El 12 de mayo, Roger Ailes tenía programado regresar a Nueva York desde Palm Beach para encontrarse con Peter Thiel, uno de los primeros y solitarios apoyos de Trump en Silicon Valley que cada vez estaba más estupefacto con la impredecibilidad del presidente. Ailes y Thiel, ambos preocupados ante la posibilidad de que Trump fuera capaz de derribar el trumpismo, iban a discutir la financiación y el lanzamiento de una nueva cadena de noticias por cable. Thiel la pagaría, y Ailes se traería a O’Reilly, a Hannity y tal vez a Bannon, además de a sí mismo.
Sin embargo, dos días antes de la reunión, Ailes se cayó en el cuarto de baño y se dio un golpe en la cabeza. Antes de entrar en coma, le dijo a su mujer que no aplazase la reunión con Thiel. Una semana después, Ailes, aquella singular figura en el recorrido desde la mayoría silenciosa de Nixon hasta los demócratas que votaron a Reagan y las apasionadas bases de Trump, estaba muerto.
Su funeral en Palm Beach, el 20 de mayo, fue toda una muestra de las corrientes de ambivalencia e incluso vergüenza de la derecha estadounidense. Los profesionales conservadores de los medios se mantenían apasionados en su defensa pública de Trump, pero el que no estaba nervioso, estaba avergonzado. En el funeral, a Rush Limbaugh y a Laura Ingraham les costaba lo suyo analizar el apoyo al trumpismo al mismo tiempo que marcaban distancias con el propio Trump.
No cabía la menor duda de que el presidente se había convertido en el sustento de los conservadores. Era el antiliberal definitivo: una persona autoritaria que era la viva encarnación de la resistencia a la autoridad. Era el exuberante contrario de todo aquello que a la derecha le parecía condescendiente, crédulo y mojigato en la izquierda. Y aun así, como era obvio, Trump era Trump: poco cuidadoso, caprichoso, desleal y absolutamente fuera de cualquier posibilidad de control. Nadie lo sabía mejor que las personas que más lo conocían.
La mujer de Ailes, Beth, se había mostrado vehemente al invitar al funeral tan solo a los leales a Ailes. Excluyó a cualquiera que hubiese flaqueado en la defensa de su marido desde que lo despidieron o a cualquiera que hubiese decidido que había un futuro mejor con la familia Murdoch. A Trump, que todavía estaba embelesado con su nueva relación con Murdoch, esto lo situó al otro lado de la raya. Fueron pasando las horas y, después, los días —cuidadosamente contados por Beth Ailes— sin que se produjera una llamada de condolencia del presidente.
En la mañana del funeral, el avión privado de Sean Hannity despegaba del aeropuerto Republic de Farmingdale, en Long Island, con rumbo a Palm Beach. Con Hannity, viajaba un pequeño grupo de antiguos y actuales empleados de la Fox, todos ellos partidarios de Ailes y de Trump. Pero unos y otros sentían una declarada angustia, o incluso incredulidad, por el hecho de que Trump fuera Trump: primero estaba la dificultad de asimilar las razones que había dado para lo de Comey y, ahora, su incapacidad para tener siquiera un gesto con su difunto amigo Ailes.
—Es un idiota, resulta obvio —dijo la antigua corresponsal de la Fox Liz Trotta.
La presentadora de la Fox Kimberly Guilfoyle se pasó gran parte del vuelo debatiendo las súplicas de Trump para que ella sustituyese a Sean Spicer en la Casa Blanca. «Hay muchas cuestiones, incluida la supervivencia personal.»
En cuanto al propio Hannity, su visión del universo conservador estaba pasando de tener su centro en la Fox a situarlo en Trump. No creía que fuese a pasar mucho más de un año antes de verse, él también, expulsado de la cadena, o que la cadena le pareciese a él un lugar demasiado inhóspito para quedarse. Y aun así le afligía el derroche de atenciones que Trump le dedicaba a Murdoch, quien no solo había echado a Ailes, sino que su conservadurismo era utilitarista en el mejor de los casos. «¡Si apoyó a Hillary!», dijo Hannity.
