22

EL GENERAL KELLY

 

 

 

El 4 de agosto, el presidente y los principales miembros del ala oeste se marcharon al club de golf de Trump en Bedminster. El nuevo jefe de gabinete, el general Kelly, fue detrás de ellos, pero el estratega jefe del presidente, Steve Bannon, se había quedado en Washington. Trump protestaba mucho ante aquel viaje con duración planificada de diecisiete días, molesto con el hecho de que los medios se enteraran siempre con diligencia de sus sesiones de golf. De manera que aquel viaje se llamó «de trabajo», otra muestra de vanidad por parte de Trump que provocó encogimientos de hombros, miradas al techo y gestos negativos con la cabeza entre el personal, al que se le había encargado que organizase eventos que pareciesen de trabajo al tiempo que recibía las instrucciones de dejar grandes huecos de tiempo para el golf.

El ala oeste se sometería a una reforma durante la ausencia del presidente: Trump, hotelero y decorador, estaba «asqueado» con las condiciones en las que estaba. El presidente no quería trasladarse al cercano Edificio de la Oficina Ejecutiva Eisenhower, lugar desde donde se llevarían, de forma temporal, los asuntos del ala oeste, y donde Bannon estaba sentado esperando su llamada para acudir a Bedminster.

Estaba a punto de marcharse a Bedminster, no dejaba de decirle Bannon a todo el mundo, pero no llegaba invitación alguna. Bannon, que reclamaba el mérito de haber traído a Kelly a la Administración en primera instancia, no estaba seguro de cuál era su situación con el nuevo jefe de gabinete. La verdad es que el mismísimo presidente tampoco sabía cuál era su propia situación; no dejaba de preguntar a la gente si él le caía bien a Kelly. En un sentido más general, Bannon no tenía del todo claro qué era lo que estaba haciendo Kelly, más allá de cumplir con su deber. ¿Cómo encajaba exactamente el nuevo jefe de gabinete en el universo Trump?

Si bien Kelly se situaba en algún lugar en la centroderecha del espectro político y había dado muestras de su voluntad de imponer la mano dura con la inmigración en el Departamento de Seguridad Nacional, el general no se encontraba ni mucho menos tan a la derecha como Bannon y Trump. «No es del ala dura» fue la apesadumbrada evaluación de Bannon. Al mismo tiempo, Kelly no se encontraba ni mucho menos cerca de los liberales neoyorquinos de la Casa Blanca. Sin embargo, la política no era su ámbito. Como secretario de Seguridad Nacional, había observado el caos de la Casa Blanca con indignación y había pensado en dimitir. Ahora había accedido a tratar de encarrilarla. Tenía sesenta y siete años y era resuelto, adusto y circunspecto. «¿Sonríe alguna vez?», preguntó Trump, que había empezado a pensar que lo habían engañado de alguna manera al convencerlo para nombrarlo.

Algunos trumpistas, en particular aquellos con libertad para acceder al presidente aunque él no lo hubiera solicitado, creían que alguien lo había engañado para que aceptase someterse de un modo que era impropio de Trump. Roger Stone, una de esas personas de cuyas llamadas protegía Kelly al presidente, difundió el oscuro supuesto de que Mattis, McMaster y Kelly habían hecho el pacto de no iniciar jamás una acción militar a no ser que los tres estuviesen de acuerdo, y de que al menos uno de ellos estaría siempre en Washington cuando los otros dos estuviesen fuera.

Después de que Kelly despachase a Scaramucci, sus dos asuntos más inmediatos —ahora, sobre la mesa en Bedminster— eran los familiares del presidente y Steve Bannon. Era obvio que un bando o el otro se tenía que marchar. O, quizá, los dos.

Quedaba lejos de estar claro que un jefe de gabinete de la Casa Blanca que veía su función como la de establecer una cadena de mando e imponer una jerarquía organizativa —canalizar el flujo de las decisiones hacia el comandante en jefe— fuera capaz de actuar en la práctica, o siquiera existir, en una Casa Blanca donde los hijos del comandante en jefe tenían un especial acceso a este y una influencia que se imponía a todas las demás. Por mucho que la hija y el yerno del presidente estuvieran ofreciendo ahora un respeto incondicional por los nuevos oficiales al mando, estaba claro que, por costumbre y por temperamento, acabarían imponiéndose al control de Kelly sobre el ala oeste. No solo tenían una obvia y especial influencia sobre el presidente, sino que ciertos miembros importantes del personal los veían en posesión de dicha influencia y, por tanto, creían que ellos marcaban el verdadero rumbo para ascender y lograr poder en el ala oeste.

