Capítulo 13

10 de junio de 1617

¡Marcus ha vuelto! Soy inmensamente feliz. Aunque sé que algo le preocupa. Espero que me diga pronto de qué se trata.

—del diario de Isabelle Dorring

Cat estaba sentada en la biblioteca de Spinster House rodeada por un montón de papeles desperdigados sobre la mesa. Ciertamente, muchas de las frases estaban tachadas, pero la historia empezaba por fin a tomar forma. Su dócil, aburrida y pobre heroína por fin había tomado el control de su vida. En lugar de quedarse sentada en un rincón esperando a que el atractivo duque de Worthing se fijara en ella por casualidad, había decidido librarle de una malvada bruja y de su pariente, una gata taimada y astuta.

Amapola se estiró, sin duda disfrutando de la luz del sol que entraba a raudales por la ventana.

Cat sonrió. Sí, puede que la historia estuviera más o menos inspirada en acontecimientos reales. Pero lo importante era que había conseguido por fin pasar de la maldita primera frase. Puede que fueran bobadas, pero al menos estaba escribiendo algo. Seguro que la dama que escribió Sentido y sensibilidad y Orgullo y prejuicio tampoco fue capaz de pergeñar esas extraordinarias novelas al primer intento.

Sumergió la pluma en el tintero y empezó a pensar en un personaje que se iba a parecer mucho a la señora Barker, en todos los aspectos. Primero la describiría…

¡Vaya! Alguien estaba llamando a la puerta.

Puede que la persona, fuera quien fuese, se marchara si no abría a la primera. Se inclinó de nuevo sobre el papel.

No. Volvían a llamar. Arrugó el entrecejo y se tocó los labios con la pluma. Seguro que era uno de sus padres, o de sus hermanos. Había conseguido que llamaran a la puerta en lugar de irrumpir por las buenas.

Bueno, era cierto que cerrar con llave había ayudado a que lo hicieran.

El volumen de la llamada crecía. No cabía la menor duda de que el visitante no iba a parar hasta que abriese la puerta. Suspiró y se levantó.

—¿Por qué la gente no me deja en paz, Amapola?

La gata se quedó mirándola.

Bueno, estaba claro. Gracias a la malicia de Anne la gente la estaba dejando muy tranquila. Al parecer, su reputación no podía ser peor, aunque era difícil de creer que un simple beso en la oscuridad y entre los arbustos se hubiera convertido en un pecado tan terrible.

Se puso colorada. La verdad es que la gente hablaba de mucho más que un simple y casto beso. No creía que fuera Anne quien hubiera inventado tantas cosas, pero su traición le dolía, y mucho. Aunque puede que ella hubiera hecho algo parecido si no llega a ganar. La frustración engendra el mal.

Tenía que dejar pasar la tormenta. Todo se calmaría en cuanto el duque se fuera de Loves Bridge.

Pasó a toda prisa por la sala de estar. El maldito sonido de la puerta era cada vez más alto e insistente.

—¡Ya voy, ya voy! —dijo mientras abría la puerta, y se quedó de piedra—. Pero ¿qué hace usted…?

¡Santo cielo! Era el duque. Le pareció que el corazón hacía una extraña pirueta en su pecho mientras miraba su atractivo rostro.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

No fue un recibimiento cordial ni mucho menos, pero al parecer la sorpresa y una emoción bastante más carnal no conducían a un comportamiento bien educado.

—Pues estoy aquí para hablar con usted, por supuesto. ¿Puedo entrar, señorita Hutting?

—¡No! —Era lo único que le faltaba. Las personas razonables podían dudar de hasta dónde podría haber llegado en los arbustos con él, pero solos en una casa… No es que tuviera mucha idea de qué pecados podía llegar a cometer, pero no le cabía duda de que el duque sí. Seguro que se le ocurrirían un montón de posibilidades.

Sintió una desconcertante oleada de calor, e hizo un movimiento para cerrar la puerta sin más explicaciones.

Pero él se lo impidió simplemente retirándole la mano.

—Gracias —dijo, y rebasó tranquilamente el umbral.

¿Fueron las inhalaciones escandalizadas de los cotillas de Loves Bridge lo que sintió en sus oídos?

No. Era su propia respiración. Echó una mirada al exterior. ¡Vaya por Dios! La señora Greeley, que seguramente iba a la vicaría para dar los últimos toques al vestido de novia de Mary, miraba boquiabierta desde el otro lado de la calle.

—Tiene que irse ya mismo. Alguien le ha visto entrar.

—¿De verdad? —dijo el duque, y se asomó a la puerta—. Y yo acabo de ver a esa señora, a la que no conozco, por cierto. —¡Y la saludó agitando la mano y sonriendo!

La señora Greeley, desconcertada, le devolvió el saludo débilmente.

—¡Ohh! —Cat sintió cómo la humillación invadía todo su ser, y se volvió cuando el duque cerraba la puerta… pero quedándose dentro.

¡Dios! Hizo lo mismo que la primera vez que visitaron la casa juntos: invadir todo el espacio disponible. Sintió que se le iba un poco la cabeza.

«Tengo que contener mis emociones, porque si no voy a perder el control.»

—Puede que no sea consciente de ello, su excelencia, pero alguien, sospecho que Anne, ha ido por ahí contando la historia de nuestro breve encuentro junto a la vicaría, entre los arbustos. El problema es que se le han añadido detalles falsos y perniciosos para la fama de ambos. Y dado que todo el pueblo me ha dado la espalda, creo que lo lógico es que usted se marche, antes de que las cosas vayan a peor…

Tuvo que dejar de hablar, porque él le puso las manos sobre los hombros.