Cavilando en voz alta, Hannity dijo que se marcharía de la cadena y que trabajaría para Trump a tiempo completo porque no había nada más importante que el éxito de Trump… «A pesar del propio Trump», añadió Hannity entre risas.
Sin embargo, lo tenía muy enfadado que Trump no hubiese llamado a Beth. Mueller lo tenía distraído, llegó a la conclusión con una profunda calada a un cigarrillo electrónico.
Quizá Trump fuese una creación a lo Frankenstein, pero era la creación de la derecha, el primer y verdadero espíritu libre de la derecha estadounidense. Hannity podía pasar por alto el desastre de Comey. Y a Jared. Y el desastre de la Casa Blanca.
Aun así, el presidente no había telefoneado a Beth.
—Pero ¿qué coño le pasa? —se preguntó Hannity.
Trump creía que le faltaba tan solo una victoria para darle la vuelta a todo. O, mejor dicho, quizá le faltaba una victoria que le diese la buena prensa que le daría la vuelta a todo. El hecho de que hubiese desperdiciado en gran medida sus primeros cien días —cuyas victorias le tendrían que haber servido durante los siguientes cien— era irrelevante. Podía irte mal en los medios un día y, al siguiente, conseguir un bombazo que te convirtiese en un éxito.
—Cosas grandes, las necesitamos grandes —decía enfadado y con frecuencia—. Esto no es grande. Lo necesito grande. Traedme algo grande. ¿Sabéis siquiera lo que significa «grande»?
Derogar y reemplazar el Obamacare, las infraestructuras, una verdadera reforma fiscal —el despliegue que Trump había prometido y cuyo cumplimiento había dejado después en manos de Paul Ryan—: todo era un desastre. Todos los altos cargos de la Administración mantenían ahora que no debían haber ido a por la reforma sanitaria en primer lugar, como precursor del despliegue legislativo. ¿De quién había sido aquella idea, por cierto?
Lo natural habría sido hacer cosas más pequeñas, versiones progresivas del programa electoral, pero Trump mostraba poco interés por lo pequeño. Se ponía apático e irritable.
Pues muy bien, tendría que ser la paz en Oriente Medio.
Para Trump, igual que para tantos hombres del mundo del espectáculo o empresarios de las agencias de comunicación, el enemigo siempre es la complejidad y los trámites burocráticos, y la solución para todo es saltarse los trámites. Tú puentea o ignora las dificultades, vete directo hacia tu visión, la cual, si es lo bastante atrevida o lo bastante grandiosa, se venderá sola. En esta fórmula siempre hay una serie de intermediarios que te prometen que te ayudarán a saltarte los trámites, además de algunos socios encantados de subirse al carro de tu grandiosidad.
Entra en escena el príncipe heredero de la Casa de Saúd, Mohamed bin Salmán bin Abdulaziz, de treinta y un años de edad, también conocido como MBS.
Se dio la fortuita circunstancia de que el rey de Arabia Saudí, el padre de MBS, estaba perdiendo facultades. Había un consenso cada vez mayor (relativamente) en el seno de la familia real saudí acerca de la necesidad de modernizarse. MBS —empedernido jugador de videojuegos— tenía una personalidad novedosa en el liderazgo saudí. Era locuaz, abierto y comunicativo, un personaje muy internacional y con encanto, un astuto vendedor en lugar de ser un gerifalte distante y taciturno. Se había hecho con la cartera de Economía, y perseguía su sueño —muy al estilo de Trump— de ser más Dubái que el propio Dubái y diversificar la economía. El suyo sería un reino nuevo, moderno… bueno, un poco más moderno (sí, las mujeres no tardarían en poder conducir, así que ¡gracias a Dios que el coche autónomo ya estaba en camino!). El liderazgo saudí se caracterizaba por la edad, el tradicionalismo, un relativo anonimato y un cuidado consenso como forma de pensar. La familia real saudí, por otro lado, de donde procede la clase dirigente, solía destacar por sus excesos, la ostentación y por participar de los gozos de la modernidad en los puertos extranjeros. MBS, un hombre con urgencias, trataba de tender puentes en la realeza saudí.