Curiosamente, a pesar de toda su bisoñez, Jared e Ivanka se habían convertido en una presencia muy temible, tan temida por los demás como ellos dos temían a Bannon. Es más, se habían convertido en unos consumados luchadores y filtradores —tenían el control de la puerta principal y el control de la puerta trasera—, aunque insistían muy dolidos, increíblemente, que ellos nunca filtraban nada.

—Si se enteran de que alguien habla de ellos, como son tan cuidadosos con su imagen y se han creado todo ese personaje, es como si fuera un problema tremendo que alguien tratase de atravesar esa fachada o de decir algo en su contra —dijo uno de los altos cargos del personal—. Se enfadan mucho y van a por ti.

Por otro lado, si bien «los chicos» podían conseguir que a Kelly le resultara prácticamente imposible hacer su trabajo, mantener a Bannon a bordo tampoco tenía demasiado sentido. Tuviera los dones que tuviese, era un conspirador y un descontento empedernido, destinado a puentear cualquier organigrama. Además, al inicio del paréntesis de Bedminster —ya fuese de trabajo o de otra clase—, Bannon se encontraba, una vez más, en la lista negra del presidente.

Trump seguía poniéndose nervioso con Devil’s Bargain, el libro de Joshua Green que le otorgaba a Bannon el mérito de las elecciones. Y, además, mientras el presidente tendía a alinearse con Bannon contra McMaster, la campaña para defender al general apoyada por Jared e Ivanka estaba surtiendo efecto. Murdoch, reclutado por Jared para que ayudase en la defensa de McMaster, estaba presionando a Trump personalmente y pidiéndole la cabeza de Bannon. A los bannonistas les daba la sensación de que tenían que defender a Bannon de una decisión impulsiva del presidente, así que ahora no solo tildaban a McMaster de débil con Israel, sino que también convencieron a Sheldon Adelson para que presionase a Trump: Bannon, le dijo Adelson al presidente, era la única persona en la que él confiaba sobre el tema de Israel en toda la Casa Blanca. Los miles de millones y la implacabilidad de Adelson siempre habían impresionado a Trump, y su apoyo —creía Bannon— fortalecía su posición de manera significativa.

Sin embargo, por encima de la gestión de la terrible disfuncionalidad del ala oeste, el éxito de Kelly —o su relevancia, incluso, tal y como le informaba prácticamente cualquiera que estuviese en situación de ofrecerle sus opiniones— dependía de su capacidad para estar a la altura del fundamental desafío de su puesto, que era cómo manejar a Trump. O, en realidad, cómo vivir sin manejarlo. Sus necesidades, sus deseos y sus impulsos tenían que quedarse —necesariamente— al margen de la estructura organizativa. Trump era la única variable que, en términos de gestión, simplemente no se podía controlar. Era como un contumaz crío de dos años. Si tratabas de controlarlo, solo conseguías el efecto contrario. En esto, pues, el gestor debía gestionar de la manera más firme sus propias expectativas.

En una de sus primeras reuniones con el presidente, el general Kelly tenía a Jared y a Ivanka entre sus temas: cómo veía el presidente su papel; qué pensaba que estaba funcionando y qué no; cómo lo veía de cara al futuro. Todo aquello tenía la pretensión de ser una manera política de abrir un debate sobre la salida de la pareja. Sin embargo, Kelly no tardó en enterarse de que el presidente estaba encantado con todos los aspectos de su labor en el ala oeste. Quizá en algún momento Jared se convertiría en secretario de Estado: ese era el único cambio que el presidente parecía ver en el futuro. Lo máximo que pudo hacer Kelly fue conseguir que el presidente reconociese que la pareja debería formar parte de una disciplina organizativa superior en el ala oeste, y que no deberían saltarse el organigrama con tanta facilidad.

Aquello, al menos, era algo que el general podía imponer. En una cena en Bedminster —el presidente estaba cenando con su hija y con su yerno—, la familia presidencial se quedó confundida cuando Kelly apareció ante la mesa y se sentó. Aquello, no tardaron en llegar a entender, no era ni un intento de hacer una agradable vida social ni un momento injustificado de un exceso de confianza. Era una imposición: Jared e Ivanka tenían que pasar por él para hablar con el presidente.

