20 de junio de 1617
Marcus se ha vuelto a ir con su madre a Londres, y Rosaline y María no paran de reírse a mis espaldas. Odio esta situación. Se han asegurado de que las oyera cuando comentaban que no volvería. Pero volverá. Y pronto. Y ya estaremos juntos para siempre. No necesito a nadie, solo a él.
—del diario de Isabelle Dorring
Cat permaneció de pie frente a la iglesia de San Valentín, escuchando la música del órgano inundar el templo de piedra. La invadía una extraña sensación, casi física, de melancolía. Había pasado mucho tiempo allí, jugando con sus hermanas en los bancos mientras su madre trabajaba colocando flores en el altar, subiendo y bajando las escaleras del púlpito y escuchando los sermones de su padre.
Sonrió. Y se mantuvo alejada de la tumba del primer duque de Hart y del monumento que la adornaba. A su padre le costó averiguar por qué no quería ni acercarse a aquella parte de la iglesia. Finalmente se dio cuenta de cuál era el problema y le explicó que el duque y la duquesa que yacían en la tumba, el uno junto al otro y juntas las manos en actitud orante, solo eran estatuas de mármol, y que sus verdaderos cuerpos, o los restos de ellos, estaban en el gran sarcófago de piedra que había bajo las estatuas.
Dirigió la vista al suelo. El segundo duque también estaba allí, en mitad del pasillo central, pero los demás ya habían sido enterrados en la capilla del castillo. Las personas malditas no podían ser enterradas en la iglesia de San Valentín, aunque eso nunca se dijera abiertamente, claro. No se debe insultar al hombre del que depende tu medio de vida.
¿Habría visitado Marcus las tumbas de sus ancestros? No pasearon por el interior de la iglesia el día que lo acompañó para colocar las notas que anunciaban la vacante de Spinster House.
Empezó a volver la cabeza para comprobar si él…
«¡No! No debo mirarle.»
Su mera presencia ejercía sobre ella una fuerza invisible que tiraba de su mirada, pero debía resistirse a ella. Las personas más juiciosas del pueblo habían dejado de hacer especulaciones gratuitas, a pesar incluso de que la señora Greeley lo hubiera visto entrar en Spinster House. No quería que se reavivaran los cotilleos.
Por eso lo había estado evitando. Le costó bastante, pues al parecer Marcus sí que se había mostrado muy decidido a hablar con ella, pero había conseguido mantenerse apartada durante varios días, tras la visita de su madre.
Tragó saliva nerviosamente. Su madre se sorprendió bastante ante el interés que demostró por ocuparse de muchos de los detalles de última hora de la boda de Mary. Y ayer, los amigos del duque habían regresado a Loves Bridge, por lo que él estuvo más ocupado. Mañana, o quizá hoy mismo, se volvería a Londres para siempre, y el problema se habría acabado.
Sintió que el corazón le pesaba en el pecho como si fuera de plomo.
¿Sería posible que la madre de él tuviera razón? ¿Existía la esperanza de que estuviera enamorado de ella, y de que la maldición se rompiera de una vez?
No. Puede que, si no se sintiera obligado a casarse con ella porque la había comprometido, encontraran una forma de ser… amigos, por lo menos, pero en estas circunstancias ella nunca estaría en condiciones de saber si lo que había detrás de su petición era amor, culpabilidad o, eh…, pura y simple lujuria.
Escuchó ruido de toses y de quejidos de niños. La iglesia estaba llena. Todo el mundo había ido a celebrar la boda de Theo y Mary.
Miró a la pareja. Estaban sentados muy cerca de ella. Mary estaba preciosa y, sobre todo, irradiaba felicidad. Theo, serio, dulce, nervioso y vestido con sus mejores galas, tamborileaba los dedos contra una pierna. Y su padre estaba de pie ante ellos, presidiendo la ceremonia, muy en su papel, como siempre.
Ella estaba sentada en el mismo lugar que ocupó en las bodas de Tory y de Ruth. Probablemente se sentaría en ese mismo lugar cuando les llegara el turno a Pru y a Sybbie. Hermana tras hermana, iniciando sus propias familias mientras ella…
Elevó el mentón. Mientras ella era feliz para siempre en Spinster House. No quería casarse.
