El ejército mercenario de Cares, cogido por sorpresa al amanecer, fue exterminado por las tropas de asalto de Filipo y sus supervivientes dispersados por la caballería. El rey, antes de marchar sobre Ánfisa, volvió atrás, tal como había dicho, y aisló los puertos de montaña en manos de los atenienses y tebanos, a los que no les quedó más remedio que emprender la retirada.
Alejandro fue advertido tres días después de que su padre estaba tomando posición en la llanura de Queronea a la cabeza de veinticinco mil infantes y cinco mil jinetes y que debía reunirse con él lo antes posible. Dejó a los siervos la tarea de recoger el campamento y ocuparse de la impedimenta y mandó dar la señal de partida antes del amanecer. Quería salir con la fresca y a paso de andadura para no cansar a los caballos.
Pasó revista a La Punta a la luz de las antorchas, montando a Bucéfalo, y sus compañeros que estaban al mando de cada una de las secciones alzaron la lanza en señal de saludo. Iban armados hasta los dientes y estaban listos para partir, pero saltaba a la vista que más de uno no había conseguido pegar ojo. Aquélla era su primera jornada en el campo de batalla.
—¡Recordad, hombres! —les arengó—. ¡La falange es el yunque, la caballería el martillo y La Punta... la cabeza del martillo! —Luego empujó a Bucéfalo hacia Tolomeo, que mandaba la primera sección de la derecha, y le anunció el santo y seña: Phobos kái Deimos.
—Los caballos del dios de la guerra —repitió Tolomeo—. Imposible encontrar un santo y seña más apropiado.
Y se lo comunicó al primer jinete de su derecha para que lo hiciese correr entre las filas.
Alejandro hizo una seña al corneta que tocó a partida y el escuadrón echó a andar. Él el primero, Hefestión detrás y luego todos los demás. La sección de Tolomeo cerraba la retaguardia.
Vadearon el Krisos antes del amanecer y al rayar el día vieron centellear en la llanura las puntas de las sarisas del ejército macedonio, como aristas en un campo de trigo.
Cuando reparó en ellos, Filipo espoleó a su caballo de batalla y fue a reunirse con su hijo.
—¡Salve, hijo mío! —Le dio una palmada en la espalda—. Todo marcha tal como lo había previsto. Y ahí los tienes esperándonos. Coloca a tus hombres en el ala izquierda y luego ven a reunirte conmigo. Estoy poniendo a punto el plan de batalla con Parmenio y El Negro y sólo haces falta tú para completarlo. Has llegado muy oportunamente. ¿Cómo te encuentras?
—Salve, padre. Me encuentro estupendamente y vendré dentro de un momento.
Alcanzó a su escuadrón y lo hizo alinearse a la izquierda. Hefestión extendió la mano hacia la colina y exclamó:
—¡Oh, por los dioses del cielo, mira! Tu padre nos ha hecho tomar posición contra el Batallón Sagrado de los tebanos: ¿lo ves? Son esos de ahí con las túnicas y los mantos de color rojo sangre. Son duros, Alejandro, nadie les ha derrotado jamás.
—Ya les veo, Hefestión. Nosotros les venceremos. Coloca a los hombres en tres filas. Atacaremos a oleadas.
—¡Gran Zeus! —exclamó Seleuco—. ¿Sabéis por qué lo llaman el Batallón Sagrado? Porque cada uno de ellos está unido a su compañero mediante juramento: de no abandonarlo hasta la muerte si fuera preciso.
—Así es —confirmó Pérdicas—. Y dicen también que son todos amantes unos de otros, de modo que están unidos también por un vínculo más fuerte.
—Eso no les va a proteger de nuestros golpes —dijo Alejandro—. No te muevas de aquí hasta que yo vuelva.
Espoleó al caballo para alcanzar a Filipo, Parmenio y El Negro que se habían retirado a una modesta altura desde donde se podía tener una vista general del campo de batalla. Enfrente de ellos, a la izquierda, se veía la acrópolis de Queronea con sus templos.
En el centro y a la izquierda, en una línea de colinas que dominaban la llanura, estaban alineados primero los atenienses y a continuación los tebanos. Sus escudos refulgían reflejando la luz del sol que se alzaba en el cielo primaveral recorrido por grandes nubes blancas. En el extremo derecho se descubría la mancha bermeja del Batallón Sagrado de los tebanos.