No obstante, Trump había dejado claro que los papeles que desempeñaban su hija y su yerno en su Administración solo requerían de un ajuste menor, y esto representaba ahora un problema significativo para Bannon. El jefe de estrategia había creído realmente que Kelly hallaría la manera de enviar a casa al dúo Jarvanka. ¿Cómo no lo iba a conseguir? Estaba claro, Bannon se había convencido de que la pareja representaba el mayor peligro para Trump. Tumbarían al presidente. Del mismo modo, Bannon creía que él no podía seguir en la Casa Blanca si seguían ellos.

Más allá de la irritación de Trump con Bannon en aquel momento, que muchos creían que no era más que la constante habitual de los rencores y las quejas de Trump, los bannonistas estaban convencidos de que su líder tenía una posición de ventaja, al menos en lo que a las políticas se refería. El dúo Jarvanka estaba marginado; los líderes republicanos, después de la reforma sanitaria, estaban desacreditados; el plan fiscal Cohn-Mnuchin era un lío. Al mirar el futuro por una rendija, este parecía casi de color de rosa para Bannon. Sam Nunberg, antiguo leal a Trump que ahora era totalmente leal a Bannon, creía que Bannon seguiría dos años más en la Casa Blanca y después se marcharía para dirigir la campaña de reelección de Trump. «Si eres capaz de que este idiota salga elegido dos veces», se maravillaba Nunberg, habrás conseguido algo similar a la inmortalidad en política.

Desde otro punto de vista, Bannon no tenía ninguna posibilidad de seguir en su puesto. Parecía haber alcanzado un estado de clarividencia que le permitía ver la ridiculez en la que se había convertido la Casa Blanca. Apenas era capaz de contener la lengua… no podía, en realidad. Bajo presión, no podía ver un futuro para la Administración de Trump. Y, mientras los bannonistas seguían diciendo que el dúo Jarvanka era ineficaz e irrelevante —no les hagáis caso, decían—, Bannon los aguantaba cada día menos, y los atacaba con una ferocidad y un veneno en público cada vez mayor.

Bannon, que seguía esperando su llamada para unirse al presidente en Bedminster, decidió forzar la situación y presentarle su renuncia a Kelly, aunque en realidad se trataba de un juego para ver quién se acobardaba antes: él quería quedarse. Por otro lado, quería que el dúo Jarvanka se marchase. Y, en la práctica, aquello se convirtió en un ultimátum.

 

 

En el almuerzo del día 8 de agosto en la sede del club de Bedminster —rodeado de lámparas de araña, trofeos de golf y placas conmemorativas de torneos, todo al estilo Trump—, el presidente estaba sentado entre Tom Price, secretario de Salud y Servicios Humanos, y su mujer, Melania. Kellyanne Conway también estaba presente, igual que Kushner y otros tantos. Se trataba de uno de aquellos eventos «de trabajo»: mientras comían, hubo una charla sobre la crisis de los opiáceos, que vino seguida de una declaración del presidente y una breve ronda de preguntas de los periodistas. Mientras leía su declaración con aire monótono, Trump mantenía la cabeza baja y apoyada en los codos sobre la mesa.

Después de responder a una serie de preguntas rutinarias sobre los opiáceos, de repente le hicieron una pregunta sobre Corea del Norte y, muy al estilo de un personaje de animación de una película stop motion, fue como si cobrara vida.

Corea del Norte era un problema que tenía un exceso de detalle y una escasez de respuestas, un problema que él creía producto de una mentalidad simple y de una falta de determinación… y un problema al que le costaba prestarle atención. Es más, había personalizado cada vez más su antagonismo con el líder norcoreano Kim Jong-un, y se había referido a él con frecuentes epítetos peyorativos.

Su personal no le había preparado para aquello, pero, con el aparente alivio de poder desviarse del tema de los opiáceos, además de una repentina satisfacción por la oportunidad de abordar un problema tan fastidioso, se aventuró hacia el precipicio de una crisis internacional con un lenguaje que había utilizado con frecuencia en privado, de la misma forma en que solía repetirlo todo.

—Más le vale a Corea del Norte no seguir lanzando amenazas contra Estados Unidos. Tendrán como respuesta un fuego y una furia como jamás ha visto el mundo. [Kim Jong-un] Se ha mostrado muy amenazador, más allá de lo normal, y como he dicho, [las amenazas] tendrán como respuesta un fuego y una furia, y un poder, francamente, como jamás ha visto el mundo. Gracias.

