El antiguo santuario apenas si se entreveía en medio de la oscuridad de la noche, en la cima de la colina, en la linde del bosque. Iluminadas desde abajo por la llama de los velones, las columnas de madera policromada revelaban todas las señales del tiempo y de la intemperie a que estaban expuestas desde hacía siglos.
La decoración en terracota coloreada del arquitrabe y del frontón representaba las vicisitudes del dios Dionisos y el reflejo cambiante de la luz de las antorchas y de las lámparas parecía conferirles movimiento, casi devolverlas a la vida.
La puerta estaba abierta y en el fondo, en el interior de la cella, podía descubrirse en la penumbra la estatua del dios, solemne en su arcaica inmovilidad. Había dos asientos preparados a sus pies y otros ocho estaban colocados, cuatro a cada lado, a lo largo de las columnatas laterales que sostenían los armazones del techo.
El primero en llegar fue Tolomeo, luego, al mismo tiempo, Crátero y Leonato. Lisímaco, Seleuco y Pérdicas, aún no del todo restablecido, llegaron no mucho después, adelantándose un poco a Eumenes y Filotas, que habían sido enviados también a la reunión. Alejandro se presentó por último con Hefestión, a caballo de Bucéfalo.
Sólo entonces entraron, y tomaron asiento entre las columnas del templo desierto y silencioso.
Alejandro se sentó, hizo acomodarse a Hefestión a su diestra y luego a los restantes compañeros, excitados e impacientes por conocer el significado de aquella reunión nocturna.
—Ha llegado el momento —comenzó diciendo el soberano— de dar comienzo a la empresa que mi padre anheló largo tiempo, pero que una muerte imprevista y violenta le impidió llevar a cabo: ¡la invasión de Asia!
Un soplo de viento entró por la puerta principal y las llamas de los velones que ardían bajo la estatua del dios oscilaron, animando la enigmática sonrisa de la divinidad.
—Os he reunido en este lugar no por casualidad: será Dionisos quien nos indique el camino, él que viajó con su cortejo de sátiros y silenos, coronado de pámpanos, hasta la lejana India adonde ningún ejército griego ha llegado jamás.
»El conflicto entre Asia y Grecia viene de antiguo y ha acabado convirtiéndose en un toma y daca milenario sin vencedores ni vencidos. La guerra de Troya duró diez años y concluyó con el saqueo y la destrucción de una sola ciudad, y las más recientes invasiones intentadas primero por los atenienses y luego por los espartanos para liberar a los griegos de Asia de la dominación de los persas fracasaron, así como fracasaron las invasiones de los persas en Grecia, pero no sin causar matanzas e incendios, en algaradas de las que no se libraron ni los mismos templos de los dioses.
»Ahora los tiempos han cambiado: tenemos el ejército más poderoso que haya existido y los soldados más fuertes y mejor adiestrados, pero, sobre todo —afirmó mirándoles a la cara uno por uno— nosotros, nosotros los que estamos sentados aquí, estamos unidos por lazos de amistad profundos y sinceros. Hemos crecido juntos en una pequeña ciudad, hemos jugado juntos cuando éramos niños, nos hemos educado con el mismo maestro, hemos aprendido juntos a afrontar las primeras pruebas y los primeros peligros.
—¡Hemos saboreado los palos del mismo bastón! —añadió Tolomeo provocando una carcajada general.
—¡Muy bien dicho! —aprobó Alejandro.
—¿Es por eso por lo que no has invitado a Parmenio? —preguntó Seleuco—. Si recuerdas, tú y yo los recibimos en una ocasión precisamente de él por expresa voluntad de tu padre.
—¡Por Zeus! Bien veo que no lo has olvidado —rió Alejandro.
—¿Y quién puede olvidar su bastón? —dijo Lisímaco—. Me parece que aún conservo las señales en la espalda.
—No, no es por eso por lo que no he invitado a Parmenio —prosiguió Alejandro tras haber recuperado la atención de sus compañeros—. No tengo secretos para él, y tan cierto es lo que digo que aquí está su hijo Filotas.
»Parmenio será el pilar de nuestra empresa, el consejero, el depositario del patrimonio de experiencia y de capacidad acumulado por mi padre. Pero Parmenio es un compañero de mi padre y de Antípatro, mientras que vosotros sois mis amigos, y yo os pido, aquí, en presencia de Dionisos y de todos los dioses, que me sigáis hasta donde nos sea posible llegar combatiendo. ¡Aunque sea hasta los confines del mundo!