El liderazgo liberal global se había quedado prácticamente paralizado con la victoria de Trump… en realidad, con la mera existencia de Donald Trump. Pero en Oriente Medio la situación era la inversa por completo. El mal humor, la agresividad, la hiperracionalización y la microgestión de Obama, precedidos por el militarismo moral de Bush con sus problemas subsiguientes, precedidos por el pactismo, el quid pro quo y las puñaladas por la espalda de Clinton, le habían abierto las puertas a la versión de Trump de la realpolitik. El presidente no tenía paciencia con ese hastío de saberse atados de pies y manos tan típica de la época posterior a la guerra fría, esa sensación de tablero de ajedrez paralizado (o con movimientos progresivos en el mejor de los escenarios posibles), y con la guerra como única alternativa. Su manera de verlo era mucho más simple: «¿Quién está en el poder? Dadme su número».
Y, de un modo igualmente básico: «El enemigo de mi enemigo es mi amigo». Si Trump tenía un punto fijo de referencia en Oriente Medio, ese era —principalmente por cortesía de las clases particulares de Michael Flynn— que Irán era el malo de la película. De ahí que cualquiera que se opusiera a Irán pasara a ser un tipo bastante bueno.
Después de las elecciones, MBS se puso en contacto con Kushner. En la confusión de la transición de Trump, no se había nombrado a nadie que tuviera estatura en política exterior ni una red de contactos internacionales: ni siquiera el candidato a secretario de Estado, Rex Tillerson, tenía una verdadera experiencia en política exterior. Parecía lógico que los desconcertados ministros de exteriores extranjeros viesen al yerno del presidente como una figura estable. Pasara lo que pasase, él seguiría ahí. Y, para ciertos regímenes, en especial un régimen familiar como el saudí, Kushner, el yerno, era mucho más tranquilizador que un político: no estaba en el cargo por sus ideas.
De entre las muchas brechas que presentaba Trump como gobernante moderno de una superpotencia, por el agujero que dejaba su carencia de relaciones y pormenores en política exterior se le podía colar, sin la menor duda, un caballo de Troya. Esto presentaba la oportunidad de un reinicio para el resto del mundo en sus relaciones con Estados Unidos; eso sí, siempre que estuvieras dispuesto a hablar el nuevo idioma de Trump, fuera cual fuese. Tampoco es que hubiera aquí mucho manual que seguir, sino un puro oportunismo, una nueva apertura de carácter comercial. O, mejor aún, una oportunidad de utilizar los poderes del encanto y la seducción a los que Trump respondía con tanto entusiasmo como lo hacía ante la oferta de un nuevo y ventajoso acuerdo.
Era realpolitik al estilo Kissinger, quien, siendo un conocido de Trump de mucho tiempo atrás gracias a la vida social neoyorquina, ahora había tomado a Kushner bajo su tutela, y estaba consiguiendo recolocarse ayudando a organizar reuniones con los chinos y los rusos.
La mayoría de los socios habituales de Estados Unidos, e incluso numerosos antagonistas, ahora se sentían inquietos, cuando no horrorizados. Aun así, algunos veían una oportunidad. Los rusos eran capaces de ver la libertad de acción en Ucrania y Georgia, además de un levantamiento de sanciones, a cambio de ceder en relación a Irán y a Siria. En los primeros momentos de la transición en el Gobierno estadounidense, un funcionario de alto rango del Gobierno turco, verdaderamente confundido, se puso en contacto con una prominente figura norteamericana de los negocios para preguntarle qué situaría a Turquía en una mejor posición de fuerza: presionar con la presencia militar estadounidense en su país u ofrecerle al nuevo presidente una localización envidiable para un hotel en el Bósforo.