Filipo había dispuesto a su derecha dos secciones de escuderos, las tropas de asalto que tres días antes habían destruido al ejército de Cares, directamente bajo su mando. Tomaban el nombre de sus escudos con las estrellas argéadas de cobre y plata.
En el centro, al mando de Parmenio y de El Negro, los doce batallones de la falange, alineados en cinco filas, formaban un muro de lanzas desmesuradas, una selva impenetrable de puntas herradas, escalonadas en línea oblicua. A la izquierda, todas las fuerzas de la caballería de los hetairoi que terminaba con La Punta, el escuadrón de Alejandro.
—Atacaré yo primero —dijo Filipo— y obligaré a entrar en combate a los atenienses. Luego comenzaré a retroceder y, si ellos vienen detrás de mí, tú, Parmenio, trata de introducir un batallón de la falange por entre la brecha y rompe en dos las fuerzas enemigas, para lanzar acto seguido sobre ellos a los restantes seis batallones. El Negro te seguirá con el resto del ejército.
»Entonces habrá llegado tu momento, Alejandro: lanzarás la caballería sobre la diestra tebana y arrojarás La Punta contra el Batallón Sagrado. Si consigues abrir brecha, ya sabes qué debes hacer.
—Lo sé perfectamente, padre: la falange es el yunque y la caballería el martillo.
Filipo le estrechó contra su pecho y, por un instante, se volvió a ver de pie en la estancia de la reina inmersa en la penumbra mientras estrechaba contra sí a su hijo recién nacido.
—Ten los ojos bien abiertos, hijo mío —dijo—. En la batalla los golpes llegan por donde menos se espera.
—Los tendré, padre —repuso Alejandro.
Luego saltó sobre la grupa de Bucéfalo y pasó al galope por delante de los batallones en orden de combate hasta llegar a su sección. Filipo le siguió largo rato con la mirada y luego se volvió hacia su ayuda de campo.
—Mi escudo —reclamó.
—Pero, señor...
—Mi escudo —repitió en tono perentorio.
El ayuda de campo le ayudó a embrazar el escudo real, el único que ostentaba la estrella argéada en oro puro.
Desde lo alto de las colinas se elevó agudo un sonido de trompas e inmediatamente después el viento trajo a la llanura la música incesante y coral de las flautas, siguiendo el ritmo del redoble de los tambores que acompañaban a los guerreros en marcha. El movimiento del frente que avanzaba refractaba la luz del sol en mil ígneos fulgores y el paso pesado de los infantes cubiertos de hierro producía en el valle un siniestro retumbo.
En el llano la falange estaba inmóvil y silenciosa, los caballos en el extremo izquierdo bufaban y agitaban la cabeza haciendo tintinear los bocados de bronce.
La Punta estaba ya alineada en formación de cuña y Alejandro tomó posición como primer jinete delante de todos los demás, manteniendo los ojos fijos en el ala derecha de las tropas enemigas, el invencible Batallón Sagrado, mientras Bucéfalo piafaba, resoplaba por los ollares y se golpeaba los ijares con la cola.
Un jinete alcanzó a Filipo mientras éste se aprestaba a dar la señal de ataque.
—Señor —gritó saltando a tierra—. Demóstenes combate en primera línea con la infantería pesada ateniense.
—No quiero que sea muerto —ordenó el soberano—. Transmite la orden a mis soldados.
Se volvió hacia atrás para observar a sus escuderos: vio rostros chorreantes de sudor bajo las viseras de los yelmos, ojos que miraban fijamente e inmóviles los destellos de las armas enemigas, miembros contraídos en la espasmódica espera del ataque. Era el momento en que cada uno de ellos miraba de cerca a la muerte, el momento en que el deseo de vivir era más fuerte que cualquier otra cosa. Era la hora de liberarles de la opresión de la angustia y de lanzarles al ataque.
Filipo levantó la espada, lanzó el grito de guerra y sus hombres le siguieron gritando como una horda de fieras, expulsando de su pecho todo temor, ansiosos únicamente de arrojarse a la refriega, al furor del combate, olvidados de todo, incluso de sí mismos.
Avanzaban corriendo mientras los oficiales gritaban que mantuvieran el paso, que no descompusieran las filas, que llegaran compactos al choque.
