PRÓLOGO

AILES Y BANNON

 

 

 

La velada empezó a las seis y media, pero Steve Bannon —de repente entre los hombres más poderosos del mundo, y cada vez menos atento a las limitaciones temporales— llegaba tarde.

Bannon había prometido acudir a esta pequeña cena organizada por amigos comunes en una casa de Greenwich Village para ver a Roger Ailes, el anterior director de Fox News y la figura más importante en los medios derechistas (y, en algún momento, mentor de Bannon). Al día siguiente, el 4 de enero del 2017 —poco más de dos semanas antes de la investidura de su amigo Donald Trump como el presidente número cuarenta y cinco—, Ailes se dirigiría a Palm Beach, hacia una jubilación forzosa, aunque esperaba que temporal.

Había amenaza de nieve, y durante un rato la cena fue incierta. Ailes, de setenta y seis años y con un largo historial de problemas en la pierna y la cadera, apenas podía caminar, y al ir a Manhattan con su esposa Beth desde su residencia en el Hudson, en el norte del estado, desconfiaba de las calles resbaladizas. Pero estaba ansioso por ver a Bannon. La ayudante de este, Alexandra Preate, no dejaba de enviar mensajes de texto con actualizaciones sobre el avance de Bannon en su salida de la Torre Trump.

Mientras el pequeño grupo esperaba a Bannon, la velada pertenecía a Ailes. Tan desconcertado como casi todos los demás por la victoria de su viejo amigo Donald Trump, Ailes ofreció a los reunidos una especie de miniseminario sobre la aleatoriedad y el absurdo de la política. Antes de poner en marcha Fox News en 1996, durante treinta años Ailes había estado rodeado por los principales agentes políticos del Partido Republicano. Por sorprendido que estuviera por el resultado de la elección, aún podía argumentar la existencia de una línea directa desde Nixon hasta Trump. Simplemente, no estaba seguro, dijo, de que pudiera argumentarla el propio Trump, que en diversos momentos había sido republicano, independiente y demócrata. Aun así, Ailes pensaba que conocía a Trump tan bien como cualquiera, y estaba entusiasmado por ofrecer su ayuda. También lo entusiasmaba volver al juego de los medios de la derecha, y describió con energía algunas de las posibilidades que tenía de reunir los cerca de mil millones que creía que necesitaba para montar una cadena de cable.

Los dos hombres, Ailes y Bannon, se consideraban a sí mismos estudiantes especiales de la historia; los dos eran autodidactas partidarios de las teorías de campo universales. Veían esto en un sentido carismático: los dos tenían una relación personal con la historia, al igual que Donald Trump.

Ahora, sin embargo, Ailes comprendía con reticencia que, al menos por el momento, tenía que pasar la antorcha de la derecha a Bannon. Era una antorcha que ardía con muchas ironías. La Fox News de Ailes, con sus 1.500 millones de dólares de beneficios anuales, había dominado la política republicana durante veinte años. Ahora era la Breitbart News de Bannon la que, con su mero millón y medio de beneficios, reclamaba aquel papel. Durante treinta años, Ailes —hasta hacía poco, la persona más poderosa en la política conservadora— había seguido la corriente y tolerado a Donald Trump, pero al final quienes lo habían elegido habían sido Bannon y Breitbart.

Seis meses antes, cuando la victoria de Trump aún parecía algo fuera del reino de la realidad, a Ailes (acusado de acoso sexual) lo destituyeron de Fox News en una jugada organizada por los hijos liberales del conservador de ochenta y cinco años Rupert Murdoch, el accionista que poseía el control de Fox News y el propietario de medios más poderoso de la época. La caída de Ailes fue una gran causa de alegría entre los liberales: la mayor pesadilla conservadora de la política moderna había caído bajo la nueva norma social. Entonces, apenas tres meses después, Trump, acusado de comportamientos inmensamente más turbios y groseros, fue elegido presidente.

 

 

A Ailes le gustaban muchas cosas de Trump: su talento de vendedor, su actitud de hombre del espectáculo y sus cotilleos. Admiraba el sexto sentido de Trump relativo al mercado público, o, al menos, lo implacable e infatigable de sus intentos por ganárselo. Le gustaba el juego de Trump. Le gustaba el impacto que causaba y su desvergüenza. «Simplemente sigue adelante», se maravilló Ailes ante un amigo después del primer debate con Hillary Clinton. «Golpeas a Donald Trump en la cabeza y sigue adelante. Ni siquiera se da cuenta de que lo han golpeado.»

Pero Ailes estaba convencido de que Trump no tenía creencias políticas ni respaldo. El hecho de que para la Fox se hubiera convertido en el avatar definitivo del hombre corriente enfadado era otra señal de que estábamos viviendo en un mundo al revés. Alguien estaba pagando la broma... y Ailes tenía la sospecha de que era él.

