Cuando las personas están por encima de sus circunstancias personales y utilizan sus problemas para superarse, acceden a la grandeza.
NELSON MANDELA
Malow encontró a Phueng en la entrada del mercado, preparando sus khanom krok, los famosos coco-locos. La anciana estaba parapetada detrás de una simple tabla que se apoyaba en dos caballetes y de una bombona de gas que descansaba en el suelo con la que alimentaba el hornillo. A su alrededor se arremolinaban, agitados, vendedores de fruta y verdura de temporada y bicicletas reconvertidas en puestos ambulantes que ofrecían comida callejera tradicional. En Bangkok se mezclaban los extremos: a dos pasos de los restaurantes más lujosos de la capital había puestos de fideos, pinchos de carne y pescado a la parrilla a cuarenta bahts, apenas un euro al cambio. Sentados alrededor de unas mesas de plástico, los locales degustaban una gran cantidad de manjares presentados en bandejas de acero inoxidable.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Malow.
Phueng le sonrió mientras vertía con sumo cuidado su preparado a base de leche de coco en el hueco con forma de semicírculo de una plancha de hierro fundido. Luego añadió unos cubitos de tamarindo y una semilla de loto en el centro de cada uno de ellos. Unos segundos después, extrajo del molde los primeros coco-locos. Delante del puesto ya se había formado una buena cola.
La anciana invitó a Malow a llenar las bandejas con diez pastelitos y a servir a los primeros clientes, que le daban veinte baths a cambio.
Mientras los atendía, le preguntó a la cocinera:
—¿Me paga una fortuna sólo para que venga a ayudarla al mercado? ¡Así no va a saldar la deuda que tiene conmigo!
Phueng, a la que nada parecía desconcertar, le dedicó la más amplia de sus sonrisas.
—¡Pruébalos ahora que están calientes!
Malow cogió uno. Era innegable que estaban absolutamente deliciosos, con aquella cobertura caramelizada, el corazón líquido y la semilla de loto fresco que crujía cuando la mordías. No tardó en repetir.
—Venga, Phueng, empaquételos, que le compro toda la mercancía.
—Ni hablar, hijo mío. Tú mira la cara de toda esta gente que está haciendo cola delante de ti... Y la de esos niños que esperan un poco más allá. Vienen todos los días a por mis coco-locos, y nada me gusta más que hacerlos felices. Soy yo la que debería pagarles por hacerme disfrutar tanto.
Malow no se lo acababa de creer: ¿Phueng le estaba diciendo que servía pastelitos todas las tardes, antes de empezar su turno como mujer de la limpieza, sólo para hacer feliz a la gente?
Y, sin embargo, se dejó llevar por el juego. Le gustaba comprobar cómo los ojos golosos e impacientes de los clientes se transformaban en sonrisas elocuentes cuando les llegaba el turno y tenían por fin acceso a una bandeja repleta de dulces que él mismo les tendía. Era una felicidad tan contagiosa que acabó sonriendo sin darse cuenta.
Al cabo de menos de una hora, ya no quedaba ni un coco-loco.
—Aquí tienes, quinientos baths, a cuenta de lo que te debo.
¿En serio la anciana le estaba ofreciendo la mitad de sus ganancias? Malow, conmovido, se negó a aceptarlo. Por muy inconsciente que ella fuera, el valor de aquella mujer lo emocionaba. No iba a aceptar ni un solo céntimo de su dinero.
—Tenemos un trato: final de mes —le recordó.
—No hemos hablado de los gastos del proyecto —añadió ella con picardía—. En principio corren a tu cargo, pero esta noche invito yo. ¡Me hace ilusión!
Malow rio mientras Phueng recogía sus utensilios de cocina y los metía en una gran bolsa de tela, que escondió debajo de un tablón antes de llevarse al asesor hasta el corazón del mercado. Lo invitó a sentarse a una de las mesas de plástico que había dispuestas alrededor de una caravana donde ofrecían comida: en varios platos protegidos con un plástico transparente se alineaban distintas categorías de alimentos —pollo, buey, gambas, pescado—, y al lado, unas verduras exóticas que no había visto en su vida. En un cubo enorme con hielo, se mezclaban las botellas de cerveza y las latas de refrescos.