—Sé lo de los rumores, Catherine. Y lo siento muchísimo. Acabo de enterarme, y si lo hubiera sabido antes, antes habría venido.

—¡Ah! —Tal como se temía, su pobre cerebro se había puesto a dar vueltas de repente, como si fuera un ratoncillo atrapado en el fondo de una cacerola profunda y resbaladiza. No podía pensar en otra cosa. Pero a su cuerpo no le hacía falta el cerebro: sabía exactamente lo que quería, y era abrazar a Marcus con toda su alma. Respiró su aroma, sintió el calor reconfortante de sus manos y experimentó una necesidad casi dolorosa de volver a besar sus labios, de…

—Vengo de hablar con tu padre, y me ha dado su permiso para que pague por las libertades que me tomé.

—¿Cómo? —Lo que decía Marcus no tenía ningún sentido para ella. ¿Por qué no dejaba de hablar y la besaba de una vez?

—Mañana iré a Londres a obtener una licencia especial —dijo riendo y sacudiéndola con dulzura—, y así nos podremos casar…

—¿¡Casarnos!? —exclamó echándose hacia atrás—. ¿Has perdido el juicio?

Para ser más precisos, ¿lo había perdido ella? Había estado soñando durante años con lograr la libertad que tenía ahora. Podía vivir sola, siguiendo sus propias reglas y sin interrupciones constantes. Y sin embargo, al escuchar las palabras de Marcus, su primer impulso fue tirarlo todo por la borda, lo mismo que había hecho la señorita Franklin hacía solo unos días.

Él bajó las cejas casi hasta la nariz.

—No, por supuesto que no lo he perdido.

—¿Y entonces por qué me hablas de matrimonio? —No podía estarse quieta, se movía hacia atrás y hacia delante, siempre procurando quedar fuera del alcance de sus brazos y él de los suyos, que pugnaban por abrazarlo. La tentación de ceder a sus planes era extraordinariamente fuerte. Su cuerpo sentía tal necesidad que ni la dejaba pensar.

«Recuerda: el duque, Marcus, piensa que el matrimonio es su sentencia de muerte.»

«Se equivoca. La maldición no es más que una patraña para supersticiosos.»

«Pero si estuviera en lo cierto…»

No quería ser responsable de la muerte de Marcus.

El duque la seguía mirando fijamente.

—Te he comprometido. He arruinado tu reputación. Por supuesto que hablo de matrimonio.

—Tonterías. No has arruinado mi reputación. Fue Anne la que lo hizo. —Una vez dicho eso, se lo pensó mejor—. En todo caso, mi reputación no ha sufrido daño alguno. La gente hablará durante algún tiempo, pero pronto se darán cuenta de que están haciendo una montaña de un grano de arena. Incluso pienso que Anne, y la propia Jane, una vez superada la frustración de no haber logrado la vacante de Spin­ster House, se atendrán a razones y podremos reanudar nuestra amistad —dijo, expresando más una esperanza que una opinión.

—E incluso aunque mi reputación no se recupere —continuó—, fui yo quien te arrastré hacia los arbustos, así que se podría decir que yo misma soy la responsable de todo lo que me pueda ocurrir. —En este punto, forzó una sonrisa—. ¿Te das cuenta? Quedas absuelto de cualquier responsabilidad.

Él todavía la miraba con cara extrañada. ¿Pero qué diantre le pasaba? Debería estar dando palmas y botando de alegría.

—¿Y qué pasa con esa mujer que acaba de pasar por aquí, la del sombrero tan horrible? Me acaba de ver entrar, y hasta la he saludado con la mano.

—¡No se te ocurra decirle eso nunca!

—¿Decirle qué a quién? —dijo él pestañeando.

—A la señora Greeley, la mujer que te ha visto entrar. No debes decirle nunca que su sombrero es feo. Es la modista del pueblo, y algo así le molestaría mucho.

A la pobre mujer se le caería el mundo encima si descubriera que un duque de Londres consideraba horrible su ropa, aunque fuera un simple sombrero. Aunque a ella no le sorprendía en absoluto. De hecho, su madre llevaba años intentando decirle, con todo el tacto del mundo, que su sentido de la estética dejaba bastante que desear.

—Entonces que no se ponga en la cabeza un adefesio como ese. Espero que tenga un poco más de gusto para los vestidos.

—Bueno, la verdad es que no demasiado, pero al menos se toma bastante bien las sugerencias, o más bien instrucciones, que se le dan. Para hacer el vestido de Mary, entre mi madre y mi hermana prácticamente la han llevado de la mano. De hecho, aunque un poco a regañadientes, accedió a eliminar los adornos que quería colocar —dijo Cat riendo—. Tenías que haber visto la cara de mi madre cuando Mary logró por fin asomar la cabeza entre la maraña de pliegues, frunces, lazos y nudos durante la primera prueba. Mi padre dijo que parecía como si se le hubiera caído encima una mercería completa.

El duque se quedó boquiabierto, y después sacudió la cabeza como si fuera él el que quisiera quitarse de encima tales artículos.

—Bueno, esto no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Lo que quiero decir es que esa mujer tiene lengua y que probablemente la utilizará. Todo el mundo estará al tanto de mi visita en cuestión de horas.

—En efecto. Y es un argumento excelente para que termine cuando antes —dijo, y se abalanzó hacia la puerta.

—¿Y qué pasa con tu reputación? —dijo Marcus sin moverse de donde estaba. Su voz sonaba a frustración. Debía de estar acostumbrado a que todo el mundo se sometiera a sus deseos y cumpliera sus planes.

