En una semana los tres fugitivos alcanzaron los confines de Epiro y se hicieron anunciar al rey Alejandro.
El joven soberano estaba ya al corriente de lo sucedido porque sus informadores empleaban un sistema más rápido para comunicarse con él y no tenían que tomar largos desvíos para no ser vistos.
Fue personalmente a recibirles, abrazó larga y afectuosamente a su hermana mayor y a su sobrino y, por último, también a Hefestión, al que había tenido ya ocasión de conocer muy bien cuando estaba en la corte de Filipo en Pella.
Durmieron aquella noche en una residencia de caza y volvieron a partir al día siguiente con una escolta de honor para llegar, en un par de jornadas más, a la residencia real de Butroto. La ciudad, asomada al mar, era el corazón mítico del pequeño reino de Epiro. Según la leyenda, había recalado allí Pirro, hijo de Aquiles, llevando consigo como esclavos a Andrómaca, la viuda de Héctor, y a Heleno, el adivino troyano. Pirro había hecho de Andrómaca su concubina y luego se la había ofrecido a Heleno. Y tanto de la primera como de la segunda unión habían nacido hijos que más tarde, al casarse entre ellos, habían dado origen a la dinastía real que dominaba aún aquellas tierras.
Así pues, por parte de madre, Alejandro de Macedonia descendía tanto del más grande de los héroes griegos como de la estirpe de Príamo que reinaba sobre Asia. Así cantaban los poetas que alegraban, por la noche, los banquetes del soberano y de sus huéspedes, los cuales vivieron tranquilos durante algunos días. Pero el rey de Epiro no se hacía ilusiones: sabía perfectamente que no tardaría en recibir visitas.
La primera le fue anunciada una mañana al amanecer, cuando no se había levantado aún del lecho. Era un jinete de la guardia personal de Filipo, cubierto de fango de la cabeza a los pies: últimamente había llovido en la montaña.
—El rey está furioso —dijo sin aceptar siquiera un baño caliente—. Se esperaba que Alejandro se presentaría al día después para pedirle excusas por su comportamiento, por las palabras despreciativas con que se mofó de él delante de todos sus huéspedes y de su propia esposa.
—Mi sobrino afirma que el rey le atacó espada en mano y que Átalo le tachó de bastardo. Filipo ha de comprender que su hijo, siendo de su misma sangre, tiene también su orgullo, el mismo sentido de la dignidad y un carácter muy parecido.
—El rey no atiende a razones y quiere que Alejandro se presente enseguida en Pella para implorar su perdón.
—Le conozco, y sé que no lo hará.
—Entonces que se atenga a las consecuencias.
Alejandro tenía el sueño ligero y había oído el ruido de cascos en el empedrado del cuerpo de guardia. Se había levantado, echado un manto sobre los hombros y ahora escuchaba, sin ser visto, lo que el mensajero de su padre iba diciendo.
—¿Qué consecuencias? —preguntó el joven soberano.
—Sus amigos serán mandados todos al destierro como traidores y conspiradores, a excepción de Eumenes, que es el secretario de Filipo, y de Filotas, el hijo del general Parmenio.
—Se lo contaré a mi sobrino y te haré saber la respuesta.
—Esperaré a que vuelvas y luego partiré de regreso de inmediato.
—Pero ¿no quieres comer y lavarte? Los huéspedes han sido siempre recibidos en esta casa con la máxima consideración.
—No puedo. El mal tiempo ha retardado ya mi marcha —explicó el enviado macedonio.
El rey salió de la sala de audiencias y se encontró frente a su sobrino, en el corredor.
—¿Has oído?
Alejandro asintió.
—¿Qué piensas hacer?
—No me arrastraré jamás a los pies de mi padre. Átalo me ofendió públicamente y tendría que haber sido él quien hiciera algo por restablecer mi dignidad. En cambio, vino contra mí espada en mano.
—Pero tus amigos pagarán un precio muy alto.
—Lo sé, y eso me causa un gran pesar. Pero no tengo elección.
—¿Es tu última respuesta?
—Sí.
El rey le abrazó.
—Es lo que habría hecho también yo en tu lugar. Voy a referírselo.
—No, espera. Lo haré yo personalmente.
Se arrebujó el manto alrededor del cuello y entró, descalzo como iba, en la sala de audiencias. El mensajero hizo primero un gesto de sorpresa, luego inclinó enseguida la cabeza en señal de deferencia.
—Que los dioses te guarden, Alejandro.
—Y también a ti, mi buen amigo. Ésta es la respuesta para el rey, mi padre. Le dirás que Alejandro no puede pedir perdón, si antes no ha recibido disculpas de Átalo y la seguridad de que la reina Olimpia no va a sufrir vejaciones de ningún tipo y que su rango de soberana de los macedonios se verá adecuadamente confirmado.
