos, les daba a entender, que Comey no hubiera sido cesado de buenas a primeras).

Aquella misma semana tuvo lugar una reunión que incluyó al presidente, a Jared e Ivanka, a Bannon, a Priebus y al asesor legal de la Casa Blanca Don McGahn. Fue una reunión a puerta cerrada, algo de lo que se percató todo el mundo, porque no era normal que la puerta del Despacho Oval estuviera cerrada.

«Todos los demócratas odian a Comey», dijo el presidente, que expresaba la certeza de una opinión que se justificaba por sí sola. «Todos los agentes del FBI también lo odian… el setenta y cinco por ciento de ellos no lo traga» (esta era una cifra que Kushner se había sacado de no se sabe bien dónde y que Trump había hecho suya). «Despedir a Comey supondrá una enorme ventaja de cara a la recaudación de fondos», declaró el presidente, un hombre que no hablaba de recaudaciones de fondos prácticamente nunca.

McGahn intentó explicarle que, en realidad, Comey no llevaba en persona la investigación sobre Rusia y que, sin él, las indagaciones continuarían adelante de todas formas. McGahn, el abogado cuya tarea era necesariamente la de hacer advertencias, era el frecuente blanco de las iras de Trump, que solían comenzar como una especie de exageración o de teatro para pasar después a lo que de verdad era: una pataleta malencarada, incontrolable y de vena hinchada. La situación pasaba al terreno de lo primario. Ahora, las denuncias del presidente se centraban con furia despiadada sobre McGahn y sus advertencias acerca de Comey.

«Comey era una rata», repetía Trump. Había ratas por todas partes, y había que librarse de ellas. «John Dean, John Dean», insistía. «¿Sabéis lo que John Dean le hizo a Nixon?»

Trump, un individuo que veía la historia a través de las personalidades —gente que le podía agradar o desagradar—, era un obseso de John Dean. Se puso como loco cuando un Dean ya canoso y muy envejecido apareció en los programas de tertulia para comparar la investigación sobre Trump y Rusia con el caso Watergate. Aquello hacía que el presidente, de manera instantánea, se incorporase para prestar atención y soltase un inevitable monólogo a modo de réplica ante la pantalla sobre la lealtad y lo que es capaz de hacer la gente por la atención mediática. También podía ir acompañado de diversas teorías revisionistas que tenía Trump acerca del Watergate y de que a Nixon le tendieron una trampa. Y siempre había ratas. Una rata era alguien capaz de tumbarte con tal de obtener un beneficio. Si tenías una rata, la tenías que matar. Y había ratas por doquier.

(Más adelante, fue Bannon quien tuvo que llevarse aparte al presidente y contarle que John Dean había sido el asesor legal de la Casa Blanca en la Administración de Nixon, de manera que tal vez sería una buena idea rebajar el tono con McGahn.)

En el transcurso de la reunión, Bannon, caído en desgracia y aliado ahora con Priebus —en su común antipatía hacia el dúo Jarvanka—, aprovechó la oportunidad para hacer un acalorado alegato en contra de Jared, Ivanka y la gente de su cuerda: «los genios» («genio» era uno de los términos despectivos de Trump para cualquiera que pudiese irritarle o considerarse más listo que él, y Bannon se lo había apropiado ahora y se lo estaba aplicando a la propia familia del presidente). Con una serie de advertencias contundentes y alarmantes, Bannon le dijo a Trump: «Esta historia de Rusia es de tercera fila, pero despida usted a Comey y será la mayor historia del mundo».

