Trump era impetuoso, y aun así no le gustaba tomar decisiones, no al menos aquellas que parecían acorralarlo y obligarlo a analizar un problema. Y no había decisión que lo persiguiera tanto —en realidad, desde el primer momento de su presidencia— como qué hacer con Afganistán. Era un interrogante que se había convertido en una batalla, y no solo implicaba a su propia resistencia al razonamiento analítico, sino también a la línea divisoria entre el hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho del cerebro de la Casa Blanca, la división entre los que abogaban por desestabilizarlo y los que querían mantener el statu quo.
En esto, Bannon se convirtió en la perturbadora e inverosímil voz a favor de la paz en la Casa Blanca, o de una especie de paz, en cualquier caso. En opinión de Bannon, solo él y la no muy resuelta presencia de ánimo de Donald Trump se interponían ante el envío de cincuenta mil soldados más hacia la desesperanza en Afganistán.
En representación del statu quo —y, en condiciones ideales, en ascenso a lo más alto del statu quo— estaba H. R. McMaster, quien, junto al dúo Jarvanka, se había convertido en el principal objetivo de los insultos de Bannon. En este frente, Bannon selló una fácil alianza con Trump, quien no ocultaba demasiado su desdén hacia el general del PowerPoint. Bannon y el presidente disfrutaban al juntarse para poner verde a McMaster.
McMaster era un protegido de David Petraeus, el anterior comandante del Mando Central estadounidense (CENTCOM) y comandante en Afganistán que se había convertido en director de la CIA con Obama, antes de dimitir por el escándalo de un asunto amoroso y la gestión incorrecta de una información clasificada. Petraeus y ahora McMaster representaban una especie de planteamiento de «hacer lo de siempre» en Afganistán y en Oriente Medio. Un obstinado McMaster no dejaba de proponer al presidente distintas versiones del envío de tropas de refuerzo, pero, después de cada discurso, Trump lo hacía salir del Despacho Oval elevando la mirada al techo con desesperación e incredulidad.
El desagrado y el rencor del presidente hacia McMaster crecía a la par que se iba haciendo más necesario tomar, finalmente, una decisión sobre Afganistán, una decisión que Trump seguía aplazando. Su posición respecto de Afganistán —un atolladero militar del que poco sabía más allá de que era un atolladero— siempre había sido la de darle un despectivo y cáustico portazo a la guerra de dieciséis años. El hecho de haberla heredado no le generaba un mayor cariño hacia ella ni un mayor deseo de detenerse a pensar en ella. Sabía que aquella guerra no tenía arreglo, y, sabiendo eso, no sentía la necesidad de saber nada más. La responsabilidad se la otorgaba a dos de sus culpables favoritos: Bush y Obama.
Para Bannon, Afganistán representaba un fracaso más de la forma de pensar del orden establecido. De un modo más preciso, representaba la incapacidad del orden establecido para afrontar el fracaso.
Curiosamente, McMaster había escrito un libro justo sobre este tema, una feroz crítica de las suposiciones de los líderes militares para entrar en la guerra de Vietnam, unas suposiciones que nadie puso en duda. El libro recibió el apoyo tanto de los liberales como de la clase dirigente, en cuya línea, en opinión de Bannon, había caído McMaster por completo. Y, ahora —siempre temeroso de lo desconocido, concentrado en mantener las opciones abiertas y ansioso por proteger su credibilidad de dirigente—, McMaster estaba recomendando un envío masivo de tropas de refuerzo a Afganistán.
A comienzos del mes de julio, las presiones para que se tomase una decisión estaban a punto de reventar. Trump ya había autorizado al Pentágono el envío de las tropas si lo consideraba necesario, pero el secretario de Defensa Mattis se negaba a actuar sin una autorización específica del presidente. Finalmente, Trump tendría que hacer la llamada… a menos que encontrase una manera de volver a aplazarla.