Había una curiosa coincidencia entre la familia Trump y MBS. Igual que sucedía con todos los líderes saudíes, MBS no tenía ninguna formación en sentido práctico. En el pasado, esto había servido para limitar las opciones saudíes: no había nadie preparado para explorar nuevas posibilidades intelectuales con confianza. En consecuencia, todo el mundo se resistía a intentar conseguir que se imaginasen un cambio. Sin embargo, MBS y Trump se encontraban en igualdad de condiciones. Saber muy poco del tema los hacía sentirse extrañamente cómodos el uno con el otro. Cuando MBS se ofreció a Kushner como su hombre en el reino saudí, fue «como encontrarse a alguien simpático en tu primer día en el internado», dijo el amigo de Kushner.
Después de dejar a un lado rápidamente cualquier suposición previa —sin ser consciente de tales suposiciones, en realidad—, la nueva idea de Trump sobre Oriente Medio se convirtió en lo siguiente: tenemos básicamente a cuatro participantes (o, al menos, nos podemos olvidar de todos los demás), que son Israel, Egipto, Arabia Saudí e Irán. A los tres primeros los podemos unir contra el cuarto. Además, si Egipto y Arabia Saudí consiguen lo que quieren con respecto a Irán —y cualquier otra cosa que no interfiera en los intereses norteamericanos—, presionarán a los palestinos para que firmen un acuerdo. Voilà.
Esto representaba un batiburrillo ideológico mareante. El aislacionismo de Bannon (mal rayo os parta a todos… y bien lejos que nos pille a nosotros); el antiiranismo de Flynn (de toda la perfidia y la toxicidad del mundo, la de los mulás no tiene igual) y el kissingerismo de Kushner (que no tenía tanto de kissingerismo —al carecer de opiniones propias— como de intento obediente de seguir los consejos del anciano de noventa y cuatro años).
Pero la cuestión fundamental era que las últimas tres Administraciones habían malinterpretado la situación en Oriente Medio. Sería imposible exagerar el desprecio que la gente de Trump sentía por esa forma de pensar de «hacer lo de siempre» y que tan equivocada estaba. Por lo tanto, el nuevo principio operativo era sencillo: hacer lo contrario de lo que harían ellos (sí, Obama, pero también los neoconservadores de Bush). Sus conductas, sus pareceres, sus ideas —en cierto sentido, incluso sus antecedentes, su formación y su clase social—: todo ello era sospechoso. Y, lo que es más, tampoco le hace falta a uno saber tanto en realidad; basta con hacer las cosas de manera distinta de como se han hecho antes.
La antigua política exterior se basaba en la idea de los matices: ante una fórmula multilateral infinitamente compleja a base de amenazas, intereses, incentivos, acuerdos y unas relaciones en constante evolución, nos dejamos la piel con tal de conseguir un futuro en equilibrio. En la práctica, la nueva política exterior —una eficaz doctrina de Trump— consistía en reducir a tres los elementos del tablero: las potencias con las que podemos trabajar, las potencias con las que no podemos trabajar, y aquellos que no tienen el poder suficiente y a los que podemos descartar o sacrificar operativamente hablando. Eran cosas de la guerra fría. Y, en efecto, en el gran esquema de Trump, fue durante la guerra fría cuando la época y las circunstancias le otorgaron a Estados Unidos su mayor ventaja global. Era entonces cuando «Estados Unidos era grande».
Kushner era el impulsor de la doctrina Trump. Con China, México, Canadá y Arabia Saudí sentaría su precedente. Le ofreció a cada país la oportunidad de hacer feliz a su suegro.
En los primeros días de la Administración de Trump, México echó por tierra su oportunidad. En las transcripciones de la conversación entre Trump y el presidente mexicano Enrique Peña Nieto, que más adelante se harían públicas, quedaba meridianamente claro que México no entendía este nuevo juego, o que no estaba dispuesto a participar en él. El presidente mexicano se negó a fingir que iba a pagar el muro de Trump, una ficción que habría redundado en un gran beneficio para él (sin que tuviera que haber llegado a pagar el muro realmente).
