Capítulo 1

Loves Bridge, 1617

1 de abril — He visto al duque de Hart en Cupid’s Inn. ¡Santo cielo! Es tan guapo… Mi amiga Rosaline me ha dicho que él no quiere tener ninguna relación conmigo, pues su madre no se lo permitiría bajo ningún concepto, pero yo tengo más y mejor información. Sé que voy a ser la nueva duquesa.

—del diario de Isabelle Dorring

Londres, mayo de 1817

—Ha puesto a mi hija en un compromiso, Hart. Tiene la obligación de pedirle la mano. —Barnabas Rathbone resopló y levantó su hundido mentón—. Inmediatamente.

El murmullo constante de la atestada sala de lectura de White’s cesó de repente. Marcus habría estado dispuesto a jurar que todos los caballeros presentes tragaron saliva y contuvieron la respiración al mismo tiempo con tal de no perderse ni una palabra del sugestivo espectáculo que, sin duda, iba a tener lugar. Hubo hasta quien se atrevió a mirar por encima del periódico sin el menor disimulo.

Él los ignoró por completo.

—No.

Los ojos saltones de Rathbone se abrieron de par en par y sus carnosos carrillos empezaron a temblar como flanes.

—¿Qué… qué significa «no»?

—Pues que no me voy a casar con la señorita Rathbone.

Durante un momento, Rathbone se quedó con la boca abierta. Después bajó las cejas y frunció el ceño, pero justo antes Marcus percibió un destello de pánico en sus ojos. No le cabía la menor duda de que el individuo había estado manteniendo a raya a sus acreedores con la promesa de que se iba a convertir pronto en padre de una duquesa. ¡Estúpido! ¿Acaso pensaba que era el primero que intentaba jugársela de esa manera al duque de Hart, el Duque sin Corazón, como le llamaban los bromistas?

Y eso cuando no les daba por llamarlo el Duque Maldito.

—¿Cómo puede ser tan cruel? La pobre chica está fuera de sí.

Marcus se quedó mirando fijamente a Rathbone. Para su desgracia, tenía mucha experiencia a la hora de enfrentarse a los miembros más depredadores de la alta sociedad inglesa. Se trataba de una presa a la que no podían resistirse. En virtud de la maldición, si la mujer con la que se casara tenía un poco de suerte, concebiría un descendiente la noche de bodas y, nueve meses después, se habría convertido en una viuda muy, pero que muy rica.

Tenía claro que no iba a poner en peligro su vida para beneficiar a ningún Rathbone.

—¡No será capaz de destruir así la reputación de mi hija! —exclamó. Había cierta desesperación en la aparente jactancia del señor Rathbone.

El resto de los hombres presentes en la enmoquetada sala de lectura de White’s se asomaron un poco más. Los libros y periódicos habían quedado definitivamente a un lado, y nadie pretendía siquiera simular lo más mínimo que no estaba interesado en la conversación. Las miradas pasaban de Marcus a Rathbone constantemente.

Y ahora todas estaban fijas en Marcus.

—Dado que su hija carece de reputación, no hay nada que destruir, Rathbone.

Hubo una repentina exclamación colectiva salpimentada con bastantes risitas, algunas controladas, pero la mayoría no.

Rathbone tuvo el buen juicio de no discutir la afirmación de Marcus.

—Se le romperá el corazón.

Intentaba agarrarse a un clavo ardiendo. La muchacha no tenía corazón, lo cual, para muchos, la convertía en la pareja perfecta para el Duque sin Corazón.

Podía ser. Pero si tenía que casarse, y así debería de hacerlo algún día para asegurar la sucesión, prefería elegir una mujer cuyo comportamiento no fuera censurable, con algo de inteligencia y, a ser posible, con el deseo sincero de convertir sus últimos días en un periodo, como mínimo, soportable.

Rathbone abrió la boca de nuevo, probablemente para hablar, pero Marcus lo detuvo alzando la mano con gesto imperativo.

—Caballero, usted y su hija urdieron una trampa para cazarme, y me niego a caer en ella. Fin del asunto.

Le pareció escuchar cómo rechinaban los dientes de Rathbone.

—Veo que no hay manera de razonar con usted, su excelencia. No hay duda de que todo lo que se dice acerca de su insensibilidad es cierto; incluso se queda corto.

Marcus inclinó la cabeza a modo de teatral asentimiento.