Bannon pensaba que aquella decisión se podía tomar por el presidente —una manera de tomar decisiones que al presidente le gustaba—, siempre que Bannon pudiera librarse de McMaster. Eso serviría tanto para atajar la voz que pedía más tropas con más fuerza como también para vengarse de la salida de Bannon del Consejo de Seguridad Nacional, provocada por McMaster.
Con un presidente que prometía tener tomada una decisión para el mes de agosto, y con McMaster, Mattis y Tillerson presionando para que la decisión se tomase lo antes posible, los medios de inspiración bannonista iniciaron una campaña para tildar a McMaster de globalista, intervencionista, de no ser su tipo de trumpista se mirara por donde se mirase, y, para rematar, lo acusaban de ser blando con Israel.
Era un ataque insidioso, si bien parcialmente cierto. En realidad, McMaster hablaba con Petraeus con frecuencia. La pega era la sugerencia de que McMaster le estaba pasando información desde dentro a Petraeus, un paria a causa de su condena por el manejo inapropiado de información clasificada. También se daba el caso de que McMaster desagradaba mucho al presidente y estaba a punto de ser cesado.
Era Bannon, pletórico de nuevo, disfrutando en un momento de supremo exceso de confianza.
Sin duda, en parte para demostrar que había otras opciones además de enviar más tropas o una derrota humillante —y la lógica decía que lo más probable era que no hubiese más opciones—, Bannon se convirtió en proponente de la idea de Erik Prince, fundador de Blackwater —una idea obviamente interesada—, de sustituir las tropas del Ejército estadounidense con contratistas privados, con la CIA y con personal de Operaciones Especiales. La idea gozó de una breve aceptación por parte del presidente, pero quedó ridiculizada por los militares.
A aquellas alturas, Bannon estaba convencido de que McMaster ya estaría fuera en agosto. Estaba seguro de tener la palabra del presidente al respecto. Cosa hecha. «McMaster quiere enviar más tropas a Afganistán, así que lo vamos a enviar a él», dijo un Bannon triunfal. En el panorama que veía Bannon, Trump le otorgaría una cuarta estrella a McMaster y lo «ascendería» al puesto de máximo mando militar en Afganistán.
Igual que en el caso del ataque con armas químicas en Siria, era Dina Powell —incluso mientras hacía unos esfuerzos cada vez más decididos por salir de la Casa Blanca, bien siguiendo una trayectoria como la de Sheryl Sandberg, bien una con parada previa en un apeadero, como embajadora ante las Naciones Unidas— quien se afanaba por apoyar el planteamiento menos desestabilizador, el que más opciones dejaba abiertas. En esto, tanto porque el planteamiento parecía el camino más seguro como porque era el camino contrario al de Bannon, reclutó a unos encantados Jared e Ivanka.
Era probable que la solución que apoyaba Powell, diseñada para aplazar el problema y la consideración final otro año, o dos o tres, hiciera que la posición estadounidense en Afganistán fuese aún más desesperada. En lugar de enviar cincuenta o sesenta mil soldados —lo cual, con un insoportable coste y el riesgo de la ira nacional, serviría en realidad para ganar la guerra—, el Pentágono enviaría un número mucho más reducido, una cantidad que levantase poco revuelo y que se limitase a impedir que Estados Unidos perdiese la guerra. En la opinión de Powell y del dúo Jarvanka, esa era la medida más moderada, la mejor posible y la más fácil de vender, y conseguía el perfecto equilibrio entre los escenarios que eran inaceptables para el Ejército: retirada y deshonor o muchos efectivos más.
No pasó mucho tiempo antes de que el plan de enviar a cuatro, cinco, seis o (como máximo) siete mil soldados se convirtiera en la estrategia intermedia apoyada por los dirigentes de Seguridad Nacional y prácticamente por todos los demás (salvo Bannon y Trump). Powell incluso ayudó a diseñar un lote de varios PowerPoint que McMaster comenzó a utilizar con el presidente: imágenes de Kabul en la década de los setenta, cuando aún tenía el aspecto de ser algo similar a una ciudad moderna. Podía volver a ser así, le contaron al presidente, «¡si actuamos con decisión!».