«¡Mentirosa!»
Tonterías. Quería escribir. Necesitaba privacidad. Y estar tranquila.
Hizo un esfuerzo para concentrarse en la música y evitar sus pensamientos. El marqués de Haywood era un músico magnífico, tan bueno o incluso mejor que el señor Wattles, el nuevo duque de Benton. Y había sido extremadamente amable. No puso ninguna pega cuando su padre le pidió que tocara también el órgano en la iglesia, además del pianoforte después, en el baile. A su padre le encantaba incluir música en sus servicios. Siempre explicaba que servía para que la gente se olvidara de sus preocupaciones cotidianas y sintiera cerca la presencia del Señor.
Por desgracia, ella estaba hoy demasiado pendiente de la presencia de otro señor. El duque estaba en el banco de su familia al lado de su otro amigo londinense, lord Evans. Pudo verlo por el rabillo del ojo cuando entró. Estaba extraordinariamente atractivo vestido con ropa formal: chaqué oscuro y pañuelo blanco.
¿Le habrá gustado su vestido verde? Era uno de sus favoritos. Su madre decía que hacía juego con sus ojos…
¡Estúpida! ¿Qué más daba lo que pensara el duque de su vestido? Se iba a volver a Londres y esperaba que tuviera una vida larga y feliz antes de que tuviera que casarse… con otra.
«¡Oh, por Dios!»
«Mary dice que debo escuchar lo que Marcus quiere decirme. Quizá deba…»
No. No podía escuchar al duque. Si lo hacía, lo más probable era que cediera.
«Pero si la madre de Marcus está en lo cierto, nuestro matrimonio rompería la maldición.»
No obstante, la señora Cullen había admitido que no estaba segura de que Marcus estuviera enamorado de ella. La pidió en matrimonio porque consideraba que era su deber. O, peor, presa de una extraña necesidad.
Quizá no tan extraña: la lujuria no lo era, ¿verdad?
Ese pensamiento desató en ella misma un sentimiento de deseo.
«No quiero quedarme viuda antes de ser madre.»
«Pero, ¿y si Marcus me quiere de verdad? Entonces…»
¡Maldición! Sus pensamientos seguían discurriendo a su aire, y la perseguían como un perro a su presa.
Su padre cerró el libro de oraciones. La boda debía de haber terminado. Mary ya era la señora Dunly.
Cuando Cat hubo firmado en el registro de testigos y entró en la sala de la celebración, la fiesta había empezado hacía un buen rato. Lord Haywood tocaba el pianoforte tan bien o mejor que el órgano, y acompañado al violín por el señor Linden, interpretaba una giga. Algunos adultos y la mayoría de los niños, entre ellos Pru, Sybbie y los gemelos, bailaban al son de la música. Bueno, en realidad era más correcto decir que los niños saltaban, corrían y daban vueltas.
—Pronto estaremos celebrando tu boda, Cat —dijo Anne, que se acercó a ella acompañada de Jane.
—Eso no es cierto —respondió mirando a Anne con cara de enfado—. Y no me apetece que siga usted difundiendo falsas historias, señorita Davenport.
«Aunque si Anne no hubiera difundido el primer rumor, Marcus no habría venido a Spinster House, ni me habría besado.»
Sintió algo en las entrañas. Estaba convencida de que el beso había sido un error, pero no se arrepentía del todo de haberlo experimentado.
Anne se puso colorada.
—Yo lo único que dije es que te vi ir hacia los arbustos con el duque. No mencioné nada de lo que habíais hecho allí. Fueron otros los que añadieron detalles a la historia.
Por supuesto, todo lujo de detalles.
—Tú hubieras hecho lo mismo de haber estado en nuestro lugar, Cat —dijo Jane—. Sabes que hubieras hecho cualquier cosa para conseguir hacerte con Spinster House.
Bueno, puede que eso fuera verdad. Podía entender perfectamente la desesperación que sentían Anne y Jane.