—No veo por qué iba usted a pensar de otra forma, caballero.

Los hombres, que prácticamente se agolpaban en la sala, se rieron sin pudor esta vez.

—Rathbone, Hart se ha apuntado una —dijo uno de ellos en voz alta.

Marcus no se volvió para averiguar quién había hablado. Podía haber sido cualquiera. Eran como una manada de lobos, que atacaban en cuanto les llegaba el más ligero olor a sangre. Y, por supuesto, no sentían la más mínima compasión por Rathbone.

Rathbone lanzó una mirada glacial al individuo que había hablado, y después se volvió hacia Marcus sin cambiar de expresión.

—Dadas las circunstancias, le dejo, excelencia. Pero no crea que voy a olvidar su infamia.

—Cuento con ello. Pero usted no debe contar con que voy a cambiar de opinión. Usted y su hija tendrán que buscarse otra manera de saldar las deudas que les agobian.

Rathbone aspiró por la nariz y volvió a elevar el mentón, pero la expresión de sus ojos lo decía todo. Intentaría hacerle la vida imposible a Marcus al menos durante unas semanas, pero tenía muy claro que había apostado fuerte y había perdido la partida.

—Su excelencia —dijo sin apenas abrir la boca y con una inapreciable inclinación, y después salió de la estancia a grandes zancadas.

Marcus miró al resto de los hombres, que volvían a centrar la atención en sus respectivas lecturas. Tal como esperaba, nadie dijo ni una palabra para comentar la escena presenciada, pero sabía muy bien que, en el momento en que saliera y la puerta se cerrara tras él, en la sala estallarían los comentarios y después todos saldrían a hacer correr la noticia. ¡Idiotas! Le ponían enfermo, literalmente. No lo podía evitar.

El gerente del club se acercó rápidamente a él en cuanto salió de la sala de lectura.

—Excelencia, le pido disculpas por el comportamiento de Rathbone. De haberlo sabido…

—No pasa nada, Montgomery. Rathbone es miembro del club. Tiene el mismo derecho que los demás a comportarse como un imbécil en estas dependencias.

—Peor me lo pone —dijo Montgomery frunciendo el ceño—. Su excelencia, ¿puedo ofrecerle una botella de nuestro mejor brandy, para que ambos nos saquemos la espinita de este funesto encuentro?

Si cada vez que se enfrentaba a una situación semejante tuviera que beberse una botella de licor, sería alcohólico ya hacía mucho tiempo.

—Se lo agradezco mucho, pero no. Creo que voy a…

—¡Marcus!

Sonrió ligeramente y notó cómo su enfado desaparecía de inmediato. Era capaz de reconocer esa voz sin esfuerzo. Se volvió a mirar a su primo Nate, el marqués de Haywood, que se acercaba con su común amigo Álex, conde de Evans.

—Tenías cara de querer golpear algo —dijo Nate en voz baja. Su rostro mostraba preocupación al estrechar la mano de Marcus.

—O a alguien —dijo Álex sonriendo abiertamente—. Y no hace falta ser un lince para saber a quién. Acabamos de cruzarnos con Rathbone.

—Seguro que ha intentado presionarte para que te cases con su hija, ¿a que sí? —afirmó Nate sonriendo, pero la alegría no le llegó a los ojos—. Está claro que lo has puesto en su sitio, y me alegro.

—Por Dios bendito, yo también. No puedo imaginarme un destino más horrible que atarme a esa chica para siempre —casi exclamó Álex, y después se aclaró la garganta—. Pero esta parte es el final, feliz por supuesto, de la historia. Siento curiosidad por el comienzo… ¿Qué pasó en realidad en el jardín de los Palmerson?

Marcus echó un rápido vistazo a su alrededor. Montgomery se había alejado un poco tras la aparición de Nate y Álex, pero todavía andaba por las proximidades, probablemente con la sana intención de dar salida a la botella de brandy. Y también le pareció escuchar, cada vez más cerca, la desagradable voz de Uppleton. Era prácticamente imposible mantener una conversación privada allí.

—Venid conmigo a la mansión Hart y os contaré la historia mientras tomamos una copa.

—De ahí venimos precisamente, ¿sabes? —dijo Álex mientras empezaban a dirigirse hacia la puerta—. Tu mayordomo insistió en que, si te encontrábamos, no dejáramos de informarte de que te ha llegado una carta de Loves Bridge.

