En una sofocante mañana de octubre del 2017, el hombre que había sacado a Estados Unidos del Acuerdo de París sin despeinarse, más o menos, se detuvo en los escalones del edificio unifamiliar adosado de Breitbart y dijo, con una sonora risa: «Supongo que el calentamiento global es una realidad».
Steve Bannon había perdido nueve kilos desde su salida de la Casa Blanca, seis semanas antes: estaba llevando una estricta dieta a base de sushi. «Ese edificio —dijo su amigo David Bossie, refiriéndose a todas las Casas Blancas en general, pero de forma especial a la Casa Blanca de Trump— recibe a la gente sana y la envejece y le estropea la salud.» Pero Bannon, al que Bossie había declarado prácticamente en estado de coma durante sus últimos días en el ala oeste, se encontraba de nuevo —según su propia descripción— «dándolo todo». Se había marchado del «piso franco» de Arlington, se había vuelto a instalar en la Embajada de Breitbart y la había convertido en un cuartel general de cara a la siguiente etapa del movimiento Trump, que quizá no llegase a incluir al propio Trump en absoluto.
Al preguntarle sobre el liderazgo de Trump del movimiento nacionalista populista, Bannon hizo constar un nada despreciable cambio en el panorama político del país:
—Yo soy el líder del movimiento nacionalpopulista.
Una de las causas del alarde de Bannon y de su nueva determinación era que Trump, sin motivo ninguno que Bannon fuera capaz de adivinar, había abrazado al candidato del aparato del partido propuesto por Mitch McConnell en las recientes primarias republicanas en el estado de Alabama, en lugar de apoyar al elegido por el nacionalpopulismo para el escaño del Senado que había dejado vacante el ahora fiscal general Jeff Sessions. Al fin y al cabo, el líder republicano McConnell y el presidente apenas se hablaban. Desde sus «vacaciones de trabajo» en Bedminster durante el mes de agosto, el personal del presidente había tratado de organizar una reunión conciliatoria con McConnell, pero el personal de este había respondido que no sería posible, porque el líder del Senado estaría cortándose el pelo.
Sin embargo, el presidente —siempre dolido y confundido ante su incapacidad para entenderse con los líderes del Congreso y, a la inversa, enfurecido por la negativa de estos a entenderse con él— había apostado de lleno por el candidato de McConnell, Luther Strange, que se había presentado contra el candidato de Bannon, el agitador derechista Roy Moore. (Incluso para un lugar como Alabama, Moore representaba la ultraderecha: había sido destituido como presidente del Tribunal Supremo del estado por desobedecer la orden de los tribunales federales de retirar un monumento a los diez mandamientos del edificio judicial de Alabama.)
Para Bannon, el razonamiento político del presidente había sido, en el mejor de los casos, obtuso. Era improbable que consiguiera sacarle algo a McConnell, y, en efecto, Trump no había exigido nada a cambio de su apoyo a Luther Strange, que llegó por medio de un tuit imprevisto que puso en el mes de agosto. Las perspectivas de Strange no solo eran escasas, sino que lo más probable era que sufriese una derrota humillante. Moore era el candidato claro para las bases de Trump, y era el candidato de Bannon. De manera que ese era el enfrentamiento: Trump contra Bannon. En realidad, el presidente no tenía por qué apoyar a ninguno: nadie se habría quejado si se hubiese mantenido neutral en unas primarias. O podría haber apoyado a Strange de manera tácita, y no doblando su apuesta con más y más tuits insistentes.
Para Bannon, lo que había detrás de este episodio no era solo la curiosa y continua confusión del presidente al respecto de lo que él representaba, sino también sus volubles, desaforadas y a menudo disparatadas motivaciones. En contra de toda lógica política, Trump había dado su apoyo a Luther Strange, le dijo a Bannon, porque «Luther es mi amigo».
—Lo dijo como un niño de nueve años —dijo Bannon con un gesto de repulsión, y añadió que no existía universo ninguno en el que Trump y Strange de verdad fueran amigos.