 

 

Corea del Norte, a cuya situación se aconsejaba a Trump que le restase importancia, se convirtió ahora en el tema central durante el resto de la semana, y tenía a los altos cargos del personal ocupados no tanto con el tema en sí, sino con la manera de responder al presidente, que estaba amenazando con volver a «reventar».

Con este trasfondo, casi nadie prestó atención al anuncio que hizo Richard Spencer, partidario de Trump y neonazi estadounidense, diciendo que estaba organizando una protesta en la Universidad de Virginia (UVA), en Charlottesville, contra la retirada de la estatua del general confederado Robert E. Lee. «Unir la derecha», el lema de la manifestación convocada para el sábado 12 de agosto, se había ideado de manera explícita para vincular las políticas de Trump con el nacionalismo blanco.

Spencer convocó una protesta nocturna el 11 de agosto, mientras el presidente seguía en Bedminster y continuaba amenazando a Corea del Norte y amenazando, también —de forma inexplicable para casi todo el mundo en su personal—, con una intervención militar en Venezuela.

A las 20:45, con el presidente en Bedminster ya retirado a descansar, unos doscientos cincuenta jóvenes vestidos con pantalones de color caqui y camisas polo, un estilo de vestir muy al estilo de Trump, iniciaron un desfile organizado con antorchas de queroseno por el campus de la UVA. El escenario se encontraba bajo el control de unos instructores que dirigían la marcha con auriculares y micrófonos. A una señal, los manifestantes comenzaron a gritar los eslóganes oficiales del movimiento: «¡Sangre y tierra!», «¡No ocuparéis nuestro sitio!», «¡Los judíos no ocuparán nuestro sitio!». Poco después, en el centro del campus, cerca de una estatua de Thomas Jefferson, fundador de la universidad, el grupo de Spencer se topó con una contramanifestación. Prácticamente sin presencia policial, lo que vino a continuación fueron los primeros tumultos y los primeros heridos del fin de semana.

Otra vez, desde las ocho de la mañana del día siguiente, el parque cercano a la estatua del general Lee se convirtió en el campo de batalla de un movimiento racista que apareció de forma repentina con cachiporras, escudos, mazas, pistolas y rifles automáticos (Virginia es un estado donde se pueden llevar armas de fuego en público y de forma abierta); un movimiento que, al parecer y para el horror de los liberales, había surgido de la campaña y de la elección de Trump, tal y como Richard Spencer pretendía que fuera visto. Frente a los manifestantes, había una izquierda combativa y endurecida que había sido llamada a las barricadas. Difícilmente se puede encontrar un escenario y un momento más apocalíptico, por limitado que fuera el número de participantes en la protesta. Durante gran parte de la mañana se produjo una serie de cargas y contracargas, un combate con piedras y botellas, con unas fuerzas policiales que parecían quedarse al margen, sin intervenir.

En Bedminster seguía habiendo poco conocimiento de lo que estaba sucediendo en Charlottesville. Pero entonces, a la una de la tarde, James Alex Fields Jr. —un aspirante a nazi de veinte años— lanzó su Dodge Charger contra un grupo de contramanifestantes y mató a Heather Heyer, de treinta y dos años, e hirió a otra veintena de personas.

En un tuit redactado a la carrera por su personal, el presidente declaraba: «Debemos estar TODOS unidos y condenar todo lo que representa el odio. No hay lugar en Estados Unidos para este tipo de violencia. ¡Unámonos como un solo hombre!».

Por lo demás, sin embargo, y en gran medida, era lo habitual para el presidente: Charlottesville era una mera distracción, y estaba claro que el objetivo del personal era mantenerlo apartado de Corea del Norte. El principal acto que había en Bedminster aquel día era la firma ceremonial de una ley que extendía la financiación de un programa que permitía a los veteranos recibir asistencia sanitaria fuera de los hospitales de la Administración de Veteranos. La firma se produjo, en el gran salón de baile de la sede del club, dos horas después del ataque de Alex Fields.

Durante la firma, Trump se tomó un instante para condenar el «odio, fanatismo y violencia de muchas de las partes» en Charlottesville. Casi de inmediato, el presidente se vio sometido a un ataque por haberse negado a distinguir entre unos racistas declarados y el otro bando. Tal y como Richard Spencer había interpretado correctamente, las simpatías del presidente no estaban claras. Por fácil y obvio que fuese condenar a los racistas blancos —que incluso se habían autoproclamado neonazis—, se resistía de manera instintiva.