A pesar de lo mucho que lo atraía el riesgo, Malow no se veía cenando en aquel local. Para él, el puesto exudaba miseria y suciedad.
—Phueng, esto es pedirme demasiado. Aquí pillaremos algo y moriremos.
—¡Pues ya no te va de esto! —bromeó la anciana—. ¿Qué quieres comer?
Malow no podía evitar que el asco le deformara el gesto. Ni siquiera se atrevía a tocar la mesa.
—Nada. La verdad es que no tengo hambre.
Mientras intentaba resistirse, un joven se acercó a saludar a Phueng con mucho respeto. Ella lo abrazó, e intercambiaron algunas palabras en tailandés. El joven se inclinó ante Malow, con las manos juntas y una sonrisa en los labios.
—Te presento a mi yerno, Kyet.
—¿Su yerno?
Entonces Malow trató de recomponerse para no ofender a Phueng, ni a su familia.
—Sí, mi hija está a los fogones. Es la reina de la cocina callejera thai.
A su alrededor, no había duda de que los habituales del local parecían estar disfrutando con lo que comían. Sin embargo, el francés constató que eran muy pocos los occidentales que se atrevían a frecuentar sitios como aquél.
Phueng le tradujo el menú. Él se contentó con pedir una cerveza y ella acabó pidiendo por los dos. Luego, sonriendo como siempre, le soltó:
—¡He oído que has dejado a Bertrand para el arrastre! ¿Ésa es tu manera de expresarle lo que llevas dentro?
Sorprendido, Malow se puso tenso. Aquella pregunta acababa de devolverlo a la dura realidad.
—No, bueno, no fue exactamente así...
—¿Te sientes un poco más aliviado?
—La violencia no es mi estilo, pero no podía dejar...
—No te estoy pidiendo explicaciones, relájate y limítate a observar si una parte de ti está más tranquila.
—Me siento culpable.
—Escucha más allá de la culpa...
Malow se tomó un momento, y sus piernas empezaron a agitarse, presas de los nervios.
—Pues sí, me sentó bien. Se estaba comportando de un modo completamente inaceptable —terminó soltando, subiendo un poco el tono sin querer.
El rostro de Phueng se iluminó, y le dio unos golpecitos cariñosos en la mano.
—Has estado bien.
—No, no está bien pegar a la gente.
Sin dejar de sonreír, Phueng contemplaba a su hija, que se acercó a la mesa para servirles los platos: som tam, ensalada de papaya con guindilla; pad thai, fideos con brotes de soja, trocitos de tofu, cacahuetes picados, huevos y gambas; kaeng phed, curri rojo con pollo troceado y una salsa picante, y tom kha kai, sopa al limón, con raíces de kalanga y hojas de combava empapadas en leche de coco. La joven les dejó también una cerveza y un coco fresco. De aquellos platos emanaban unos aromas tan exquisitos que Malow quiso revisar enseguida su rechazo inicial.
—Te presento a mi hija, Pranee.
Phueng la abrazó y le acarició con cariño la cara. Malow calculó que debía de tener unos treinta años, como él. Fina y elegante, Pranee llevaba un pantalón holgado negro, atado a la cintura con dos cintas anchas de tela, y una blusa de seda blanca y roja. El pelo largo recogido hacia atrás le realzaba el delicado rostro. Le sacaba una cabeza a su madre. Sonrió a las caricias de Phueng, y saludó a Malow juntando las manos. Él hizo lo mismo, sensible al encanto de la joven, que enseguida se retiró para volver a su «cocina».
Mientras picoteaba de los diferentes platos, Phueng retomó la conversación.
