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TORRE TRUMP

 

 

 

El sábado siguiente a las elecciones, Donald Trump recibió en su apartamento tríplex de la Torre Trump a un pequeño grupo de partidarios que acudían a felicitarlo. Incluso sus amigos más cercanos seguían sorprendidos y desconcertados, y la atmósfera de la reunión tenía cierta cualidad onírica. Pero Trump se dedicaba principalmente a mirar el reloj.

Rupert Murdoch, hasta entonces absolutamente seguro de que Trump era un charlatán y un idiota, dijo que él y su nueva esposa, Jerry Hall, harían una visita al presidente electo. Pero Murdoch se retrasaba; se retrasaba mucho. Trump seguía asegurando a sus invitados que Rupert estaba en camino y llegaría pronto. Cuando algunos de los invitados hicieron amago de marcharse, Trump los convenció de que se quedaran un poco más. «Querréis quedaros para ver a Rupert.» (O, como interpretó uno de los visitantes, para ver a Trump con Rupert.)

Murdoch, que en el pasado había socializado a menudo con Jared e Ivanka, acompañado por Wendi, su esposa de entonces, no se había esforzado mucho por ocultar su falta de interés por Trump. El afecto que sentía hacia Kushner creaba una curiosa dinámica de poder entre Trump y su yerno, una que Kushner, con razonable sutileza, hacía jugar a su favor dejando caer a menudo el nombre de Murdoch en las conversaciones con su suegro. Cuando, en el 2015, Ivanka Trump le dijo a Murdoch que su padre iba a presentarse de verdad a presidente, Murdoch descartó directamente la posibilidad.

Pero ahora, el nuevo presidente electo —después del contratiempo más asombroso de la historia de Estados Unidos— estaba en tensión esperando a Murdoch. «Es uno de los grandes», les dijo a sus invitados, poniéndose más nervioso cuanto más esperaba. «De verdad que es uno de los grandes, el último de los grandes. Tenéis que quedaros a verlo.»

Se trataba de una serie de curiosos giros perfectamente combinados, de una simetría irónica. Trump, que quizá no había captado aún la diferencia entre convertirse en presidente y ascender de posición social, estaba intentando con todas sus fuerzas ganarse el favor del antes desdeñoso magnate de los medios. Y Murdoch, al llegar finalmente a la fiesta a la que lamentaba tener que ir en más de un sentido, estaba tan abrumado como cualquiera de los otros, y luchaba por ajustar su punto de vista sobre un hombre que durante más de una generación había sido, en el mejor de los casos, un payaso principesco entre los ricos y famosos.

 

 

Murdoch no era ni de lejos el único multimillonario que había mostrado desdén hacia Trump. En los años anteriores a la elección, Carl Icahn, de cuya amistad hablaba Trump a menudo y a quien había sugerido que nombraría para un alto cargo, ridiculizaba a menudo a su compañero multimillonario (de quien decía que no era multimillonario ni remotamente).

Pocos de los que conocían a Trump tenían ilusiones sobre él. Aquel era casi su atractivo: era lo que era. Un guiño en el ojo, latrocinio en el corazón.

Pero ahora era el presidente electo. Y aquello, en el jiu-jitsu de la realidad, lo cambiaba todo. Así que se podía decir sobre él lo que se quisiera, pero había conseguido aquello. Había sacado la espada de la piedra. Aquello significaba algo. Lo significaba todo.

Los multimillonarios tuvieron que repensar las cosas. Como cualquiera que estuviera en la órbita de Trump. El personal de campaña, que ahora, de repente, se encontraba en posición de atrapar trabajos en el ala oeste —trabajos de los que se hacía carrera y que hacían historia—, tenía que contemplar bajo una nueva luz a aquella persona difícil, incluso ridícula y, había que afrontarlo, escasamente dotada. Lo habían elegido presidente. Así que era, como le gustaba señalar a Kellyanne Conway, presidencial.

Aun así, nadie lo había visto aún mostrarse presidencial; esto es, inclinarse públicamente ante el ritual político y el decoro. O incluso ejercer un mínimo de autocontrol.

Estaban reclutando a otros, y, a pesar de sus impresiones evidentes sobre aquel hombre, aceptaron unirse. Jim Mattis, un general de cuatro estrellas jubilado y uno de los mandos más respetados en las fuerzas armadas estadounidenses; Rex Tillerson, director general de ExxonMobil; Scott Pruitt y Betsy DeVos, leales a Jeb Bush. Todos ellos se estaban concentrando ahora en el hecho singular de que, aunque Trump era una figura extraña —incluso podía llegar a parecer absurda—, había sido elegido presidente.

«Podemos hacer que esto funcione» era lo que estaban diciendo de repente todos los que se encontraban en la órbita de Trump. O, al menos: «Esto, posiblemente, podría funcionar».

De hecho, de cerca, Trump no era el hombre grandilocuente y pendenciero que había agitado a multitudes rabiosas durante la campaña. Tampoco era iracundo ni combativo. Puede que haya sido el candidato presidencial más amenazante y terrorífico y malicioso de la historia moderna, pero en persona parecía casi relajante. Su autosatisfacción extrema se contagiaba. La vida era hermosa. Trump era un optimista, al menos en cuanto a sí mismo. Era encantador y derramaba elogios; se concentraba en uno. Era divertido, incluso parecía no tomarse en serio a sí mismo. Y tenía una energía increíble: «Vamos a hacer esto», sea lo que sea, «vamos a hacerlo». No era un tipo duro. Era «un gran mono de buen corazón», dijo Bannon con un leve tono de elogio.

A Peter Thiel, cofundador de PayPal y miembro del consejo de Facebook —y, la verdad, la única personalidad destacada de Silicon Valley que apoyaba a Trump—, otro multimillonario y antiguo amigo de Trump le había advertido que este, en una explosión de lisonjas, le ofrecería a Thiel su amistad imperecedera. «Todos dicen que eres grande, tú y yo vamos a tener una relación de trabajo maravillosa, para cualquier cosa que quieras, ¡llámame y lo haremos!» A Thiel le avisaron de que no se tomase demasiado en serio la oferta de Trump. Pero Thiel, que había dado un discurso apoyándolo en la Convención Republicana de Cleveland, comentó de vuelta que, incluso estando sobre aviso, estaba absolutamente seguro de que Trump era sincero cuando dijo que serían amigos para toda la vida, solo que, básicamente, nunca recibía noticias de él ni le devolvía las llamadas. Aun así, el poder proporciona sus propias excusas para los despistes sociales. Otros aspectos del carácter de Trump eran más problemáticos.