No mucho tiempo después, el primer ministro canadiense Justin Trudeau, un globalista de cuarenta y cinco años al estilo de Clinton y Blair, visitó Washington, y no dejó de sonreír y de morderse la lengua. Y funcionó: Canadá se convirtió en el nuevo mejor amigo de Trump.
Los chinos, a quienes Trump había calumniado con frecuencia durante la campaña, fueron a Mar-a-Lago a participar en una cumbre promovida por Kushner y Kissinger (lo cual requirió darle algunas clases a Trump, que se refería al líder chino como «señor X I»; le dijeron al presidente estadounidense que pensara en él como en una mujer y lo llamara she, «ella» en inglés). Estaban de buen ánimo, con el evidente deseo de agradar a Trump, y no tardaron en descubrir que, cuando le haces halagos, él te los hace a ti.
Sin embargo, fueron los saudíes, también calumniados a menudo durante la campaña, quienes se llevaron la victoria con su intuitiva forma de comprender la familia, los rituales y la corrección.
La política exterior norteamericana mantenía una larga y bien afinada relación con el rival de MBS, el príncipe heredero Mohamed bin Nayef (MBN). Diversas figuras clave en la NSA y el Departamento de Estado se quedaron alarmadas ante la posibilidad de que las conversaciones de Kushner con MBS —y una relación entre ambos que avanzaba a gran velocidad— le enviasen un mensaje peligroso a MBN. Y por supuesto que lo hicieron. El personal de política exterior creía que a Kushner lo estaba embaucando un oportunista cuyas verdaderas opiniones no habían quedado contrastadas por completo. La opinión de Kushner era que, o bien —ingenuamente— no lo estaban embaucando, o bien —con la confianza de un hombre de treinta y seis años que asumía las nuevas prerrogativas del que está al mando— le daba lo mismo: aceptaremos a cualquiera que nos acepte.
El plan que surgió entre Kushner y MBS era bien simple, de un modo en que la política exterior no suele serlo: si tú nos das lo que queremos, nosotros te daremos lo que quieres. Cuando MBS aseguró que les daría unas noticias realmente buenas, recibió una invitación para ir de visita a la Casa Blanca en marzo (los saudíes llegaron con una gran delegación, pero fueron recibidos en la Casa Blanca tan solo por el círculo más reducido del presidente, y los saudíes tomaron especial nota de que Trump le pedía a Priebus que se levantara y fuera a buscarle cosas durante la reunión). Aquellos dos hombres corpulentos, un Trump más mayor y un MBS mucho más joven —ambos encantadores, aduladores y bien desenvueltos en la vida de los clubes de campo, aunque cada uno a su manera—, congeniaron a lo grande.
Fue una jugada diplomática agresiva. MBS estaba utilizando su abrazo con Trump como parte de su propia estrategia de poder dentro del reino, y la Casa Blanca de Trump, que no dejaba de negar que tal fuera el caso, le dejaba hacerlo. A cambio, MBS ofreció todo un abanico de acuerdos y anuncios que coincidirían con una visita presidencial programada a Arabia Saudí, el primer viaje de Trump al extranjero. El presidente conseguiría una «victoria».
El viaje, que había sido programado antes del cese de Comey y del nombramiento de Mueller, tenía preocupados a los profesionales del Departamento de Estado. El itinerario —del 19 al 27 de mayo— era demasiado largo para cualquier presidente, y, en particular, para uno tan poco contrastado y aleccionado (el propio Trump, lleno de fobias a los viajes y los lugares desconocidos, había estado quejándose de las molestias del viaje). Sin embargo, al producirse inmediatamente después de lo de Comey y lo de Mueller, se trataba de una bendita oportunidad de quitarse de en medio. No podía haber un momento mejor para conseguir unos titulares lejos de Washington. Un recorrido por el extranjero podía transformarlo todo.