—Las personas funcionamos como una olla de presión, y de vez en cuando hay que regular la temperatura. Para eso sirve la pequeña válvula que hay en la tapa, ¿lo sabías?
Cuando no bebía cerveza, Malow bebía de las palabras de Phueng.
—Tu olla, en cambio, llevaba años cerrada... ¡Y ha explotado! Por eso ahora te sientes culpable, pero, en realidad, sólo acabas de soltar un exceso de vapor... ¡Mira qué bien huele esto!
Acercó su nariz al plato, y le tendió un tenedor a Malow, que no le quitaba ojo.
—Coge lo que más te apetezca. O pruébalo todo —le propuso ella, siempre generosa.
Malow se dejó llevar por los aromas a citronela y jengibre que emanaban del curri de pollo. También probó el pad thai que le ofrecía Phueng. Su hija le había parecido tan hermosa que sintió el deseo de honrar su cocina. Se dejó sorprender por la dulzura y la delicadeza de un plato ligeramente azucarado, y le lanzó una sonrisa al ver que, un poco más lejos, Pranee esperaba su veredicto. Phueng los miraba divertida.
—Sí, es posible que Bertrand haya recibido toda la violencia que llevaba acumulada desde hacía tanto tiempo —confesó Malow, que ahora daba buena cuenta de todos los platos.
—¿Contra quién?
—¡Muchísima gente!
—¿Tanta? Estoy segura de que no podrías nombrar a más de diez personas.
Malow se lanzó a ello sin pensárselo, y empezó a contar con los dedos:
—Mi madre, mi padre, Justine, Benjamin y...
Pero su entusiasmo se esfumó de golpe. De repente, se sintió ridículo por abrirse con tanta facilidad a una desconocida.
—Cinco personas —concluyó Phueng.
—Ni siquiera eso, cuatro.
—¡Cinco, contándote a ti!
—¿A mí?
—Por supuesto. ¡Tú eres la primera víctima de toda esa violencia que has acumulado a lo largo de los años! ¿No me crees? Fíjate en cómo la rabia ha roído tus relaciones, y en cómo la tristeza ha ido diluyendo todos los colores de tu vida. Y ni siquiera hablo de la vergüenza que intentas enterrar en lo más profundo de tu ser. Por tanto, sí. ¡Eres tú el que te infliges toda esa violencia!
—¡No sabe nada de mi vida, no trate de juzgarme! —se defendió Malow, herido.
—No intento incomodarte y lamento si te lo ha parecido por algo que he dicho —continuó Phueng con más dulzura, acariciándole el antebrazo—. Treinta días no es mucho tiempo. Tenemos que ser auténticos, directos, tirarnos sin red, si queremos lograrlo. Y la primera regla es la buena voluntad: ¡nada de juicios entre nosotros, Malow! Todo lo que me digas será un regalo.
Pese a que seguía sin entender muy bien a dónde quería ir a parar la anciana, Malow se dijo que ésta siempre daba con las palabras adecuadas para convencerlo. Cuando ya se estaba acabando el pad thai y el tom kah, Phueng le preguntó qué opinaba de la cocina de su hija. De repente, no supo cómo reaccionar, se lo había comido todo tan deprisa, sin pensar en dejar nada para ella, que le ofreció el resto de la sopa.
Phueng le sonrió con ternura.
—A partir de cierta edad, el apetito se vuelve cada vez más discreto. Y me encanta que hayas disfrutado de la comida.
—Tengo que confesar que no las tenía todas conmigo antes de sentarme, pero estaba todo realmente delicioso.
—Cuéntame sobre los otros cuatro.
—¿Los otros cuatro?
—Tus padres, Justine, Benjamin...