Aun así, Ailes había estado observando a los políticos durante décadas, y en su larga trayectoria había visto prácticamente todos los estilos, rarezas, inventos, apetencias y manías. Los agentes como él mismo —y, ahora, como Bannon— trabajaban con todos ellos. Se trataba de la relación simbiótica y codependiente definitiva. Los políticos eran la cara visible de un trabajo organizativo complejo. Los agentes conocían el juego, y también a muchos candidatos y dirigentes electos. Pero Ailes estaba bastante seguro de que Trump, no. Trump era indisciplinado, no tenía capacidad alguna para seguir un plan. No podía ser parte de ninguna organización, ni era probable que se adhiriese a ningún programa o principio. En opinión de Ailes, era un «rebelde sin causa». Era, simplemente, «Donald», como si no hiciera falta añadir nada más.

A principios de agosto, menos de un mes después de que Ailes fuera expulsado de Fox News, Trump pidió a su viejo amigo que se encargase de la gestión de su desastrosa campaña. Ailes, conocedor de lo poco dado que era Trump a seguir consejos, o siquiera a escucharlos, rechazó la oferta. Una semana después, Bannon se hacía cargo de la tarea.

Después de la victoria de Trump, Ailes parecía combinar el arrepentimiento por no haber aprovechado la oportunidad de dirigir la campaña de su amigo con la incredulidad ante el hecho de que la oferta de Trump hubiera resultado ser la oportunidad definitiva. El ascenso de Trump al poder, según lo veía Ailes, fue el triunfo improbable de muchas cosas que tanto el propio Ailes como la Fox News representaban. Después de todo, Ailes quizá era la persona más responsable de desatar las corrientes de «hombre enfadado» que habían conquistado la victoria de Trump: había ideado un medio de comunicación derechista que estaba encantado con el carácter de este.

Ailes, que era un miembro del círculo cercano de amigos y consejeros a los que Trump llamaba con frecuencia, se descubrió albergando la esperanza de que podría pasar más tiempo con el presidente cuando él y Beth se mudasen a Palm Beach; sabía que Trump planeaba viajar frecuentemente a Mar-a-Lago, siguiendo la carretera desde la nueva casa de Ailes. Aun así, aunque Ailes era muy consciente de que, en política, la victoria lo cambia todo —el ganador es el ganador—, seguía sin poder asimilar el hecho improbable y asombroso de que su amigo Donald Trump fuera ahora el presidente de Estados Unidos.

 

 

A las nueve y media, tres horas tarde, con buena parte de la cena ya consumida, por fin llegó Bannon. Con una chaqueta desaliñada, sus dos camisas distintivas y ropa militar de faena, el hombre de sesenta y tres años, mal afeitado y con sobrepeso se reunió en la mesa con los demás invitados y tomó de inmediato el control de la conversación. Hizo a un lado una copa de vino —«No bebo»— y se lanzó a un discurso vivo, una imperiosa descarga de información sobre el mundo que estaba a punto de asaltar.

—Vamos a inundar la zona de modo que todos los miembros del gabinete pasen en los próximos siete días sus audiencias de confirmación —dijo acerca de sus elecciones para el gabinete de-negocios-y-militar tipo años cincuenta—. Tillerson es dos días, Sessions es dos días, Mattis es dos días...

Bannon pasó bruscamente de hablar de Perro Rabioso Mattis —el general de cuatro estrellas jubilado a quien Trump había propuesto como secretario de Defensa— a una larga diatriba sobre la tortura, el sorprendente liberalismo de los generales y la estupidez de la burocracia civil-militar. Después pasó al nombramiento inminente de Michael Flynn —uno de los generales favoritos de Trump, que había participado en el acto de apertura de muchos de sus mítines— como consejero de Seguridad Nacional.

—Está bien. No es Jim Mattis y no es John Kelly... pero está bien. Tan solo necesita tener el equipo adecuado. —Aun así, Bannon afirmó—: Cuando quitas todos esos tipos «Trump-jamás» que han firmado todas esas cartas, y todos los neocons que nos han metido en todas esas guerras... no queda mucho donde mirar.

Bannon dijo que había intentado proponer a John Bolton, el conocido diplomático halcón, para el puesto de consejero de Seguridad Nacional. Bolton también era uno de los favoritos de Ailes.

—Es un lanzabombas —dijo Ailes—. Y un cabroncete extraño. Pero lo necesitas. ¿Quién, si no, es bueno en Israel? Flynn es un chalado respecto a Irán. Tillerson —el secretario de Estado designado— solo entiende de petróleo.

—El bigote de Bolton es un problema —bufó Bannon—. A Trump no le parece que tenga el aspecto adecuado. Ya sabes que Bolton es un gusto adquirido.

