Estos días, al regresar a Roma tras una breve estancia en la India y en África, ¿cómo ha reaccionado el autor de Chicos del arroyo, el poeta de Las cenizas de Gramsci, a las sugestiones humanas y sociales de la India, al drama de la miseria, el analfabetismo y el paro? ¿El escritor ha podido ver entre tamaña degradación colectiva una chispa, un atisbo de esperanza para los cuatrocientos millones de individuos devastados por el hambre? Nehru habla de una línea de esperanza a cuya altura se pueda mantener el pueblo indio durante estos años, a la espera de reformas y mejoras concretas...
Si la línea de esperanza es la que yo he visto en mi viaje, Nehru tiene una visión muy desesperada de su país. Creo que los indios viven no solo muy por debajo de la línea de esperanza, sino muy por debajo de la línea de lo humanamente soportable. Ahora bien, yo no sé cuáles son las riquezas de la India; solo he visto que la agricultura es bastante próspera en el sur, lo mismo que el pastoreo. Pero casi no hay industrias. La India consiste en un enorme subproletariado agrícola de tipo feudal, con una burguesía que está empezando a formarse y está aterrorizada, casi idiotizada por el caos que gira a su alrededor, en el cual es imposible establecer proporciones humanas. Los pequeños, pobres, míseros y dulces indios se multiplican a un ritmo desesperado. Moravia, haciendo una rápida asociación, dice que «crecen una Bélgica al año». Ahí reside el desastre. El crecimiento monstruoso de la población causa la falta de proporción, la imposibilidad de hacer previsiones. Nehru es un inteligentísimo socialdemócrata empírico, pero no puede hacer nada. Da la impresión de que entre él y su país existe un abismo. Por otra parte, ¿qué se puede hacer? Yo le decía en broma a Moravia que la solución sería hacerles pagar un impuesto a partir del tercer hijo. La propaganda antidemográfica idealista cae en saco roto, aunque es un país que no presenta una casuística católica en este ámbito y, por lo tanto, debería ser receptivo, pero es enorme. Con el ochenta por ciento de analfabetos, no es capaz de percibir un mensaje tan moderno, incómodo y antisentimental. Los indios adoran a los niños. Todos son un poco madreros. Además, milenios de miseria los han acostumbrado a la miseria; están vacunados contra ella, como contra la amebiasis. No les parece un problema tan urgente. Solo hay que ver la dulzura, la naturalidad, la paz con que mueren. Lo único que consuela y tranquiliza en la atroz vida india son las piras de los muertos.
Impresiona oír hablar a Pasolini con tanta desesperación, cuando en sus libros, incluso en el más humilde de sus personajes, siempre ha dejado entrever un impulso a actuar, una conciencia de vida. Por eso no puedo dejar de hacer una pregunta algo absurda: ¿el escritor ambientaría una novela suya en la India?
No lo sé. Mis personajes pertenecen a un subproletariado precristiano, estoico, que de alguna manera los impulsa a actuar, a luchar, aunque solo sea para comer, contra el mundo de la cultura superior. De ahí surgen la dureza, la delincuencia y el ser conscientes, a veces de un modo confuso, de ciertos derechos. En la India, la mayoría de la población es hindú; el hinduismo es una religión estupenda, que ha vuelto a los hombres sosegados, dulces y razonables (aunque a menudo sus ritos son degenerados e inmundos). Tal espíritu de sosiego ha hecho posible la estupenda acción política de Gandhi: la no violencia.
Bien, ahora salgamos de lo genérico. A veces, para evocar un ambiente, un estilo de vida, basta con esbozar un personaje, un breve episodio. Sin duda, la conciencia viva del escritor habrá retenido muchos...