A Malow se le retorció el estómago. No había hablado con nadie de la muerte de su madre. Y, sin embargo, por una razón que no alcanzaba a comprender, sentía que podía abrirse a esa desconocida, que podía soltar, con total confianza, aquella pesada carga a sus pies. Así que, con la voz entrecortada, empezó a contárselo todo. La muerte estúpida y violenta de su madre en un accidente de coche, que se la había arrebatado para siempre. Fue como un derechazo en pleno corazón, un dolor que aún resonaba en cada una de sus palpitaciones y que había destruido su inocencia. Su padre, refugiado en el alcohol y el trabajo, lo dejó a cargo de los Servicios Sociales cuando tenía apenas ocho años, y él se encontró solo, sin protección, hasta que, gracias al empeño de sus abuelos, les concedieron su tutela y fue a parar a Perros-Guirec. La ternura de Madou, el paternalismo del Capitán, la compañía de su mejor amigo, Benjamin, y sobre todo el amor de Justine, curaron, durante un tiempo, sus heridas abiertas.
Mientras hablaba, Malow cruzó la mirada con Phueng: la anciana estaba llorando. La tristeza del joven había reavivado la suya.
—Sigue —lo animó.
—Me rehíce gracias a mi nueva familia. Pero fui un ingenuo y acabé creyendo que yo también tenía derecho a ser feliz, aunque el dolor regresaba cada vez que me acordaba de mi madre o de mi padre, cuya ausencia, de forma inevitable, también me hacía sufrir. A pesar de todo, aprendí a amar. Justine y yo nos enamoramos perdidamente. Y me dejé cuidar por ella hasta el día en que...
Sin pensar, Malow hundió la cucharita en los restos del curri rojo, que ya estaba tibio, y se la llevó a la boca. La quemazón de la guindilla en sus papilas gustativas fue casi tan violenta como los recuerdos que iban aflorando a la superficie. Phueng le ofreció coco fresco, cuya agua calmó al momento la fiebre que empezaba a invadirle todo el cuerpo.
Malow hurgó en su memoria en busca de la fecha exacta en la que todo se había venido abajo.
—Ocurrió en julio de 2008, acabábamos de celebrar que cumplíamos veinte años —recordó—. Es como si hubiera sido ayer.
—Es que fue ayer —asintió Phueng.
—Me veo todavía con Justine entre los brazos, diciéndole que no se preocupe, que está hecha para ese trabajo. Todos los estudiantes esperaban los resultados delante de la facultad de Medicina de Rennes. Ella no había dormido en toda la noche, así que llegamos temprano. Le susurré al oído que iba a ser la mejor médico de la historia. Luego, tres hombres salieron y colgaron las listas con los nombres de los estudiantes. Me dirigí hacia la de los admitidos, mientras ella buscaba por el lado de los rechazados. La multitud de estudiantes se agitaba y empujaba. Le grité que había entrado. Se volvió hacia mí, abriéndose paso entre el centenar de jóvenes que intentaban llegar hasta las rejas. La cogí por el brazo para mostrarle su nombre, la habían aceptado para el primer curso. Me besó, me cogió de la mano y me llevó hasta la esquina de la calle, donde esperaban Benjamin y Samuel. Noté que mi rostro se endurecía. No me gustaba nada ese Samuel: se nos había acoplado desde el principio del verano. Siempre andaba pegado a Benji, y le prestaba demasiada atención a Justine. Ella se lanzó a los brazos de nuestro mejor amigo, y luego a los de Samuel, que la felicitó una vez más demasiado efusivamente para mi gusto.
Malow intentó llevarse otra cucharita de curri a la boca, pero la guindilla inflamó la amargura que le producía recordar todo aquello.