«¿De Loves Bridge? ¡Vaya por Dios!»

Se le revolvió el estómago, como siempre que oía hablar de aquel condenado pueblo.

Nate le dio una palmada en el hombro.

—Seguro que no es más que una consulta de tu administrador.

Marcus asintió. Se trataría de alguna reparación para la que Emmett necesitara su permiso. Le contestaría, como hacía siempre, diciéndole que hiciera lo que él considerara oportuno.

Solo había estado una vez en su vida en Loves Bridge y, por tanto, en la hacienda de su propiedad, Loves Castle. Fue veinte años atrás, cuando la maldición de Isabelle Dorring le obligó a elegir una nueva soltera para vivir en la casa de acogida de mujeres en tal situación, Spinster House. La mujer que se presentó, una tal señorita Franklin, fue víctima en su juventud de un escándalo que le impidió de por vida cualquier posibilidad de matrimonio, o al menos eso fue lo que le contó su tío Philip. El padre de Nate fue el que hizo la entrevista, pues Marcus era poco más que un niño.

Respiró hondo y se liberó casi por completo de la ansiedad que lo había atenazado. Lo más probable era que la carta no se refiriera a Spin­ster House. Con toda probabilidad, a la señorita Franklin le quedaban varios decenios de vida.

A él, en cambio, no.

—Debo decirte que he notado a Finch un poco inquieto —dijo Nate mirándolo con cierta preocupación según salían por la puerta de White’s—. Me dijo que hacía horas que no sabía nada de ti.

—¿Solo un poco inquieto? Ese hombre parece que va a romper a llorar en cualquier momento —bufó Álex.

Demonios.

—Pues no entiendo por qué. Podía haberle preguntado a Kimball dónde estaba.

—El caso es que Kimball también parecía bastante preocupado —afirmó Nate, arrugando aún más el entrecejo.

—Esto es ridículo. —Podía entender lo de Finch, ¿pero Kimball? Su lacayo sabía perfectamente que la única forma que Marcus tenía de aliviar sus tensiones y sus cambios de humor era caminando. La señorita Rathbone era la tercera mujer que intentaba llevarlo al matrimonio mediante artimañas, y eso que la temporada social prácticamente acababa de empezar—. Le dije a Kimball que iba a dar una vuelta. Eso me aclara las ideas y me tranquiliza.

—El humo y el hedor de Londres lo único que aclaran, o más bien vacían, es el estómago… Eso sí, de alcantarilla en alcantarilla —dijo Nate sarcásticamente.

—Bueno, tampoco hay que exagerar —protestó. Aunque la verdad es que podría haber estado paseando por un muladar y ni se habría dado cuenta.

—Puede que Finch no creyera que el paseo podría durar varias horas —insistió Nate con el mismo tono de antes.

¡Por Zeus! ¿Tanto tiempo había estado dando vueltas de aquí para allá?

—Si tanto te gusta andar, ¿por qué no te sacudes de las botas el polvo y el barro de Londres y te marchas al Lake District? —dijo Álex dándole una palmada en la espalda. Por una vez, parecía que hablaba completamente en serio—. Finch y Kimball no son los únicos en notar que, desde hace algún tiempo, no eres el mismo.

—¡No exageremos! Estoy perfectamente.

Se produjo un silencio. Todos sabían, incluido el propio Marcus, que aquello no era verdad.

—Retozar entre los arbustos con una mujer casadera no se aviene en absoluto con lo que podríamos llamar tu comportamiento normal —dijo Nate. Su tono fue exactamente el mismo que utilizaba el tío Philip cuando, siendo niños, les reñía a propósito de alguna travesura.

Nate actuaba con buena intención, pero su no disimulada y constante preocupación estaba poniendo muy nervioso a Marcus. No quería tenerlo siempre vigilando y merodeando…

Aunque la verdad era que, hasta cierto punto, Nate siempre se había comportado de la misma forma. Eran primos, pero habían crecido como si fueran hermanos, y Nate era el mayor… con una diferencia de solo tres semanas.

—¿Es cierto que le quitaste el vestido «del todo» a la chica, como va diciendo por ahí lady Dunlee? —preguntó Álex.

—Puro cotilleo —respondió Marcus con un suspiro. Por fin habían llegado a su casa—. Entrad y os contaré con pelos y señales la verdadera y triste historia.