Infinitos, porque, durante un mes, no he hecho más que vivir físicamente, con todos los sentidos alerta. No sé por qué, pero a raíz de esta pregunta me viene a la cabeza una imagen que, aun siendo muy simple e insignificante, tiene un curioso peso en mi memoria. Fue en la Resthouse estatal de Tanjore. Decrépita, sucia e incómoda, una vieja casa inglesa abierta a los cuatro vientos y a todas las serpientes, con un montón de criados andrajosos y sucios. Una ciudad atroz, una pequeña localidad amontonada sin sentido alrededor de uno de los templos más hermosos de la India, una de las construcciones más hermosas del mundo. Por la mañana, al dejar el hotel, repartimos las típicas propinas, pequeñas y numerosas (lo que hace un solo camarero en Italia allí lo hacen tres o cuatro; siempre hay muchos perros para un solo hueso). Uno de los criados, viejo y serio, vestido con un trapo alrededor de las caderas y otro en la cabeza, cogió la moneda que le di en silencio, e hizo una especie de genuflexión, un gesto con una gracia casi femenina, llevando atrás la pierna izquierda, como hacen las muchachas de los internados buenos. Al inclinarse, su cabeza quedó muy por debajo de la mía, y las manos, tendidas para coger la moneda, quedaban a la altura de su frente. Además, había puesto las manos en forma de escudilla, para que yo pudiera echar dentro la moneda sin tocarlas. Era un intocable viejo, y por eso mantenía los viejos hábitos. No puedo quitarme de encima la pegajosa imagen del pobre viejo, que había convertido su condición de intocable en una costumbre muda, humilde y absoluta. De la India uno vuelve rebosante, empapado, sucio de compasión.
Incluso en Bombay, donde aparentemente la vida es más normal, hay un barrio, Kamatipura, de una sordidez indecible. Es el barrio de los bajos fondos y la prostitución, tan grande como el barrio de Prati en Roma, o como toda la zona del Mandrione; sin embargo, es lo más fantásticamente oriental que se pueda imaginar. No puedo describirlo así, de forma oral. Es necesario un gran esfuerzo estilístico para dar una idea de cómo son las casas de madera medio caídas, agrietadas, por las que se filtra la luz; los callejones cuya suciedad alcanza lo sublime; las decenas de miles de personas durmiendo en las aceras; las aglomeraciones...
Y, tras el adiós a la India, África, la breve estancia en Kenia y Zanzíbar, y el regreso a bordo de un Comet. El escritor se ha metido de nuevo en el torbellino de su actividad multiforme. Dentro de unos días, por fin, empezará a rodar su película Accattone, que parecía que nunca iba a ver la luz. Lo que quiero preguntarle es qué sensaciones le ha suscitado el regreso.
Iba en avión, el Comet que salió de Nairobi a las 16.30 del día 15. Debajo de mí, África iba desapareciendo, empobreciéndose, cayendo otra vez en la no existencia. Yo a duras penas podía contener la desazón que me producía dejar ese país, donde había tenido tiempo de hacer amistades muy afectuosas en pocos días. Los negros africanos son gente de una simpatía única, orgullosos, serios y profundamente sanos. La azafata se acerca y me da unos periódicos: revistas italianas. La rabia, la sensación de humillación y mezquindad, de suciedad que me produjeron las revistas solo podría describirla con la lengua emotiva de la poesía. Fue un momento de verdadera desesperación. Me habría gustado volver a Mombasa para siempre. [...]
Ahora estoy aquí, con los nervios a flor de piel, lleno de preguntas angustiosas en mi interior. Pero lo que más temía, que era sentirme apático frente a los motivos y problemas de mi obra, no ocurre. He visto que, en continentes enteros, el problema más vivo y, como tal, más próximo a la equivalencia estética, es el paso del subproletariado a un estado de conciencia, con sus luchas ciegas y su vitalidad inexpresada. En toda la India y en toda África he encontrado situaciones sociológicamente similares a las del subproletariado de Roma y del sur: el fin de una sociedad agraria feudal, que entra de forma inmediata en contacto con una sociedad moderna en crisis. Los jóvenes del condado de Hyderabad que van a Bombay en busca de trabajo o fortuna, o los jóvenes de Karatina o Kangundo que emigran a Nairobi son extremadamente semejantes a los habitantes de Apulia y de Calabria que se dirigen a Roma. Al hablar conmigo, incluso emplean casi las mismas palabras, en urdu, suajili o en un dialecto italiano. El espíritu de las castas en la India, de las tribus en África y de las tradiciones en Italia crean las mismas inhibiciones a quienes desean ser modernos; la diferencia entre viejos y jóvenes presenta fenómenos análogos. En definitiva, mientras que el burgués italiano, con su televisión y sus revistas, es un provinciano desconocido, cuyos problemas se hallan totalmente en los márgenes, el campesino italiano, en especial el del sur, es invisible y está vinculado de manera inexplicable a las inmensas masas campesinas subdesarrolladas de África, Oriente Medio y la India, y sus problemas se presentan como problemas mundiales.