Casi todos los profesionales que estaban preparados para unírsele se estaban dando cuenta del hecho de que parecía que no sabía nada. Sencillamente, no había ningún tema —aparte de, quizá, la construcción de edificios— del que tuviera algún conocimiento sustancial. Con él, todo se hacía sobre la marcha. Cualquier cosa que supiera parecía haberla aprendido media hora antes, y solo superficialmente y a medias. Pero cada miembro del nuevo equipo de Trump se autoconvencía de lo contrario, porque qué sabían ellos: aquel hombre había sido elegido presidente. Tenía algo que ofrecer, evidentemente. De hecho, mientras que todos en su círculo social de ricos sabían que era enormemente ignorante —Trump, el hombre de negocios, ni siquiera era capaz de leer un estado de cuentas, y el Trump que había hecho campaña presumiendo de su capacidad negociadora era, con su falta de atención a los detalles, un negociador horrible—, aún le encontraban cierto valor instintivo. Aquella era la palabra. Era la fuerza de su personalidad. Podía hacer que uno creyese.

«¿Es Trump una buena persona, una persona inteligente, una persona capaz?», preguntó Sam Nunberg, el ayudante político de Trump durante mucho tiempo. «Ni siquiera lo sé. Pero sé que es una estrella.»

Para intentar explicar las virtudes y el atractivo de Trump, Piers Morgan —el periodista británico y desafortunado presentador de la CNN que había aparecido en The Celebrity Apprentice y había seguido siendo un amigo leal de Trump— dijo que todo estaba en el libro de Trump Trump: el arte de la negociación. Todo lo que lo había convertido en Trump y que definía su inteligencia, su energía y su carisma estaba allí. Si uno quería conocer a Trump, simplemente tenía que leer el libro. Pero Trump no había escrito Trump: el arte de la negociación. El coautor, Tony Schwartz, insistía en que apenas había contribuido y que ni siquiera se lo había leído. Y quizá se tratara justamente de eso, pues Trump no era un escritor, sino un personaje: un protagonista y un héroe.

Siendo un aficionado a la lucha libre que se había convertido en colaborador de World Wrestling Entertainment (y una personalidad que había entrado en el Salón de la Fama de la WWE), Trump, al igual que Hulk Hogan, vivía como un personaje de ficción en la vida real. Para diversión de sus amigos e incomodidad de muchos de los que ahora se preparaban para trabajar para él en los altos niveles del Gobierno federal, Trump hablaba a menudo de sí mismo en tercera persona. Trump hizo esto. El Trumpster hizo aquello. Tan poderoso era su personaje, o su papel, que parecía reticente e incluso incapaz de renunciar a él para ser presidente (o para mostrarse presidencial).

Por difícil que fuera, muchos de los que ahora están a su alrededor intentaron justificar su comportamiento; intentaron encontrar en este una explicación de su éxito, entenderlo como una ventaja, no una limitación. Para Steve Bannon, la única virtud política de Trump era ser un macho alfa, quizá el último de los machos alfa. Un hombre de los años cincuenta, un integrante del Rat Pack, un personaje sacado de Mad Men.

La interpretación de Trump de su propia naturaleza esencial era aún más precisa. Una vez, al volver en su avión con un amigo multimillonario que llevaba con él a una modelo extranjera, Trump, intentando acercarse a la cita de su amigo, los animó a hacer escala en Atlantic City. Les enseñaría su casino. Su amigo le aseguró a la modelo que no había nada por lo que recomendar Atlantic City, que era un lugar plagado de basura blanca.

—¿Qué es «basura blanca»? —preguntó la modelo.

—Gente como yo —dijo Trump—, solo que ellos son pobres.

Buscaba una manera de no ajustarse a las normas, de no ser respetable. Era una especie de receta para ganar de un fuera de la ley; y todo se trataba de ganar, sin importar cómo se hiciese.

O, como sus amigos observarían —teniendo cuidado de que no se los llevara por delante—, se trataba, simplemente, de que no tenía escrúpulos. Era un rebelde, un perturbador; vivía fuera de las reglas y, por tanto, las despreciaba. Un amigo cercano que también era amigo de Bill Clinton los encontraba a ambos inquietantemente parecidos, salvo que Clinton tenía una apariencia respetable y Trump, no.

Una manifestación de esta personalidad de fuera de la ley, tanto para Trump como para Clinton, era su estilo mujeriego (y, de hecho, acosador). Incluso entre los acosadores y mujeriegos de primera clase, ellos parecían estar excepcionalmente libres de dudas y vacilaciones.

A Trump le gustaba decir que una de las cosas que hacían la vida digna de ser vivida era meterse en la cama con las mujeres de sus amigos. Al perseguir a la mujer de un amigo, intentaría convencerla de que su marido quizá no era lo que ella pensaba. Entonces mandaría a su secretaria que llamase al amigo y le dijera que fuera a su despacho; una vez llegado el amigo, Trump se lanzaría a lo que para él eran, más o menos, bromas sexuales constantes. «¿Todavía te acuestas con tu mujer? ¿Con qué frecuencia? ¿No te has acostado con nadie mejor que ella? Háblame de ello. A las tres en punto vienen unas chicas de Los Ángeles. Podemos ir arriba y pasar un buen rato. Te prometo...» Y todo el tiempo tendría a la mujer de su amigo escuchando a través del manos libres.

Por supuesto, antes ha habido otros presidentes, y no solo Clinton, que carecían de escrúpulos. Lo que para muchos de los que conocían a Trump era aún más desconcertante es que se las había arreglado para ganar las elecciones, y que había conseguido aquel éxito definitivo careciendo totalmente de lo que, en un sentido evidente, era el requisito principal de aquel trabajo, lo que los neurocientíficos denominan «función ejecutiva». De algún modo había ganado la carrera hacia la presidencia, pero su cerebro parecía incapaz de realizar lo que serían las tareas esenciales en su nuevo trabajo. No tenía ninguna habilidad para planear y organizar y prestar atención y concentrarse en diversas cosas; nunca había tenido que ajustar su comportamiento a lo que requiriesen los objetivos. En el nivel más básico, sencillamente era incapaz de relacionar causa y efecto.