—Ya te lo he dicho. Si mi reputación se resiente, será solo debido a mis propios actos —dijo encogiéndose de hombros—. Por otra parte, la reputación es algo que puede ser importante para las jovencitas cuya única preocupación es la caza de un marido —«que no seas tú»—, así que no necesito ni siquiera mantenerla, o recuperarla. —Pudo escuchar cómo le rechinaban los dientes a él—. Así que, si eres tan amable, ya puedes…

Empezó a abrir la puerta, pero el duque fue más rápido y la pilló completamente por sorpresa. En un segundo pasó de tener la mano en el pomo para abrir a tener la espalda contra la puerta cerrada.

Lo miró sin llegar a entender qué era lo que estaba pasando. No ayudaba mucho el hecho de que su cuerpo estuviera pegado al de él, desde los hombros hasta las rodillas.

—No me ha dado tiempo de abofetearte —dijo. Tendría que estar furiosa, pues no la dejaba ni moverse.

En realidad no quería hacerlo, salvo para apretarse aún más contra él. Pero intentó separarse echándose más hacia la puerta, y el muy malvado hizo lo mismo.

La mínima parte de su cerebro que todavía le funcionaba pensó que, si se lo pidiera, la dejaría en paz.

«Si al menos pudiera hacer acopio de la fuerza de voluntad suficiente como para pedírselo…»

—Pues claro que no —dijo él, sonriendo de forma extraña—. No soy idiota.

Y entonces su boca se posó sobre la de ella.

El beso fue muy distinto al que le dio en los arbustos. Sus labios no se limitaron a acariciar ligeramente los de ella. Los apretaron. Se golpearon, exploraron, buscaron con avidez.

Las manos también empezaron a trabajar, moviéndose de las caderas a la cintura, de ahí hacia arriba, justo hasta la base de sus senos. Para su sorpresa, se vio invadida por un placer denso y cálido que le llegaba a las entrañas y se abría paso entre las piernas. Sus pezones se erizaron y casi le dolieron, pero no le importaba. De repente se notó muy, pero que muy caliente.

Menos mal que entre Marcus y la puerta la sujetaban, porque si no se hubiera caído al suelo, completamente desmadejada.

Quería tocarlo. Empezó a explorar con las manos bajo su abrigo, pero el maldito chaleco se interpuso y no permitió que llegaran a donde ella quería. Tenía que arrancárselo. Quería arrancarlo todo, la ropa de él y también la suya. Quería sentir su carne desnuda junto a la de ella.

Con los labios y la lengua él fue siguiendo la línea de su mandíbula, y de pronto llegó a una zona muy sensible, justo debajo de la oreja y empezó a explorar.

Gimió y apretó la entrepierna, llena de un deseo incontenible y casi doloroso, contra los muslos de él, y también contra un bulto que había aparecido en medio de ellos. Solo con que fuera unos centímetros más alta, ese bulto se acoplaría perfectamente a su zona más cálida, que ahora notaba húmeda. Se estiró y le rodeó el cuello con los brazos.

Él movió su boca hacia la de ella, y esta vez le pasó la lengua por los labios. ¿Quería que abriera la boca?

Así lo hizo.

¡Oh! Su lengua se deslizó dentro e hizo palpitar todo su cuerpo. Fue como si se creara un hueco insondable que solo él podía llenar.

Sus dedos empezaron a acariciarle el pelo, ese pelo recio y a la vez sedoso, solo ligeramente ondulado, y volvió a gemir mientras parecía que el corazón le estuviera latiendo junto a los oídos.

Quizá fuera esa la razón por la que no oyó que alguien llamaba a la puerta.

No obstante, Marcus sí lo oyó. Y levantó la cabeza.

—¿Esperas visita? —susurró.

—¿Eh?

Él miró hacia la puerta, justo en el momento en que, quienquiera que fuese, volvía a llamar.

—¡Oh! —exclamó en un susurro, tratando de apartarlo de ella.

—Espera —le murmuró al oído—. Sea quien sea se marchará si no abres.

—¿Y qué pasará entonces? —susurró ella a su vez—. Sabes que la señora Greeley te ha visto entrar. La gente se imaginará lo peor.

—Pues hagamos lo peor —dijo él sonriendo. Su expresión era a la vez seductora, juguetona y extremadamente feliz.

Oh, no. Ceder a esa tentación sería un error enorme. El tipo de actividad al que probablemente se refería seguramente traería como consecuencia un niño, lo que haría aún más difícil rechazar su proposición matrimonial.

Al adivinar la respuesta, se mostró decepcionado y la soltó. De inmediato abrió la puerta. Su hermana Mary estaba marchándose ya, con Michael a un lado y Thomas al otro. Se volvieron, y los dos niños sonrieron abiertamente.

—¡Es verdad, el señor duque está aquí! —dijo Mikey, que salió corriendo y se abrazó a las piernas de Marcus.

—Por poco nos marchamos —dijo Tom mientras salía de detrás de Mikey.

—¿Dónde está Amapola? —preguntó Mikey—. Nos pareció escucharla maullar justo detrás de la puerta.

Cat notó que se ruborizaba, y vio que los ojos de Mary captaban perfectamente la situación.

—Creo que está en la habitación del clavicémbalo, Mikey. O puede que haya salido por ahí. Ya sabes, es muy independiente, y además os tiene un poco de miedo a Tom y a ti.

—¡Qué gata más estúpida! —exclamó Mikey, y después agarró la mano de Marcus—. Vamos a buscarla, señor duque.

Sumisamente, Marcus dejó que los dos niños lo arrastraran a buscar a la gata.