Faltaba ya poco y los atenienses seguían avanzando a paso de andadura, hombro con hombro, escudo con escudo, con las lanzas hacia adelante, empujados por el continuo y agudo sonido de las flautas, del redoble obsesivo de los tambores, gritando a cada paso:
¡Alalalai!
El ruido del impacto estalló como un trueno de bronce en todo el valle, repercutió en las laderas de los montes y perforó el cielo, empujado hacia arriba por el grito de veinte mil guerreros arrollados por la furia de la refriega.
Filipo, reconocible por la estrella de oro, luchaba en primera línea con un ardor que era incontenible, golpeando con la espada y el escudo, flanqueado por dos tracios gigantescos armados con hachas de guerra de doble filo, espantosos por sus hirsutos pelos rojizos, por los cuerpos velludos y por los tatuajes que cubrían su rostro, sus brazos y su pecho.
El frente ateniense se tambaleó bajo la furia del ataque, pero un sonido agudo y penetrante como el grito de un halcón les empujaba adelante, les levantaba los ánimos: era la voz de Demóstenes que les incitaba, más alta que la música desesperada de las flautas y de los tambores, gritando:
—¡Valor, atenienses! ¡A luchar, hombres! ¡Por vuestra libertad, por vuestras esposas y por vuestros hijos! ¡Echad atrás al tirano!
La pelea se recrudeció y eran muchos los soldados de ambas filas que caían, pero Filipo había dado orden de que ninguno se detuviese para despojar a los cadáveres hasta que la batalla no estuviese ganada. Por ambos lados se esperaba la ocasión oportuna para traspasar y herir, para abrir huecos con el hierro entre la masa enemiga.
Los escudos de los infantes en primera línea estaban ya cubiertos de sangre, que chorreaba copiosa de los bordes sobre el terreno ya resbaladizo y atestado de cuerpos agonizantes, y apenas caía uno, inmediatamente avanzaba un compañero de la segunda fila para ocupar su puesto reanudando el enfrentamiento.
De repente, a una indicación de Filipo, el corneta lanzó una señal y los dos batallones de escuderos comenzaron a retirarse dejando sobre el terreno a sus muertos y heridos. Cedían lentamente, presentando en todo momento los escudos, respondiendo golpe con golpe, de lanza y de espada.
Los atenienses, viendo que los enemigos retrocedían, aprovechando también su posición más favorable, redoblaban los esfuerzos, incitándose unos a otros con grandes gritos, mientras los infantes de segunda y de tercera fila empujaban hacia adelante a los compañeros con los escudos.
Filipo, antes de atacar, había dado una orden, y cuando las filas de los escuderos, retrocediendo, estaban llegando a la altura de un promontorio rocoso que se alzaba a unos cien pasos de distancia a la izquierda, se volvieron y se dieron a la fuga.
Entonces los atenienses, presos de la furia del combate, ebrios por los gritos, la sangre y el fragor de las armas, entusiasmados por la victoria que creían tener ya en sus manos, se lanzaron a la carrera detrás de sus enemigos para aniquilarles. Su comandante Estratocles, más que intentar contenerles en sus filas, gritaba a voz en cuello que persiguieran a los adversarios hasta Macedonia.
Resonaron otras trompas a la izquierda así como un enorme tambor, suspendido entre dos carros, hizo oír su voz de trueno en la vasta llanura. Parmenio dio la señal y los doce batallones de la falange comenzaron a avanzar todos juntos a paso acompasado, escalonados a lo largo de una línea oblicua.
También los tebanos, al ver aquello, se arrojaron al ataque corriendo en filas compactas, tendiendo hacia adelante las pesadas lanzas de fresno, pero muy pronto el primer batallón macedonio se introdujo entre el frente ateniense ya descompuesto en la persecución de los escuderos y el extremo del flanco izquierdo de la formación tebana.
Filipo entregó su escudo, mellado y sucio de sangre a su ayudante, saltó a caballo y alcanzó a Parmenio. El general mantenía fija la mirada, con ansiedad, sobre el Batallón Sagrado que avanzaba al paso, aparentemente indiferente a cuanto sucedía, erizado de puntas de hierro, inexorable.