—¡Hasta los confines del mundo! —gritaron todos, levantándose y apiñándose en torno al rey.
Se había extendido entre ellos una poderosa excitación, un frenesí irrefrenable, un deseo ardiente de aventura, encendido más aún si cabe por la presencia y el contacto físico con Alejandro que parecía creer más que nadie en aquel sueño.
—Cada uno de vosotros —continuó diciendo el soberano cuando se hubo restablecido un poco la calma— tendrá el mando de una sección del ejército, pero tendrá también el cargo de guardia personal del rey. Nunca antes ha sucedido que muchachos tan jóvenes tuviesen una responsabilidad tan grande. Pero yo sé que seréis dignos de ello porque os conozco, porque he crecido con vosotros y porque os he visto combatir.
—¿Cuándo partiremos? —preguntó Lisímaco.
—Pronto. Esta primavera. Y por tanto preparaos, en cuerpo y alma. Y si alguno de vosotros cambiase de parecer o de idea, que no tema decírmelo. Voy a necesitar amigos de confianza también aquí, en la patria.
—¿Cuántos hombres conduciremos a Asia? —preguntó Tolomeo.
—Treinta mil infantes y cinco mil caballos y todo aquél que podamos llevar con nosotros sin dejar desguarnecido en exceso el territorio macedonio. Y aún no sé cuánto podremos confiar en los aliados griegos. De todas formas, les he pedido que nos proporcionen un contingente, pero no creo que lleguen a más de cinco mil hombres.
—¡No los necesitamos! —exclamó Hefestión.
—Yo diría en cambio que sí —replicó Alejandro—. Son formidables combatientes y todos nosotros lo sabemos. Por otra parte, esta guerra es la respuesta a las invasiones persas en territorio griego, a la continua amenaza de Asia sobre la Hélade.
Se levantó Eumenes.
—¿Puedo intervenir también yo?
—¡Dejad hablar al secretario general! —rió Crátero.
—Sí, dejadle hablar —afirmó Alejandro—. Quisiera conocer su punto de vista.
—Mi punto de vista está enseguida dicho, Alejandro: por mucho que haga desde ahora hasta el momento de la partida, lo máximo que conseguiré reunir para mantener al ejército serán recursos para un mes, no más.
—¡Eumenes siempre piensa en el dinero! —gritó Pérdicas.
—Y hace bien —replicó Alejandro—. Para eso le pago. Su observación, por otra parte, no es para tomársela a la ligera, pero es algo que he previsto. Las ciudades griegas de Asia nos ayudarán, desde el momento que estamos llevando a cabo esta empresa también por ellos. Ya veremos más adelante.
—¿Veremos? —preguntó Eumenes como si cayese de las nubes.
—¿No has oído a Alejandro? —rebatió Hefestión—. Ha dicho «veremos». ¿No está lo suficientemente claro?
—Ni pizca —refunfuñó Eumenes—. ¡Si tengo que organizar la manutención de cuarenta mil hombres y cinco mil caballos quisiera saber de dónde sacaré el dinero, por Heracles!
Alejandro le dio una palmada en la espalda.
—Lo encontraremos, Eumenes, descuida. Te aseguro que lo encontraremos. Tú preocúpate de que todo esté listo para la partida. Ya no falta mucho.
»Amigos, han pasado mil años desde que mi antepasado Aquiles pusiera los pies en Asia para luchar juntamente con otros griegos contra la ciudad de Troya, y ahora nosotros repetimos dicha empresa con la certeza de superarla. Tal vez falte la pluma de Homero para cantarla, pero lo que no faltará será el valor.
»Estoy convencido de que sabréis igualar las gestas de los héroes de la Ilíada. Hemos soñado con ellas muchas veces juntos, ¿no es cierto? ¿Habéis olvidado cuando por la noche nos levantábamos en nuestros dormitorios después de que Leónidas hubiera pasado y nos contábamos unos a otros las aventuras de Aquiles, de Diómedes, de Odiseo, y estábamos despiertos hasta muy tarde, hasta que nuestros ojos se cerraban de cansancio?
Se hizo el silencio en el santuario, porque se sentían todos invadidos por los recuerdos de la mocedad pasada y aún tan próxima, por el sutil espanto por un futuro amenazador y desconocido, por la conciencia de que la Muerte siempre cabalga al lado de la Guerra.