—Me pregunto qué le ha pasado al pelo del duque —dijo Mary mientras miraba al pequeño grupo saliendo de la habitación—. Lo tiene un poco desaliñado.

—Humm. —Probablemente, lo más seguro era no opinar.

—Lo cierto es que tú también estás bastante despeinada.

Las manos de Cat acudieron raudas a intentar reparar los daños. ¡Madre mía! ¿Cómo era posible que se le hubiera alborotado tanto? Necesitaría un espejo para arreglar el desaguisado.

—Bueno, la verdad es que, eh…, estábamos en mitad de una conversación.

—Una «conversación». Bueno, es un término interesante para describir lo que hacíais, me parece.

La verdad es que Mary podía llegar a ser muy molesta.

—Al duque le han llegado todos los rumores. Ha ido directamente a pedirle mi mano a papá.

—¡Oh, Cat, eso es maravilloso! —exclamó Mary abrazándola con fuerza—. ¡Cuánto me alegro por ti! ¡Ves? No ha dejado que esa estúpida maldición le impida pedirte en matrimonio.

Al notar que Cat no le devolvía el abrazo, Mary se retiró un poco y la miró con la cara sorprendida.

—¿Qué pasa? —Arrugó aún más el entrecejo—. No irás a mantener tu absurda decisión de no casarte, supongo. ¿O sí?

Eso era precisamente lo que debía decir, pero en ese momento no tuvo el valor de hacerlo.

—No puedo casarme con él.

—¿Y por qué no?

—Porque él sigue creyendo en la maldición, Mary. No puedo permitir que se juegue la vida solo porque la gente hable mal de mí.

—Pero no va a morir, Cat, tú ya lo sabes —exclamó Mary, aunque abrió los ojos como platos al ver la expresión de Cat—. ¿O es que piensas que sí?

Un miedo glacial enfrió la pasión que había sentido.

—La verdad, ya no sé qué creer.



Marcus caminaba desde los establos hacia el castillo. Cuando partió hacia el pueblo, estaba seguro de que tanto el vicario como su esposa se le echarían al cuello para agradecerle el hecho de estar dispuesto a hacer lo que debía en relación con su hija. También había pensado que a Catherine le aliviaría mucho verse libre del escándalo. Finalmente, pensaba que a estas alturas estaría prometido y a la espera de una muerte cercana.

Pero se olvidó de que se había involucrado con una familia de lunáticos.

Se golpeó el muslo con la palma de la mano. ¿Qué demonios podía hacer? No podía arrastrar a Catherine al altar a la fuerza y en contra de su voluntad.

¿Y por qué deseaba hacerlo? En realidad, el resultado de esa extraña mañana era como para estar muy, pero que muy contento. Se había comportado de una forma absolutamente honorable. Ahora estaba libre de cualquier culpa, aparte de que la situación, en origen, tampoco había sido provocada por él.

Apretó los dientes. En cualquier caso, la gente sí que le culparía. Todo el mundo daría por hecho que no había pedido la mano de la chica, porque ninguna mujer en su sano juicio desperdiciaría la oportunidad de convertirse en duquesa de la noche a la mañana. Aunque, claro, ser la esposa del Duque Maldito…, eso era otra cosa. Además, fue él quien inició el beso en los arbustos. Y el de Spinster House…

Aceleró el paso.

¿Pero qué le estaba pasando? Hasta ese momento jamás le había importado lo que la gente pensara de él. Y, desde luego, no había dedicado un solo segundo de su tiempo a preocuparse por la reputación, literalmente arrastrada por los suelos, de la señorita Rathbone.

Pero la reputación de la señorita Rathbone, ya antes del incidente, era la de una arpía desagradable, sin escrúpulos y peligrosa para cualquier hombre. Se había ganado cualquier cosa que se dijera de ella. Sin embargo, Catherine…

¡Oh, Dios! Su descerebrado miembro se puso rígido, dejándole claro como el agua el motivo por el que se encontraba en semejante estado de agitación. Esto no tenía nada que ver con la reputación de Catherine. Se había sentido inmensamente feliz por el mero hecho de verla en cuanto abrió la puerta. Su corazón, y su miembro, habían saltado de gozo, y no era una metáfora. No debería haber saludado con la mano a la señora Greeley, pero es que de verdad deseaba que le vieran con Catherine. Que todo el mundo supiera, sin ningún atisbo de duda, que era suya.

El problema es que no lo era.

Pero había respondido a su beso.

Al menos eso pensaba. Aminoró el paso, intentando recordar la escena con todos sus detalles. Igual no estaba en condiciones de asegurarlo, dado que él mismo estaba abrumado por sus sentimientos y sensaciones.

No, la verdad es que estaba muy claro. Ella no lo intentó apartar. Todo lo contrario: sintió sus manos bajo el abrigo, después acariciándole el pelo. Gimió y se restregó contra él…

¡Por Zeus! La reacción de su cuerpo casi le hizo sentirse avergonzado en medio del campo. Tenía que pensar en otra cosa, como por ejemplo las obras del establo, los drenajes y todo eso…

Y el cuerpo de Catherine se adaptaba perfectamente al suyo. Su boca le dio una calurosa bienvenida, y lo único que le apetecía era dejarse llevar y perderse en su calidez, en su ternura, en sus profundidades húmedas.

Pasó a desear tenerla debajo de él, desnuda, y penetrarla mientras ella pronunciaba su nombre entre gemidos…

No. Piensa en hongos podridos. En reparaciones con argamasa. En tejados con goteras.