La Casa Blanca no intentó aclarar la posición de Trump con un comunicado oficial hasta la mañana siguiente: «En su declaración de ayer, el presidente dijo con contundencia que condena todas las formas de violencia, fanatismo y odio. Por supuesto que eso incluye a los supremacistas blancos, al Ku Klux Klan, a los neonazis y a todos los grupos extremistas. Hizo un llamamiento a la unidad nacional y a salvar las diferencias entre todos los estadounidenses».

Pero, en realidad, Trump no había condenado a los supremacistas blancos, al Ku Klux Klan ni a los neonazis, y seguía dando muestras de testarudez al respecto de no hacerlo.

En una llamada a Bannon, Trump buscaba ayuda para defender sus argumentos: «¿Dónde va a acabar esto? ¿Van a derruir el monumento a Washington, el Monte Rushmore, Mount Vernon?». Bannon —que seguía sin recibir su convocatoria a Bedminster— presionó para que la línea fuese esta: el presidente debería condenar la violencia y a los extremistas y, además, defender la historia (incluso con la frágil asimilación que Trump tenía de la misma). Insistir en la cuestión literal de los monumentos atormentaría a la izquierda y reconfortaría a la derecha.

No obstante, Jared e Ivanka, con el respaldo de Kelly, impulsaban la conducta del presidente. Su plan era hacer que Trump regresara a la Casa Blanca y que abordara la cuestión con una contundente censura de los grupos de odio y las políticas raciales: justo el tipo de posición sin ambigüedades que Richard Spencer había apostado de forma estratégica que Trump no adoptaría de buen grado.

Bannon, que veía en Trump aquellas mismas inercias, presionó a Kelly y le dijo que el planteamiento del dúo Jarvanka tendría consecuencias negativas: «Quedará claro que no lo dice de corazón», dijo Bannon.

El lunes por la mañana, poco antes de las once, el presidente llegó a una Casa Blanca en plena reforma y ante un muro de preguntas a voces sobre el tema de Charlottesville. «¿Condena usted los actos de los neonazis? ¿Condena los actos de los supremacistas blancos?» Unos noventa minutos después, compareció en la sala de recepción diplomática, con los ojos clavados en el teleprónter, e hizo unas declaraciones que duraron seis minutos.

Antes de entrar en el tema, dijo: «Nuestra economía es fuerte ahora. Los mercados continúan batiendo récords al alza, el desempleo está en su punto más bajo en dieciséis años y las empresas son más optimistas que nunca. Las grandes compañías están regresando a Estados Unidos y están trayendo muchos miles de puestos de trabajo. Ya hemos creado más de un millón de empleos desde que tomé posesión».

Y, solo entonces, dijo: «Debemos amarnos los unos a los otros, mostrar afecto los unos por los otros y unirnos en la condena del odio, el fanatismo y la violencia […]. Debemos redescubrir los lazos de amor y lealtad que como estadounidenses nos hermanan [...] El racismo es el mal, y quienes generan violencia en su nombre son unos criminales y unos matones, incluidos el Ku Klux Klan, los neonazis, los supremacistas blancos y otros grupos de odio que repugnan a todo aquello que llevamos en el corazón como estadounidenses».

Fue una pequeña prosternación a regañadientes. Era una especie de repetición del discurso en el que se retractó del tema de la partida de nacimiento de Obama durante la campaña: mucha distracción y confusión y, después, un reconocimiento entre dientes. De igual modo parecía suceder ahora: estaba intentando acatar la línea aceptada en referencia a Charlottesville, como un crío al que llaman a capítulo. Resentido e irascible, estaba claro que leía unas frases forzadas.

Y, de hecho, fue poco el mérito que se le concedió por aquellos comentarios de aire presidencial mientras los periodistas le preguntaban a voces por qué había tardado tanto en abordar la cuestión. Al regresar en el Marine One rumbo a la base aérea de Andrews, de ahí, al aeropuerto JFK y, después, a Manhattan y a la Torre Trump, el presidente mostraba un ánimo sombrío y un aire que hacía pensar: «Te lo dije». En privado, no dejaba de intentar racionalizar por qué sería alguien miembro del Ku Klux Klan, es decir: «Podría ser que en realidad no creyesen lo mismo que creía el Ku Klux Klan, y es probable que el Ku Klux Klan no crea ya lo mismo que creía antes, y, de todas formas, ¿quién sabe realmente en qué cree el Ku Klux Klan ahora?». La verdad —se dijo— era que a su propio padre lo acusaron de estar implicado con el Ku Klux Klan, y no era cierto (en realidad, sí: era cierto).