Miraban al rostro a Alejandro, miraban el color fugaz de sus ojos a la tenue claridad de las lámparas y leían en ellos una inquietud misteriosa, el deseo ardiente de una aventura sin fin, y se daban cuenta en aquel momento de que partirían muy pronto, pero ignoraban si regresarían y cuándo lo harían.
El rey se acercó a Filotas:
—Ya hablaré yo con tu padre. Quisiera que el recuerdo de esta velada quedase únicamente entre nosotros.
Filotas asintió.
—Tienes razón. Y te estoy agradecido por haberme pedido que tomara parte en ella.
Tolomeo rompió aquella atmósfera de repente melancólica.
—Me acaba de entrar hambre. ¿Qué me decís de ir a comer un asado de estarnas en la posada de Eupitos?
—¡Sí, sí! —respondieron todos.
—¡Paga Eumenes! —gritó Hefestión.
—¡Sí, sí, paga Eumenes! —repitieron los otros, incluido el rey.
Poco después el templo estaba nuevamente desierto y únicamente resonaba el galope de sus caballos que se perdían en la noche.
En aquel mismo momento, muy lejos, en el palacio de Butroto que caía a pico sobre el mar, Cleopatra abría las puertas de su tálamo y los brazos a su esposo. Había terminado el luto prescrito para una joven esposa.
El rey de los molosos fue recibido por un grupo de muchachas vestidas de blanco que sostenían teas encendidas, símbolo de amor ardiente, y conducido por las escaleras hasta una puerta entornada. Una de ellas le despojó del manto blanco y empujó ligeramente una de las hojas. Luego, todas juntas, se alejaron por el corredor, ligeras cual mariposas nocturnas.
Alejandro vio una luz dorada y temblorosa posarse sobre una cabellera suave como la espuma del mar: era Cleopatra. Recordó a la niña tímida que había entrevisto tantas veces observándole a escondidas en el palacio de Pella para luego huir con pies ligeros, si él se volvía para mirarla. Dos doncellas se estaban ocupando de ella: una le peinaba el pelo, mientras la otra le desceñía el cinturón del peplo nupcial y le abría las fíbulas de oro y de ámbar que lo cerraban sobre los hombros de marfil. La joven se volvió hacia la puerta, revestida únicamente con la luz de las lámparas.
El esposo entró y se acercó para contemplar la belleza de su cuerpo escultural, para embriagarse con la luminosidad que emanaba de su divino rostro. Ella sostuvo su mirada ardiente sin bajar sus largas y húmedas pestañas: en aquel momento brillaba en sus ojos la fuerza salvaje de Olimpia y el ardor visionario de Alejandro y el soberano se sintió perdidamente cautivado una vez más antes de estrecharla entre sus brazos.
Le rozó el rostro y el seno turgente con una caricia.
—Esposa mía, mi diosa... ¡Cuántas noches he pasado en esta casa soñando con tu boca de miel y tu regazo! ¡Cuántas noches!...
Su mano descendió hasta el vientre suave de ella, el pubis florido de un ligero vello, y con el otro brazo la ciñó estrechándola contra sí y luego doblándola sobre la cama.
Le abrió los labios con un encendido beso y ella respondió con idéntica pasión, con una fuerza cada vez más intensa y ardiente y, cuando él la poseyó, comprendió que no era virgen. Continuó dándole todo el placer de que era capaz y gozando de su cópula, de su piel perfumada, hundiendo el rostro en la suave nube de sus cabellos, buscando con los labios su cuello, sus hombros y su soberbio pecho.
Tenía la sensación de estar yaciendo con una diosa, y ningún mortal puede pedirle nada a una diosa: sólo puede estarle agradecido de lo que recibe.
Se dejó caer al fin exhausto a su lado, mientras las llamas de los velones se extinguían una tras otra, dejando entrar la penumbra opalescente de la noche lunar.
Cleopatra se durmió apoyando la cabeza sobre el amplio pecho del esposo, exhausta por el largo placer y por el cansancio que de repente pesaba sobre sus ojos de muchacha.
Durante días y noches el rey moloso no pensó ni se dedicó a otra cosa que a ella, rodeándola de todo tipo de atenciones y miramientos, pese a notar en el fondo de su corazón el aguijón doloroso de los celos, hasta que un acontecimiento imprevisto despertó de nuevo su interés por el mundo exterior.