Para todos los altos cargos del personal de la Casa Blanca, este sería el eterno interrogante a la hora de tratar al presidente Trump: el «porqué» de su comportamiento a menudo desconcertante.
—El presidente quiere gustar, sobre todo —fue el análisis de Katie Walsh—. Tiene tal necesidad de gustar que siempre… todo es siempre una lucha para él.
Esto se traducía en una constante necesidad de ganar algo, lo que fuese. De igual importancia, era esencial que pareciese un ganador. Ni que decir tiene que los intentos por ganar sin contar con mayores consideraciones, planes u objetivos claros en el transcurso de los nueve primeros meses de la Administración habían obtenido derrotas casi como único fruto. Al mismo tiempo, echando por tierra toda lógica política, aquella ausencia de planificación, aquella impulsividad, aquel aparente ardor guerrero, habían ayudado a crear la desestabilización que para tantos y de manera tan gozosa había hecho añicos el orden dominante.
Pero ahora —pensaba Bannon— aquella novedad estaba perdiendo, por fin, sus efectos.
Para Bannon, la carrera Strange-Moore había sido una prueba para el culto de Trump a la personalidad. Ciertamente, Trump continuaba creyendo que la gente lo seguía a él, que él era el movimiento y que su apoyo significaba un aumento de entre ocho y diez puntos en cualquier carrera electoral. Bannon había decidido poner a prueba aquella tesis, y había decidido hacerlo de la manera más dramática posible. En total, entre los líderes republicanos del Senado y otros, se habían gastado 32 millones de dólares en la campaña de Strange, mientras que la campaña de Moore se había hecho con 2 millones.
Trump, aunque era consciente de la marcada desventaja de Strange en las encuestas, había decidido ampliar su apoyo con un viaje que realizaba a título particular, pero aquella aparición del 22 de septiembre en Huntsville, Alabama, ante una multitud de las típicas de Trump, fue un cero político a la izquierda. Fue un discurso al más puro estilo de Trump, noventa minutos de divagaciones e improvisaciones: se construiría el muro (ahora era un muro transparente), la injerencia rusa en las elecciones era un bulo, echaría a cualquier miembro de su gabinete que apoyara a Moore. Sin embargo, aunque sus bases habían acudido en masa aún atraídas por «la novedad» Trump, la mejor respuesta que obtuvo el presidente al apoyar a voces a Strange fue el silencio. La multitud se empezaba a incomodar, y el evento amenazaba con convertirse en una total vergüenza.
Trump, al ver la reacción del público y desesperado por encontrar una salida, de repente soltó una frase sobre el jugador de fútbol americano Colin Kaepernick, que había puesto una rodilla en tierra mientras sonaba el himno nacional en un partido de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por sus siglas en inglés). La frase arrancó una ovación con la gente en pie. Acto seguido, el presidente abandonó a Luther Strange durante el resto del acto. De igual modo, siguió azotando a la NFL durante toda la semana siguiente. No hagamos caso de la sonada derrota de Strange cinco días después del acto de Huntsville. Ignoremos el tamaño y la magnitud del rechazo hacia Trump y el triunfo de Bannon y Moore, con sus señales de una nueva desestabilización que se avecinaba. Trump ya tenía un nuevo tema, y un tema victorioso: la Rodilla.
La premisa fundamental que tenía prácticamente todo el mundo al unirse a la Casa Blanca de Trump era: «Esto puede funcionar. Podemos ayudar a que esto funcione». Ahora, cuando solo se habían cumplido tres cuartas partes del primer año del mandato de Trump, ya no quedaba literalmente ni un solo miembro entre los altos cargos del personal capaz de seguir confiando en esa premisa. Posiblemente —y, en muchos de los días, indudablemente—, la mayoría de los altos cargos creían que lo único positivo de formar parte de la Casa Blanca de Trump era poder ayudar a evitar que sucediera lo peor.
A primeros de octubre, quedó echada la suerte del secretario de Estado Rex Tillerson —si es que su obvia ambivalencia hacia el presidente no la había decidido ya— cuando se reveló que había dicho que el presidente era «un puto imbécil».