Al día siguiente, el martes 15 de agosto, la Casa Blanca había programado una conferencia de prensa en la Torre Trump. Bannon insistió a Kelly que la cancelase. De todas formas, era una conferencia absolutamente irrelevante. Se suponía que iba a tratar sobre las infraestructuras —acerca de una desregulación medioambiental que podía ayudar a poner en marcha los proyectos con mayor celeridad—, pero no era más que otro esfuerzo por mostrar que Trump estaba trabajando y no de vacaciones. Así que, ¿por qué molestarse? Es más —le dijo Bannon a Kelly—, él ya veía las señales: la flecha indicadora de la olla a presión de Trump estaba subiendo, y reventaría más pronto que tarde.

La conferencia de prensa siguió adelante de todos modos. De pie ante el atril en el vestíbulo de la Torre Trump, el presidente se ciñó al guion durante apenas unos minutos. A la defensiva y justificándose, sentó las bases de una posición que transmitía que lo del arrepentimiento era una bobada y que todo el mundo tenía su parte de culpa, y después se enfrascó de lleno en el tema. Siguió adelante sin la evidente capacidad de adaptar sus emociones a las circunstancias políticas o, en realidad, sin hacer siquiera un esfuerzo por salvarse. Era otro ejemplo más, entre los numerosos ya, del político absurdo y cómico, de película, que se limita a decir lo primero que se le pasa por la cabeza. Directamente. Como un loco.

—¿Qué pasa con la izquierda alternativa que cargó contra la derecha alternativa, como usted la llama? ¿Tienen esos alguna culpa, quizá? ¿Qué me dice del hecho de que cargasen con porras en la mano? En lo que a mí respecta, fue un día horrible, horrible […]. Yo creo que ambas partes tienen culpa. No tengo la menor duda, y ustedes tampoco la tienen. Si informasen de ello de manera precisa, entonces lo verían.

Steve Bannon, que seguía esperando en su despacho temporal en el Edificio de la Oficina Ejecutiva Eisenhower, pensó: «Oh, Dios mío, allá va. Os lo dije».

 

 

Más allá de esa fracción del electorado que, como afirmó Trump una vez, le permitiría disparar a alguien en la Quinta Avenida, el mundo civilizado mostraba un horror prácticamente universal. Todo el mundo se cuadró firme en una posición moral atónita. Cualquiera que se hallase en un puesto de responsabilidad remotamente ligado a una idea de respetabilidad pública tuvo que renegar de él. Todos los consejeros delegados de las compañías conocidas que se habían relacionado con la Casa Blanca de Trump tenían ahora que romper sus vínculos. El aspecto fundamental quizá no fuesen los recalcitrantes sentimientos que Trump parecía albergar en su corazón —Bannon afirmaba que el presidente no era antisemita, pero no estaba seguro al respecto de la otra acusación—, sino el hecho de que era absolutamente incapaz de controlarse.

En la estela de aquella conferencia de prensa de inmolación, todas las miradas se volvieron de repente sobre Kelly: aquel era su bautismo de fuego trumpista. Spicer, Priebus, Cohn, Powell, Bannon, Tillerson, Mattis, Mnuchin… prácticamente todos los altos cargos del personal de la Casa Blanca y del gabinete de la presidencia de Trump, presente y pasado, habían atravesado las etapas de la aventura, el desafío, la frustración, la batalla, la autojustificación y la duda antes de haberse visto, por fin, en la obligación de afrontar la muy real posibilidad de que el presidente para el que trabajaban —de cuya presidencia ellos eran en cierta medida oficialmente responsables— no estaba en posesión de lo necesario para desempeñar su labor de manera adecuada. Ahora, pasadas menos de dos semanas en el cargo, le había llegado a Kelly el turno de asomarse al precipicio.

El debate, tal y como lo planteaba Bannon, no era acerca de si la situación del presidente era mala, sino de si era tan mala como para entrar dentro de la Vigésima Quinta Enmienda de la Constitución de Estados Unidos.