Esta atracción insana era el resultado de la maldición. Ahora que había cumplido los treinta, crecía dentro de él la premura por asegurar la sucesión y lo empujaba hacia el acantilado del matrimonio, mortal de necesidad para él. Finch y Kimball ya le advirtieron. Y Nate hizo lo que pudo para salvarle.

Era el momento de salvarse a sí mismo.

Tenía que alejarse todo lo que pudiese de la señorita Hutting, y cuanto antes mejor. Se iría a Londres de inmediato. Emmett y Dunly se habían ocupado de la hacienda y del castillo sin problemas durante todos estos años, así que podían seguir haciéndolo. No le necesitaban. Ojalá cuando tuviera que volver para asistir a la boda de Mary, a la que no podía faltar, sobre todo debido a que Nate se había comprometido a tocar el pianoforte, estuviera ya curado. Unas cuantas visitas a sus burdeles favoritos le ayudarían.

Intentó no hacer caso de las náuseas que sintió en el estómago al pensar en relacionarse carnalmente con alguien que no fuera Catherine.

Menos mal que Mary y los gemelos aparecieron en ese momento preciso. Iba a echar de menos a Thomas y a Michael… bueno, en realidad a todos los Hutting, pero era inevitable. A veces la retirada, qué diablos, la huida sin dejar rastro, era la única opción.

Emmett lo abordó en la puerta del castillo.

—Excelencia, cuánto me alegro de que haya vuelto —dijo el administrador, aunque en realidad no parecía en absoluto contento, sino bastante nervioso—. Tiene usted una visita. —Se aclaró la garganta—. Le espera en el estudio.

¿A quién demonios se le ocurría visitarle aquí, en el castillo?

—¿Ha dado su nombre?

—Sí.

Marcus esperó, pero Emmett se quedó mirándolo con una sonrisa de pánico pintada en la cara.

—¿Y de quién se trata?

—Eh… —Emmett tragó saliva—. Mmm, la señora Cullen —respondió al fin. Al parecer había logrado soltar la lengua—. Llegó hace poco más de una hora. La he instalado en el estudio y le he llevado té y pastelillos. Está deseando verle, excelencia. Le sugiero que la reciba —dijo sonriendo débilmente— tan pronto como pueda, si no le importa. —Volvió a tragar saliva—. Su excelencia.

—No conozco a ninguna señora Cullen, Emmett. ¿Qué es lo que me oculta?

La cara del anciano perdió el poco color que tenía, pero reaccionó apretando la mandíbula de manera resuelta.

—Excelencia, creo que será mejor que deje que sea la propia señora Cullen quien se lo explique.

¡Vaya por Dios! ¿Acaso no había tenido ya bastante por hoy? No tenía ningunas ganas de enfrentarse a otra mujer difícil: quería salir a escape para Londres, pero tampoco deseaba volcar su enfado en el pobre Emmett. Notaba que, por alguna razón, para él era importante que escuchara lo que la tal señora Cullen tuviera que decirle.

—De acuerdo, aunque espero que no me lleve mucho tiempo.

—Por supuesto, excelencia —dijo Emmett, que no fue capaz de aguantarle la mirada—. Estoy seguro de que la señora Cullen no le hará perder el tiempo.

Estaba claro que le ocultaba algo, pero ¿qué sería? Al parecer se trataba de una mujer casada, así que su intención no podía ser reclamar que la hubiera comprometido de alguna forma. Aunque de ninguna manera se dejaría llevar a una situación de ese tipo, claro. Y, o poco lo conocía, o Emmett jamás se dejaría involucrar en algo semejante.

Seguiría adelante y averiguaría de qué trataba el entuerto. Si tenía intenciones perversas, no dudaría en echarla con viento fresco.

Cuando llegó a la altura del estudio se detuvo un momento para observar a la mujer desde fuera. Era alta, delgada y de pelo negro, surcado por alguna cana. No parecía pertenecer a la alta sociedad. Llevaba un vestido azul muy normal, en absoluto de última moda. A primera vista no parecía que se hubiera confeccionado en Londres, ni este año ni en varios de los anteriores.

En ese momento miraba el retrato del tercer duque. Humm. Encontraba algo en ella que le resultaba extrañamente familiar. Estaba seguro de no haberla visto nunca antes, pero quizá sí a alguien de su familia.

—Buenas tardes, señora Cullen —dijo mientras entraba en el estudio—. Siento haberla hecho esperar.

Al escuchar su voz, la mujer contuvo la respiración y volvió la cara para mirarlo. También se puso la mano en el pecho, como queriendo impedir que el corazón se le saliera de su lugar.

—M-Marcus… —balbuceó.

—Lo siento. ¿Nos conocemos? —dijo él frunciendo el ceño. Hubiera jurado que no, y sin embargo la mujer utilizó su nombre de pila. Además, lo miraba de forma muy… extraña, como si quisiera memorizar todos y cada uno de sus rasgos.

De repente sonrió, y se le arrugaron las comisuras de los párpados.

—Sí, su excelencia, nos conocemos, pero fue hace muchos años y muy brevemente. Usted no reunía condiciones como para acordarse ahora.

Su voz tenía acento claramente irlandés.

—Ah, entiendo —dijo, aunque en realidad no entendía nada—. ¿Ha venido para algo en particular, señora Cullen? —«Que no sea mirarme fijamente.»

—Sí, por supuesto —dijo riendo ante la pregunta—. Lo siento. Estará usted pensando que soy muy rara. ¿Quiere que nos sentemos, excelencia? Y le contaré mi historia.

—Naturalmente. ¿Quiere que pida un poco más de té?

—No, muchas gracias. Ya he tomado bastante.