Al viaje se apuntó el ala oeste prácticamente entera, además del Departamento de Estado y el personal de Seguridad Nacional: Melania Trump, Ivanka Trump, Jared Kushner, Reince Priebus, Stephen Bannon, Gary Cohn, Dina Powell, Hope Hicks, Sean Spicer, Stephen Miller, Joe Hagin, Rex Tillerson y Michael Anton. También incluía a Sarah Huckabee Sanders, la vicesecretaria de Prensa; a Dan Scavino, director de redes sociales de la Administración; a Keith Schiller, consejero de seguridad personal del presidente; y a Wilbur Ross, el secretario de Comercio. (Todo el mundo ridiculizaba a Ross por no dejar escapar una oportunidad de subirse al Air Force One. Como dijo Bannon, «Wilbur no se pierde una, en cuanto te das la vuelta está saliendo en una foto».) Este viaje y la potente delegación norteamericana eran el antídoto, el universo alternativo al nombramiento de Mueller.
El presidente y su yerno apenas eran capaces de contener su confianza y entusiasmo. Estaban convencidos de que habían tomado el camino hacia la paz en Oriente Medio, y, en esto, se parecían mucho a otras tantas e innumerables Administraciones estadounidenses que los habían precedido.
Trump se mostraba efusivo en sus alabanzas a Kushner. «Jared ha puesto a los árabes totalmente de nuestro lado. El trato está hecho —aseguró en una de sus llamadas nocturnas de sobremesa antes de salir de viaje—. Va a ser maravilloso.»
—Trump creía —dijo su interlocutor— que con este viaje podía conseguir cambiarlo todo por sorpresa, como si fuera un giro inesperado en una mala película.
Por las calles desiertas de Riad, la caravana presidencial pasó por delante de unos grandes carteles con imágenes de Trump y el rey saudí (el padre de MBS, de ochenta y un años) con la leyenda «Juntos venceremos».
En parte, parecía que el entusiasmo del presidente surgía de —o había provocado, quizá— una considerable exageración de todo lo que se había acordado realmente en las negociaciones anteriores al viaje. En los días previos a su partida, le contaba a la gente que los saudíes iban a financiar una presencia militar completamente nueva en el reino que iba a superar e incluso reemplazar el cuartel general de mando norteamericano en Catar. Y se produciría «el mayor avance de la historia en las negociaciones entre Israel y Palestina». Sería «la jugada decisiva, más importante de lo que nadie ha visto nunca».
En realidad, su versión de lo que se iba a conseguir constituía un mayúsculo salto respecto de lo que de verdad se había acordado, pero eso no parecía alterar su sensación de fervor y deleite.
Los saudíes adquirirían de inmediato armamento estadounidense por valor de 110.000 millones de dólares y, en el transcurso de diez años, un total de 350.000 millones. «Cientos de miles de millones de dólares de inversión en Estados Unidos y empleo, empleo, empleo», declaró el presidente. Además, los norteamericanos y los saudíes se unirían para «contrarrestar el mensaje del extremismo violento, dificultar la financiación del terrorismo y avanzar en materia de cooperación para la defensa». Y establecería en Riad un centro para combatir el extremismo. Y, si bien aquello no era exactamente la paz en Oriente Medio, según el secretario de Estado, el presidente «tiene la sensación de estar ante un momento único. Va a hablar con Netanyahu sobre el avance del proceso. Hablará con el presidente Abás sobre lo que él considera necesario para que los palestinos tengan éxito».
Todo ello era un gran acuerdo al estilo Trump. Mientras tanto, a la familia presidencial —el presidente, la primera dama, Jared e Ivanka— le daban paseos de aquí para allá en carritos de golf de oro, y los saudíes se gastaron 75 millones de dólares en una fiesta en honor de Trump, con el presidente sentado en una silla con aspecto de trono. (Trump pareció haberse inclinado en una foto mientras el rey saudí le hacía honores, lo que provocó las iras de ciertos conservadores.)