Al final de la reunión, Bannon y Priebus creían que se habían impuesto. Pero aquel fin de semana, en Bedminster, el presidente se convirtió en otra olla a presión al prestar oídos, de nuevo, a la profunda consternación de su hija y de su yerno. Stephen Miller fue también a pasar allí el fin de semana, además de Jared e Ivanka. Hizo mal tiempo, el presidente se perdió su partido de golf y se quedó con Jared dándole vueltas a su enfado con el tema de Comey. Según la versión de las personas ajenas al círculo de Jared e Ivanka, fue el primero quien lo presionó para que actuase y, una vez más, le calentó la cabeza a su suegro. Con el visto bueno del presidente, Kushner —según esta versión— le entregó a Miller unas notas sobre los motivos por los que se debería cesar al director del FBI, y le pidió que redactase una carta que pudiera sentar las bases para su inmediata destitución. Miller —que no es precisamente diestro como redactor— reclutó a Hicks para que le ayudase, otra persona que carece de unas capacidades claramente notables (Miller recibiría más adelante la reprimenda de Bannon por dejarse enredar, y posiblemente implicar, en el lío de Comey).

La carta, en el borrador precipitado que montaron Miller y Hicks (ya fuera por indicación de Kushner o por instrucciones directas del presidente), era un batiburrillo extraño que contenía los temas de discusión que darían forma al argumentario de la familia Trump para cesar a Comey: la manera que Comey tuvo de llevar la investigación sobre Hillary Clinton; la afirmación (de Kushner) de que el propio FBI se había vuelto contra Comey; y la principal obsesión del presidente, el hecho de que Comey se negara a admitir en público que no estaban investigando a Trump. Es decir, todo salvo el hecho de que el FBI de Comey estaba investigando al presidente.

El bando de Kushner, por su parte, contrarrestó de forma implacable cualquier descripción de Jared como el promotor o como el ideólogo, y lo que hizo fue descargar por completo todo el afán de la carta de Bedminster —y la determinación de librarse de Comey— sobre los hombros del presidente y proyectar la imagen de Kushner como alguien que pasaba por allí sin intervenir (la postura del bando de Kushner se expresó así: «¿Apoyó él [Jared] la decisión? Sí. ¿Le contaron que aquello iba a suceder? Sí. ¿Lo instigó él? No. ¿Lo defendió [el cese de Comey] durante semanas y meses? No. ¿Se opuso [al cese de Comey]? No. ¿Dijo él que aquello saldría mal? No»).

Horrorizado, McGahn se negó a enviar la carta. Sin embargo, esta llegó a Sessions y a Rosenstein, que de inmediato se pusieron a redactar su propia versión de lo que era obvio que deseaban Kushner y el presidente.

«Cuando volvió, supe que podría reventar en cualquier instante», dijo Bannon después de que el presidente regresara de su fin de semana en Bedminster.

 

 

En la mañana del lunes 8 de mayo, en una reunión en el Despacho Oval, el presidente le dijo a Priebus y a Bannon que había tomado la decisión: iba a destituir al director Comey. Ambos volvieron a rogarle de manera acalorada que no hiciese aquel movimiento y defendieron que, como mínimo, se hablase más el tema. Aquí estaba la técnica crucial para manejar al presidente: aplazar los temas. Era probable que llevar algo hacia adelante supusiera la aparición de cualquier otro asunto —un desastre igual o aún mayor— al tratar de evitar el desastre que se tenía ahora entre manos. Es más, aplazar era algo que funcionaba de maravilla con la capacidad de atención de Trump; fuera cual fuese el problema del momento, él no tardaría en estar metido en otra cosa. Cuando terminó la reunión, Priebus y Bannon creyeron que habían ganado un cierto respiro.

Más tarde ese mismo día, Sally Yates y el antiguo director de inteligencia nacional James Clapper comparecieron ante el Subcomité de Crimen y Terrorismo del Comité Judicial del Senado… y fueron recibidos con una serie de furiosos tuits del presidente.

Ahí residía, vio Bannon de nuevo, el problema esencial de Trump. Lo personalizaba todo de manera absoluta. Veía el mundo en términos comerciales y en los del mundo del espectáculo: siempre había alguien que trataba de quedar por encima de ti, siempre había alguien que intentaba acaparar la atención mediática. Siempre estabas librando una batalla contra alguien que quería lo que tú tenías. Para Bannon, reducir el mundo de la política a enfrentamientos y rencillas empequeñecía el lugar en la historia que Trump y su Administración habían conseguido, pero también servía para ocultar los verdaderos poderes a los que se enfrentaban. No personas, sino instituciones.