Esto —insultar la capacidad intelectual de Trump— era, por un lado, lo único que no podías hacer, y, por otro —entre las risotadas de estupefacción de los altos cargos del personal—, era lo único de lo que todo el mundo era culpable. Cada uno a su manera, todos se afanaban por expresar, lisa y llanamente, el hecho palpable de que el presidente no sabía lo suficiente, que no sabía qué era lo que no sabía ni tampoco le preocupaba especialmente, y, para colmo, que se mostraba seguro, cuando no sereno, en sus incuestionables certezas. A aquellas alturas había una buena cantidad de risitas de colegiales a sus espaldas acerca de quién había llamado qué a Trump. Para Reince Priebus y Steve Mnuchin, se trataba de un «idiota». Para Gary Cohn, era «tonto que te cagas». Para H. R. McMaster, un «tarugo». Y así continuaba la lista.
Tillerson se convertía, simplemente, en otro ejemplo más de un subordinado convencido de que sus propias capacidades podían compensar de algún modo los fallos de Trump.
Alineados con Tillerson estaban los tres generales: Mattis, McMaster y Kelly, y cada uno de ellos se veía a sí mismo como la representación de la madurez, la estabilidad y la contención. Y, por supuesto, Trump estaba resentido con todos ellos por esa misma razón. La sugerencia de que cualquiera de aquellos hombres pudiera estar más centrado e incluso equilibrado que el propio Trump era causa de enfurruñamientos y pataletas por parte del presidente.
La conversación diaria entre los altos cargos, los que seguían allí y los que ya se habían ido —todos los cuales habían dado por perdido el futuro de Tillerson en la Administración— era cuánto tiempo duraría Kelly como jefe de gabinete. Había una especie de apuesta virtual en los despachos, y la broma era que Reince Priebus tenía posibilidades de ser el jefe de gabinete de Trump que más tiempo hubiese durado en el cargo. El desagrado que sentía Kelly por el presidente era de dominio público —trataba a Trump con condescendencia en cada gesto y cada palabra—, y el desagrado que el presidente sentía hacia Kelly era mayor aún. Era una diversión para el presidente desobedecer a Kelly, que se había convertido en lo único que Trump no había sido capaz de soportar en su vida: una figura paterna que le mostraba su desaprobación y lo censuraba.
Lo cierto es que no había ilusión ninguna en el 1600 de la Avenida Pensilvania. A la resignada antipatía de Kelly hacia el presidente solo le hacía la competencia el desprecio que el general sentía por la familia de Trump: «Kushner —se manifestó— es un insubordinado». El desprecio burlón de Cohn hacia Kushner y, también, hacia el presidente era aun mayor. En respuesta, el presidente descargaba más insultos sobre Cohn: el antiguo presidente de Goldman Sachs era ahora un «completo idiota, más tonto que tonto». La verdad era que Trump había dejado de defender a su propia familia y se preguntaba cuándo «captarán la indirecta y se marcharán a casa».
Pero todo esto, por supuesto, seguía siendo política: aquel que fuera capaz de sobreponerse a la vergüenza o la incredulidad —y, a pesar de toda la ordinariez y el absurdo trumpiano, hacerle la pelota y seguirle el juego— podría tener a su alcance una singular ventaja política. Y resultó que eran pocos los capaces de hacerlo.
En octubre, sin embargo, muchos de los miembros del personal del presidente se fijaron, en particular, en uno de los pocos oportunistas de Trump que quedaban: Nikki Haley, la embajadora de Estados Unidos en las Naciones Unidas. Haley —«tan ambiciosa como Lucifer», según la presentaba uno de los altos cargos del equipo presidencial— había llegado a la conclusión de que la presidencia de Trump duraría, en el mejor de los casos, una sola legislatura, y que ella, con la requerida sumisión, podía llegar a ser su heredera forzosa. Haley había agasajado a Ivanka y se había hecho su amiga, e Ivanka la había introducido en el círculo familiar, donde se había convertido en uno de los focos particulares de atención de Trump, y él de ella. Haley, tal y como se había vuelto cada vez más evidente para el más amplio círculo del equipo de política extranjera y Seguridad Nacional, era la elección de la familia para el puesto de secretaria de Estado tras la inevitable dimisión de Tillerson (asimismo, en este baile de puestos, Dina Powell sustituiría a Haley ante las Naciones Unidas).