Estaba con Cleopatra en la explanada del palacio disfrutando de la brisa de la tarde cuando vio asomar por mar abierto una pequeña flota rumbo a su puerto. Se trataba de un gran navío con un magnífico mascarón de proa en forma de delfín escoltado por cuatro naves de guerra repletas de arqueros y de hoplitas cubiertos de bronce.
Poco después le alcanzó un miembro de la guardia:
—Señor, han venido de Italia unos huéspedes extranjeros, de una poderosa ciudad llamada Tarento, y te solicitan audiencia para mañana.
El rey miró el Sol rojo que descendía lentamente en el horizonte marino y respondió:
—Decidles que les recibiré con mucho gusto.
Escanciando luego a Cleopatra una copa de vino suave, el mismo vino espumoso que prefería su hermano, le preguntó:
—¿Conoces aquella ciudad?
—Sólo el nombre —replicó la muchacha acercando los labios a la copa.
—Es una ciudad riquísima y poderosa, pero no tan fuerte en lo que se refiere a la guerra. ¿Quieres oír su historia?
El Sol se había puesto ya para dormir en el mar y en las olas únicamente quedaba un reflejo violáceo.
—Por supuesto, si eres tú quien me la cuentas.
—Bien. Has de saber, pues, que hace mucho tiempo los espartanos tenían cercada Itome, en Mesenia, desde hacía ya años, sin conseguir doblegar su resistencia. Los gobernantes lacedemonios estaban preocupados porque nacían pocos niños en la ciudad debido a la prolongada ausencia de los miles y miles de guerreros inmovilizados en el largo cerco. Consideraban que llegaría el día en que los reclutamientos militares serían demasiado escasos y la ciudad quedaría desguarnecida.
»Entonces se les ocurrió una solución: se dirigieron a Itome, eligieron a un grupo de soldados, los más jóvenes y fuertes, y les ordenaron volver a casa para desempeñar una misión mucho más agradable que la guerra, pero no menos comprometida.
Cleopatra sonrió guiñando un ojo.
—Creo adivinar cuál.
—Exacto —prosiguió el rey—. Su tarea consistía en dejar embarazadas a todas las vírgenes disponibles en la ciudad. Cosa que hicieron con el mismo sentido del deber y con el mismo ardor que les animaba en combate. Y obtuvieron tal éxito en su cometido que un año después nació una numerosa nidada de niños.
»Pero la guerra acabó poco después y los demás guerreros, vueltos a sus casas, trataron de recuperar el tiempo perdido: nacieron así otros muchos niños. Sin embargo, cuando hubieron crecido, los hijos legítimos afirmaron que los nacidos de las vírgenes no podían ser considerados ciudadanos de Esparta, sino que debían ser tratados como bastardos.
»Indignados, los jóvenes se prepararon para una revuelta, guiados por su cabecilla, un muchacho fuerte y temerario llamado Taras. Por desgracia para ellos, la conjura fue descubierta y se vieron obligados a abandonar la patria. Taras consultó al oráculo de Delfos, que les indicó un lugar en Italia donde podrían fundar una ciudad y vivir ricos y felices. La ciudad fue fundada y existe todavía hoy: es Tarento, que tomó precisamente su nombre de Taras.
—Es una bonita historia —observó Cleopatra con una sombra de tristeza en la mirada—, pero me pregunto qué querrán.
—Lo sabrás tan pronto como les haya escuchado —afirmó el rey levantándose y despidiéndose con un beso—. Y ahora, permíteme que vaya a impartir algunas disposiciones para que sean dignamente hospedados.
La pequeña flota tarantina volvió a partir dos días después, y únicamente cuando las velas hubieron desaparecido en el horizonte volvió Alejandro de Epiro al tálamo de su esposa.
Cleopatra había hecho preparar la cena en su habitación perfumada de lirios y descansaba en el lecho del convite vistiendo una prenda de lino transparente.
—¿Qué querían? —preguntó apenas su marido se hubo tendido a su lado.
—Han venido a solicitar mi ayuda y... a ofrecerme Italia.
Cleopatra no dijo nada, pero su sonrisa se había esfumado.
—¿Partirás? —le pidió al cabo de un largo silencio.
—Sí —repuso el rey.