Según subían las escaleras del exterior notaron movimiento en las cortinas de una de las ventanas, y casi sin transición se abrió la puerta principal, por la que apareció Finch. Tenía el pelo gris levantado, como si se lo hubiera revuelto con los dedos en lugar de cepillárselo.

—¡Oh, gracias a Dios que lo han encontrado!

Por un momento, Marcus temió que el mayordomo fuera a abrazarlo por el cuello y estrecharlo contra su pecho, pero afortunadamente se contuvo a tiempo y recobró las formas.

—Había ido a dar un simple paseo, Finch —dijo al detenerse en el umbral.

—Pero ha estado fuera mucho tiempo, excelencia —intervino Kimball, que acababa de aparecer junto al propio Finch—. Le temblaban ligeramente las manos mientras le ayudaba a quitarse el chaleco—. Estábamos preocupados. La verdad es que no le noté nada bien de ánimo cuando se marchó.

¿Pero qué pensaban estos dos que iba a hacer? ¿Arrojarse al Támesis?

Su expresión mostraba que eso era precisamente lo que habían creído. Las cosas iban de mal en peor.

—Bueno, pues como pueden ver, me encuentro perfectamente bien —dijo, forzándose a sí mismo a sonreír—. Soy un adulto. No deben tener miedo a que me pierda…

Finch echó una de esas miradas a Kimball. ¡Por Dios bendito!

—La cosa es que su señor padre desapareció precisamente a la misma edad que usted tiene ahora, su excelencia —explicó Kimball tras aclararse ruidosamente la garganta.

—De ahí nuestra preocupación, no sé si me explico —dio Finch asintiendo.

Igual debería jubilar a estos dos. No se le había pasado por la imaginación hasta ese momento, pero de hecho Kimball era sexagenario desde hacía tiempo, y Finch ya había cumplido setenta.

—Los problemas empiezan el día en que el duque de Hart cumple treinta años, y empeoran con el paso del tiempo. Fue lo que pasó con su padre, y mi padre me contó lo mismo de su abuelo.

—La maldición —dijo Finch con voz sombría.

—La sucesión —intervino Kimball, como si fuera a echarse a llorar—. Llegará el matrimonio, y entonces…

De las caras de ambos hombres había desaparecido cualquier rastro de color.

No, no era posible que, además de su primo Nate, estos dos también se propusieran estar encima de él durante el resto de sus días. Hacía que la idea de la muerte resultara hasta atractiva.

—Bueno, dado que no tengo planes de matrimonio de aquí a muchos, pero que muchos años, no hace falta andar por la casa con permanente cara de funeral.

Los dos sirvientes se estiraron todo lo que les permitía su edad.

—¿Entonces no se va a casar con la señorita Rathbone, excelencia? —preguntó Finch.

—¡Por supuesto que no! ¿Acaso cree que he perdido la cabeza?

—Está claro que no, señor —dijo muy aliviado, y de inmediato se sonó la nariz con el pañuelo.

—Es una noticia espléndida, excelencia —dijo a su vez Kimball, cuya sonrisa fue tan amplia que hasta debió hacerse daño en las mejillas.

—Si, claro. Y quizá sea ya hora de que vuelvan a sus quehaceres. Por cierto, Finch, ¿sería tan amable de ordenar que lleven a mi estudio un refrigerio, por favor?

—De inmediato, excelencia.

—Estos dos son peores que un par de cuidadoras novatas de guardería —dijo Marcus una vez que Nate, Álex y él mismo estuvieron a salvo de intrusiones en el estudio—. ¿Queréis un poco de brandy? —preguntó. Tenía intención de ser bastante generoso consigo mismo al respecto.

—No es de extrañar, Marcus —dijo Nate al tiempo que alcanzaba su vaso—. Conocen la maldición desde siempre, y la han visto cumplirse al menos dos veces.

—Pero todos sabemos que no es más que un cuento, ¿verdad? —dijo Álex sentándose con su vaso de brandy en un sillón de orejas y estirando las piernas hacia el calor de la chimenea—. Por el amor de Dios, hoy en día nadie cree en maldiciones. La sola mención del asunto es irrisoria —afirmó mirando a Nate y a Marcus, y después frunció el ceño—. Y sin embargo, ninguno de vosotros sonríe siquiera.