—La siguiente semana llegó mi turno. Yo también tenía una gran noticia que darles. Mi abuela me había dicho por teléfono que había aprobado los exámenes y que podía elegir entre las mejores universidades: la Polytechnique, la Centrale e incluso la prestigiosa universidad de Harvard. Ése era mi sueño, pero me decanté por la Polytechnique para poder quedarme lo más cerca posible de Justine. Así que los pastelitos que acababa de comprar y yo nos dirigimos tan tranquilos hasta su casa y cuando llamé a la puerta... abrió Justine. Se la veía incómoda, y enseguida entendí que no estaba sola. Corrí como un loco hasta su habitación, y vi a Sam en la cama..., en nuestra cama... Abrió un ojo, me saludó, y volvió a dormirse como si nada. Lo hubiese matado, pero mi cuerpo se quedó bloqueado. Tampoco fui capaz de pronunciar palabra alguna. Busqué una explicación en los ojos de Justine, pero ella apartó la mirada. Apenas me soltó un lo siento mucho casi inaudible. Bajé corriendo la escalera, y entonces me crucé con Benjamin. Por su mirada incómoda, me di cuenta de que lo sabía. Él también bajó la vista. Ni siquiera me detuve, seguí corriendo, necesitaba salir de ahí. Lo único que quería era huir. Tenía que irme, adonde fuera, pero lo más lejos posible de ella, de ellos...
Phueng escuchaba a Malow en silencio, sin ni tan siquiera ayudarlo a seguir cuando no encontraba las palabras. Pero lo escuchaba con tanta atención que Malow encontraba el valor de continuar.
—Una semana después, mi padre dio señales de vida y me propuso que fuera a verlo a Nueva York, donde trabajaba entonces, para celebrar que había aprobado los exámenes. Pero nuestro encuentro fue un fracaso: resultó todo tan tenso que no volvimos a vernos.
Phueng acarició la mano de Malow.
—Y ¿qué hiciste entonces?
—Trabajé como un descosido: en vez de quedarme en Francia, en la Polytechnique, aproveché la ocasión que me brindaba Harvard y me fui a vivir a Estados Unidos. Luego entré en Columbia. ¡Y es que cuando uno cae de muy arriba, tiene tiempo de aprender a volar! Quise demostrarles a todos, a mi madre, a mi padre, a Justine, que se habían equivocado al abandonarme, que yo valía lo mío. Y, cuando acabé los estudios, encontré trabajo en Nueva York. Allí luché para hacerme un nombre, creé mi propia empresa y, a los pocos meses, la vendí por varios millones. En el sector de las nuevas tecnologías, para bien o para mal, todo va muy rápido, y tuve la suerte de que la operación saliera a mi favor. Surfeé las olas más altas en el campo de los negocios, y ahora los grandes fondos de inversión se pelean para contratarme. —Mientras repasaba su trayectoria, la voz de Malow fue ganando intensidad—. Y lo he conseguido —concluyó con los dientes apretados y dando un puñetazo sobre la mesa.
—¿El qué, hijo mío? —murmuró Phueng.
—¡Demostrar quién soy!
—Y ¿quién eres?
—¡Un hombre valioso! ¡Un hombre que no se merecía que lo abandonaran! —El orgullo dio paso a la rabia, y la rabia a la tristeza, que acabó derramándose por sus mejillas—. No es fácil crecer sin una madre a tu lado, y aún más cuando tampoco tienes a tu padre. El dolor me hizo fuerte, me protegió el cuerpo con una coraza de zarzas y espinas.
—¡Hasta que floreció la rosa! —concluyó Phueng, que añadió—: Cuando todo se viene abajo, lo mejor es que sólo podemos rescatar lo que de verdad nos importa.
Malow frunció el ceño, como si no supiera de qué estaba hablando la anciana.
—Me he dado cuenta —continuó Phueng—, quizá un poco tarde, de que podemos reescribir el pasado —afirmó mientras, con una servilleta, se limpiaba el sudor que le perlaba la frente.
—¿Reescribir el pasado?
—No vivimos la realidad, sino nuestra realidad. Sufrimos por nuestra manera de percibir lo que nos ocurre.
—No lo acabo de entender.
—Frente a una misma situación, dos personas pueden reaccionar de manera muy distinta. Una la verá como una oportunidad de crecer, mientras que la otra la vivirá con sentimientos de pérdida, culpa, o miedo. En ese caso, el acontecimiento se convertirá en un trauma sobre el que se fundamentarán todo tipo de creencias.