A pesar de tener a todo el mundo plantado en su contra, Bannon estaba seguro de que iba ganando. Tenía con él a la prensa conservadora —unida— y, según creía, a unas bases pro-Trump de clase trabajadora que estaban hartas, cuyos hijos probablemente serían carne de cañón en Afganistán. Sobre todo, tenía al presidente. Enfadado con que le estuvieran dejando a él el mismo problema y las mismas opciones que le dieron a Obama, Trump continuaba vertiendo su cólera y sus burlas sobre McMaster.
Kushner y Powell organizaron una campaña de filtraciones en defensa de McMaster. El suyo no era un relato a favor del envío de tropas, sino sobre las filtraciones de Bannon y su utilización de los medios más conservadores para mancillar a McMaster, «uno de los generales más condecorados y respetados de su generación». El tema no era Afganistán, el tema era Bannon. En este relato se trataba de McMaster, una figura que representaba la estabilidad, contra Bannon, la figura desestabilizadora. Se trataba del New York Times y del Washington Post, que salieron en defensa de McMaster, y contra Breitbart y sus compinches y adláteres.
Se trataba de la clase dirigente y los never-Trumpers[3] contra los Trumpkins[4] del «Estados Unidos primero». En muchos aspectos, Bannon se veía superado en número y en armamento, y aun así pensaba que lo tenía todo bien atado. Y, cuando él ganase, no solo se habría evitado otro capítulo profundamente estúpido en la guerra de Afganistán, sino que el dúo Jarvanka y su factótum Powell quedarían más relegados aún a la irrelevancia y la impotencia.
Cuando el debate avanzó hacia su resolución, el Consejo de Seguridad Nacional, en su papel de presentar las opciones más que de defenderlas (aunque por supuesto también las defendía), ofreció tres: la retirada, el ejército de contratistas de Erik Prince y un envío de tropas convencional aunque limitado.
La retirada, fueran cuales fuesen sus ventajas —y por mucho que se pudiera retrasar o mitigar una ocupación de Afganistán por parte de los talibanes—, aún dejaba a Donald Trump como perdedor de una guerra, una posición insoportable para el presidente.
La segunda opción, un ejército de contratistas y la CIA, fue rechazada en gran medida por la propia CIA. La agencia llevaba dieciséis años consiguiendo evitar Afganistán, y todo el mundo sabía que en Afganistán no se hacía carrera, sino que allí era donde las carreras morían. Así que, «por favor, dejadnos al margen de esto».
Eso dejaba la postura de McMaster, un envío reducido, presentado por el secretario de Estado Tillerson: más tropas en Afganistán, que, de alguna manera, estarán allí por motivos ligeramente distintos y, de algún modo, con una misión sutilmente distinta que las tropas enviadas en otras ocasiones.
El Ejército no esperaba sino que el presidente se decantase por la tercera opción, pero el 19 de julio, en una reunión del equipo de Seguridad Nacional en la sala de situación de la Casa Blanca, a Trump se le fue la cabeza.
Durante dos horas clamó airado contra el desastre que le habían endosado. Amenazó con despedir prácticamente a todos los generales de la cadena de mando. No era capaz de entender, decía él, cómo habían sido necesarios tantos meses de estudio para idear aquel plan que no era muy distinto. Menospreció el consejo procedente de los generales y alabó el consejo de los soldados rasos. «Si tenemos que estar en Afganistán», quiso saber, «¿por qué no podemos sacar dinero de eso?». China, se quejaba él, tenía derechos sobre la minería, pero Estados Unidos, no (se refería a un acuerdo de diez años atrás que tuvo el respaldo estadounidense). «Esto es igual que el Club 21», les dijo, y dejó a todo el mundo confundido con aquella referencia a un restaurante de Nueva York, uno de sus favoritos. En los años ochenta, el 21 cerró durante un año y contrató a una gran cantidad de consultores para que analizasen la manera de hacer más rentable el restaurante. Al final, su consejo fue: hágase usted con una cocina más grande. «Justo lo que habría dicho cualquier camarero», gritó Trump.