El presidente había estado pasando una notable cantidad de tiempo en privado con Haley en el Air Force One, y se le había visto preparándola para un futuro político a escala nacional. A Haley, que tenía mucho más de republicana tradicional, una republicana con una vena moderada —un tipo cada vez más conocido como un «republicano Jarvanka»—, la estaban educando, para muchos de manera evidente, en las maneras de Trump. El peligro, aquí, sugería un importante trumpista, «es que ella es mucho más lista que él».
Lo que ahora existía en la práctica, incluso antes de llegar al final del primer año del presidente, era un vacío de poder. El presidente, en su fracaso a la hora de sacar la cabeza más allá del caos diario, apenas había sacado partido de la situación. Pero alguien lo haría, tan cierto como que estamos hablando de política.
En ese sentido, el futuro de Trump y el futuro republicano ya se estaban desplazando lejos de aquella Casa Blanca. Ahí estaba Bannon, trabajando desde fuera e intentando tomar el control del movimiento Trump. Ahí estaban los líderes republicanos del Congreso, tratando de obstaculizar al trumpismo, si no acabar con él. Ahí estaba John McCain, haciendo cuanto podía con tal de dejarlo en evidencia. Ahí estaba la oficina del fiscal especial, persiguiendo al presidente y a muchos de los que lo rodeaban.
Para Bannon, las apuestas estaban claras. Haley, un personaje muy poco trumpiano, pero de lejos la más cercana a él de entre todos los miembros de su gabinete, podría tentar a Trump con inteligentes artimañas políticas para que pusiera en sus manos la revolución trumpiana. En efecto, temiendo la influencia que Haley ejercía sobre el presidente, el bando de Bannon había forzado la máquina —aquella misma mañana en que Bannon se había detenido en las escaleras de la casa adosada de Breitbart, con ese calor tan extemporáneo para el mes de octubre— para imponer a Mike Pompeo, de la CIA, para el Departamento de Estado cuando Tillerson se marchase.
Todo esto formaba parte de la siguiente etapa del trumpismo: protegerlo de Trump.
De un modo severo y consciente, el general Kelly trataba de purgar el caos del ala oeste. Había comenzado por compartimentar las fuentes y la naturaleza de ese caos. La fuente que se imponía a todas era, por supuesto, la de las propias erupciones del presidente, que Kelly no podía controlar y a cuya aceptación se había resignado. En lo referente al caos secundario, gran parte de él se había calmado con la eliminación de Bannon, Priebus, Scaramucci y Spicer, lo cual tuvo el efecto de generar un ala oeste bastante controlada por el dúo Jarvanka.
Ahora, pasados nueve meses, la Administración de Trump se enfrentaba al problema añadido de que resultaba muy complicado traer a alguien con estatura suficiente para sustituir a los altos cargos que se habían marchado, y la estatura de los que quedaban parecía disminuir con cada semana que pasaba.
Hope Hicks, de veintiocho años, y Stephen Miller, de treinta y dos —ambos habían iniciado sus pasos en la campaña como becarios—, se encontraban ahora entre los puestos de mayor responsabilidad de la Casa Blanca. Hicks había asumido el mando de las Comunicaciones, y Miller había sustituido a Bannon en la práctica como máximo estratega político.
Después del fiasco de Scaramucci y de darse cuenta de que el puesto de director de comunicación sería inmensamente más difícil de ocupar, se lo adjudicaron a Hicks, como directora «interina». Recibía el título de interina, en parte, porque parecía inverosímil que estuviera cualificada para dirigir un mecanismo de transmisión del mensaje muy maltratado ya, y, en parte, porque si le daban el puesto de forma permanente, todo el mundo asumiría que el presidente estaba efectivamente tomando la iniciativa en las decisiones del día a día. Sin embargo, a mediados de septiembre y de forma discreta, lo de «interina» se convirtió en «permanente».