La acusación de que Trump se confabuló con los rusos para ganar las elecciones, de la que se burló, era, según valoraban algunos de sus amigos, un ejemplo perfecto de su incapacidad para atar cabos. Incluso aunque no hubiera conspirado personalmente con los rusos para amañar el resultado, sus esfuerzos para conseguir el favor de nada menos que Vladímir Putin habían dejado, sin duda, un rastro de palabras y actos preocupantes que probablemente tendrían un coste político enorme.

Poco después de las elecciones, su amigo Ailes le dijo con cierto apremio: «Tienes que arreglar bien lo de Rusia». Incluso estando exiliado de Fox News, Ailes seguía teniendo una red de información fabulosa. Le advirtió a Trump de que tendría que vérselas con material potencialmente dañino. «Te lo tienes que tomar en serio, Donald.»

«Jared se encarga», contestó alegremente Trump. «Todo está arreglado.»

 

 

La Torre Trump, al lado de Tiffany’s y ahora cuartel general de una revolución populista, de repente parecía una nave alienígena —la Estrella de la Muerte— en la Quinta Avenida. Mientras los grandes y los buenos y los ambiciosos, así como manifestantes airados y hoi polloi curiosos, empezaban a abrir una senda hasta la puerta del próximo presidente, se levantaron a toda prisa barricadas semejantes a laberintos para escudarlo.

La Ley de Transición Presidencial preelectoral del 2010 establecía financiación para los nominados a la presidencia para que empezaran el proceso de veto de miles de candidatos a trabajos en la nueva Administración, codificaba normativas que determinarían las primeras acciones de una nueva Casa Blanca y preparaba el traspaso de responsabilidades burocráticas del 20 de enero. Durante la campaña, Chris Christie, el gobernador de Nueva Jersey, la cabeza nominal de la oficina de transición de Trump, había tenido que explicar enérgicamente al candidato que no podía redirigir esos fondos, que la ley le exigía que gastase el dinero y planease la transición, incluso aunque no esperase tener que necesitarla. Trump, frustrado, dijo que no quería oír nada más sobre aquello.

Al día siguiente a las elecciones, los consejeros cercanos de Trump —de repente ansiosos por formar parte de un proceso del que casi todo el mundo había hecho caso omiso— empezaron de inmediato a culpar a Christie por la falta de preparativos para la transición. A toda prisa, un equipo de transición básico se desplazó desde el centro de Washington hasta la Torre Trump.

Esta era, sin duda, una de las sedes más caras jamás ocupada por un equipo de transición (y, ya puestos, por una campaña presidencial). Y aquello era parte del asunto. Enviaba un mensaje estilo Trump: no solo somos de fuera, sino que somos más poderosos que los que estáis dentro. Más ricos. Más famosos. Con mejor sede.

Y, por supuesto, estaba personalizada: su nombre, en grandes letras, estaba en la puerta. En lo alto estaba su apartamento tríplex, mucho más grande que la zona residencial de la Casa Blanca. Allí estaba su despacho privado, el cual había ocupado desde la década de 1980. Y allí estaban los pisos de la campaña y, ahora, de la transición: bien asentados en su órbita, y no en la de Washington y la «ciénaga».[1]

La reacción instintiva de Trump ante su éxito no ya improbable, sino absurdo, fue lo opuesto a la humildad. Se trató, en cierto modo, de pasárselo por la cara a todo el mundo. La gente de Washington, o los aspirantes a serlo, tendrían que acudir a él. La Torre Trump eclipsó inmediatamente a la Casa Blanca. Todos los que acudían a ver al presidente electo estaban admitiendo, o aceptando, el gobierno de un advenedizo. Trump los obligó a pasar por lo que los de su círculo interno llamaban alegremente «el paseo de los perpetradores», delante de la prensa y de observadores variados. Era un acto de obediencia, si no de humillación.

La atmósfera ultraterrestre de la Torre Trump ayudaba a ocultar el hecho de que en las filas del círculo interno de Trump, con la responsabilidad de formar un Gobierno recibida de la noche a la mañana, pocos tenían casi ninguna experiencia relevante. Ninguno tenía historial político. Ninguno tenía historial en la Administración. Ninguno tenía historial legislativo.

La política es un negocio de contactos, de a-quién-conoces. Pero, a diferencia de otros presidentes electos —todos los cuales sufrían invariablemente sus propios defectos de gestión—, Trump no tenía una carrera con contactos políticos y gubernamentales a los que recurrir. Apenas tenía una organización política propia. Durante la mayor parte de los últimos dieciocho meses de campaña, había sido una empresa que se cimentaba en tres personas: su director de campaña, Corey Lewandowski (hasta que fue obligado a marcharse, un mes antes de la Convención Nacional Republicana); su portavoz-asistente-interna, Hope Hicks, de veintiséis años, la primera persona contratada en la campaña; y el propio Trump. Un cuerpo magro y los meros instintos; Trump había descubierto que, con cuanta más gente tenía que tratar, más trabajo costaba dar la vuelta al avión y volver a casa a dormir por la noche.

El equipo profesional —aunque, la verdad sea dicha, no había ningún profesional político entre sus miembros— que se había unido a la campaña en agosto era un último intento de evitar una humillación aplastante. Pero eran personas que habían trabajado con Trump apenas unos meses.

Reince Priebus, mientras se preparaba para pasar de la CNR a la Casa Blanca, notó con preocupación que, muy a menudo, Trump ofrecía trabajos sobre la marcha a personas a las que nunca había visto antes, y en puestos cuya importancia Trump no entendía especialmente.

Ailes, un veterano de las Casas Blancas de Nixon, Reagan y Bush, estaba cada vez más preocupado por la falta de concentración inmediata del presidente electo en la estructura de la Casa Blanca que lo serviría y lo protegería. Intentó meterle en la cabeza a Trump la ferocidad de la oposición que se iba a encontrar.

—Necesitas que tu jefe de gabinete sea un hijo de puta. Y necesitas un hijo de puta que conozca Washington —le dijo Ailes a Trump poco después de las elecciones—. Quieres ser tu propio hijo de puta, pero no conoces Washington. —Ailes tenía una sugerencia—: El portavoz Boehner. [John Boehner había sido el presidente y portavoz de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, hasta que se vio obligado a marcharse tras un golpe del Tea Party, en el 2015.]