Para Bannon, la reunión fue uno de los mejores momentos de la presidencia de Trump hasta la fecha. Los generales echaban balones fuera y hablaban sin decir nada en un intento a la desesperada por guardar las apariencias: lo que estaban diciendo en la sala de situación, según Bannon, era un puro «galimatías».
—Trump les estaba haciendo frente —dijo un feliz Bannon—. Machacándolos. Evacuó los intestinos en su plan para Afganistán. Una y otra vez volvía al mismo punto: estamos atascados y perdiendo, y aquí nadie tiene un plan para que nos vaya mejor.
Aunque todavía no había el menor indicio de una estrategia alternativa en Afganistán, Bannon —cuya frustración con el dúo Jarvanka alcanzaba su máximo— estaba seguro de ser el ganador. McMaster estaba acabado.
Más adelante, aquel mismo día de la reunión sobre Afganistán, Bannon tuvo noticia de otro de los descabellados planes del dúo Jarvanka. Pensaban contratar a Anthony Scaramucci, también conocido como «the Mooch», el Gorrón.
Después de que Trump se hiciese con la nominación republicana más de un año antes, Scaramucci —un inversor de capital riesgo e intermediario de Trump para todo lo relacionado con el negocio de las noticias por cable (principalmente, el Fox Business Channel)— se había convertido en una presencia habitual en la Torre Trump. Pero entonces, en el último mes de la campaña, con unas encuestas que predecían una humillante derrota de Trump, de pronto no se le veía por ninguna parte. La pregunta «¿Dónde está el Gorrón?» solo parecía ser un indicador más del cierto y despiadado fin de la campaña.
Sin embargo, el día después de las elecciones, al llegar a media mañana a la Torre Trump, Steve Bannon —a punto de ser nombrado estratega jefe del cuadragésimo quinto presidente electo de Estados Unidos— se encontró con un Anthony Scaramucci que lo saludaba y le ofrecía un café de Starbucks.
En el trascurso de los tres meses siguientes, Scaramucci, aunque ya no era necesario como intermediario y no tenía nada más que hacer en particular, se convirtió en una constante presencia a la espera —o incluso al acecho— en la Torre Trump. Siempre inagotable, interrumpió una reunión en el despacho de Kellyanne Conway a comienzos de enero solo para asegurarse de que sabía que el bufete de su marido —Wachtell, Lipton, Rosen & Katz— lo estaba representando. Después de encargarse de aquello, de dejar caer algunos nombres y de halagar ampliamente a los socios principales del bufete, tomó asiento por su cuenta en la reunión de Conway y, tanto para provecho de la propia Conway como de su visita, ofreció un conmovedor testimonio sobre la singularidad y la sagacidad de Donald Trump y de la clase trabajadora que lo había elegido, hablando de lo cual aprovechó la oportunidad para ofrecer un currículum con sus propias referencias de clase trabajadora de Long Island.
Scaramucci no era, ni mucho menos, el único parásito ni el único que buscaba trabajo en el edificio, pero su método estaba entre los más obstinados. Se pasaba los días tratando de encontrar reuniones a las que ser invitado, o visitantes con los que conversar, lo cual era fácil porque cualquier otro que buscase trabajo iba detrás de alguien con quien charlar, de manera que no tardó en convertirse en algo parecido al saludador oficial extraoficial. Siempre que podía, aprovechaba unos minutos con cualquiera de los altos cargos del personal que no lo rechazase. Mientras esperaba a que le ofreciesen un buen puesto en la Casa Blanca, se estaba dedicando —cualquiera diría que tenía esa certeza personal— a reafirmar su lealtad, su espíritu de equipo y su energía sin par. Tenía tal confianza en su futuro que llegó a un acuerdo para vender su fondo de inversión, SkyBridge Capital, al megaconglomerado chino HNA Group.