—¿Y qué quieres decir con que la tuya no será la próxima boda? —inquirió Jane bajando las cejas—. El duque ha pedido tu mano, ¿no?
¿Y cómo lo sabían ellas?
Posiblemente su madre hubiera dicho algo. No se sintió nada feliz cuando Cat le dijo que no sería la próxima duquesa de Hart.
—Sí, el duque me lo pidió, pero no he aceptado.
—¿No? —dijeron a la vez Anne y Jane.
—Por supuesto que no. Él lo hizo solo por los rumores. Pero en realidad no, eh…, se aprovechó de mí. —¡Vaya por Dios! Se había ruborizado—. No entiendo por qué pensabais que aceptaría. Sabéis perfectamente que no quiero casarme.
Más bien que no «quería» casarme…
«No, sigo sin desearlo. Tengo lo que siempre he querido: independencia.»
Pero no se sentía feliz del todo al disfrutarla.
Anne y Jane se miraban como si no pudieran dar crédito a lo que estaban escuchando.
—Sabes que el duque no ha parado de mirarte durante toda la ceremonia, ¿verdad? —dijo Jane.
—No seas ridícula. —Pero su estúpido corazón dio un brinco.
—Y no mires, pero en este preciso momento tiene la mirada clavada en ti —le susurró Anne al oído.
Cat no pudo contenerse. Sabía exactamente el lugar de la habitación en el que estaba Marcus y miró. Enseguida se ruborizó y apartó los ojos.
—Estoy segura de que eso no significa nada.
—Pues no lo veo tan claro —dijo Jane con tono un tanto burlón—. Acaba de interrumpir su charla con una de las gemelas Wendley, que por cierto están guapísimas, y viene para acá.
¡Oh, Dios! No podía hablar con él ahora. Todo el mundo los estaría observando.
—Voy a ver si mi madre necesita ayuda.
—Cobarde —la riñó Anne sonriendo—. A mí no me importaría nada que el guapísimo duque de Hart quisiera, eh, hablar conmigo —remató moviendo las pestañas.
—¡Ya está bien! —¡Bien! A Marcus lo había asaltado lord Evans. Dispondría de unos segundos más para huir. Se volvió y echó a andar rápidamente en dirección contraria, esperando que no resultara obvio para todo el mundo que estaba escapándose.
Por desgracia, se había concentrado tanto en alejarse de Marcus que no se dio cuenta de hacia dónde se dirigía o, más bien, de la persona que se le estaba acercando. Casi tropezó con su molesta prima Juliet y su repulsivo marido, el vizconde Uppleton, que se habían colocado estratégicamente junto a una de las mesas llenas de comida.
—¡Mira quién está aquí, la «señorita» Hutting! —Los labios de Juliet se curvaron formando su habitual y falsa sonrisa—. Debo decirte que nos ha parecido magnífica la cara de valentía que has mantenido durante toda la ceremonia. ¿No estás de acuerdo, Uppie?
Lord Uppleton tenía la boca muy ocupada masticando a dos carrillos una enorme galleta, así que se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Cara de valentía? —Sabía perfectamente cuál era la intención de su prima. ¿Por qué esta rama de la familia no se había limitado a enviar una carta de felicitación, como hicieron cuando se casó Ruth? Menos mal que el heredero, el hermano mayor de Juliet, no había acudido—. No sé qué quieres decir. Me siento inmensamente feliz por Mary. Ella y el señor Dunly están muy enamorados.
—Qué amable de tu parte —dijo Juliet dándole unos golpecitos en la mano—. Pero debe de ser una carga terrible sentirte incapaz de casarte mientras lo hace otra de tus hermanas, que es mucho más joven que tú.
Cat se sacudió la mano de su prima. Le entraron ganas de abofetearla, y de ponerla en su sitio diciéndole lo vacía y…
No. Aunque sería enormemente satisfactorio hacerle saber a su desagradable prima que acababa de rechazar una proposición matrimonial nada menos que del duque de Hart, que superaba de lejos en jerarquía social a su marido y a su padre, sin duda cometería un error indigno de ella si lo hiciera.