Lástima, porque a él sí que le apetecía un buen vaso de brandy. Algo le decía que iba a necesitar un trago de algo fuerte. Pero sería grosero beber si la mujer no lo hacía, y no le pareció que fuera aficionada a compartir los licores.

Se sentó con mucho estilo en el incómodo diván mientras él hacía lo propio en el no menos incómodo sillón. Si se quedase aquí, cosa que no iba a ocurrir de ninguna de las maneras, su prioridad sería librarse de esos horribles muebles.

La mujer seguía estudiándolo de esa forma tan extraña e incómoda para él. ¿A qué esperaba para contarle el motivo de su visita? Mejor sería animarla un poco.

—Me parece que iba usted a decirme a qué debo el honor de su visita, señora Cullen.

Ella asintió, después suspiró, mantuvo la pausa y, finalmente, se lanzó a hablar.

—Sí, aunque me temo que no me va a resultar fácil en absoluto, excelencia —explicó, y dudó de nuevo.

—Entonces simplemente dígalo, señora —soltó él, sin poder evitar un deje de fastidio. Ya había tenido suficiente ración de dramas emocionales por hoy.

—Tiene toda la razón —asintió ella, tomando aire muy profundamente. Después sonrió y habló—. Soy su madre.

—¿¡Cómo dice!? —exclamó Marcus abriendo mucho la boca y olvidándose de cerrarla. Inmediatamente se puso de pie y empezó a caminar por la habitación.

La mujer mentía. Estaba aquí para sacarle dinero, seguro que era eso. De alguna manera había averiguado que estaba en la hacienda y quería aprovecharse de él. Puede que estuviera de acuerdo con Emmett, que le había contado aquel cuento de su madre irlandesa y sus medio hermanos para prepararle. Incluso había admitido que la conocía.

La miró para decirle exactamente lo que pensaba de tales maquinaciones y tejemanejes…

Y, de repente, se dio cuenta de por qué le parecía familiar. Era como si hubiera visto una versión masculina de su propia cara en el espejo.

—Lo siento —dijo ella—. Estoy segura de que le he conmocionado.

—Sí — respondió, y se sentó de nuevo. De verdad que necesitaba un vaso de brandy—. Así es. ¿Y cómo es que está usted aquí, señora? —No le salía llamarla «madre». No podía, al menos por ahora. Quizá nunca pudiera. La madre de Nate, su tía, se había ganado esa denominación.

¿Pero por qué su tía Margaret le había contado que su madre se había casado con un conde italiano y se había ido a vivir con él a su hacienda?

—Creo que Emmett me dijo que vivía usted en Dublín.

—Sí —asintió—. Mi marido es médico, y ejerce allí. Lleva escribiéndose desde hace mucho tiempo con otro doctor de las afueras de Londres, y por fin ha decidido hacerle una visita. Dado que estábamos tan cerca de Loves Bridge, me dije que quizá podríamos aprovechar para visitar también al señor Emmett. Ha sido una suerte increíble —dijo, y sonrió—, o un capricho del destino el encontrarle aquí.

Ni la suerte ni el destino le habían favorecido nunca.

—¿Y su marido? ¿Dónde está él ahora?

—Poco después de que llegáramos, al señor Emmett le llegó recado de que el hijo de un arrendatario se había puesto enfermo, así que mi marido fue a ver si podía ayudarle. Siempre viaja con su maletín de primeros auxilios. No se puede imaginar la de veces que tiene que ayudar a alguien, y lo hace gustoso.

Estaba claro que la señora Cullen estaba orgullosa de su marido. Marcus pensó que incluso hasta podría estar enamorada de él.

Lo cual a él le daba igual, por supuesto. Solo se sentía un tanto… molesto porque había tenido una mañana muy difícil.

Ella se inclinó hacia su sillón, mostrando de repente una expresión muy decidida.

—Excelencia, supongo que mi marido regresará pronto, así que debo decirle esto cuanto antes —arguyó, sacudiéndose una imaginaria mota de polvo del vestido—. Le ruego que comprenda que no deseo en absoluto criticar a su tía…

—Espero de verdad que no lo haga, señora —la espetó el duque. Sus ojos se ensombrecieron—. No puedo consentir ni la más mínima censura a la mujer que me crio.

Notó como se encogía al escuchar sus palabras. También se dio cuenta de que sentía decir eso, bastante más de lo que se hubiera esperado, por cierto, pero le pareció mejor ser totalmente franco con sus sentimientos.

—Sí, es cierto, ella lo crio. Y creo de verdad que fue para bien. Al menos eso es lo que me he dicho a mí misma siempre. Pero en ningún momento me di cuenta… —Hizo una pausa y arrugó la frente—. Es decir, nunca imaginé…

Se inclinó aún más hacia él.

—Excelencia, el señor Emmett me dijo que a él le dio la impresión de que usted pensaba que yo nunca le quise, que me sentí aliviada al abandonarle. Eso no es verdad —afirmó suspirando—. O al menos no del todo. Las cosas son mucho más complicadas.

Todo eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Era mejor no remover el pasado, nadie saldría ganando.

—La verdad, señora Cullen, ya no hay necesidad de…

—Yo te quería, Marcus —interrumpió ella llamándolo de nuevo por su nombre y tuteándolo—. Entregarte a tus tíos para que te cuidaran y criaran ha sido lo más difícil que he hecho en toda mi vida. Fue como partirme en dos el corazón. Pero lo hice porque estaba convencida de que sería lo mejor para ti.

—¿Y esa es también la razón por la que no se ha puesto en contacto conmigo nunca en treinta años? —¡Maldita sea! Tenía que contener la lengua. Todo esto no tenía importancia. Eran asuntos del pasado, estaban superados.