Las campañas políticas, que se basan sustancialmente en la ayuda de los voluntarios, atraen a toda una serie de personajes ridículos, necesitados y oportunistas. Quizá el equipo de campaña de Trump cayese más bajo que la mayoría. El Gorrón, por lo pronto, tal vez no fuese el voluntario más peculiar en la carrera de Trump por la presidencia, pero muchos lo veían entre los más desvergonzados.
No era solo que antes de convertirse en un devoto seguidor de Donald Trump hubiera sido un devoto negativista, o que antes hubiera apoyado a Obama o a Hillary Clinton. El problema era, en realidad, que no le caía bien a nadie. Incluso para alguien que está metido en política, era presuntuoso e incorregible, y venía seguido de toda una ristra de afirmaciones interesadas y a menudo contradictorias que le había hecho a tal persona sobre tal otra, lo cual, de manera inevitable, acababa llegando de vuelta a quien fuera aquella persona de la que se había hablado de manera más negativa.
Y no era simplemente que se dedicara al autobombo con descaro; es que lo hacía con orgullo. Era, según su propia versión, un fantástico creador de redes de contactos. (Este alarde era indudablemente cierto, ya que SkyBridge era un fondo de fondos de inversión, en lo cual se trataba mucho menos de tener visión para invertir que de conocer a los mejores gestores de fondos y tener la posibilidad de invertir con ellos.) Había pagado no menos de medio millón de dólares para que el logo de su firma apareciese en la película Wall Street 2 y para costearse un cameo en el largometraje. Daba una conferencia anual para inversores de capital riesgo en la que él era la estrella. Tenía una sección televisiva en el Fox Business Channel. Era un famoso asistente a las fiestas en Davos todos los años, y una vez hizo un exuberante baile con el hijo de Muamar el Gadafi.
En cuanto a la campaña para la presidencia, cuando se alistó con Donald Trump —después de haber apostado a lo grande contra él—, se anunció como una versión del propio Trump, y veía a ambos como un nuevo tipo de comunicador y de hombre del espectáculo dispuesto a transformar la política.
Aunque su persistencia y su constante presión sobre el terreno y en su propio favor no le granjearan, quizá, el cariño de nadie, sí que motivaron la pregunta «¿Qué hacemos con Scaramucci?», una pregunta que de alguna manera requería una respuesta. Priebus, en un intento por solucionar el problema del Gorrón y por librarse de él al mismo tiempo, sugirió para él un puesto recaudando fondos como director financiero del Comité Nacional Republicano, una oferta que Scaramucci rechazó en un arrebato en la Torre Trump, echando pestes a voces contra Priebus en un lenguaje muy gráfico, un mero anticipo de lo que estaba por venir.
Aunque quería un puesto en la Casa Blanca, el Gorrón deseaba de manera específica uno de los puestos que le proporcionasen una exención fiscal en la venta de su negocio. Existe un programa federal que prevé el pago aplazado de las plusvalías en la venta de propiedades para cumplir con cuestiones éticas. Scaramucci necesitaba un trabajo que le proporcionase un «certificado de desinversión», que era lo que un envidioso Scaramucci sabía que había recibido Gary Cohn por la venta de su cartera de Goldman.
Una semana antes de la toma de posesión, por fin le ofrecieron tal puesto: director de la Oficina de Asuntos Públicos e Intergubernamentales de la Casa Blanca. Sería el representante y animador del presidente ante los grupos de interés que sentían debilidad por Trump.
Sin embargo, la Oficina de Ética de la Casa Blanca lo frustró: la venta de su negocio tardaría meses en completarse, y estaría negociando de forma directa con una entidad controlada, al menos parcialmente, por el Gobierno chino. Y, dado que Scaramucci apenas gozaba del apoyo de nadie más, fue rechazado. Fue —apuntó un resentido Scaramucci— uno de los pocos ejemplos en la Administración de Trump en que los negocios de alguien entraban en conflicto e interferían en un nombramiento para la Casa Blanca.