Para Trump, no se enfrentaba más que a Sally Yates, que «menuda hija de puta» que era, decía echando humo.

Desde su cese el día 30 de enero, Yates se había mantenido sospechosamente silenciosa. Cuando la abordaban los periodistas, o ella o sus intermediarios explicaban que no hablaba con ningún medio por consejo de sus abogados. El presidente creía que no hacía sino esperar al acecho. En llamadas telefónicas a sus amigos, Trump se preocupaba por el «plan» y la «estrategia» de Yates, y no dejaba de presionar a sus consejeros de sobremesa para que le contasen qué pensaban ellos que «escondían en la manga» tanto Yates como Ben Rhodes, el favorito de Trump entre los conspiradores de Obama.

Con cada uno de sus enemigos —y, en realidad, con cada uno de sus amigos—, en muchos sentidos, la cuestión se reducía para él a su plan mediático personal. Los medios eran el campo de batalla. Trump daba por sentado que todo el mundo quería disfrutar de sus quince minutos de gloria y que todo el mundo contaba con una estrategia de prensa para cuando los consiguiese. Si no eras capaz de conseguirte esa prensa por ti mismo, te convertías en un filtrador. En opinión de Trump, ninguna noticia se producía por casualidad. Todas las noticias se manipulaban y se calculaban, se planificaban y se colocaban en los medios. Todas las noticias eran en cierta medida falsas, y él lo entendía perfectamente bien porque él mismo las había falseado muchísimas veces a lo largo de su carrera. Este es el motivo de que le saliese de un modo tan natural la etiqueta de «noticias falsas». «Llevo toda la vida inventándome cosas, y siempre las publican», fanfarroneaba.

El retorno de Sally Yates, con su citación ante el Comité Judicial del Senado, marcaba para ella el comienzo —creía Trump— de un lanzamiento mediático sostenido y bien organizado. (Esta opinión sobre la prensa se la confirmó más adelante en el mes de mayo la publicación de un generoso y hagiográfico perfil de Yates en el New Yorker. «¿Cuánto tiempo creéis que llevaba planeando esto? —preguntaba de manera retórica—. Porque sabéis que lo tenía planeado. Es su día de éxito.») «Yates solo es famosa gracias a mí —se quejaba el presidente con amargura—. Porque si no, ¿quién es ella? Nadie.»

Ante el Congreso aquel lunes por la mañana, Yates tuvo una actuación cinematográfica —tranquila, comedida, detallada, desinteresada— que agravó la agitación y la furia de Trump.

 

 

En la mañana del martes 9 de mayo, con el presidente aún obsesionado con Comey y con su yerno y su hija todavía detrás de él, Priebus volvió a jugar la carta del aplazamiento: «Hay una manera correcta y otra incorrecta de hacer esto —le dijo al presidente—. No queremos que se entere de ello por la televisión. Y lo voy a decir una última vez: esta no es la manera correcta de hacerlo. Si lo quieres hacer tú, la forma correcta es hacerle venir aquí y mantener una conversación. Esa es la manera decente y profesional de hacerlo». Una vez más, parecía que el presidente se calmaba y se centraba más en el necesario procedimiento.

Pero se trataba de un engaño. En realidad, con el fin de evitar aceptar el procedimiento convencional —o, para el caso, cualquier sentido real de causa y efecto—, el presidente se había limitado a eliminar a todo el resto de la gente de su procedimiento. Durante la mayor parte de aquel día, casi nadie llegaría a enterarse de que había decidido encargarse de la cuestión por su propia cuenta. En los anales de la presidencia estadounidense, es posible que el cese del director del FBI James Comey sea una de las medidas más trascendentales jamás tomadas por un presidente moderno que actuaba totalmente por su cuenta.