—Bueno, tuvo problemas porque una noche se metió en una pelea en un hotel y persiguió a una mujer.

—Si le digo eso a Trump, le dará el trabajo.

 

 

Bannon fue curiosamente capaz de abrazar la causa de Trump al mismo tiempo que sugería que no se lo tomaba del todo en serio. Había conocido en persona por primera vez al intermitente candidato presidencial en el 2010; en una reunión en la Torre Trump, Bannon le había propuesto a Trump que dedicara medio millón de dólares a respaldar a candidatos de estilo Tea Party como una forma de hacer avanzar sus ambiciones presidenciales. Bannon dejó la reunión suponiendo que Trump jamás soltaría una cantidad así. Simplemente, no era un jugador serio. Entre aquella primera reunión y mediados de agosto del 2016, cuando tomó las riendas de la campaña de Trump, Bannon estaba seguro de que, más allá de unas cuantas entrevistas que le había hecho para su programa de radio en Breitbart, no había dedicado más de diez minutos a conversaciones personales con Trump.

Pero el momento zeitgeist de Bannon había llegado. Por todas partes corría un sentimiento súbito de falta de confianza global. El brexit en el Reino Unido, oleadas de inmigrantes llegando a las indignadas costas de Europa, la enajenación de los trabajadores, el espectro de más derrumbes financieros, Bernie Sanders y su revanchismo liberal; todo estaba volviéndose en contra. Incluso los representantes más dedicados del globalismo parecían vacilar. Bannon creía que una gran cantidad de gente se mostraba súbitamente receptiva a un nuevo mensaje: el mundo necesitaba fronteras, o debía regresar a una época en la que las tenía. Cuando América era grande. Trump se había convertido en la plataforma de ese mensaje.

Cuando tuvo lugar aquella velada de enero, Bannon llevaba inmerso en el mundo de Donald Trump casi cinco meses. Y, aunque había acumulado un voluminoso catálogo de las peculiaridades de Trump y tenía motivos suficientes para estar preocupado por la impredecibilidad de su jefe y de sus puntos de vista, aquello no había menoscabado el atractivo extraordinario y carismático que Trump tenía para la derecha, el Tea Party, la base memética de internet y, ahora, en la victoria, para la oportunidad que le estaba dando a Steve Bannon.

 

 

—Pero ¿él lo entiende? —preguntó Ailes de repente, haciendo una pausa y mirando fijamente a Bannon.

Se refería a si Trump lo entendía. Aquella parecía ser una pregunta sobre la agenda de la derecha: ¿aquel playboy multimillonario entendía de verdad la causa populista de los trabajadores? Aunque posiblemente fuera una pregunta directa sobre la propia naturaleza del poder. ¿Entendía Trump dónde lo había colocado la historia?

Bannon bebió un trago de agua.

—Lo entiende —dijo después de titubear un momento quizá demasiado largo—. O entiende lo que entiende.

Ailes no dejó de mirarlo de reojo, como esperando a que Bannon mostrara alguna carta más.

—De verdad —dijo Bannon—. Está en el programa. Es su programa. —Desviándose del propio Trump, Bannon se zambulló en la agenda—. El primer día trasladaremos la embajada de Estados Unidos a Jerusalén. Netanyahu está a favor. Sheldon —Sheldon Adelson, el multimillonario de los casinos, defensor derechista de Israel y partidario de Trump— está a favor. Sabemos adónde vamos con esto.

—¿Lo sabe Donald? —preguntó un escéptico Ailes.

Bannon sonrió, casi guiñó el ojo, y continuó:

—Dejemos que Jordania se quede con Cisjordania, dejemos que Egipto se quede con Gaza. Dejemos que se arreglen o que se hundan intentándolo. Los saudíes están al límite, los egipcios están al límite, todos aterrorizados por Persia... Yemen, Sinaí, Libia... Esto pinta mal... Por eso Rusia es tan clave... ¿Tan mala es Rusia? Son malos, pero el mundo está lleno de tipos malos.

Bannon dijo aquello con algo parecido a la efervescencia: un hombre reorganizando el mundo.

—Pero es bueno saber que los malos son los malos —dijo Ailes provocándolo—. Donald quizá no lo sepa.

El auténtico enemigo, dijo Bannon con determinación, teniendo cuidado de no defender demasiado a Trump pero tampoco faltarle al respeto, era China. China era el primer frente de una nueva guerra fría. Y en los años de Obama lo habían malinterpretado del todo; lo que pensábamos que entendíamos no lo entendíamos en absoluto. Aquel era el fracaso de la inteligencia estadounidense.