—¿Ese quién es? —preguntó Trump.

En el círculo de multimillonarios de Trump, todos, preocupados por el desprecio de este hacia las capacidades de otras personas, intentaron advertirle sobre la importancia de la gente, la gran cantidad de gente, que necesitaría con él en la Casa Blanca; gente que entendiese Washington. «Tu gente es más importante que tus políticas. Tu gente es tu política.»

—Frank Sinatra se equivocaba —dijo David Bossie, uno de los más antiguos consejeros políticos de Trump—. Si puedes salir adelante en Nueva York, eso no significa necesariamente que puedas salir adelante en Washington.

 

 

La naturaleza del papel del moderno jefe de gabinete es el centro de muchos estudios sobre la Casa Blanca. El jefe de gabinete decide tanto como el propio presidente la forma en que funcionarán la Casa Blanca y la rama ejecutiva, que emplea a cuatro millones de personas, incluyendo a los 1,3 millones de los servicios armados.

El puesto ha sido concebido como el de presidente suplente, o de oficial operativo en jefe, o incluso de primer ministro. Han existido jefes de gabinete de gran importancia, como los de Richard Nixon: H. R. Haldeman y Alexander Haig; los de Gerald Ford: Donald Rumsfeld y Dick Cheney; el de Jimmy Carter: Hamilton Jordan; el de Ronald Reagan: James Baker; el de George H. W. Bush: James Baker de nuevo; los de Bill Clinton: Leon Panetta, Erskine Bowles y John Podesta; el de George W. Bush: Andrew Card; y los de Barack Obama: Rahm Emanuel y Bill Daley. Cualquiera que estudie el puesto llegará a la conclusión de que un jefe de gabinete fuerte es mejor que uno débil, y que un jefe de gabinete con historial en Washington y en el Gobierno federal es mejor que alguien llegado de fuera.

Donald Trump era poco o nada consciente de la historia o del pensamiento relativo a este puesto. En vez de eso, lo sustituyó por su propio estilo y su propia experiencia de gestión. Durante décadas había confiado en asistentes, amigos y familiares fieles. Pero, aunque a Trump le gustaba hablar de su empresa como de un imperio, en realidad se trataba de una discreta sociedad de cartera y una empresa doméstica, más ajustada a las peculiaridades de su propietario y a la marca representativa que a cualquier balance de resultados u otros medidores de rendimiento.

Sus hijos, Don Jr. y Eric —a quienes, a espaldas de Trump, los de dentro llamaban Uday y Qusay, como los hijos de Sadam Husein—, se preguntaban si no podría haber algo parecido a dos estructuras paralelas en la Casa Blanca: una dedicada a las visiones a gran escala de su padre, su apariencia personal y su estilo de vendedor, y la otra que se ocupase de los asuntos de la gestión cotidiana. En esta estructura, se veían a sí mismos dedicándose a las tareas diarias.

Una de las primeras ideas de Trump había sido reclutar a su amigo Tom Barrack —parte de su camarilla de magnates inmobiliarios, que incluía a Steven Roth y a Richard LeFrak— y nombrarlo jefe de gabinete.

Barrack, nieto de inmigrantes libaneses, era un deslumbrante inversor en propiedades inmobiliarias legendariamente astuto que poseía el antiguo paraíso de rarezas de Michael Jackson, el Rancho Neverland. Con Jeffrey Epstein —el financiero de Nueva York que se había convertido en un habitual de la prensa amarilla tras las acusaciones de sexo con menores y una declaración de culpabilidad ante un cargo de usuario de prostitución que lo había mandado trece meses a la cárcel de Palm Beach en el 2008—, Trump y Barrack formaban una especie de trío de mosqueteros de la vida nocturna en las décadas de 1980 y 1990.

Fundador y director general de la empresa de capital privado Colony Capital, Barrack se hizo multimillonario invirtiendo en endeudamientos inmobiliarios en todo el mundo, lo que incluía haber echado una mano a su amigo Donald Trump. Más recientemente, había ayudado también al yerno de su amigo, Jared Kushner.

Había observado con diversión la excéntrica campaña presidencial de Trump, y había negociado el reemplazo de Corey Lewandowski por Paul Manafort después de que Lewandowski perdiera el favor de Kushner. Entonces, tan desconcertado como cualquiera por los continuos éxitos de la campaña, Barrack presentó al futuro presidente en términos cálidos y personales ante la Convención Nacional Republicana de julio (algo que chocaba con su tono sombrío y beligerante).

Para Trump, que su amigo Tom —un genio organizativo perfectamente consciente de la falta de interés de su amigo por la gestión cotidiana— se apuntara a dirigir la Casa Blanca era la fantasía perfecta. Era la solución instantánea y conveniente de Trump a la circunstancia imprevista de ser presidente de improviso: trabajar con su mentor, confidente, inversor y amigo, alguien a quien los que los conocían describían como «uno de los que mejor manejan a Trump». En el círculo de Trump llamaban a esto «el plan de los dos amigos». (Epstein, que seguía estando cercano a Barrack, había sido eliminado de la biografía de Trump.)

Barrack, que estaba entre las pocas personas cuyas habilidades no cuestionaba Trump, podría, desde el punto de vista optimista de este, hacer que las cosas funcionaran con suavidad y permitieran a Trump ser Trump. Por parte de Trump, se trataba de un detalle de autoconsciencia poco habitual: Donald Trump podía no saber lo que no sabía, pero sabía que Tom Barrack sí sabía. Se encargaría de llevar el negocio mientras Trump vendía el producto: hacer América grande de nuevo («Make America Great Again», #MAGA).

Para Barrack, igual que para cualquiera de los que rodeaban a Trump, el resultado de las elecciones era una especie de circunstancia increíble, al estilo de ganar la lotería: tu implausible amigo se convertía en presidente. Pero Barrack, después de incontables peticiones y llamadas telefónicas de Trump presionándolo, finalmente decepcionó a su amigo; le dijo: «Soy, simplemente, demasiado rico». Nunca habría sido capaz de separar sus empresas y sus intereses —incluyendo grandes inversiones en Oriente Medio— de forma que pudiera contentar a los vigilantes de la ética. A Trump no le preocupaban —o estaba en negación— sus propios conflictos de intereses, pero Barrack no veía más que problemas y que le costaría caro. Además, Barrack, en su cuarto matrimonio, no tenía interés por dejar que su propia vida alborotada —a menudo al lado de Trump, a lo largo de los años— cayera bajo el foco público.