En su fuero interno sentía que aquella partida y la guerra y acaso también el riesgo de la muerte en la batalla le habrían pesado menos que la idea, cada día más obsesiva, de que Cleopatra había sido de otro y que tal vez le recordaba aún, o le amaba.
—¿Es cierto que también mi hermano está a punto de partir?
—Sí, hacia Oriente. Invade Asia.
—Y tú te irás a Occidente y yo me quedaré sola.
El rey le tomó la mano y la acarició largamente.
—Escucha. Un día Alejandro estaba en este palacio, como huésped mío, y tuvo un sueño que ahora te quiero contar...
Parmenio miró fijamente a Alejandro a los ojos, incrédulo.
—¿No estarás hablando en serio?
Alejandro apoyó una mano en su hombro.
—No he hablado nunca tan en serio en mi vida. Éste era el sueño de mi padre, Filipo, y ha sido siempre también el mío. Partiremos con los primeros vientos de primavera.
—Pero, señor —intervino Antípatro—, no puedes partir así.
—¿Por qué no?
—Porque en la guerra puede suceder cualquier cosa y tú no tienes ni esposa ni hijo. Primero debes tomar mujer y dar un heredero al trono de los macedonios.
Alejandro sonrió y sacudió la cabeza.
—No pienso siquiera en ello: tomar mujer exige un largo procedimiento. Deberíamos valorar todas las posibles candidatas al papel de reina, considerar detenidamente cuál debería ser la elegida y a continuación afrontar las duras reacciones de las familias que fuesen excluidas del vínculo matrimonial con el trono.
»Habría que preparar el casamiento, la lista de los invitados, organizar la ceremonia y todo el resto, y luego debería dejar embarazada a la muchacha, lo cual no ocurre en un dos por tres. Y aun en el caso de que esto sucediera, no es seguro que naciera un varón y acaso debería esperar de nuevo otro año. Y si luego naciera un hijo, tendría que hacer como Odiseo con Telémaco: dejarle en pañales para volver a verle quién sabe cuándo. No, tengo que partir de inmediato: mi decisión es irrevocable.
»Os he convocado no para discutir acerca de mis nupcias, sino de la expedición a Asia. Sois los pilares de mi reino, tal como lo fuisteis para mi padre, y es mi intención confiaros los papeles de máxima responsabilidad, esperando que aceptéis.
—Sabes que te somos fieles, señor —afirmó Parmenio, que no conseguía llamar a aquel joven rey por su nombre—, y que podrás contar con nosotros mientras no nos falten las fuerzas.
—Lo sé —dijo Alejandro— y por eso me considero un hombre afortunado. Tú, Parmenio, vendrás conmigo y tendrás el mando general de todo el ejército, dependiendo tan sólo del soberano. En cambio, Antípatro se quedará en Macedonia con las prerrogativas y los poderes de regente: sólo así me iré tranquilo, convencido de dejar al mejor hombre para que custodie mi trono.
—Para mí es un honor excesivo, señor —replicó Antípatro—. Tanto más cuanto que en Pella sigue estando tu madre y...
—Sé perfectamente a qué te refieres, Antípatro. Pero no olvides lo que voy a decirte: mi madre no tiene que ocuparse en modo alguno de la política del reino; no deberá mantener contactos oficiales con las delegaciones extranjeras y su papel será exclusivamente representativo.
»Sólo a petición tuya podrá tomar parte en las relaciones diplomáticas, y bajo tu atenta vigilancia. No quiero interferencias de la reina en asuntos de carácter político, que deberás gestionar tú personalmente.
»Deseo que sea honrada y satisfecha en sus deseos cada vez que ello sea posible, pero todo deberá pasar por tus manos; es a ti y no a ella a quien dejo el sello real.
Antípatro asintió.
—Se hará como prefieras, señor. Lo único que deseo es que esto no provoque ningún conflicto: el carácter de tu madre es muy fuerte y...
—Haré una pública demostración de que eres el depositario del poder en mi ausencia y, por lo tanto, no deberás rendir cuentas de tus decisiones a nadie más que a mí. En cualquier caso —prosiguió—, estaremos en constante contacto. Te tendré informado de todas mis acciones y tú harás lo propio contándome cuanto suceda en las ciudades griegas aliadas nuestras y aquello que acuerden nuestros amigos y enemigos. Por eso será nuestra preocupación mantener seguras las vías de comunicación en cada momento.