—No es ninguna carga. No quiero casarme.
Juliet miró significativamente a su marido, dando a entender perfectamente lo que pensaba de aquella declaración de intenciones. Pero Uppleton se la perdió, ya que estaba muy ocupado buscando más comida en la mesa.
—Lo entiendo perfectamente —dijo comprensivamente Juliet, introduciendo cierto tono de pena en la voz—. Es muy desafortunado que los caballeros prefieran a mujeres más jóvenes, cuando todo el mundo sabe que las más maduras son más sensibles y sensatas, ¿verdad? Lo siento por ti. No obstante, tus padres tienen que estar muy satisfechos al saber que has decidido dedicar tu vida a cuidarlos cuando se hagan más mayores.
«No voy a perder los nervios. No voy a perder los nervios.»
No obstante, le hubiera gustado tener en la mano un gran vaso de ponche rojo para echárselo a Juliet en el pomposo vestido amarillo que llevaba.
—Estoy absolutamente segura de que mis padres no han dedicado ni un minuto de su tiempo a pensar en lo que harán cuando sean más mayores. Bastante ocupados están con lo que tienen.
—Catherine, qué contenta estoy de volver a verte.
Cat estiró la espalda, alarmada. ¡Diantre! Era su tía.
Cuando Marcus utilizaba su nombre completo se sentía bien y hasta sentía escalofríos de placer. Cuando su tía la llamó Catherine, también sintió escalofríos, pero bien distintos, como los que entran cuando arañas una pizarra con las uñas al romperse la tiza.
Se volvió y descubrió que la condesa no estaba sola: su marido estaba detrás de ella.
«Recuerda tus modales. No vayas a montar una escena en la boda de Mary.»
—Estoy encantada de veros, tíos.
Su tía no se dejó engañar por la mentira. Levantó la nariz y la miró con descaro.
—Tienes muy buen aspecto, Catherine. Nadie podría adivinar que ya no cumplirás los veintiséis.
—Sí que lo haré, tía. Todavía tengo veinticuatro. —No es que los veintiséis fueran una edad avanzada, por supuesto, pero las cosas eran como eran.
—Ah, sí, es cierto —dijo su tía sonriendo forzadamente.
—Sí, desde luego, tienes un aspecto estupendo para una mujer de tu edad —intervino el conde—. Supongo que has abandonado cualquier esperanza de matrimonio, ¿verdad? —Se inclinó para apoderarse de una galleta. Ya quedaban pocas en la mesa, al menos en las cercanías—. Están buenas, ¿verdad, Uppleton?
El vizconde asintió. Seguía sin poder decir una palabra, y se sacudió algunas migas del chaleco.
—Estoy muy feliz como estoy —afirmó Cat sin dirigirse a nadie en particular. Aunque lo estaría mucho más en cuanto pudiera librarse de esa gentuza.
La condesa se inclinó hacia delante para mirar por encima del hombro de Cat.
—Debo decir que estoy muy sorprendida de que haya acudido a la boda el duque de Hart —murmuró—. ¿Por qué está aquí?
—Estaba invitado.
—No seas impertinente, señorita —contestó la condesa frunciendo el ceño.
«Calma. Contrólate.»
—No pretendo serlo, tía. Como sabrás, el duque es quien abona la asignación de padre. Dado que su excelencia estaba en el castillo, mi padre lo invitó. Hubiera sido muy extraño, hasta insultante, que no hubiera acudido —explicó, y forzó una sonrisa—. Y el amigo del duque, lord Haywood, ha sido tan amable de tocar en la ceremonia y aquí, en la fiesta. Es un magnífico intérprete, ¿no os parece?
Fue como si hablase en arameo. Su tía y su prima la miraron de forma circunspecta.
—¿Pero por qué ha venido? —siseó Juliet.
—¿Quizá no tenía otro compromiso?
Si continuaba en ese plan, ambas mujeres terminarían abofeteándola. Por lo menos su tío y lord Uppleton ya no seguían la conversación. Parecía que hasta se iban a pelear por conseguir la última galleta.