Malow frunció de nuevo el ceño.
—Hay un proverbio oriental que dice que los pesimistas ven las dificultades en cada oportunidad, mientras que los optimistas ven una oportunidad en cada dificultad —siguió hablando Phueng, pero ahora más lentamente—. Cada vez que nos topamos con un obstáculo, hay un regalo escondido que está a la altura de las dificultades a las que nos enfrentamos. En ese momento no es fácil percatarse de ello. Pero si comprendemos que en cada situación difícil se esconde una nueva oportunidad, podemos incluso transformar el pasado.
—¿Transformar el pasado?
—Si cambiamos la percepción que tenemos de nuestro pasado, éste puede convertirse en algo inspirador.
—No veo qué puede tener de inspirador perder a tu madre a los ocho años. Ni tampoco que tu padre, un adicto al trabajo y al alcohol, te abandone.
—Intentaré explicártelo: ¿qué sacas tú de tu propia historia?
—No sé. Tristeza, miedo..., dolor.
—Seguro que hay aspectos positivos de los que no habrías podido disfrutar si tu madre no se hubiera ido tan pronto. Piensa un poco a ver.
Unos cuantos recuerdos acudieron en su ayuda.
—Las escapadas con mi abuelo para ir a pescar, recoger conchas en la playa con mi abuela o las risas con mis amigos... Bueno, esto último hasta que me traicionaron.
—Y ¿qué sacas de esa traición?
—Humillación, desconfianza y la incapacidad de volver a amar.
—Sí, claro. Pero intenta centrarte en todo lo que te ha aportado: ¿acaso todo ese sufrimiento no te ha ayudado a convertirte en el hombre que eres hoy?
Malow hacía lo que podía para seguirle el ritmo a Phueng.
—Supongo que, a raíz de esas experiencias, conseguí hacerme respetar en el mundo de los negocios. Quizá por eso soy un tipo valiente, decidido, luchador... Alguien en quien se puede confiar. Pero, sobre todo, alguien que se mantiene en pie, a pesar del dolor.
Kyet recogió la mesa. Luego pasó la esponja y dejó delante del francés un postre con base de mango y arroz, regado con crema de coco. Phueng asintió con la mirada, invitando al joven a probarlo, y éste lo encontró delicioso al primer bocado.
—Esos años tan dolorosos te enseñaron a pulir el diamante que llevas dentro —prosiguió Phueng—. Has desarrollado todas tus cualidades, valor, determinación, para sobrevivir y alcanzar tus objetivos. ¿Lo ves? Puede que no tengas el poder de cambiar lo que ocurrió en el pasado, pero puedes transformarlo y verlo de otra manera.
—Me cuesta un poco asimilar todo eso —respondió Malow dubitativo.
—Frente a la adversidad, existen tres tipos de comportamiento —le explicó Phueng—. Primero están las personas que no harán otra cosa que lamentarse, afirmando una y otra vez que no han tenido suerte: «Me despidieron, qué mala suerte la mía», «Mi mujer me ha dejado, qué mala suerte la mía», «Estoy deprimido por culpa de esto, aquello o lo de más allá». Hasta su último aliento, esa clase de personas sólo harán que convencerse de su desgracia. Luego hay un segundo tipo de comportamiento. El de los que comprenden que hay un regalo oculto en cada obstáculo de la vida. Ésos pueden ver que ha sido necesario pasar por determinadas situaciones para conocer a su pareja, o para encontrar un trabajo a la altura de sus ambiciones. —Tras beber un poco de cerveza, Phueng añadió—: Ese tipo de personas son muy inspiradoras. Las han despedido, han sufrido enfermedades, tienen alguna discapacidad, la vida les ha dado golpes de toda índole... Pero ¡han resistido y se han esforzado para transformar lo que les ha ocurrido en una oportunidad!
Malow escuchaba a Phueng sin atreverse a interrumpirla, y ella seguía hablando en un tono que cada vez le parecía más misterioso.