Pues bien, el Departamento de Justicia —el fiscal general Sessions y el fiscal general adjunto Rod Rosenstein— se encontraba preparando su argumentario contra Comey de forma independiente al curso adoptado por Trump. Habían tomado la línea fijada en Bedminster y culpaban a Comey de ciertos errores en su gestión del desastre de los correos electrónicos de Clinton, lo cual era una acusación problemática, pues, si de verdad era ese el problema, ¿por qué no fue cesado Comey por ese motivo en el preciso instante en que la Administración de Trump tomó posesión? Pero el hecho era que, muy a pesar de la acusación de Sessions y Rosenstein, el presidente ya había decidido actuar por su cuenta.

Jared e Ivanka presionaban al presidente para que siguiese adelante, pero ni siquiera ellos sabían que el hacha tardaría poco en caer. Hope Hicks, la férrea sombra de Trump, quien, por lo demás, sabía todo lo que pensaba el presidente —en particular porque él no podía evitar expresarlo en voz alta—, no lo sabía. Steve Bannon, por muy preocupado que estuviera por el hecho de que el presidente pudiese reventar, no lo sabía. Su jefe de gabinete no lo sabía. Y su secretario de Prensa no lo sabía. El presidente, a punto de iniciar una guerra con el FBI, con el Departamento de Justicia y con muchos congresistas, se estaba descontrolando.

En algún momento de la tarde, Trump le contó su plan a su hija y a su yerno, que de inmediato se convirtieron en coconspiradores y cerraron el paso con firmeza a cualquier consejo que les hiciese la competencia.

De manera extraña e inquietante, fue un día que transcurrió con puntualidad y sin sobresaltos en el ala oeste. Mark Halperin, periodista político y cronista de campaña, esperaba en la zona de recepción a Hope Hicks, que pasó a recogerlo un poco antes de las cinco de la tarde. Howard Kurtz, de la Fox, también estaba allí, aguardando la hora de su cita con Sean Spicer. Y el ayudante de Reince Priebus acababa de salir a decirle a su cita de las cinco que solo tardaría cinco minutos.

El hecho es que, justo antes de las cinco, tras haberle notificado muy poco antes a McGahn sus intenciones, el presidente apretó el gatillo. El guardia personal de seguridad de Trump, Keith Schiller, entregó la carta de cese en la oficina de Comey, en el FBI, justo pasadas las cinco. La segunda frase de esta carta incluía las siguientes palabras: «Por la presente queda cesado y relevado de su puesto, con efecto inmediato».

Muy poco después, la mayor parte del personal del ala oeste —por cortesía de una información errónea de Fox News— creyó por unos breves instantes que Comey había presentado la dimisión. Luego, en una serie de contactos informativos en cadena por todas las oficinas del ala oeste, quedó claro lo que había sucedido.

—¡Pues lo siguiente será un fiscal especial! —dijo a nadie en particular un Priebus incrédulo cuando se enteró de lo que estaba pasando, poco antes de las cinco en punto.

Spicer, a quien más tarde se culparía de no haber sido capaz de vender de manera positiva la historia del cese de Comey, contó con apenas unos minutos para procesarlo.

El presidente no solo había tomado aquella decisión sin consultar a prácticamente nadie, salvo a su círculo familiar más cercano, sino que la respuesta, la explicación e incluso las justificaciones legales las habían gestionado él y su familia casi en exclusiva. Los motivos paralelos de Sessions y Rosenstein para la destitución se metieron con calzador en el último minuto, momento en el cual —por indicación de Kushner— la primera explicación del cese de Comey pasó a ser que el presidente había actuado únicamente por recomendación de ambos fiscales. Spicer se vio obligado a ofrecer este argumento tan inverosímil, lo mismo que le sucedió al vicepresidente. Sin embargo, esta fachada se vino abajo casi de inmediato, en particular porque casi nadie en el ala oeste quería tener nada que ver con la decisión de despedir a Comey, y todo el mundo estaba ayudando a tirarla abajo.

Trump, con su familia, se quedó a un lado de la línea divisoria de la Casa Blanca, mientras que el personal —boquiabierto, incrédulo y sin palabras— se quedaba al otro.