Los saudíes convocaron a cincuenta países árabes y musulmanes para rendir homenaje al presidente. Trump llamó a casa para contarle a sus amigos lo fácil y natural que resultaba todo aquello y que, de un modo inexplicable y sospechoso, Obama lo había estropeado todo. Antes había «habido algunas tensiones, pero no las habrá con esta Administración», le aseguró el presidente al rey de Baréin, Hamad bin Isa al Jalifa.
Abdulfatah al Sisi, el hombre fuerte de Egipto, halagó con habilidad al presidente y le dijo: «Tiene usted una personalidad única, capaz de conseguir lo imposible» .(A Sisi, Trump le respondió: «Me encantan sus zapatos. Chico, qué zapatos. Tío…»)
Constituía un cambio dramático en la actitud y en la estrategia de la política exterior, y sus efectos fueron casi inmediatos. El presidente, que ignoró —cuando no desafió— los consejos sobre política exterior, tuvo un gesto con el plan de los saudíes para intimidar a Catar. En opinión de Trump, Catar estaba proporcionando apoyo financiero a los grupos terroristas… sin prestar atención a la similar historia de los saudíes (solo algunos miembros de la familia real saudí habían proporcionado tal apoyo, decía su nueva lógica). Pasadas unas semanas del viaje, MBS haría detener a MBN en plena noche y le obligaría a renunciar al título de príncipe heredero para pasar a asumirlo él. Trump le contaría a sus amigos que Jared y él habían maquinado un golpe con los saudíes: «¡Hemos puesto a nuestro hombre en lo más alto!».
Desde Riad, el grupo presidencial siguió hacia Jerusalén, donde el presidente se encontraría con Netanyahu, y Belén, donde se vio con Abás y expresó con una certeza cada vez mayor y en su estilo en tercera persona: «Trump conseguirá la paz». Después fue a Roma a conocer al papa. Después, a Bruselas, donde, metido en su papel, trazó de manera significativa una línea de separación entre la política exterior basada en la alianza del mundo occidental, firmemente instaurada desde la Segunda Guerra Mundial, y el nuevo espíritu del «Estados Unidos primero».
En opinión de Trump, todo aquello tenía que haber sido una serie de elementos de los que marcan una presidencia. No se podía creer que unos logros tan dramáticos no se vieran más. Era incapaz de aceptar la realidad —se percataron Bannon, Priebus y otros— de unos titulares continuos sobre Comey y sobre Mueller que le hacían la competencia.
Una de las deficiencias de Trump —una constante durante la campaña y, por el momento, en la presidencia— era su incierta comprensión de causas y efectos. Hasta ahora, cualquier problema que hubiera podido causar en el pasado se había visto constantemente sustituido por nuevos sucesos, lo cual le hacía confiar en que a una mala historia siempre la podía reemplazar otra mejor y más dramática. Siempre podía cambiar de tema. Eso era exactamente lo que debería haber logrado con el viaje saudí y su atrevida campaña para tumbar el orden mundial de la antigua política exterior. Pero el presidente seguía viéndose —de forma incrédula por su parte— atrapado por Comey y Mueller. Parecía imposible lograr que aquellos dos sucesos se quedaran atrás y que las cosas avanzaran.
Tras la etapa saudí del viaje, Bannon y Priebus, ambos agotados por la intensa proximidad al presidente y su familia durante el viaje, se separaron del grupo y regresaron a Washington. Ahora les correspondía a ellos encargarse de lo que, en ausencia del personal de la Casa Blanca, se había convertido en una verdadera e incluso definitiva crisis de las que marcan una presidencia.
¿Qué pensaban realmente de Trump las personas que el presidente tenía a su alrededor? No se trataba solo de una pregunta razonable, sino que era la pregunta que más se hacían quienes rodeaban a Trump. Se afanaban constantemente por averiguar lo que ellos mismos pensaban en realidad y lo que creían ellos que estaban pensando todos los demás de forma sincera.
Por lo general, se guardaban para sí las respuestas, pero en el caso de Comey y Mueller, más allá de las habituales racionalizaciones para esquivarlo y escabullirse, la verdad es que no había nadie fuera de la familia del presidente que no culpase al propio Trump de forma muy clara.