—Me temo que no tengo más información —dijo Cat—. Creo que tendréis que preguntarle a su excelencia si queréis saber más detalles.
—Seguro que ha venido aquí a causa del escándalo, madre —dijo Juliet entusiasmada de repente.
«¿Que ha venido a causa del escándalo? ¿Qué escándalo?»
Seguro que había entendido mal. El único escándalo del que tenía noticia se había originado en Loves Bridge, por cortesía de la señorita Anne Davenport.
—Os aseguro que los cotilleos no tienen ninguna base. No pasó nada.
Juliet la miró como si fuera boba, aunque, en realidad, era la forma habitual que tenía su prima de mirarla.
—¿Y cómo lo puedes saber tú? No has estado en Londres.
—No.
No tenía ni idea de a qué se refería Juliet, cosa que también resultaba bastante normal en sus escasas conversaciones.
—Lo que sí sé es que el duque vino a Loves Bridge porque Spinster House se había quedado libre. Debido a la maldición, se requiere que gestione personalmente la búsqueda de cada nueva inquilina de la casa.
No iba a contarles que ella era la nueva inquilina. Tendrían que averiguarlo por sí mismas.
—No creerás en esa estúpida maldición, ¿verdad? —gruñó Juliet.
—No importa lo que yo crea. El caso es que el duque sí.
La condesa suspiró y movió la cabeza de lado a lado.
—Catherine, querida, no seas tan cándida. No pensarás que un hombre de la posición social del duque, con la educación que ha recibido, puede ser tan supersticioso como para creer en algo tan poco científico como una maldición. Seguramente habrá dicho que esa es la razón por la que ha venido a Loves Bridge, pero la verdad es absolutamente diferente.
—Lo cierto es que comprometió de forma espantosa la virtud de la pobre señorita Rathbone —dijo Juliet asintiendo—, y se negó a hacer lo correcto, que era casarse con ella. O salía a escape de Londres, o todas las puertas se le hubieran cerrado en las narices.
—Vamos, Juliet, no exageres tanto el asunto. Nadie se atrevería a darle la espalda al duque de Hart —dijo la condesa, inclinándose para hablar en susurros—. No debería asustar tus virginales oídos con esta historia, Catherine, pero te diré que encontraron al duque retozando entre los arbustos del jardín de lord Palmerson con la pobre señorita Rathbone.
—Y besándola apasionadamente. ¡Tenía el vestido hecho jirones y el pelo completamente alborotado! —añadió Juliet con indisimulado entusiasmo.
La condesa se abanicó, como si tuviera calor en la cara.
—Lo cierto es que deberíamos alegrarnos de que no hubiera llegado a algo de naturaleza más íntima cuando lady Dunly los encontró.
—¡Desde luego! —dijo Juliet, mezclando en su expresión con habilidad pasmosa la emoción y el desprecio—. Y después, cuando el padre de la señorita Rathbone requirió al duque en White’s, su excelencia no solo le dijo que no iba a casarse con la chica, sino que de ninguna manera había manchado su honra, ya que no la tenía.
—¡Despreciable! —concluyó la condesa cerrando el abanico de un golpe—. Aunque ya se sabe que todos los duques de Hart son unos mujeriegos.
¡Oh, Dios! La señorita Rathbone. Las hermanas Boltwood se habían referido a ella, y a los arbustos, en la reunión para preparar la feria el día que el duque colocó los anuncios de Spinster House.
¿Era posible que Marcus estuviera en el suelo, en un lugar en el que cualquiera podría verle, besando a una mujer medio desnuda?
Se le volvió el estómago del revés.
«¡Qué estúpida he sido!»
Ahora ya estaba todo claro. El duque había pedido permiso a su padre para pedir su mano, pero sabía que ella nunca aceptaría su oferta. ¡Era la soltera de Spinster House, por el amor de Dios! Los besos que tanto habían significado para ella no fueron nada para él. Estaría aburrido, quizás ansioso, y su único interés era utilizarla para satisfacer sus necesidades animales.
Estaba claro que se había equivocado por completo.
—¿Te pasa algo, Catherine? —preguntó la condesa—. De repente has perdido el hilo.