Y, aun así, con la tenacidad de un vendedor, el Gorrón siguió presionando. Se nombró embajador de Trump sin cartera. Se autoproclamó como el hombre de Trump en Wall Street aunque, en la práctica, no era un hombre de Trump, y estaba saliendo de su propia firma. También estaba en contacto constante con todo aquel del círculo de Trump que estuviera dispuesto a estar en contacto con él.
La pregunta de «¿Qué hacemos con el Gorrón?» seguía ahí. Kushner, con quien Scaramucci había mostrado una singular contención durante la campaña, y quien no había dejado de oír hablar a otros contactos neoyorquinos sobre la sostenida lealtad de Scaramucci, ayudó presionando con la cuestión.
Entre Priebus y otros mantuvieron a Scaramucci a raya hasta junio, y, entonces, como en una especie de chiste, el Gorrón recibió la oferta —y tuvo que aceptarla de manera degradante— de ser nombrado vicepresidente primero y jefe de estrategia del Banco de Exportación e Importación de Estados Unidos, una agencia del Ejecutivo que Trump llevaba tiempo jurando que iba a eliminar. Pero el Gorrón no estaba dispuesto a abandonar la lucha: después de más presiones, le ofrecieron a instancias de Bannon el puesto de embajador ante la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. El puesto venía con un pisito de veinte habitaciones con vistas al Sena, una oficina de personal y —lo que a Bannon le pareció especialmente divertido— sin la menor influencia ni responsabilidades.
Entretanto, y no se sabe muy bien cómo, otra persistente pregunta parecía haber quedado vinculada al desastre que se formó alrededor de la pifia de respuesta ofrecida ante la noticia de la reunión de junio del 2016 entre Don Jr., Jared y los rusos: «¿Qué hacemos con Spicer?». Dado que había sido el presidente, mientras viajaban en el Air Force One, quien había dictado la respuesta al artículo inicial del New York Times sobre la reunión, la responsabilidad de esto se le debería haber atribuido a Trump y a Hope Hicks: Trump la había dictado y Hicks la había transcrito. Sin embargo, dado que no se podía atribuir ningún desastre al presidente, la propia Hicks se libró. Y, aunque Sean Spicer había quedado claramente excluido de la crisis de la Torre Trump, la responsabilidad del episodio ahora se le atribuía a él, precisamente porque, con su lealtad en tela de juicio, hubo que excluirlo a él y al equipo de comunicación.
En este tema, al equipo de comunicación se lo consideraba antagonista, cuando no hostil, a los intereses de Jared e Ivanka; Spicer y su gente no habían conseguido montarles a ellos una defensa global, y el equipo de comunicación no había defendido de manera adecuada a la Casa Blanca. Esto, sin duda ninguna, hacía hincapié en la cuestión obvia y esencial: aunque la joven pareja de la familia presidencial eran simples empleados en plantilla y no formaban parte de la categoría institucional de la Casa Blanca, ambos pensaban y actuaban como si fueran integrantes de la entidad presidencial. Su ira y su creciente enconamiento procedía de la renuencia de cierta parte del personal —una resistencia profunda y cada vez más intensa— a tratarlos como si formaran parte de la presidencia. (En una ocasión, Priebus tuvo que llevarse a Ivanka aparte para asegurarse de que entendía que, en su papel oficial, no era más que una empleada. Ivanka había insistido en la distinción de que ella era una empleada, barra, hija del presidente.)
Bannon era su enemigo público; no esperaban nada de él. Pero a Priebus y a Spicer los consideraban unos funcionarios, y su trabajo era defender los objetivos de la Casa Blanca, que incluían los propios objetivos e intereses de la familia.
Sobre Spicer, siempre ridiculizado por la prensa por su disparatada defensa de la Casa Blanca y por una lealtad que parecía estúpida, el presidente había considerado, ya desde la toma de posesión, que no era lo suficientemente leal ni, mucho menos, tan agresivo como debería en la defensa de Trump. O, en opinión de Jared e Ivanka, en defensa de su familia. «¿A qué se dedican en realidad las cuarenta personas que forman el equipo de comunicación de Spicer?» era una insistente pregunta de la familia presidencial.