En el más amplio mundo de la política y los medios, Miller —a quien Bannon se refería como «mi mecanógrafo»— era una figura que generaba una incredulidad cada vez mayor. Apenas se le podía sacar en público sin que provocase un desaforado, cuando no a gritos, arrebato de quejas y denuncias. Era, de hecho, el artífice de las políticas y los discursos, y, aun así, hasta ahora se había dedicado, sobre todo, a tomar nota de lo que le dictaban.
Pero lo más problemático de todo era que Hicks y Miller, con todos los demás del bando del dúo Jarvanka, se encontraban ahora vinculados de manera directa con actos relacionados con la investigación sobre Rusia o con esfuerzos para tergiversarla, desviarla o, en efecto, encubrirla. Miller y Hicks habían redactado —o, al menos, mecanografiado— la versión de Kushner de la primera carta escrita en Bedminster para cesar a Comey. Hicks se había reunido con Kushner y con su mujer en el Air Force One para redactar, conforme a las directrices de Trump, el comunicado de prensa sobre la reunión que Don Jr. y Kushner mantuvieron con los rusos en la Torre Trump.
Así, esto se convirtió en la cuestión definitoria para el personal de la Casa Blanca: quién se encontraba en qué habitación inoportuna. E, incluso más allá del caos general, el constante peligro legal formaba parte de aquella barrera tan elevada para traer a la gente a trabajar en el ala oeste.
Kushner y su mujer —considerados ahora, en gran medida, como una bomba con temporizador dentro de la Casa Blanca— dedicaban un tiempo considerable a su propia defensa y a combatir la sensación de una paranoia que no dejaba de crecer, en especial acerca de lo que podrían decir ahora sobre ellos los miembros importantes del personal que ya se habían marchado del ala oeste. Curiosamente, a mediados de octubre, Kushner incorporó a su equipo legal a Charles Harder, el abogado de pleitos por difamación que había defendido tanto a Hulk Hogan en su demanda contra Gawker, el sitio web de cotilleos, como a Melania Trump en su demanda contra el Daily Mail. Quedaba clara la amenaza implícita a los medios y a los críticos: tú sabrás lo que haces si hablas sobre Jared Kushner. Probablemente, también significaba que Donald Trump seguía gestionando la defensa legal de la Casa Blanca a base de reclutar a sus «tipos duros» preferidos de entre sus abogados.
Más allá de las patochadas diarias de Donald Trump, este era el tema que consumía a la Casa Blanca: la investigación que estaba en marcha, dirigida por Robert Mueller. El padre, la hija, el yerno, el padre del yerno, la exposición del resto de la familia, el fiscal, los lacayos tratando de salvar la piel, los miembros del personal a los que Trump había obsequiado con el reverso de la mano… todo ello amenazaba —en opinión de Bannon— con hacer que Shakespeare pareciese el Dr. Seuss.
Todo el mundo estaba esperando a que cayesen las fichas del dominó, y a ver cómo el presidente, en su furia, podría reaccionar y volver a cambiar de tema.
Steve Bannon le estaba contando a la gente que él creía que había un 33,3 por ciento de probabilidades de que la investigación de Mueller condujese a un proceso de destitución del presidente, un 33,3 por ciento de probabilidades de que Trump dimitiese, quizá ante las amenazas del gabinete de actuar con acuerdo a la Vigésima Quinta Enmienda (según la cual, el gabinete puede destituir al presidente llegado el caso de que esté incapacitado), y un 33,3 por ciento de probabilidades de que Trump llegase renqueando al final de su mandato. En cualquier caso, no habría un segundo mandato, sin duda ninguna, ni siquiera un intento de conseguirlo.
—No lo va a conseguir —dijo Bannon en la Embajada de Breitbart—. Se le ha ido.