Pero el presidente parecía querer también que se supiera que, enfurecido y peligroso, había acabado personalmente con Comey. Olvídense de Rosenstein y Sessions, eso era algo personal. Se trataba de un presidente poderoso y vengativo, irritado y ofendido por todos aquellos que lo perseguían y decidido a proteger a su familia, cuyos miembros, a su vez, se mostraban decididos a hacer que él los protegiese.

—La hija aplacará al padre —dijo Bannon con un tono shakespeariano.

En el ala oeste hubo una extensa dedicación al repaso de los escenarios alternativos. Si lo que uno quería era librarse de Comey, desde luego que había maneras políticas de hacerlo, maneras que sin duda le habían sugerido a Trump (una de ellas, muy curiosa —una idea que más adelante hubiera resultado toda una ironía—, era la de librarse del general Kelly en Seguridad Nacional y trasladar a Comey a ese puesto). Pero la cuestión era, en realidad, que el presidente había querido plantarle cara al director del FBI y humillarlo. La crueldad era uno de los atributos de Trump.

La destitución se había llevado a cabo de forma pública y delante de su familia, y sorprendió a Comey con la guardia baja mientras daba una charla en California. Acto seguido, el presidente había particularizado más el golpe con un ataque personal contra el director al sugerir que el propio FBI estaba de parte de Trump, y que allí tampoco había más que desprecio hacia Comey.

Al día siguiente, como si quisiera ahondar más y deleitarse tanto con el insulto como con su impunidad personal, el presidente se reunió con unos gerifaltes rusos en el Despacho Oval, incluido el embajador ruso Kisliak, el mismísimo centro de gran parte de la investigación sobre Trump y Rusia. A los rusos les dijo: «Acabo de despedir al director del FBI. Estaba loco, un verdadero pirado. Estaba sometido a una fuerte presión por lo de Rusia. Eso ha desaparecido». A continuación, por si fuera poco, les ofreció una información que Estados Unidos había recibido de Israel a través de su agente de campo en Siria acerca de que Estado Islámico estaba utilizando ordenadores portátiles para meter bombas en las líneas aéreas de pasajeros, y reveló lo suficiente como para comprometer al agente israelí (este incidente no sirvió de ayuda para la reputación de Trump en los círculos de inteligencia, dado que, en el espionaje, las fuentes humanas de información se han de proteger por encima de cualquier otro secreto).

—Es Trump —dijo Bannon—. Se cree que puede despedir al FBI.

 

 

Trump creía que destituir a Comey lo convertiría en un héroe. Se pasó las siguientes cuarenta y ocho horas vendiéndole su versión a diversos amigos. Era simple: se había plantado frente al FBI. Había demostrado que estaba dispuesto a asumir el poder del Estado. El que viene de fuera de la política contra los de dentro de toda la vida. Al fin y al cabo, por eso lo habían elegido.

En ciertos aspectos tenía razón. Uno de los motivos de que los presidentes no cesen al director del FBI es que temen las consecuencias. Es el síndrome de Hoover: cualquier presidente puede ser rehén de lo que el FBI sabe, y un presidente que trata al FBI con algo menos que deferencia lo hace por su propia cuenta y riesgo. Pero este presidente le había plantado cara a los federales. Un hombre frente a un poder sin contrapeso contra el que la izquierda siempre había clamado… y que la derecha también se había tomado, más recientemente, como una especie de santo grial. «Todo el mundo debería estar apoyándome», le decía el presidente a sus amigos de un modo cada vez más lastimero.

Este era otro de los peculiares atributos de Trump: la incapacidad para ver sus actos tal y como los veía la mayoría, o para llegar a entender por completo cómo esperaba la gente que se comportase. Se le escapa del todo la noción de la presidencia como concepto político e institucional, con un especial hincapié en lo ritual, lo apropiado y lo semiótico del mensaje: la condición de hombre de Estado.