 

 

La segunda opción de Trump era su yerno. Durante la campaña, tras meses de agitación y extravagancias (si no para Trump, sí para muchos otros, incluida su familia), Kushner se había metido en el proyecto y se había convertido en su eficaz asistente, rondando cerca, hablando solo cuando le hablaban, pero ofreciendo siempre una visión tranquila y halagadora. Corey Lewandowski llamaba a Jared «el mayordomo». Trump había llegado a creer que su yerno, en parte debido a que parecía saber cómo apartarse de su camino, era especialmente sagaz.

Desafiando a la ley y al tono, y a las miradas incrédulas de todos, el presidente parecía tener la intención de rodearse de su familia en la Casa Blanca. Los Trump, todos ellos —excepto su esposa, que de manera desconcertante se había quedado en Nueva York—, se habían mudado allí, todos dispuestos a asumir responsabilidades similares a las de su estatus en la organización de Trump, sin que aparentemente nadie los aconsejase en contra.

Finalmente, fue Ann Coulter, diva de la derecha y partidaria de Trump, la que se llevó aparte al presidente electo y le dijo: «Al parecer nadie te lo ha dicho. Pero no puedes. Simplemente, no puedes contratar a tus hijos».

Trump siguió insistiendo en que tenía todo el derecho a usar la ayuda de su familia, al mismo tiempo que pedía que lo comprendieran. Esto es la familia, dijo. «Es un poquito, un poquito complicado.» Los miembros de su personal se daban cuenta no solo de los conflictos y los problemas legales que conllevaría que el yerno de Trump dirigiera la Casa Blanca, sino que aquello se convertiría, más aún de lo que ya era, en «la familia primero» para Trump. Después de muchas presiones, al menos aceptó no nombrar jefe de gabinete a su yerno (o no oficialmente, como mínimo).

 

 

Si no eran Barrack ni Kushner, Trump pensó que el trabajo debería ir entonces al gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, que junto con Rudy Giuliani completaba la suma total de su círculo de amigos con experiencia política real.

Christie, como la mayoría de los aliados de Trump, ganaba o perdía su favor intermitentemente. En las últimas semanas de la campaña, Trump midió despectivamente la distancia cada vez mayor entre Christie y su empresa perdedora, y después, con la victoria, su interés por volver a unirse.

Trump y Christie se conocían desde la época en que Trump estaba intentando —aunque fracasando— convertirse en un magnate del juego en Atlantic City. En el magnate del juego de Atlantic City. (Trump siempre se había mostrado competitivo, a la vez que admiraba al magnate del juego de Las Vegas Steve Wynn, a quien nombraría responsable de finanzas de la CNR.) Trump había respaldado a Christie cuando este ascendía en la política de Nueva Jersey. Admiraba su forma directa de hablar, y, durante un tiempo, mientras Christie anticipaba su propia carrera presidencial en el 2012 y el 2013 —y mientras Trump buscaba un nuevo capítulo para sí mismo tras la desaparición de The Apprentice, su franquicia de telerrealidad—, Trump llegó a preguntarse si este lo podría considerar un posible vicepresidente.

Al principio de la campaña, Trump dijo que no se habría enfrentado a él de no haber sido por el escándalo Bridgegate (que saltó cuando los socios de Christie cerraron carriles de tráfico en el puente George Washington para perjudicar al alcalde de una ciudad cercana que era rival de Christie, y que Trump justificó en privado como «solo son cosas de Nueva Jersey»). Cuando Christie abandonó la carrera en febrero del 2016 y se sumó a la campaña de Trump, soportó un torrente de burlas por apoyar a su amigo, de quien creía que le había prometido vía libre al puesto de vicepresidente.

Le había dolido mucho a Trump no poder dárselo. Pero si la clase dirigente republicana no quería a Trump, a Christie lo querían casi igual de poco. Así que Christie consiguió el trabajo de dirigir la transición, y la promesa implícita de algún puesto central: fiscal general o jefe de gabinete.

Pero cuando había sido fiscal en Nueva Jersey, Christie había mandado a la cárcel a Charles Kushner, el padre de Jared, en el 2005. Charles Kushner, perseguido por los federales por hacer trampas en la declaración de impuestos, organizó un montaje con una prostituta para chantajear a su cuñado, que iba a declarar en su contra.

Muchos de los relatos sobre esto, la mayoría narrados por el propio Christie, convertían a Jared en la mano vengadora de la carrera abortada de Christie en la Administración de Trump. Era el tipo de historia de venganza perfecta: el hijo del hombre inocente (o, en este caso —hay pocas dudas al respecto—, del hombre declarado culpable) usa su poder contra el hombre que perjudicó a su familia. Pero otros relatos ofrecen una historia más sutil y de algún modo más oscura. Jared Kushner, como los yernos en todas partes, andaba con pies de plomo alrededor de su suegro, desplazando el menor volumen de aire posible: el masivo y dominante hombre mayor; el delgado y flexible joven. En la historia revisada de la muerte de Chris Christie, no es el deferente Jared el que golpea, sino —en cierto sentido, de manera más satisfactoria para la fantasía de venganza— el propio Charlie Kushner el que exige con dureza lo que se le debe. Fue su nuera, que tenía influencia real en el círculo de Trump, quien asestó el golpe. Ivanka le dijo a su padre que el nombramiento de Christie como jefe de gabinete o en cualquier otra posición elevada crearía una situación extremadamente difícil para ella y para su familia, y que sería mejor que Christie desapareciera por completo de la órbita de Trump.

 

 

Bannon era el peso pesado de la organización. Trump, que parecía sorprendido por el discurso de este —una mezcla de insultos, palabrería histórica, perspectivas de los medios, comentarios derechistas y tópicos motivacionales—, empezó a proponer a Bannon como jefe de gabinete a su círculo de multimillonarios, solo para ver aquella idea ridiculizada y censurada. Pero Trump consiguió poner a mucha gente a favor, de todas formas.

En las semanas previas a las elecciones, Trump había etiquetado a Bannon de adulador, por su certeza de que ganaría. Pero ahora había empezado a considerarlo como alguien con algo parecido a poderes místicos. Y, de hecho, Bannon, sin ninguna experiencia política previa, era el único miembro del círculo de Trump capaz de ofrecer una visión coherente del populismo trumpista.