—Y luego existe un tercer tipo de personas, aunque son muy pocas, muy muy pocas: son aquellas que, en cuanto se les presenta una dificultad, simplemente se dicen: «No sé qué tiene de bueno esto que me está pasando, pero algún día lo averiguaré» o «Todavía no sé cómo puede ser esto un regalo, ni por qué tengo que estar agradecida, porque de momento no hago más que sufrir, pero estoy segura de que algún día, tarde o temprano, lo sabré». —Un extraño fulgor brillaba en los ojos de Phueng—. Este último tipo de personas no saben si será mañana, dentro de un año, de cinco o puede que cuando exhalen su último suspiro, pero sí saben que algún día podrán dar las gracias. Saben que todo lo que les ocurre es un acto de amor que viene de algo más grande que ellos.
—¿Más grande que ellos?
—Sí, un acto de amor del universo. Estas personas nunca dejan de felicitarse por la oportunidad que significa la vida, y agradecen constantemente el regalo que se les ha hecho. —Tras una pausa, la anciana le preguntó—: ¿A qué categoría crees que perteneces tú, Malow?
El joven respondió con una mueca: los dos conocían la respuesta.
Phueng se encogió de hombros.
—Evolucionar sólo depende de ti. Deja de arrastrar el pasado contigo. Suéltalo a tus pies como si fuera una piedra enorme, y súbete a ella para estar más cerca de tus sueños e inspirar a los demás.
Phueng miró el reloj.
—Mi turno está a punto de empezar.
—¿Cómo dice?
—Te recuerdo que soy la mujer de la limpieza en la empresa para la que trabajas. Hasta que no me despidan... ¡yo sigo!
—Pero, Phueng, ¿por qué hace ese tipo de trabajo? Usted es muy sabia, sabe de muchas cosas, habla francés perfectamente, podría desempeñar un oficio mucho más gratificante.
—Puede ser. Pero a mi edad ya no necesito sentirme gratificada.
—Bueno, me refería a un trabajo mejor remunerado.
—No me quejo del sueldo... Pero ¡si quieres subírmelo, no te voy a decir que no! —respondió entre risas.
—¡Ya sabe a lo que me refiero, Phueng!
—No, no lo sé. Tengo un trabajo que me permite vivir, conozco a gente sabia, como tú dices, puedo practicar francés, me organizo como quiero y me gusta saber que cada mañana los empleados son felices por el mero hecho de trabajar en un lugar que les he dejado muy limpio.
Malow se dio por vencido. Sabía que no la iba a convencer.
—¿Phueng?
—¿Sí?
—Me ha ido muy bien hablar con usted.
—A mí también, Malow.
—¿Qué espera de mí? No me ha pedido nada y ha prometido pagarme una fortuna. Imagino que no hace falta que se lo recuerde... —dijo Malow en tono tan irónico como cariñoso.
—De aquí a mañana, me gustaría que intentaras recordar todo lo positivo que te ha aportado tu pasado, y el modo en que eso podría servirte para inspirar a otros.
—¿A qué otros se refiere? ¿A mis compañeros de trabajo?
—A la gente con la que te vas a cruzar, tanto en el trabajo como en la vida. Ya me contarás.
La anciana se levantó, abrazó a su hija y a su yerno, y se fue caminando hacia XSoftware. Malow la siguió unos metros.
—¡Espere! No estoy muy seguro de haber entendido lo que me ha pedido.
—¿Quién serías si fueses perfecto? ¿Cómo actuarías? ¿A quién admiras? Y ¿a quién podrías inspirar con tu comportamiento?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Lo sabrás.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó Malow cuando Phueng ya se perdía en la noche—. Ni siquiera me ha dado su número de teléfono.
—Sabrás de mí, no te preocupes —le dijo sin ni siquiera darse la vuelta.
Y dejando a Malow sin saber muy bien qué hacer a continuación.