—No —dijo Nate sentándose en otro sillón—, no nos hace ninguna gracia.

Marcus se bebió de un trago el licor que le quedaba en el vaso e inmediatamente se sirvió más.

—No me iréis a decir que os creéis todas esas estupideces que circulan entre los miembros de la alta sociedad sobre la supuesta muerte de Marcus antes de que nazca su heredero.

—Pues eso es precisamente lo que creemos —dijo Nate mirando fijamente a Álex.

—¡Pero eso es ridículo! ¿Cómo podéis ni siquiera considerarlo? Los dos sois inteligentes, y no… —protestó Álex, pero Marcus lo interrumpió.

—Empezó hace doscientos años —dijo, apoyándose en el escritorio. Por Dios, claro que sabía que era ridículo, pero por desgracia también era cierto—. Exactamente hace doscientos años, en 1617, cuando el tatarabuelo de mi tatarabuelo dañó gravísimamente el honor de la señorita Isabelle Dorring, la hija de un comerciante.

—La verdad es que fue una canallada —intervino Nate.

Sí, sin duda.

—La dejó embarazada —continuó hablando Marcus. Tomó otro generoso trago de brandy—. Según parece, la señorita Dorring estaba convencida de que mi antepasado iba a casarse con ella.

—¿Un duque casarse con la hija de un comerciante? Seguro que no.

—Pues al parecer la señorita Dorring no se dio cuenta de que eso era inconcebible —siguió Marcus. Cada vez que se permitía recordar o, como en este caso, contarle a alguien la historia de la maldición, le daban ganas de agarrar por el cuello al crápula del duque y estrangularlo con sus propias manos. Por desgracia, el aludido estaba muerto y bien muerto desde hacía demasiado tiempo—. El maldito individuo nunca debió acostarse con la chica sin hacerle entender que el matrimonio jamás podría formar parte del acuerdo.

—¿Y no sería que ella le puso una trampa, más o menos como la señorita Rathbone ha intentado hacer contigo? —sugirió Álex elevando una ceja.

—Si ese fue el caso, no debió dejarse atrapar.

No había ninguna excusa para que el tipo se comportara así. Ni la más mínima. Había que ser un auténtico canalla para aprovecharse de aquella manera de una joven inexperta y enamorada. No. Si el condenado duque hubiera tenido la más mínima pizca de honor, no se habría ni desabrochado los pantalones.

Exactamente igual que hacía él, independientemente de cuáles o cuántas muchachas casaderas intentaran convencerle de lo contrario. Aunque le costara la vida.

Y cada vez le resultaba más duro. A veces era mortalmente difícil no dejarse llevar por la tentación.

—No me cabe la menor duda de que se ofreció a mantener al niño —dijo Álex—, si es que de verdad era suyo. Se sabe que las mujeres a veces mienten con esas cosas.

—La señorita Dorring no mentía —indicó Nate—. El hecho de que, desde entonces, ni un solo duque de Hart haya sobrevivido para ver nacer a su hijo lo demuestra.

Marcus bebió otro trago. Intentó en vano hacer desaparecer el mal sabor de boca que siempre le dejaba hablar de esta historia.

Pero ni bebiéndose el decantador entero lo iba a lograr, bien lo sabía.

—Y no hay ninguna prueba de que mi despreciable antepasado ofreciera su apoyo —dijo Marcus—. Cuando Isabelle Dorring se dio cuenta de, digamos, el problema que tenía, el duque estaba de viaje de novios con su recién estrenada esposa.

—La verdad es que eso no estuvo nada bien —afirmó Álex con tono de lamento.

—No, ni mucho menos.

—¿Y qué paso con la señorita Dorring?

—Se suicidó, con su bebé aún no nacido, en Loves Water. Se lanzó al agua y se ahogó, de hecho.

—No estés tan seguro —protestó Nate, como hacía siempre—. Nunca encontraron su cuerpo.

—¿Y qué otra cosa pudo ocurrir? —preguntó Marcus. Nate conocía también la historia, pues fueron precisamente sus padres los que se la contaron a los dos. Odiaba pensar en ello, pero los hechos eran los hechos—. Sabes que el lago Loves Water es muy profundo, así que no es raro que no se encontrara el cuerpo.

—Es una historia muy triste. Realmente trágica. Pero no tiene por qué dar pie a una maldición —dijo Álex negando con la cabeza.