Con menos locuacidad, Bannon le estaba diciendo otra cosa a la gente: él, Steve Bannon, iba a presentarse a la presidencia de Estados Unidos en el 2020. La locución «Si yo fuera presidente…» se estaba convirtiendo en «Cuando yo sea presidente…».
Tenía de su parte a los principales donantes de Trump en el 2016, afirmaba Bannon: Sheldon Adelson, los Mercer, Bernie Marcus y Peter Thiel. Rápidamente, y como si se hubiera estado preparando para esta jugada durante tiempo, Bannon había abandonado la Casa Blanca y había montado una organización de campaña a base de remanentes. El Bannon que hasta ahora se había quedado detrás de las cámaras se estaba reuniendo de manera metódica con todos los líderes conservadores del país: «Dándolo todo —como él lo expresó— para besarle el culo y rendir homenaje a todos los ancianos». Y estaba participando como orador en una buena lista de eventos conservadores a los que nadie podía faltar.
—¿Por qué está hablando Steve? No sabía que él fuera a hablar —comentó el presidente a sus asesores con desconcierto y una creciente preocupación.
Trump también había quedado eclipsado de otras maneras. Había programado una gran entrevista en septiembre con 60 Minutes, pero se canceló de forma abrupta después de que Charlie Rose entrevistara a Bannon en dicho programa el 11 de septiembre. A los consejeros del presidente les daba la sensación de que Trump no debía situarse en un lugar donde se lo pudiera comparar con Bannon. El recelo entre el personal era que probablemente sufriría con dicha comparación: a todos les preocupaba que sus divagaciones y sus alarmantes repeticiones (repetía las mismas frases con las mismas expresiones con apenas unos minutos de separación) se habían incrementado de manera significativa, y también les preocupaba que su capacidad para estar concentrado, que jamás fue grandiosa, había descendido de forma notable. En su lugar, la entrevista se le ofreció a Sean Hannity… con una revisión previa de las preguntas.
Bannon también se había hecho con el grupo para investigar a la oposición —los mismos investigadores contables con metodología forense que habían juntado las piezas de las perjudiciales revelaciones de Clinton Cash—, y lo estaba centrando en lo que él presentaba como las «élites políticas». Se trataba de una variopinta lista de enemigos que incluía a muchos republicanos y a tantos otros demócratas.
Por encima de todo, Bannon estaba centrado en presentar candidatos para el 2018. Aunque el presidente había amenazado en repetidas ocasiones con apoyar la posibilidad de que los titulares de los escaños del Congreso que fueran sus enemigos tuvieran que aceptar el desafío de otros aspirantes del propio partido en unas primarias, al final sería Bannon quien llevase la batuta de dichas primarias, gracias a la ventaja que había tomado de forma tan agresiva. Era Bannon quien sembraba el terror en el Partido Republicano, no Trump. En efecto, Bannon estaba dispuesto a escoger unos candidatos estrafalarios, cuando no chalados —incluido el antiguo congresista de Staten Island Michael Grimm, que había cumplido condena en una prisión federal—, para demostrar la magnitud, el ingenio y la intimidación de la política al estilo Bannon, igual que había demostrado con Trump. Aunque los republicanos de las elecciones al Congreso en el 2018 se enfrentaban, según los números de Bannon, a una desventaja de quince puntos, Bannon estaba convencido de que, cuanto más extrema pareciese la apuesta de la derecha, más probable era que los demócratas presentasen a unos chiflados de izquierdas menos elegibles aún que los chiflados de derechas. La desestabilización acababa de empezar.
Trump, en opinión de Bannon, era un capítulo, o incluso un rodeo que habían dado en la revolución Trump, que siempre había consistido en los puntos débiles de los dos grandes partidos. La presidencia de Trump —durara lo que durase— había creado el hueco que proporcionaría su oportunidad a los verdaderos outsiders. Trump solo era el comienzo.
De pie en los escalones de Breitbart en aquella mañana de octubre, Bannon sonrió y dijo:
—Esto va a ser una movida que te cagas.