—¿Es todo?
—Es todo.
El enviado hizo una reverencia y encaminó sus pasos hacia la salida.
—Dile también... Dile también que...
—¿El qué?
—Que se cuide.
—Así lo haré.
Poco después se oyó un relincho y un galope que se desvanecía a lo lejos.
—No ha comido ni descansado. —La voz del rey resonó a las espaldas de Alejandro—. Filipo debe de estar muy ansioso por conocer tu respuesta. Ven, he mandado traer el almuerzo.
Pasaron a una salita del aposento real donde estaban preparadas dos mesas junto a dos asientos de brazos. Había pan fresco y rodajas de caballa y de pez espada asado.
—Te pongo en un brete —admitió Alejandro—. Es mi padre quien te hizo subir al trono.
—Es cierto. Pero al mismo tiempo he crecido: ya no soy un muchacho. Soy yo quien le cubre la espalda en esta zona, y te aseguro que no es tarea fácil. Los ilirios son con frecuencia turbulentos, los piratas infestan las costas y en el interior se advierten movimientos de otros pueblos que bajan del sur a lo largo del Istro. También tu padre tiene necesidad de mí. Además, he de tutelar la dignidad de mi hermana Olimpia.
Alejandro comió un poco de pescado y bebió un sorbo de vino, un vino ligero y espumoso procedente de las islas jónicas. Se fue hacia la ventana que daba al mar sin dejar de mordisquear un pedazo de pan.
—¿Dónde está Ítaca? —preguntó.
El rey indicó hacia el sur.
—La isla de Odiseo está allí, a un día aproximadamente de navegación hacia el Mediodía. Y aquella que tenemos enfrente es Corcira, la isla de los feacios, donde el héroe fue hospedado en la residencia real de Alcínoo.
—¿La conoces?
—¿Ítaca? No, Pero no hay nada que ver allí. Sólo cabras y puercos.
—Tal vez, pero quisiera ir a pesar de todo. Quisiera llegar allí al caer la tarde, cuando el mar cambia de color y todas las vías acuáticas y terrestres se oscurecen, y sentir lo que sintió Odiseo al volver a verla al cabo de tanto tiempo. Yo, podría... Estoy convencido de que podría revivir sus mismos sentimientos.
—Si quieres, haré que te lleven. No se halla lejos, como te he dicho.
Alejandro pareció no haber oído aquella respuesta y volvió la mirada hacia el oeste, donde el sol que asomaba tras los montes de Epiro comenzaba a teñir de rosa las puntas de las cúspides de Corcira.
—Italia está allende aquellas montañas y allende aquel mar, ¿no es cierto?
Al rey pareció de golpe iluminársele el rostro.
—Sí, Alejandro, están Italia y la Magna Grecia. Ciudades fundadas por los griegos, increíblemente ricas y poderosas, como Tarento, Locria, Crotona, Thurium, Rhegion y otras, otras muchas. Hay bosques inmensos y rebaños de miles y miles de cabezas. Campos de trigo hasta donde no puede abarcar la mirada. Y montes cubiertos de nieve en todas las estaciones del año que vomitan de pronto fuego y llamas y hacen temblar la tierra.
»Y allende Italia está Sicilia, la tierra más floreciente y hermosa que se conozca. Allí están la poderosa Siracusa y Agrigento, Gela y Selinunte. Y más allá también Cerdeña y luego Hispania, el país más rico del mundo, que tiene minas de plata inagotables, estaño y hierro.
—Esta noche he tenido un sueño —dijo Alejandro.
—¿Qué sueño? —preguntó el rey.
—Estábamos juntos, tú y yo, a caballo, en la cima del monte Imaro, el más alto de tu reino. Yo montaba a Bucéfalo y tú a tu caballo de batalla Keraunos, y estábamos los dos inundados de luz porque en ese preciso momento había un sol que se ponía en el mar por el oeste y otro sol que salía por el este. Dos soles, ¿te imaginas? Un espectáculo realmente emocionante.
»En un determinado momento nos saludábamos porque tú querías llegar al lugar por donde el Sol se pone y yo al lugar por donde sale. ¿No es maravilloso? ¡Alejandro hacia el sol naciente y Alejandro hacia el sol poniente! Y antes de saludarnos, antes de espolear cada uno a su propio caballo hacia la luz del globo flamígero, nos hacíamos una solemne promesa: que no nos encontraríamos hasta después de haber puesto punto final a nuestro viaje, y el lugar de encuentro sería...
—¿Cuál? —preguntó el rey mirándole fijamente.
Alejandro no respondió, pero su mirada se veló de una sombra inquieta, huidiza.
—¿Qué lugar? —insistió el rey—. ¿Cuál es el lugar en el que hubiéramos tenido que encontrarnos?
—Eso no lo recuerdo.