 

 

Para Bannon, cuando no para Trump, el eje del trumpismo era China. La historia de la siguiente generación, creía él, ya estaba escrita, y era la historia sobre la guerra con China. Guerra comercial, guerra en los mercados, guerra cultural, guerra diplomática… sería una guerra omnicomprensiva que pocos en Estados Unidos entendían que había que librar, y para la que prácticamente nadie estaba preparado.

Bannon había redactado una lista de «halcones» en el tema de China, una lista transversal desde el punto de vista político, que iba desde la banda de Breitbart hasta el antiguo editor del New Republic, Peter Beinart —que solo sentía desprecio hacia Bannon—, y el incondicional de la ortodoxia liberal progresista Robert Kuttner, editor de la pequeña revista sobre políticas públicas American Prospect. El miércoles 16 de agosto, el día después de la conferencia de prensa del presidente en la Torre Trump, Bannon llamó de buenas a primeras a Kuttner desde su despacho en el Edificio de la Oficina Ejecutiva para hablar sobre China.

A aquellas alturas, Bannon estaba prácticamente convencido de estar camino de la puerta de salida de la Casa Blanca. No había recibido la invitación para unirse al presidente en Bedminster, una señal de su debilitamiento. Ese día, se había enterado del nombramiento de Hope Hicks como directora interina de comunicación: una victoria del dúo Jarvanka. Mientras tanto, seguían produciéndose los constantes susurros del bando del dúo Jarvanka sobre su segura destitución; se había convertido en un constante ruido de fondo.

Bannon todavía no estaba seguro de que lo fueran a cesar, y, sin embargo, en una entrevista oficial, tan solo la segunda que daba desde la victoria de Trump, llamó a Kuttner y decidió su destino. Más tarde mantendría que la conversación había sido extraoficial, pero así era el método Bannon, en el que tentaba a la suerte sin más ni más.

Si Trump había sido incapaz de dejar de ser Trump en su conferencia de prensa más reciente, Bannon fue incapaz de dejar de ser Bannon en su charla con Kuttner. Trató de insistir en la imagen de un Trump que él hacía parecer débil con China. De un modo burlón, le llevó la contraria a la bravata del presidente sobre Corea: morirán «diez millones de personas en Seúl», declaró. E insultó a sus enemigos internos: «Están que se mean encima».

Si Trump era incapaz de sonar como un presidente, Bannon se había puesto a su altura: era incapaz de sonar como un asesor presidencial.

 

 

Aquella noche, un grupo de bannonistas se reunieron para cenar cerca de la Casa Blanca. La cena se había convocado en el bar del hotel Hay-Adams, pero Arthur Schwartz, un relaciones públicas del grupo de Bannon, tuvo un altercado con el camarero de la barra por tratar de cambiar el canal de la televisión de la CNN a la Fox, donde estaba a punto de aparecer un cliente suyo, Stephen Schwarzman, de Blackstone, presidente de uno de los consejos de empresarios de Trump. El consejo de empresarios se estaba desangrando a base de perder a sus miembros, consejeros delegados de empresas, después de la conferencia de prensa del presidente Trump sobre Charlottesville y después de que el propio Trump hubiese anunciado en un tuit que iba a disolver el consejo. (Schwarzman se lo había aconsejado al presidente: el consejo se estaba hundiendo, y Trump, al menos, debía hacer que pareciese que se desmantelaba por decisión suya.)

Schwartz, indignadísimo, anunció que dejaba su habitación en el Hay-Adams y que se mudaba al Hotel Trump. También insistió en que la cena se trasladase a dos manzanas de distancia al Joe’s, un establecimiento del Joe’s Stone Crab de Miami. Matthew Boyle, editor político en Washington de Breitbart News, se vio inmerso en la furiosa marcha de Schwartz, quien reprendió al joven Boyle de veintinueve años por encenderse un cigarrillo. «No conozco a nadie que fume», le dijo con desdén. Aunque Schwartz era un firme partidario del bando de Bannon, aquella pulla parecía más bien genérica contra la gente de Breitbart por ser de clase baja.

Los dos devotos bannonistas debatieron los efectos de la entrevista de Bannon, que había pillado por sorpresa a todos los integrantes de su universo. Ninguno de los dos era capaz de entender por qué había concedido una entrevista como aquella.

¿Estaba Bannon acabado?