Las fuerzas en contra de Bannon —que incluían a prácticamente todos los republicanos que no eran del Tea Party— se apresuraron a reaccionar. Murdoch, cada vez más némesis de Bannon, le dijo a Trump que este sería una elección peligrosa. Joe Scarborough, antiguo congresista y copresentador del programa de la MSNBC Morning Joe, uno de los programas favoritos de Trump, le dijo en privado: «Washington estallará en llamas» (haciendo referencia a la posibilidad de que Bannon se convirtiera en jefe de gabinete), y empezó a denigrar públicamente a Bannon en su programa, lo que, a partir de ahí, pasaría a ser una práctica recurrente.

De hecho, Bannon presentaba problemas aun mayores que su política: era profundamente desorganizado, centraba su atención en cualquier cosa que atrajera su mente obtusa y descartaba todo lo demás. ¿Podría ser quizá el peor gestor que hubiera existido? Podría. Parecía incapaz de devolver una llamada telefónica. Respondía a los correos electrónicos con una sola palabra; en parte porque era paranoico respecto al e-mail, pero más aún por su afición a ser controladoramente críptico. Mantenía en alerta constante a acompañantes y asistentes. La verdad es que no se podía concertar una cita con Bannon: había que limitarse a presentarse allí. Y, de algún modo, su propia lugarteniente clave, Alexandra Preate, una recaudadora de fondos y encargada de relaciones públicas conservadora, era tan desorganizada como él. Después de tres matrimonios, Bannon llevaba una vida de soltero en el Capitolio, en una casa adosada conocida como la Embajada Breitbart que, además, hacía las veces de oficina de Breitbart; la vida de un partido desorganizado. Ninguna persona cuerda contrataría a Bannon para un trabajo que incluía hacer que los trenes salieran con puntualidad.

 

 

Por tanto, Reince Priebus.

Para el Capitolio, era el único jefe razonable entre los aspirantes, y no tardó en convertirse en sujeto de una intensa presión por parte del portavoz de la Cámara, Paul Ryan, y del líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell. Si tenían que tratar con el extraterrestre que era Donald Trump, sería mejor que lo hicieran con la ayuda de alguien como ellos.

Priebus, de cuarenta y cinco años, no era ni un político ni un especialista en asuntos políticos ni un estratega. Era un trabajador de la maquinaria política, una de las profesiones más antiguas. Un recaudador de fondos.

Chico de clase trabajadora originario de Nueva Jersey y que luego había pasado por Wisconsin, a los treinta y dos realizó su primera y última campaña para conseguir un cargo electo: un intento fallido de entrar en el Senado estatal de Wisconsin. Se convirtió en el presidente del partido estatal y luego en el consejero general del Comité Nacional Republicano. En el 2011 ascendió a la presidencia del CNR. El crédito político de Priebus nació de haber aplacado al Tea Party en Wisconsin y de su asociación con el gobernador de Wisconsin Scott Walker, una estrella ascendente en el cielo republicano (y brevemente —muy brevemente—, el candidato del 2016).

Con una parte importante del Partido Republicano oponiéndose inquebrantablemente a Trump, y con la creencia casi universal de que Trump sufriría una derrota ignominiosa y arrastraría al partido con él, Priebus quedó bajo una presión inmensa, cuando Trump ganó la nominación, para que desviara recursos e incluso para que abandonara por completo la campaña de este.

El propio Priebus estaba convencido de que Trump no tenía esperanza; sin embargo, cubrió sus apuestas. El hecho de que no abandonase a Trump por completo se convirtió en un posible margen de victoria, e hizo de Priebus algo así como un héroe (del mismo modo, según la versión de Kellyanne Conway, si hubieran perdido habría sido una diana razonable). Se convirtió en la opción por defecto para jefe de gabinete.

Aun así, su entrada en el círculo interno de Trump le provocó a Priebus cierta dosis de incertidumbre y perplejidad. Salió de su primera reunión larga con Trump pensando que había sido una experiencia rara y desconcertante. Trump hablaba sin parar y se repetía todo el tiempo.

«Así es la cosa», le dijo a Priebus un asociado cercano de Trump. «En una reunión de una hora con él, vas a escuchar cincuenta minutos de historias, y van a ser las mismas historias una y otra vez. Así que tendrás que plantear un asunto y tendrás que repetirlo siempre que puedas.»

El nombramiento de Priebus como jefe de gabinete, que se anunció a mediados de noviembre, también colocó a Bannon en una posición equivalente. Trump volvía a seguir su inclinación natural a no dejar que nadie tuviera poder auténtico. Priebus, incluso a cargo del puesto principal, sería una especie de figura débil, al estilo tradicional de la mayoría de los lugartenientes de Trump a lo largo de los años. Aquella elección también les pareció bien a los otros aspirantes. Tom Barrack podía esquivar a Priebus sin problemas y seguir hablando directamente con Trump. La posición de Jared Kushner como yerno y, en breve, ayudante principal no tendría obstáculos. Y Steve Bannon, que rendía cuentas directamente a Trump, siguió siendo la voz indisputada del trumpismo en la Casa Blanca.

En otras palabras: habría un jefe de gabinete nominal —el que no era importante— y varios más, más importantes, que ejercerían el papel en la práctica, lo que garantizaría a la vez el caos y la independencia incontestada de Trump.

Jim Baker, jefe de gabinete con Ronald Reagan y con George H. W. Bush y el modelo para casi todos de cómo se debía gestionar la Casa Blanca, aconsejó a Priebus que no aceptase el cargo.

 

 

La transformación de Trump de candidato de chiste a encantador de una base demográfica desafecta, a nominado risible y a presidente electo instalado en el material de la época no le inspiró ningún sentido más amplio de reflexión sobria. Después de la sorpresa inicial, pareció reescribirse de inmediato a sí mismo como el presidente inevitable.

Un ejemplo de ese revisionismo, y de la nueva talla que parecía asumir como presidente, tuvo que ver con el momento más bajo de la campaña: la grabación de Billy Bush.

Su explicación en una conversación extraoficial con un presentador de cable amistoso fue que «en realidad no era yo».

El presentador admitió que era injusto que lo caracterizaran por un único suceso.

—No —insistió Trump—: no era yo. Gente que sabe de esto me ha dicho que es muy fácil alterar estas cosas y poner voces de gente completamente distinta.