—Supongo que no habrás tenido una aventurilla con el Duque sin Corazón, ¿verdad? —dijo Juliet ahogando una risita.
La condesa suspiró y repitió su gesto favorito de mover la cabeza como un caballo.
—Eso sería una absoluta torpeza por tu parte, Catherine, aunque supongo que es lo que cabría esperar. El duque es un seductor consumado, y tú estás muy verde, querida. Los pueblos no forman en esas cuestiones, ni siquiera a tu ya avanzada edad.
Su tía tenía razón en eso. Gracias a Dios no tenía la menor experiencia con hombres de la calaña del duque.
—Mientras que no haya habido daños… —La condesa levantó la ceja—. Porque no ha habido daños, al menos de tipo, eh…, permanente, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —dijo Cat, ruborizándose a su pesar.
Le pareció que la condesa no terminaba de creerla, pero al menos no la contradijo.
—Entonces que te sirva de experiencia, Catherine. La próxima vez tienes que ser más lista… Si es que hay próxima vez.
¡Por la memoria de sus antepasados que no habría próxima vez! Se apartaría de los hombres durante el resto de su vida, tal como había sido su intención desde que tenía memoria, hasta que una especie de víbora llegó desde Londres y se metió de lleno en su vida.
—No miréis —susurró Juliet—, pero el Duque Maldito se dirige hacia aquí.
No soportaría hablar con él, ni siquiera permanecer de pie a su lado. Podría hacer algo que lamentaría, como darle un puñetazo o… romper a llorar.
—Por favor, perdonadme, pero me siento ligeramente indispuesta.
Marcus vio a Catherine alejarse de la condesa de Penland y de lady Uppleton.
¿A dónde diablos iba ahora? Parecía estar huyendo de él desde el día que la visitó su madre. Había intentado verla a solas para hablar con ella, y quizá para algo más que no deseaba que nadie viera. Pero siempre decía estar ocupada en alguna tarea relacionada con la preparación de la boda de Mary.
Bueno, pues Mary y Dunly ya estaban casados y bien casados. No iba a dejar que Catherine se le escapara por más tiempo.
Cambió de dirección, tratando de seguirla sin que se notara, aunque sin duda las dos arpías con las que había estado hablando ella tomaron nota del desvío.
—¡Eh, su excelencia! ¡Hola! ¡Por aquí!
Se le revolvió el estómago. ¿Sería posible fingir que no había escuchado la llamada de la señorita Cordelia Boltwood?
No.
El grupo de hombres junto a los que estaba pasando dejaron la conversación que tenían sobre las ovejas y se echaron a reír.
—Creo que la señorita Cordelia quiere llamar su atención, excelencia —dijo Emmett solícito. La cara del viejo canalla permanecía seria, pero sus condenados ojos chispeaban.
—Sí, pero desgraciadamente no…
La señorita Gertrude se lanzó a agarrarlo del brazo. Fue capaz de captar la figura de Catherine desvaneciéndose por la puerta del patio de la iglesia antes de ser arrastrado a ver qué tripa se le había roto a la otra señorita Boltwood.
—Quiero que sea el primero en probar mi tarta de grosellas, excelencia —dijo Cordelia una vez que Gertrude lo depositó donde quería—. Tengo fama de ser una excelente repostera, ¿sabe? Creo que la tarta de grosellas que hago es la mejor del pueblo. De hecho, apostaría a que será la mejor que haya probado nunca, incluso en Londres —afirmó, y le sirvió una ración muy generosa—. Tiene que probarla.
—Señorita Cordelia, me temo que…
La señorita Gertrude le dio un codazo cómplice.
—Sí, ya hemos visto que persigue a la señorita Hutting, excelencia, pero, por favor, sea un poco más discreto. Los cotilleos acerca de su escarceo con ella en los arbustos…
—… han acabado del todo —interrumpió Cordelia—. Si usted insiste en perseguirla de una manera tan obvia, lo único que conseguirá será avivar las brasas y que se encienda de nuevo el fuego.
Cordelia le puso en las manos el plato de tarta y un tenedor.