Casi desde el principio, el presidente había estado entrevistando a posibles secretarios de Prensa. Al parecer, le había ofrecido el puesto a varias personas, una de las cuales era Kimberly Guilfoyle, personaje de Fox News y copresentadora de The Five. De Guilfoyle, exesposa del demócrata californiano Gavin Newsom, también se rumoreaba que era la amante de Scaramucci. Aunque la Casa Blanca no lo sabía, la vida privada de Scaramucci se hallaba en una dramática caída libre. El 9 de julio, embarazada de nueve meses de su segundo hijo, la mujer de Scaramucci le pidió el divorcio.
Guilfoyle, consciente de que Spicer iba camino de la puerta de salida y después de haber decidido no aceptar el puesto —o, según otros en la Casa Blanca, después de que nunca se lo ofreciesen—, sugirió en su lugar a Scaramucci, quien se había puesto a convencer a Jared y a Ivanka de que el suyo era, en gran medida, un problema de relaciones públicas, y que el actual equipo de comunicación no les estaba haciendo un buen trabajo.
Scaramucci llamó a un periodista que conocía para instarle a silenciar un inminente artículo sobre los contactos rusos de Kushner. A continuación hizo que un conocido común llamase al mismo periodista para decirle que, si se silenciaba la historia, eso ayudaría al Gorrón a entrar en la Casa Blanca, con lo cual el periodista tendría un especial acceso al Gorrón. Acto seguido, Scaramucci aseguró a Jared y a Ivanka que él, con su saber hacer, había enterrado el artículo.
Scaramucci gozaba ahora de la atención del dúo. «Necesitamos una nueva forma de pensar», creía la pareja; «nos hace falta alguien que esté más de nuestro lado.» El hecho de que Scaramucci fuese de Nueva York y de Wall Street, y que fuera rico, los convenció de que él si sabía de qué iba la cosa, de que comprendería lo que había en juego y que entendería que había que jugar con agresividad.
Por otro lado, la pareja no quería que los considerasen torpes, así que, después de acusar de forma implacable a Spicer de no haberlos defendido de manera adecuada, dieron un repentino paso atrás y sugirieron que solo tenían la intención de añadir una nueva voz al coro. El puesto de director de comunicación de la Casa Blanca, sin un ámbito muy preciso, estaba vacante desde el mes de mayo, cuando había dimitido Mike Dubke, cuya presencia apenas se había notado en la Casa Blanca. Scaramucci podía entrar en ese puesto, se imaginaba la pareja, y ser su aliado en tal papel.
—Queda bien en televisión —le dijo Ivanka a Spicer cuando le explicó el sentido que tenía nombrar a un antiguo inversor de capital riesgo como director de comunicación de la Casa Blanca—. Quizá nos pueda ayudar.
Fue el presidente quien, en una reunión con Scaramucci, quedó convencido por las bochornosas y exhortativas adulaciones de estilo Wall Street del Gorrón. (Alguien contó que lo fundamental de las súplicas de Scaramucci fue: «Yo solo espero llegar a alcanzar una pequeña parte de su genialidad como comunicador, porque usted es mi ejemplo y mi modelo».) Y fue Trump quien, acto seguido, insistió en que Scaramucci se convirtiera en el verdadero jefe de comunicación, bajo las órdenes directas del presidente.
El 19 de julio, Jared e Ivanka tantearon el terreno con Bannon a través de intermediarios: ¿qué pensaba de que Scaramucci se uniese al equipo en el puesto de comunicación?
Esto le pareció a Bannon tal ridiculez —era tal muestra de desdicha y prueba cierta de que la pareja estaba realmente desesperada— que se negó a planteárselo o a responder siquiera a la pregunta. Ahora estaba seguro: el dúo Jarvanka estaba perdiendo la cabeza.