Pero entonces, ¿por qué le dolía el pecho de esa manera? Hacía muchísimo que no era un niño. Era un adulto en toda regla. No necesitaba una madre.

—Sí, esa fue la razón, al menos en parte. He dicho que las cosas son muy complicadas —dijo apartándose de la cara un mechón de pelo—. No sé si será posible que lo entiendas.

—En tal caso, no hay necesidad de que me lo explique, señora. He sobrevivido bastante bien sin su presencia.

Quizás eso no era del todo cierto.

Ella tragó saliva y se miró las manos.

—Al menos espero que me permitas intentarlo. Creo que te ayudaría escuchar mi versión de la historia.

—Muy bien —respondió, y sacó su reloj del chaleco para mirarlo ostentosamente. Fue muy grosero por su parte, pero apenas podía controlar sus emociones. Realmente sentía dolor en las entrañas, y no se ponía de acuerdo consigo mismo. Quería escuchar lo que ella tenía que decir, pero al mismo tiempo prefería no hacerlo. ¡Jamás le había pasado algo parecido! Vaya día…

—Gracias —dijo humildemente, y juntó las manos—. Cuando revivo aquellos días, trato de recordar lo joven e inexperta que era. Y también estúpida, la verdad. Pensaba que podía conformar a mi gusto el mundo y las personas, lo cual era absurdo dado que estaba en Loves Bridge solo porque la nueva esposa de mi padre quería librarse de mí como fuera. Incluso ahora mi marido me dice que siempre quiero que las cosas vayan exactamente como yo deseo.

Marcus volvió a mirar el reloj. Esta vez no quiso ser grosero. Lo único que quería era una copa de brandy para poder sobrellevar mejor la situación. Ya había renunciado a salir hacia Londres hoy.

—Será mejor que vaya al grano, ¿verdad?

—Sí. —Solo le salió el monosílabo.

—Solo tenía diecisiete años cuando naciste —dijo frunciendo el ceño.

«¿Tan joven? Si era casi una niña…»

Y el duque tenía bastante más de treinta.

—Amaba a tu padre, pero debo reconocer que el matrimonio fue un completo error. Pensaba que si lo amaba lo suficiente, él también me amaría y que viviríamos felices para siempre, como en los cuentos de hadas —dijo suspirando.

—Por supuesto, me equivocaba. Tan pronto como nos casamos, partimos hacia Londres. Fue una auténtica pesadilla. Muchas de las mujeres jóvenes de Londres habían intentado por todos los medios casarse con tu padre, evidentemente para hacerse con el título y vivir en la opulencia. La verdad es que no me recibieron nada bien, claro.

No. Seguramente habrían sido pérfidas y malintencionadas.

—Mi acento irlandés y mis modales pueblerinos hicieron que todo fuera incluso mucho peor. Así que, para mi desgracia, he de decir que tu padre, en lugar de volver a quererme, si es que alguna vez me quiso, empezó a avergonzarse de mí —afirmó sonriendo débilmente—. La verdad es que lo entiendo. Era evidente que, en Londres, yo daba auténtica vergüenza. Además, inmediatamente me quedé embarazada de ti. El pobre hombre debía de tener que aguantar no solo los comentarios más sarcásticos sino también los más desdeñosos. La gente de la alta sociedad puede ser muy cruel —afirmó, y levantó la mirada—. Yo creo que la maldición no es más que un cuento, pero resultó ser una historia cierta para tu padre.

—Es una historia real para todos los duques de Hart, señora.

—Sí, ahora lo entiendo —dijo sacudiendo la cabeza—. Así que, después de su muerte, volví a Loves Bridge, embarazada, con el corazón roto y pensando que había arruinado mi vida. Había días en que deseaba poder dar marcha atrás en el tiempo y volver a ser otra vez la señorita Clara O’Reilly.

Si ella hubiera podido hacer eso, es decir, si hubiera podido borrar de un plumazo su matrimonio, él no existiría.

Hasta hacía poco, ese pensamiento de no existencia le habría parecido hasta atrayente, pero en este momento, unas pocas horas después de haber besado apasionadamente a una, según ella, conspicua soltera, la idea no le atraía en absoluto.

—Difícilmente se podría pensar que había arruinado su vida, señora. Era usted la duquesa de Hart, con todas las riquezas y privilegios que tal título comporta.

—Nada de eso me interesaba, ¡ni lo más mínimo! —dijo ella, mirándolo por primera vez con cierta expresión de enfado—. El escaso tiempo que pasé en Londres me hizo darme cuenta de que la alta sociedad no era para mí. De hecho, me horrorizaba.

Respiró hondo, sin duda intentando recuperar el control de sus emociones, y continuó hablando en su habitual tono, intenso pero tranquilo.

—Así que, cuando sus tíos vinieron a visitarme al castillo poco después de nacer usted, no les costó mucho convencerme de que el hecho de tener una madre de clase modesta y de ascendencia irlandesa no haría otra cosa que ir en detrimento de su posición social como duque. Cuando además me hicieron ver que sería criado junto a su primo, prácticamente de la misma edad que usted mismo, de entrada pareció la solución perfecta. Perfecta para usted, y quizá también perfecta para mí, pues me permitiría escapar de todo esto. —En ese momento hizo un gesto difuso y de cierta repugnancia señalando la habitación y más allá, como si quisiera abarcar la totalidad del castillo, de la hacienda y, posiblemente, de toda la nobleza de Inglaterra. Marcus entendió perfectamente que se refería a todo lo que llevaba consigo ser la duquesa de Hart, que para ella significaba mucho más una prisión que un conjunto de prebendas.