»De todos modos, ya tendremos ocasión de definir en detalle tus funciones, Antípatro, pero lo importante es que eres un hombre en el que tengo depositada mi confianza y, por tanto, tendrás la máxima libertad de decisión. He querido verme contigo únicamente para saber si aceptabas mi propuesta y ahora estoy contento.
Alejandro se levantó de su escaño y los dos ancianos generales hicieron otro tanto en señal de respeto. Pero antes de que el soberano saliese, Antípatro dijo:
—Sólo una pregunta, señor: ¿cuánto crees que durará la expedición y hasta dónde te propones llegar?
—Ésa es una respuesta que no puedo darte, Antípatro, porque yo mismo la desconozco.
Y con un gesto de la cabeza se alejó. Los dos generales se quedaron solos en la armería real desierta y Antípatro preguntó:
—¿Sabes que tendréis víveres y dinero suficientes sólo para un mes?
Parmenio asintió.
—Lo sé. Pero ¿qué podía decir? Su padre llegó a hacer cosas aún peores.
Alejandro regresó tarde aquella noche a sus habitaciones y todos los siervos dormían ya, aparte de la guardia que vigilaba delante de su puerta y Leptina, que le esperaba con un velón encendido para darle un baño, ya preparado, muy caliente y perfumado.
Le despojó de sus ropas y esperó a que hubiera descendido a la gran pila de piedra, luego comenzó a derramarle agua sobre los hombros con un aguamanil de plata. Era algo que le había enseñado el médico Filipo: el chorro de agua actuaba como un masaje más delicado aún que sus manos, le calmaba y le relajaba los músculos de hombros y cuello, donde se concentraban el cansacio y la tensión.
Alejandro se abandonó poco a poco hasta tenderse por completo y Leptina continuó derramándole el agua sobre el vientre y sobre los muslos hasta que él le hizo una señal de que parara.
Depositó el aguamanil en el borde de la pila y, aunque el soberano no le hubiese dirigido hasta aquel momento la palabra, ella fue la primera en atreverse:
—Dicen que te dispones a partir, mi señor.
Alejandro no respondió y Leptina tuvo que dominarse.
—Dicen que vas a Asia y yo...
—¿Tú?
—Yo quisiera seguirte. Te lo ruego: sólo yo sé cómo cuidarte, sólo yo sé cómo recibirte por la tarde y prepararte para la noche.
—Vendrás —repuso Alejandro saliendo del baño.
Los ojos de Leptina se llenaron de lágrimas, pero permaneció en silencio y comenzó a secarle delicadamente con una sábana de lino.
Alejandro se tendió desnudo sobre el lecho estirando los miembros y ella quedó como encantada mirándole; como de costumbre, se desnudó y se recostó a su lado acariciándole ligeramente con las manos y los labios.
—No —dijo Alejandro—. Así no. Esta noche seré yo quien te posea.
Le abrió suavemente los muslos y se tumbó sobre ella. Leptina fue a su encuentro abrazándole los costados como si no quisiera perder un sólo instante de una intimidad para ella tan preciosa y acompañó con las manos el impulso largo y continuado de sus caderas, el movimiento poderoso de su lomo, la misma fuerza que había sometido a Bucéfalo. Y cuando él se abandonó encima de ella, sintió su rostro cubierto por sus cabellos y aspiró largo rato su perfume.
—¿De veras podré seguirte? —preguntó cuando Alejandro se extendió nuevamente en posición supina a su lado.
—Sí, mientras no encontremos en nuestro camino a un pueblo cuya lengua comprendas, la lengua misteriosa que hablas a veces en sueños.
—¿Por qué dices eso, mi señor?
—Date la vuelta —le ordenó Alejandro.
Leptina se volvió de espaldas y él cogió una vela del candelabro y se la acercó a la espalda.
—Tienes un tatuaje en la espalda, ¿lo sabías? De un tipo que nunca he visto con anterioridad. Sí, vendrás conmigo y tal vez un día encontremos a alguien que te hará recordar quién eres y de dónde provienes, pero una cosa quiero que sepas: cuando estemos en Asia, nada será como ahora. Es otro mundo, otra gente, otras mujeres, y también yo seré muy distinto. Se cierra un período de la vida y se abre otro. ¿Comprendes lo que quiero decirte?
—Lo comprendo, mi señor, pero para mí será ya una alegría el solo hecho de verte y de saber que estás bien. No le pido más a la vida, porque ya he tenido más de lo que nunca hubiera podido esperar.