«No, no, no», afirmó Schwartz. Quizá pudo haberlo estado unas semanas atrás, cuando Murdoch se confabuló con McMaster, fue a ver al presidente y le presionó para que echara a Bannon. Pero después, Sheldon lo había arreglado, dijo Schwartz.

—Steve se quedó en casa cuando vino Abás —dijo Schwartz—. No iba a respirar el mismo aire que un terrorista —esta fue la línea precisa que Schwartz daría a los periodistas en los días siguientes, en un esfuerzo más por dejar clara la virtud ultraderechista de Bannon.

Alexandra Preate, lugarteniente de Bannon, llegó sin aliento a Joe’s. Segundos más tarde llegó Jason Miller, otro relaciones públicas de la cuerda de Bannon. Durante la transición, el nombre de Miller se había barajado como candidato a director de comunicación, pero entonces se supo que Miller había tenido una relación con otro miembro del personal, quien había anunciado en un tuit que estaba embarazada de él, igual que estaba la propia esposa de Miller en aquel momento. Miller, que había perdido su prometido puesto en la Casa Blanca pero seguía haciendo las veces de voz de Bannon y de Trump desde el exterior, se enfrentaba ahora a otro período de dificultades con la prensa a causa del reciente nacimiento de su hijo, o del reciente nacimiento de sus dos hijos con dos mujeres distintas. Aun así, hasta él estaba concentrado de un modo obsesivo en lo que podría significar la entrevista de Bannon.

A aquellas alturas, la mesa bullía de especulaciones.

¿Cómo reaccionaría el presidente?

¿Cómo reaccionaría Kelly?

¿Suponía el fin?

Para tratarse de un grupo de personas que estaba en un contacto casi constante con Bannon, resultaba llamativo que nadie pareciese entender que él, a la fuerza o no, sin la menor duda iba a salir de la Casa Blanca. Muy al contrario, convirtieron por consenso aquella entrevista tan dañina en una brillante jugada de estrategia. Bannon no se iba a ir a ninguna parte, en especial porque, sin Bannon, no había Trump.

Era una cena cargada de entusiasmo, una ocasión llena de energía con un apasionado grupo de personas, todas ellas vinculadas al hombre que ellas creían que era el personaje más convincente de Washington. Lo veían como una especie de elemento irreductible: un Bannon era un Bannon.

En el transcurso de la noche, Matt Boyle se enzarzó en un furioso intercambio de mensajes de texto con Jonathan Swan, periodista en la Casa Blanca que había escrito un artículo acerca de que Bannon estaba en el lado perdedor en su enfrentamiento con McMaster. Poco después, prácticamente todos los periodistas bien relacionados de la ciudad se estaban poniendo en contacto con alguien de la mesa. Cuando entraba un mensaje de texto, el receptor enseñaba la pantalla del móvil si en ella salía el nombre de algún periodista notable. En un momento dado, Bannon envió a Schwartz un mensaje con unos puntos de discusión. ¿Era posible que todo aquello no fuese sino otro día más en el interminable drama de Trump?

Schwartz, que parecía considerar la estupidez de Trump como un hecho políticamente demostrado, ofreció un enérgico análisis de por qué Trump no podía seguir adelante sin Bannon. Después, buscando más pruebas que respaldasen su teoría, Schwartz dijo que iba a enviar un mensaje a Nunberg, por lo general considerado como el hombre que mejor entendía los caprichos e impulsos de Trump, y quien había predicho sabiamente la supervivencia de Bannon en cada momento de duda durante los meses anteriores.

—Nunberg siempre lo sabe —dijo Schwartz.

Segundos después, Schwartz levantó la mirada. Los ojos se le pusieron como platos y, por un instante, guardó silencio. Y, entonces, dijo:

—Nunberg dice que Bannon está muerto.

Y, en efecto, sin que lo supieran los bannonistas, ni tampoco los más cercanos a él, Bannon se encontraba en aquel momento cerrando su salida con Kelly. Al día siguiente, estaría empaquetando su pequeño despacho y, el lunes, cuando Trump regresara a una remodelada ala oeste —una mano de pintura, mobiliario nuevo y alfombras nuevas, con un aspecto que tiraba hacia el Hotel Trump—, Steve Bannon se encontraría de vuelta en el Capitolio, en la Embajada de Breitbart, y siendo aún —confiaba él— el estratega jefe de la revolución Trump.