Este era el punto donde se cruzaba el umbral del traje nuevo del emperador. Ya se podía dudar de su juicio, de su astucia y, sobre todo, de los consejos que le estaban dando, y lo podías hacer en voz alta y con bastante libertad.
—No solo está loco —declaró Tom Barrack a un amigo—: es tonto.
Pero Bannon, junto con Priebus, había opuesto una fuerte resistencia al cese de Comey, mientras que Jared e Ivanka no solo lo habían apoyado, sino que habían insistido en ello. Aquel terremoto había suscitado en Bannon un nuevo tema que repetía con frecuencia, que era que cualquier consejo procedente de la joven pareja era un mal consejo.
Nadie creía ya que cesar a Comey hubiera sido una buena idea; incluso el presidente parecía avergonzado. De ahí que Bannon viese su nuevo papel como salvador de Trump, y Trump siempre necesitaría que lo salvasen. Quizá fuese un actor brillante, pero era incapaz de gestionar su propia carrera.
Y, para Bannon, este nuevo desafío tendría un claro beneficio: cuando la suerte de Trump se hundiese, la de Bannon ascendería.
En el viaje a Oriente Medio, Bannon se puso a trabajar. Se centró en la figura de Lanny Davis, uno de los abogados del procedimiento de destitución de Clinton que, durante la mayor parte de los dos años, se convirtió en casi constante portavoz y defensor de la Casa Blanca. Bannon consideraba que Comey y Mueller eran tan amenazantes para la Casa Blanca de Trump como Monica Lewinsky y Ken Starr lo fueron para la de Clinton, y fue en la respuesta de este donde vio el modelo para escapar de un destino mortal.
—Lo que hicieron los Clinton fue ir a la guerra con una disciplina impresionante —contaba Bannon—. Bill y Hillary crearon una fachada de cara al público y no lo volvieron a mencionar. Apretaron los dientes para salir de aquello. Starr los había pillado desprevenidos, y salieron de aquello.
Bannon sabía perfectamente lo que había que hacer: sellar el ala oeste y montar un equipo legal y de comunicación independiente para defender a Trump. En este artificio, el presidente ocuparía una realidad paralela, apartado y sin implicarse en lo que se convertiría en una obvia cacería partidista y sangrienta, igual que en el modelo de Clinton. La política quedaría reducida a su lado más feo, y Trump se comportaría como el presidente y como el comandante en jefe.
—Así que vamos a hacerlo igual que ellos —insistía Bannon con ardor guerrero y unas frenéticas energías—. Salas de operaciones separadas, abogados distintos, portavoces distintos. Se trata de mantener ese combate ahí apartado para poder librar este combate de aquí. Todo el mundo lo entiende. Bueno, Trump, quizá no tanto. No de forma clara. Un poco, quizá. No es lo que él se imaginaba.
Bannon, con una gran excitación, y Priebus, agradecido por tener una excusa para alejarse del presidente, regresaron veloces al ala oeste para acordonarla.
A Priebus no se le pasó por alto que Bannon tenía pensado crear una retaguardia de defensores —David Bossie, Corey Lewandowski y Jason Miller, que harían de portavoces externos, todos ellos— que le serían leales a él, principalmente. Y, sobre todo, a Priebus no se le escapó que Bannon le estaba pidiendo al presidente que representara un papel que se encontraba totalmente fuera de su personaje: el jefe ejecutivo frío, firme y sufrido.
Y, en efecto, tampoco sirvió de ayuda que no fueran capaces de contratar a un bufete de abogados con una experiencia de alto nivel en delitos económicos dentro de la Administración. Para cuando Bannon y Priebus llegaron de regreso a Washington, tres bufetes de primer orden ya habían dicho que no. Todos ellos temían un motín entre su personal más joven si representaban a Trump, temían que Trump los humillase públicamente si las cosas se ponían feas, y temían que Trump los dejase plantados sin pagar la factura.
Al final, fueron nueve los bufetes de primer nivel que los rechazaron.