—Sí, está absolutamente claro. La mayoría de la gente está dispuesta a concederle a la señorita Hutting el beneficio de la duda, si es que usted la despeja. Pero si persigue a la pobre chica de una forma tan evidente…
—Bueno, yo no la tildaría de «pobre», Cordelia —dijo su hermana riendo—. Creo que tiene mucha suerte de que un individuo tan apuesto y saludable como el duque aquí presente haya puesto sus ojos sobre ella —afirmó guiñándole un ojo, ¡y volvió a darle un codazo!
¡Maldición! No se estaría ruborizando, por Dios…
—Desde luego —apostilló Cordelia sonriendo—. Pero como le decía, excelencia, si sigue persiguiendo a la señorita de una forma tan desenfrenada y con esa cara tan desesperada, cualquiera con un mínimo de imaginación va a ser capaz de darse cuenta de qué es lo que tiene… en mente.
Le tocó el turno a Gertrude, que intentó darle otro codazo, pero él había aprendido de los anteriores e hizo un regate en corto.
—Por otra parte, seguro que a la chica le apetece divertirse un poco.
—Sin duda —confirmó Cordelia inclinándose un poco hacia él—. Tengo que decirle, duque, que lo inesperado de la situación fue una de las razones por las que el rumor resultó tan apetitoso. La señorita Hutting siempre se comporta de una manera muy seria y estirada. La verdad es que creo que más de la mitad de los hombres del pueblo le tienen miedo —reflexionó, y movió la cabeza—. Todo el mundo se quedó atónito ante la posibilidad de que hubiera hecho algo inapropiado.
—Sobre todo con un hombre —añadió Gertrude—. Todas estábamos medio convencidas de que no le gustan los juegos… —Levantó las cejas de forma significativa—. Supongo que entiende lo que quiero decir.
Lo entendió, pero no iba a confirmarlo. ¿Y cómo podían pensar que Catherine era estirada? Sí que era un poco quisquillosa, pero solo era para protegerse, pues tenía un gran corazón.
Mejor sería probar la tarta si quería salir huyendo y encontrarla. Comió un trocito.
—Está deliciosa, señorita Cordelia.
—Ya se lo decía yo —respondió hinchada como un pavo real.
Tomó otro bocado. Afortunadamente, tenía la boca bastante grande. Un trozo más y había acabado. Le pasó el plato vacío a Cordelia.
—Muy bien, ya se ha librado de nosotras —dijo poniendo el plato sobre la mesa—, pero intente comportarse de un modo un poco más circunspecto.
—Y dele un beso de nuestra parte a la señorita Hutting —dijo Gertrude riendo.
Se limitó a esbozar una sonrisa notoriamente falsa y se dirigió a la salida. Se paró a felicitar a los señores Hutting, y después estrechó la mano de Dunly y le dio un beso a Mary, deseándoles mucha felicidad y reiterando que Dunly se dedicara a disfrutar de su luna de miel sin acordarse ni por un momento de sus obligaciones en el castillo. Y por fin logró salir por la puerta e inundar el pecho con el aire y la tranquilidad de la tarde campestre.
En ese entorno, sus pensamientos se tornaron racionales. No debía acercarse a Spinster House. Estaba claro que hoy nadie había dado la espalda ni había esquivado a Catherine. Podía volver a Londres con el convencimiento de que su reputación estaba intacta. Era un hombre libre y con la conciencia tranquila.
Dunly le había dejado caer que su madre paró para ver a Catherine antes de volverse a Irlanda. Le gustaría saber de qué habían hablado. Y debería haber llevado el diario del tercer duque. Seguro que a Catherine le habría gustado leerlo.
Y sí, tenía que admitir que la quería besar. Un beso de despedida. Hoy estaba absolutamente preciosa, tan alta, tan delgada y tan arreglada. No pudo apartar los ojos de ella, y en la iglesia todo el mundo lo había notado. Sin ir más lejos, Álex le había tomado el pelo a base de bien.
Y parecía sentirse sola. Podría jurar que lo había visto en sus ojos, puesto que podía reconocer perfectamente esa expresión. La soledad era su propia y constante compañera.