En el centro, el primer batallón macedonio que avanzaba en pendiente estaba ya atacando el primer desnivel y cuando una sección de infantería tebana se precipitó para cerrar la brecha, los pezetairoi bajaron sus picas y les arrollaron en el choque frontal, sin necesidad siquiera de entrar en contacto con ellos, y a continuación avanzaron más allá siguiendo con el paso el tonante estruendo del inmenso tambor que les guiaba por la llanura.
Y detrás venían los demás, en línea oblicua, bajando las sarisas hasta la tercera fila, mientras que los infantes de retaguardia las mantenían alzadas, haciéndolas oscilar cual espigas al viento. El tintineo amenazante de las armas que entrechocaban en la pesada marcha de los guerreros llegaba a los oídos del enemigo que descendía por el otro lado como un angustioso presagio, como un sonido de muerte.
—Ahora —ordenó el rey a su general.
Parmenio hizo una señal a Alejandro con un escudo bruñido, tres destellos, para lanzar la carga de la caballería y el ímpetu de La Punta.
El príncipe empuñó la lanza y gritó:
—¡Tres oleadas, hombres! —Y luego, más fuerte—: ¡Phobos kái Deimos!
Y con los talones golpeó los ijares de Bucéfalo. El semental se lanzó al galope recorriendo el campo lleno de gritos y de muertos, negro como una furia infernal, llevando a su jinete embutido en su armadura cegadora, con la alta cimera agitada por el viento.
La Punta se mantuvo detrás, compacta, y los caballos, encendidos por el relincho y los bufidos de Bucéfalo, corrían incitados por los guerreros y por el sonido desgarrador de las trompas.
El Batallón Sagrado estrechó filas y sus hombres clavaron las astas de las lanzas en el suelo presentando las puntas contra la carga furiosa, pero el escuadrón de Alejandro, cuando llegó a su alcance, descargó una lluvia de jabalinas y realizó una conversión; e inmediatamente siguió la segunda oleada y a continuación la tercera y de nuevo la primera. Muchos de los soldados tebanos se vieron obligados a abandonar sus escudos repletos de jabalinas enemigas y a combatir sin ninguna protección. Alejandro entonces hizo adoptar a La Punta la formación en cuña, se puso a su cabeza, la mandó directamente contra las filas enemigas, espoleó a Bucéfalo en medio del Batallón Sagrado golpeando con la lanza a diestro y siniesto y luego, arrojando el escudo, también con la espada.
Hefestión se detuvo a su lado levantando su escudo para protegerle, arrastrando tras él a sus hombres.
Los guerreros del Batallón Sagrado, a cada soldado que dejaban sobre el campo de batalla, volvían a estrechar filas, como un cuerpo que de golpe cicatriza una herida, cerraban la muralla de escudos y respondían, golpe tras golpe, con inagotable energía, con un inmenso, empecinado valor.
Alejandro se detuvo y llamó a Hefestión:
—Manda a los tuyos a aquella parte, abre una brecha y luego ataca por detrás el centro tebano. ¡Déjame a mí el Batallón Sagrado!
Hefestión obedeció y avanzó con Pérdicas, Seleuco, Filotas, Lisímaco, Crátero y Leonato, introduciendo a los jinetes entre el Batallón Sagrado y el resto de las tropas tebanas. Luego realizaron una amplia conversión como el día de la parada militar delante de Alejandro y sorprendieron por la espalda a los enemigos empujándoles contra la selva de puntas de la falange que avanzaba inexorable.
Los guerreros del Batallón Sagrado, empujados por las continuas cargas de La Punta, se batieron con desesperado valor, pero cayeron uno tras otro hasta el último hombre, manteniéndose fieles al juramento que les unía: no retroceder jamás, no volver la espalda por ninguna razón.
Antes de que el Sol alcanzara la mitad del cielo, la batalla estaba ganada. Alejandro se presentó ante Parmenio con la espada empuñada y la armadura cubierta aún de sangre. También el pecho y los ijares de Bucéfalo estaban enrojecidos.
—El Batallón Sagrado no existe ya.
—¡Una victoria en toda regla! —exclamó Parmenio.
—¿Dónde está el rey? —preguntó Alejandro.
Parmenio se volvió hacia la llanura velada aún por la densa polvareda del choque y señaló a un hombre solo que, renqueando, bailaba como fuera de sí en medio de una multitud de cadáveres.
—Ahí le tienes —respondió.