Era el ganador, y ahora esperaba ser objeto de reverencia, fascinación y favor. Esperaba que esto fuese una situación binaria: un medio hostil se convertiría en un partidario entusiasta.

Y ahí estaba, el ganador al que los medios habían tratado con horror y agresividad, unos medios que en el pasado, de forma protocolaria y obvia, se podía confiar en que mostrasen una deferencia desmesurada hacia un nuevo presidente sin importar quién fuese. (El hecho de que Trump hubiera sacado tres millones de votos menos que Clinton seguía siendo un detalle irritante que era mejor no tocar.) Le resultaba casi incomprensible que la misma gente —esto es, los medios— que lo habían criticado violentamente por decir que podía luchar por la elección estuvieran diciendo ahora que era ilegítimo.

Trump no era un político capaz de procesar la existencia de facciones de apoyo y de oprobio; era un vendedor que necesitaba cerrar una venta.

—Gané. Soy el ganador, no el perdedor —repetía incrédulamente, como un mantra.

Bannon describió a Trump como una máquina simple. El interruptor de «encendido» estaba lleno de halagos; el de «apagado», de calumnias. Los halagos eran continuos, serviles, en forma de superlativos y totalmente desconectados de la realidad: tal y cual era lo mejor, lo más increíble, el non plus ultra, lo eterno. Las calumnias eran furiosas, amargas, resentidas, como un portazo con una puerta de hierro.

Esa era la naturaleza del estilo de venta particular de Trump. Su creencia estratégica de que no había motivo para no derramar un bombo excesivo en un posible cliente. Pero si el cliente se descartaba como comprador, tampoco había razón para no echarle encima desprecio y demandas. Después de todo, si no respondía a las alabanzas, bien podía responder al acoso. Bannon tenía la impresión —quizá con un exceso de confianza— de que el interruptor de Trump se podía activar y desactivar fácilmente.

Sobre el escenario de una guerra mortal de voluntades —con los medios, con los demócratas, con el pantano— que Bannon lo animaba a luchar, a Trump también se lo podía cortejar. En cierto sentido, lo único que quería era que lo cortejasen.

Jeff Bezos, director de Amazon y propietario del Washington Post, que se había convertido en una de las muchas bestias negras de Trump en el mundo mediático, a pesar de todo se tomó la molestia de contactar no solo con el presidente electo, sino también con su hija Ivanka. Durante la campaña, Trump dijo que Amazon se estaba librando de «una evasión de impuestos criminal», y que, si ganaba, «oh, vaya si tendrán problemas». Ahora, de repente, Trump estaba alabando a Bezos como «un genio del máximo nivel». Elon Musk, en la Torre Trump, tanteó a Trump en la nueva Administración para que se uniera a él en la carrera hacia Marte, y Trump se lanzó con entusiasmo. Stephen Schwarzman, el director del Grupo Blackstone —y amigo de Kushner— se ofreció a organizar un consejo de negocios para Trump, lo cual este aceptó. Anna Wintour, editora de Vogue y reina de la industria de la moda, había tenido la esperanza de que Obama la nombrase embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido, y, cuando aquello no ocurrió, se alineó estrechamente con Hillary Clinton. Ahora acudía a la Torre Trump (aunque se negó con arrogancia a recorrer el paseo de los perpetradores), y con cierto descaro notable se propuso ante Trump para ser su embajadora en Corte de St. James, y Trump se inclinó a considerar la idea. («Por suerte», dijo Bannon, «no hubo química entre ellos».)

El 14 de diciembre, una delegación de alto nivel de Silicon Valley acudió a la Torre Trump para reunirse con el presidente electo, aunque Trump había criticado repetidamente a la industria tecnológica durante la campaña. Después, aquella tarde, Trump telefoneó a Rupert Murdoch, que le preguntó cómo había ido la reunión.

—Oh, de maravilla, sencillamente de maravilla —dijo Trump—. Muy muy bien. Esos tipos necesitan de verdad mi ayuda. Obama no los favorecía mucho, demasiadas normativas. Esta es realmente mi oportunidad para ayudarlos.

—Donald —dijo Murdoch—, durante ocho años, esos tipos han tenido a Obama en el bolsillo. Prácticamente dirigían la Administración. No necesitan tu ayuda.

—Pero mira ese asunto de la visa H-1B. Realmente necesitan esas visas H-1B.

Murdoch sugirió que adoptar un enfoque liberal hacia las visas H-1B sería difícil de compatibilizar con sus promesas sobre la inmigración. Pero a Trump no pareció preocuparle.

—Ya pensaremos algo —le aseguró a Murdoch.

—Jodido idiota —dijo Murdoch al colgar el teléfono, encogiéndose de hombros.

 

 

Diez días antes de la investidura de Trump como presidente número cuarenta y cinco, un grupo de jóvenes miembros de su personal —los hombres con los trajes y corbatas normativos de Trump, las mujeres con las botas altas, faldas cortas y melena hasta los hombros que él prefería—, en las oficinas de la transición, veían en un portátil conectado a la emisión al presidente Barack Obama pronunciando su discurso de despedida.

—El señor Trump ha dicho que nunca ha escuchado un discurso entero de Obama —dijo con seriedad uno de los jóvenes.

—Son tan aburridos —dijo otro.

Mientras Obama se despedía, al otro lado de la sala se preparaba la primera conferencia de prensa de Trump desde las elecciones, que tendría lugar al día siguiente. El plan era realizar un esfuerzo importante para mostrar que los posibles conflictos de intereses con los negocios del presidente se tratarían de una manera formal y considerada.

Hasta aquel momento, el punto de vista de Trump era que lo habían elegido precisamente a causa de esos conflictos —su inteligencia para los negocios, sus conexiones, su experiencia y su marca—, no a pesar de ellos, y que era escandaloso que alguien pensara que pudiera desentenderse incluso aunque quisiera. De hecho, para los periodistas y para cualquiera que quisiera escuchar, Kellyanne Conway ofreció, de parte de Trump, una defensa lastimera sobre cuánto se había sacrificado ya.

Después de avivar las llamas de su intención de pasar por alto las reglas relativas a los conflictos de intereses, ahora, de forma un tanto teatral, adoptaría un enfoque generoso. De pie en el vestíbulo de la Torre Trump, al lado de una mesa llena hasta los topes de carpetas y documentos legales, describiría los enormes esfuerzos que había realizado para hacer lo imposible y cómo, por tanto, podría centrarse exclusivamente en los asuntos de la nación.