—Como ha dicho Nate, la historia de mi familia demuestra que la maldición es cierta. El duque en cuestión se rompió el cuello al caerse de un caballo dos semanas antes de que naciera su hijo. Su heredero murió de fiebres tan solo ocho meses después de casarse, y su mujer dio a luz dos meses más tarde. Y así, generación tras generación, se va repitiendo la historia.

—¿Y tu padre?

—Resbaló con una piedra suelta y se rompió la cabeza al golpearse con los escalones de mármol de esta misma casa. Yo nací seis semanas más tarde.

—Pero eso parece increíble —exclamó Álex frunciendo el ceño.

—No es cuestión de creer o no creer. Finch me ha contado que mi padre se mofaba del asunto y ya ves, está tan muerto como el resto de los duques.

—Y, ¿no hay manera de romper esta... eh, maldición? —dijo Álex, que los miraba como si acabaran de escaparse del sanatorio mental de Bedlam.

—El duque de Hart tiene que casarse por amor —dijo tranquilamente Nate antes de apurar el brandy que quedaba en su vaso.

—¿Y qué posibilidad hay de que pase eso? Ninguna —afirmó con rotundidad. Los padres de Nate eran la única pareja conocida que se había casado por amor. Era evidente que no había sido el caso de su propia madre.

Ni siquiera lo quiso a él, su propio hijo.

Su corazón se encogió. Estúpido.

«Tengo treinta años. Ya no me importa en absoluto.»

Su madre lo dejó casi recién nacido en manos de sus tíos y se fue al continente. Lo último que supo es que se había casado con un conde italiano y que vivía en una isla del Mediterráneo. Seguro que alguien la mantenía. No había tocado ni pedido ni un solo penique de sus derechos como viuda desde que él manejaba la fortuna familiar.

De hecho, ni la reconocería si en ese mismo momento entrase en la biblioteca.

«Fue bueno que me abandonara. Me dio la oportunidad de tener una familia. Me dio a Nate.»

En ese momento, Laurence, uno de los lacayos, entró con una bandeja con jamón, queso y pan.

—El señor Finch me ordenó que le recordara la carta que ha llegado de Loves Bridge, su excelencia. Está sobre su escritorio.

—Ah, sí, Laurence, ya la veo —respondió. Las novedades sobre tejas rotas o barandillas sueltas podían esperar.

—¿Qué pasó en realidad con la señorita Rathbone? —preguntó Álex una vez que Laurence salió—. Pensaba que no tenías ni las más mínimas ganas de liarte con ella.

—Eso mismo creía yo, Marcus —confirmó Nate, con un deje de preocupación en la voz, incluso de enfado—. Sabes que tienes que tener cuidado, sobre todo ahora.

Sintió la tentación de ordenarle a Nate que saliera de la habitación para librarse de su supervisión constante, pero su primo no era la única persona de la que quería escapar.

—Ya sabéis lo abarrotado que suele estar un salón de baile y el calor que puede llegar a hacer. Necesitaba un poco de aire fresco.

Lo cierto es que el ruido y el olor a humanidad que desprendía tanta gente en un espacio tan reducido le habían sacado de sus casillas, pero también contribuyó la incansable persecución de la viuda Chesney, de la que quería huir como fuera. Se había cruzado con ella en acontecimientos anteriores, y estaba claro que tenía la intención de llegar a territorios de intimidad más allá del puro coqueteo social. Marcus podía ser el Duque Maldito, o el Duque sin Corazón, pero también era un hombre con las mismas necesidades que los demás.

Y estaba solo. Tenía que admitirlo: no podía esperar un matrimonio largo y feliz, pero ansiaba una relación física con una mujer; no le bastaban las furtivas uniones del comercio carnal.

Se tomó otro largo trago de brandy. Pero resultó que la viuda Chesney también tenía precio: el anillo de compromiso.

Dio un puñetazo sobre la mesa. El dolor le sentó bien.

—Rathbone debía de estar observándome. Prácticamente caí en sus manos.

—Probablemente vio la oportunidad y se lanzó a por ella —comentó Álex—. Rathbone no se caracteriza precisamente por su inteligencia.

Lo cual convertía su error en algo mortificante. Igual sí necesitaba un guardián.