Dentro del Gobierno, la respuesta al cese de Comey fue una especie de repulsión burocrática. Bannon había tratado de explicarle a Trump la importancia de los funcionarios de carrera en la Administración, personas cuya zona de confort se hallaba en su conexión con unas organizaciones que eran hegemónicas y una sensación de tener una causa superior: eran distintos, muy distintos de aquellos que buscaban la distinción individual. Por mucho que Comey pudiera ser otras cosas, antes que nada era un burócrata. Expulsarlo de manera ignominiosa suponía otro insulto más de Trump a la burocracia.

Rod Rosenstein, el autor de la carta que al parecer proporcionaba la justificación para cesar a Comey, se encontraba ahora en la línea de fuego. Rosenstein, de cincuenta y dos años, quien con sus gafas de montura al aire parecía querer erigirse en el burócrata de los burócratas, era el fiscal estadounidense que llevaba más años en el cargo. Vivía dentro del sistema, ciñéndose siempre a las normas, como si su mayor meta fuera conseguir que todo el mundo dijese que siempre se ceñía a esas normas. Era una persona de fiar, y quería que todo el mundo lo supiera.

Trump minó todo esto, incluso lo destrozó. Aquel presidente que amedrentaba y gruñía enseñando los dientes había intimidado a los dos funcionarios más altos del país encargados de imponer el cumplimiento de la ley para que redactaran una poco meditada o, como mínimo, inoportuna lista de acusaciones contra el director del FBI. Rosenstein ya se sentía utilizado e insultado, y, a continuación, se demostró públicamente que también había sido engañado. Era un pardillo.

El presidente había obligado a Rosenstein y a Sessions a construir un argumentario legal y, acto seguido, se había mostrado incapaz de mantener siquiera la ficción burocrática de atenerse a él. Después de haber embarcado a Rosenstein y a Sessions en su trama, Trump había dejado públicamente los esfuerzos de los fiscales por presentar una argumentación legítima y razonable a la altura de una farsa, y, quizá, como un plan para obstruir a la justicia. El presidente dejó perfectamente claro que no había despedido al director del FBI por haber actuado de forma incorrecta con Hillary; había despedido a Comey porque el FBI lo estaba investigando a él y a su Administración de un modo demasiado agresivo.

El hiperestricto Rod Rosenstein —hasta entonces el actor apolítico por antonomasia— se convirtió en el acto, a ojos de Washington, en un patético instrumento de Trump. Sin embargo, la venganza de Rosenstein fue diestra, veloz, abrumadora y, por supuesto, ceñida a las normas.

Dada la decisión del fiscal general de recusarse en la investigación sobre Rusia, quedaba bajo la autoridad de su adjunto determinar si él mismo tenía algún tipo de conflicto —es decir, decidir si existía alguna posibilidad de que el fiscal general adjunto no actuase de manera objetiva al estar motivado por su propio interés— y, a su único criterio, en caso de que entendiese que sí existía tal conflicto, nombrar a un asesor legal externo especial con amplios poderes y responsabilidades para que llevara a cabo una investigación y, posiblemente, un procesamiento.

El 17 de mayo, doce días después del cese del director del FBI James Comey, sin consultar a la Casa Blanca ni al fiscal general, Rosenstein nombró al exdirector del FBI Robert Mueller para que supervisara la investigación sobre los vínculos de Trump, de su campaña y de su personal con Rusia. Si Michael Flynn se había convertido poco tiempo atrás en el hombre más poderoso de Washington por cuanto podía revelar sobre el presidente, se podría decir que ahora era Mueller quien ocupaba ese puesto, ya que tenía el poder suficiente para que Flynn y todo el resto del surtido de esbirros y compinches de Trump se pusieran a chillar.

Por supuesto que Rosenstein comprendía, tal vez con una cierta satisfacción, que le había asestado lo que podía ser un golpe mortal a la presidencia de Trump.

Bannon, negando con la cabeza en un gesto de asombro acerca de Trump, comentó con mordacidad:

—No creo que vea lo que se le viene encima.