«Si se hubiera quedado, yo también habría estado atrapado en el castillo y en el pueblo.»

Sí, habría estado junto a su verdadera madre, pero con toda probabilidad no habría sido feliz. No habría compartido la niñez y la adolescencia con la tía Margaret, el tío Philip y Nate. Sin duda lo habrían visitado a menudo, dado que Philip era su tutor legal, pero no habría sido lo mismo.

Sin duda, habría estado muy solo durante su niñez.

—Y, recuerde, su tía había sufrido más que nadie las terribles consecuencias de la maldición. Tenía solo cinco años cuando murió su padre, poco antes de nacer su hermano. Vivió con su madre hasta que se casó con su tío —añadió la señora Cullen frunciendo el ceño—. Bueno, la verdad es que estuvo al cuidado de un sinfín de niñeras y de institutrices. La duquesa estaba muy ocupada acudiendo a fiestas y a otros eventos sociales como para ocuparse de los niños. Cuando pienso en su niñez y en cómo fue criada, no me extraña que pensara que yo iba a ser una madre parecida a lo que fue la suya.

—Las mujeres que se han casado con un duque maldito estaban más interesadas en convertirse en viudas que en ejercer de esposas o de madres.

—No fue mi caso —espetó, arrugando aún más la frente con un nuevo gesto de enfado—. Y puede ser que tampoco el de las demás. Nunca se sabe de verdad qué es lo que ocurre en los matrimonios ajenos, ni cómo se enfrenta cada persona concreta a la pérdida y al luto.

Estaba más que dispuesto a admitir que la señora Cullen no se había casado por codicia e interés, pero no tanto a conceder al resto de las duquesas el beneficio de la duda.

Ella suspiró, como si admitiera que no le había convencido.

—Por lo que respecta al cuento del conde italiano, su tía se lo inventó para dar una explicación satisfactoria a los cotillas de la alta sociedad acerca de mi desaparición. Me dijo que todo el mundo se lo tragaría, de modo que yo podría desvanecerme en el anonimato total, y eso fue exactamente lo que hice. Una vez que estuve en condiciones de viajar, después de que sus tíos se hubieran marchado llevándole con ellos a Londres, dejé Loves Bridge y volví a Irlanda. Por supuesto, no a mi antiguo hogar. La nueva esposa de mi padre seguía rechazando que viviera con ellos, así que alquilé una casa en Dublín.

—Escribí a su tía regularmente, y ella también a mí, y me contaba cómo iba evolucionando su niñez —continuó con una sonrisa triste—. Parecía que crecía feliz sin mí. Y después conocí a mi marido y me casé con él. Le ayudaba en su trabajo, tuvimos hijos… en fin, una vida muy ocupada y completa —explicó, y empezó a sollozar un poco. Inmediatamente sacó un pañuelo y se secó los ojos con él—. No estaba con usted, pero no hay un solo día de mi vida que no lo haya tenido en mi pensamiento. Estoy convencida de que ha crecido y de que vive en el lugar que le corresponde, y en un hogar adecuado para usted. Yo nunca podría haberle dado nada parecido. Después de todo, su tío era su tutor legal. Usted tenía que criarse como el duque de Hart.

Eso era verdad.

Se inclinó hacia él con los ojos húmedos y abrió un relicario que colgaba de su cuello, enganchado a una cadena. Contenía un dibujo.

—Jamás te he olvidado, Marcus. Mira. Esta miniatura la pintaron cuando tenías diez años. Tu tía me la envió.

Miró su cara de niño. Recordaba perfectamente cuándo se la hicieron, solo un mes o dos antes de ir a Loves Bridge para tener la aburrida entrevista con la señorita Franklin.

—Y he de confesarte que, aparte de tu tía, aún tengo algunas amigas en Londres que me tienen al tanto de los rumores —dijo con una amplia sonrisa—. Como por ejemplo el que relata tu reciente «experiencia» con la señorita Rathbone.

—No voy a casarme con esa pécora intrigante —afirmó. ¿Acaso estaba criticándole?

—¡Por supuesto que no! Esa chica no te quiere. Y lo que es más importante, tú no la quieres a ella.

—Eh…, no, claro que no —dijo, moviéndose un tanto incómodo en el sillón. Ni remotamente se esperaba que la señora Cullen fuera a mostrarle su apoyo en el asunto de la señorita Rathbone.

—Bueno, creo que ya le he robado demasiado tiempo, excelencia —dijo ella, volviendo al tratamiento formal. Se puso de pie y se alisó la falda—. Espero y deseo con toda mi alma que me crea. Le he dicho toda la verdad.

—Sí, señora Cullen: la creo —dijo Marcus, al tiempo que se ponía en pie también. Tenía que confesar que lo que había escuchado hacía que le diese vueltas la cabeza.

Echó un vistazo al retrato del tercer duque. Todavía había una pregunta a la que su madre tenía que contestar.

—Quizá pueda usted contarme una verdad más. Si, como afirma, usted me quería, ¿por qué me endosó el nombre de ese fantoche? ¿Acaso no era ya suficiente castigo cargar con el título, y lo que implica?

—Su padre quería que usted llevara el nombre de Marcus —contestó, mirando también el cuadro durante un momento; después se volvió de nuevo hacia él—. No sé por qué, pero lo que sí sé es por qué estuve de acuerdo con él y respeté su decisión tras su muerte. —Sonrió y le tocó el brazo con suavidad—: esperaba que fuera el duque capaz de romper la maldición de Isabelle Dorring.