Ahora Rathbone podía difundir entre la alta sociedad su versión de lo ocurrido la noche anterior y, una vez más, la sombra del deshonor se cerniría sobre el título de Marcus.

—No puedo creerme cómo fui capaz de tragarme el cuento de que su hija se había perdido.

—Bueno, al menos la encontraste —comentó Álex intentando poner una nota de humor en la conversación, aunque con poco éxito.

Sí, por supuesto que la encontró. Llevaba la melena suelta y se había aflojado el corpiño, de modo que sus pechos prácticamente asomaban sin control.

Se le quedó la boca seca al recordarlo, maldita fuera.

—Estaba escondida tras un arbusto y prácticamente saltó sobre mí. Yo reculé, tropecé y caí hacia atrás —explicó. Se quedó mirando el vaso. La verdad es que la situación podría calificarse hasta de graciosa, si no hubiera sido tan condenadamente violenta—. El caso es que terminamos tirados en el suelo, casi uno encima del otro, y en ese momento apareció lady Dunlee.

Álex soltó una carcajada.

—No tiene ninguna gracia —espetó Marcus.

—No, en absoluto, sobre todo cuando tienes la mala suerte de ser el que se encuentra entre las garras de la señorita Rathbone —concedió Álex—. Pero si no es así… —concluyó, al parecer sin poder evitar volver a reírse, aunque de forma más contenida.

—Tuviste suerte de que la señorita Rathbone no gritara que la estabas violando —dijo Nate.

—Le hubiera resultado difícil, te lo aseguro. Cuando llegó lady Dunlee, la chica me tenía presionado contra el suelo y me besaba como una posesa.

—¿Y no fuiste capaz de detenerla? —preguntó Nate con su habitual arqueo de ceja.

Afortunadamente el estudio estaba lo suficientemente oscuro como para poder disimular el repentino rubor que sintió. O al menos eso esperaba.

—Hice bien en no intentarlo. Habría parecido que la estaba forzando.

Lo más terrible de todo, lo verdaderamente mortificante para él, era que tampoco se había sentido tan ansioso por librarse de la señorita Rathbone. Había gozado sintiendo el cuerpo de ella sobre el suyo.

Esta tendencia debía ser la que había terminado conduciendo a sus antepasados al matrimonio: la acuciante necesidad de un cuerpo femenino del que disfrutar. Era un apetito que iba más allá de lo puramente físico. Hasta entonces había procurado satisfacerlo con un ramillete de prostitutas creativas y agradables, y aunque la cosa había funcionado durante un tiempo, ahora cualquier sesión con alguna de las cortesanas más afamadas de Londres, por apasionada y dedicada que fuera, no le satisfacía.

Como no podía ser de otra manera, Nate estaba frunciendo el ceño.

—Las damas de Londres han perdido la vergüenza. Tendrías que dejar la ciudad durante un tiempo,

—Vámonos al Lake District —propuso Álex—. Allí es más probable encontrar ovejas que mujeres ávidas de marido.

—¿No es un sitio muy frío y húmedo? —dijo algo reticente. No obstante, la idea de dejar la ciudad y sus tentaciones le resultaba atrayente.

Dirigió la vista hacia la carta de Loves Bridge. Al fijarse, le pareció que no parecía proceder de Emmett.

—No es tan terrible en esta época del año —dijo Álex—. Además, ¿de verdad te asusta tanto un poco de humedad?

—Pues claro que no —respondió mientras agarraba la carta y le daba la vuelta. Tampoco reconoció el sello de lacre.

—¿Qué quiere Emmett? —preguntó Nate.

—No es de Emmett —respondió, y desplegó la hoja de papel. La letra era prácticamente ilegible. Por lo menos las líneas no se cruzaban, aunque iba a resultar verdaderamente difícil descifrar el mensaje.

La colocó más cerca de la lámpara. Al menos la persona había estampado su nombre debajo de la firma.

Randolph Wilkinson, abogado.

Le sonaba familiar…

Maldición. Claro que era familiar. Wilkinson, Wilkinson y Wilkinson era el bufete que supervisaba Spinster House. El hecho de recibir una carta de ellos solo podía significar una cosa.

Había una vacante en Spinster House.

—Creo que ya tengo a dónde ir para alejarme de Londres —dijo, exhalando un profundo suspiro, mientras volvía a dejar la carta encima del escritorio—. Mañana por la mañana parto hacia Loves Bridge.