—Creo que Comey es un tipo de tercera. Creo que Brennan es un tipo de segunda —dijo Bannon, desestimando al director del Buró Federal de Investigaciones y al director de la Agencia Central de Inteligencia (FBI y CIA, respectivamente, por sus siglas en inglés)—. La Casa Blanca, ahora mismo, es como la Casa Blanca de Johnson en 1968. Susan Rice —la consejera de Seguridad Nacional de Obama— está dirigiendo la campaña contra el Estado Islámico como consejera de Seguridad. Eligen los objetivos, y ella elige los ataques de dron. Quiero decir, están dirigiendo la guerra con la misma eficacia que Johnson en el sesenta y ocho. El Pentágono está totalmente desconectado de todo el asunto. Los servicios de inteligencia están desconectados de todo el asunto. Los medios han dejado que Obama se salga con la suya. Si quitamos la ideología, esto es todo un asunto de aficionados. No sé lo que hace Obama. Nadie en el Capitolio lo conoce, ningún empresario lo conoce; ¿qué ha conseguido? ¿Qué hace?

—¿Qué opina Donald de esto? —preguntó Ailes, insinuando claramente que Bannon iba mucho más allá que su benefactor.

—Está totalmente de acuerdo.

—¿Concentrado?

—Se lo cree.

—Yo no le daría a Donald demasiadas cosas en las que pensar —dijo Ailes divertido.

Bannon bufó.

—Demasiadas, demasiado pocas... Eso no necesariamente cambia nada.

 

 

—¿En qué se ha metido con los rusos? —presionó Ailes.

—Principalmente —dijo Bannon— fue a Rusia y creyó que iba a reunirse con Putin. Pero a Putin no le importa una mierda. Así que sigue intentándolo.

—Es Donald —dijo Ailes.

—Es magnífico —dijo Bannon, que había empezado a considerar a Trump una especie de maravilla natural sin explicación.

De nuevo, como dejando el tema de Trump a un lado —meramente una gran y peculiar presencia por la que ambos debían estar agradecidos y a la que había que soportar—, Bannon, en el papel que había imaginado para sí mismo, el de autor de la presidencia de Trump, se lanzó:

—China lo es todo. Nada más importa. Si no manejamos bien a China, no manejaremos bien nada. Todo el asunto es muy sencillo. China está donde estaba la Alemania nazi en 1929 y 1930. Los chinos, igual que los alemanes, son la gente más racional del mundo hasta que dejan de serlo. Y ahora van a perder los estribos como Alemania en los años treinta. Vamos a tener un Estado hipernacionalista, y, cuando eso ocurra, no se podrá meter de nuevo al genio dentro de la botella.

—Donald puede no ser Nixon en China —dijo Ailes con expresión neutra, sugiriendo que la idea de que Trump tomara el manto de la transformación mundial era forzar un poco la credulidad. Bannon sonrió.

—Bannon en China —dijo con grandilocuencia notable y, a la vez, con una seca autodesaprobación.

—¿Cómo está el chico? —dijo Ailes, refiriéndose al yerno de treinta y seis años de Trump y consejero político imprescindible, Jared Kushner.

—Es mi socio —dijo Bannon, sugiriendo con el tono que, aunque sintiera algo diferente, seguía decidido a mantener ese mensaje.

—¿De verdad? —dijo un dubitativo Ailes.

—Está en el equipo.

—Ha tenido un montón de almuerzos con Rupert.

—De hecho —dijo Bannon—, podría servirme tu ayuda en esto.

Entonces, Bannon pasó varios minutos intentando reclutar a Ailes para echarle la zancadilla a Murdoch. Ailes, desde que lo expulsaron de la Fox, había mirado a Murdoch cada vez con peores ojos. Ahora, Murdoch estaba presionando con frecuencia al presidente electo y animándolo a que se moderase, una extraña inversión de las siempre extrañas corrientes del conservadurismo estadounidense. Bannon quería que Ailes le sugiriese a Trump —un hombre cuyas numerosas neurosis incluían el horror a la pérdida de memoria y la senilidad— que Murdoch podía estar perdiendo la cabeza.

—Lo llamaré —dijo Ailes—. Pero Trump mataría por Rupert. Igual que por Putin. Les da coba y se caga. Lo que me preocupa es quién tira de la cadena de quién.

El veterano mago derechista de los medios y el joven (aunque no tanto) siguieron conversando para diversión de los demás invitados hasta las doce y media, el anciano intentando discernir a través del nuevo enigma nacional que era Trump —pese a que Ailes diría que, de hecho, el comportamiento de Trump era siempre predecible—, y el joven, aparentemente decidido a no echar a perder su propia cita con el destino.

—Donald Trump lo entiende. Es Trump, pero lo entiende. Trump es Trump —afirmó Bannon.

—Sí, es Trump —dijo Ailes con algo parecido a la incredulidad.