Pero, de repente, aquello pareció no ser lo importante.

Fusion GPS, una empresa de investigación de la oposición (fundada por antiguos periodistas, proporcionaba información a clientes privados), había sido conservada por intereses del Partido Demócrata. Fusion había contratado en junio del 2016 a Christopher Steele, un antiguo espía británico, para que ayudara a investigar las constantes jactancias de Trump sobre su relación con Vladímir Putin y la naturaleza de las relaciones de Trump con el Kremlin. Usando informes de fuentes rusas, muchas de ellas conectadas con la inteligencia rusa, Steele preparó un informe demoledor —apodado «el dosier»— que sugería que Donald Trump había sido chantajeado por el Gobierno de Putin. En septiembre, Steele informó sobre ello a periodistas del New York Times, el Washington Post, Yahoo! News, el New Yorker y la CNN. Todos se negaron a usar aquella información sin verificar y de procedencia poco clara, especialmente teniendo en cuenta que era poco probable que Trump ganara las elecciones.

Pero el día anterior a la conferencia de prensa programada, la CNN dejó escapar algunos detalles del dosier de Steele. Casi inmediatamente después, BuzzFeed publicó el informe completo, una bacanal desglosada de comportamientos inaceptables.

Al borde del ascenso de Trump a la presidencia, los medios, con su voz singular sobre los asuntos de Trump, planteaban una conspiración de proporciones inmensas. La teoría, presentada como algo apenas probable, era que los rusos habían sobornado a Donald Trump durante un viaje a Moscú con un tosco montaje de chantaje que involucraba a prostitutas y grabaciones de actos sexuales que llegaban a nuevos extremos de depravación (incluyendo lluvias doradas). La conclusión implícita era que un Trump comprometido había conspirado con los rusos para robar las elecciones e instalarse en la Casa Blanca como marioneta de Putin.

Si aquello era cierto, el país se encontraba ante uno de los momentos más extraordinarios de la historia de la democracia, las relaciones internacionales y el periodismo.

Si no era cierto —y era difícil imaginar que pudiera existir una posición intermedia—, la publicación de esa teoría parecería apoyar la idea de Trump (y la de Bannon) de que los medios, también en un desarrollo espectacular en la historia de la democracia, estaban tan cegados por el aborrecimiento y la repulsión, tanto ideológica como personalmente, hacia el líder elegido democráticamente que harían todo lo que estuviera en su mano para derribarlo. Mark Hemingway, en el conservador pero anti-Trump Weekly Standard, trataba la nueva paradoja de dos narradores poco fiables que dominaban la vida estadounidense: el presidente electo hablaba con poca información y a menudo sin base alguna, mientras que «el marco que los medios han decidido abrazar es que todo lo que hace este hombre es, por defecto, o inconstitucional o un abuso de poder».

En la tarde del 11 de enero, aquellas dos percepciones opuestas se enfrentaban en el vestíbulo de la Torre Trump: el anticristo político, una figura de escándalo bufonesco, en el bolsillo del adversario histórico de Estados Unidos, contra los medios con aspiraciones a masa revolucionaria, ebrios de su propia virtud, certidumbre y teorías de conspiración. Cada parte presentaba para la otra una visión de la realidad «falsa» y totalmente desacreditada.

Si este diseño de personaje parece sacado de las historietas cómicas, así es exactamente cómo se desarrolló la conferencia de prensa.

Primero, Trump se autoalabó:

—Seré al mayor creador de empleos que Dios haya creado jamás...

Referencias a los temas que tenía ante él:

—Los veteranos con un poco de cáncer no pueden ver a un médico hasta que están terminales...

Luego, la incredulidad:

—Estuve en Rusia hace años en el concurso de Miss Universo, estuvo muy bien, les dije a todos que tuvieran cuidado, porque uno no quiere verse en televisión, y había cámaras por todas partes. Y, de nuevo, no solo en Rusia, sino en todas partes. Así que, ¿alguien se cree realmente esa historia? Soy bastante germanófobo, por cierto. Creedme.

Luego, la negación:

—No tengo tratos con Rusia, no tengo ningún trato que pueda tener lugar en Rusia porque nos hemos mantenido fuera, y no tengo préstamos con Rusia. Tengo que decir una cosa... A lo largo del fin de semana me han ofrecido dos mil millones de dólares en un negocio en Dubái, y lo he rechazado. No tenía por qué rechazarlo, pues, como ya sabéis, no tengo ningún conflicto de intereses como presidente. No sabía de esto hasta hace tres meses, pero es una cosa buena. Pero no quería aprovecharme de algo. No tengo conflictos de intereses en lo relativo a mi presidencia. De hecho, puedo dirigir mis negocios, y dirigir mis negocios y dirigir el Gobierno al mismo tiempo. No me gusta cómo se ve eso, pero sería capaz de hacerlo si quisiera. Puedo dirigir la organización Trump, una gran, gran empresa, y puedo dirigir el país, pero no quiero hacer eso.

Entonces, el ataque directo a la CNN, su némesis:

—Su organización es terrible. Su organización es terrible... Silencio... Silencio… No sean groseros... No sean... No, no voy a permitirles una pregunta... No voy a permitirles una pregunta... Son noticias falsas...

Y, en resumen:

—En primer lugar, ese informe jamás habría tenido que ser impreso porque no vale el papel en que se ha impreso. Les diré que nunca debía haber ocurrido. China ha hackeado veintidós millones de cuentas. Eso es porque no tenemos defensa, porque nos dirige gente que no sabe lo que está haciendo. Rusia respetará mucho más a nuestro país cuando yo esté a cargo. Y no solo Rusia; China, que se ha aprovechado totalmente de nosotros. Rusia, China, Japón, México, todos los países nos respetarán más, mucho más de lo que lo han hecho en Administraciones anteriores...

No solo el presidente electo llevaba en la manga esa larga lista de agravios, sino que quedaba claro que el hecho de haber sido elegido presidente no cambiaría su exhibición sin filtros, aparentemente incontrolable y verborreica, de daños, resentimiento e ira.

—Creo que ha hecho un trabajo excelente —dijo Kellyanne Conway después de la conferencia de prensa—. Pero los medios no dirán eso. Nunca lo dicen.