Podía ver con claridad Spinster House, pero no había señal alguna de Catherine. Probablemente estaba dentro.
Se detuvo en la calle. Era una locura. Debía volver a la celebración. La señorita Hutting tenía todo lo que de verdad quería: soledad, tranquilidad, tiempo para escribir.
Había escogido libremente una vida de soltería. Debía dejarla vivir como ella quería.
¡Por Zeus! Era normal que le ocurriera eso, dada su suerte y la de sus antepasados. La mujer a la que quería no lo quería a él. No le importaban en absoluto ni su riqueza ni su posición.
Pero sí que la habían conquistado sus besos. Una soltera por vocación lo habría rechazado, quizás abofeteado o hasta golpeado en las orejas con los puños. Sin embargo, Catherine se había dejado llevar y había respondido a su beso apasionadamente. Había deslizado las manos por su cuerpo, por desgracia vestido, y por su pelo.
Cruzó la calle. Si se mantenía inflexible en su decisión de no casarse con él, se iría de Loves Bridge a la mañana siguiente. Álex y Nate seguían decididos a ir a recorrer el Lake District. Se uniría a ellos.
Avanzó rápido por el camino y llamó a la puerta con fuerza.
No hubo respuesta.
Volvió a llamar, esta vez con más fuerza. El mismo resultado. Probó con el pestillo. Bloqueado. Igual no estaba en casa. En tal caso, ¿dónde podría encontrarla? Todo el pueblo estaba en la fiesta de la boda.
Se habría ido a dar un paseo, aunque no le gustó mucho la idea. El campo era más seguro que Londres, era verdad, pero hasta en el campo había cierto riesgo para una mujer sola. Necesitaba encontrarla, pero no sabía dónde buscar. Podía haber ido a cualquier sitio.
Se volvió para marcharse y estuvo a punto de tropezar con Amapola.
—Vaya por Dios, gata del demonio, casi me haces caerme de bruces sobre este camino tan duro.
Amapola se sentó moviendo la cola y se quedó mirándolo fijamente.
—No sabrás por dónde anda la señorita Hutting, ¿verdad? —Y ahora se ponía a hablar con una gata. Si Amapola le contestaba, comprobaría con toda certeza que se había vuelto loco de atar.
Amapola pestañeó y después echó a andar hacia la parte trasera de la casa. Al notar que él no la seguía, se detuvo y se quedó mirándolo de nuevo.
—¿Qué pasa, que quieres que vaya contigo?
—¡Miau!
Miró a su alrededor. Afortunadamente, nadie era testigo de lo que estaba ocurriendo.
La gata empezó a andar otra vez. Marcus dudó.
«¡Diablos! ¿Acaso tengo algo que perder?»
Siguió a Amapola, que lo condujo a través de un cobertizo que probablemente alguna vez había servido para guardar un caballo, y después por una puerta del jardín contra la que estuvo a punto de tropezar y caerse entre los arbustos, demasiado crecidos.
—¡Maldita hiedra! —La señorita Franklin había dejado crecer las malas hierbas y la espesura, de modo que el sendero apenas podía verse. Tomó nota mental para decirle a Emmett que enviara a alguien a arreglar el jardín, y se detuvo para desenredarse los zapatos. Una vez libre, buscó a Amapola, que estaba sentada junto a la puerta trasera, frotándose las patas.
Avanzó con cuidado entre la vegetación para unirse a ella.
—¿Insinúas que debo llamar también a esta puerta?
Amapola se tomó su tiempo mirándolo a su manera habitual, como si no pudiera creer que estuviera con un estúpido de tal calibre.
—Bien, de acuerdo. Doy por hecho que por eso me has traído hasta aquí.
La gata estornudó y siguió con su proceso de limpieza. Esta vez le tocaba a las orejas.
Llamó a la puerta. Tampoco esta vez hubo respuesta. Exactamente lo que esperaba.
—¿Ves? No es mejor que la puerta delantera. De hecho, es bastante peor. No es necesario jugarse el cuello para llegar a ella, como pasa con esta.
Amapola bostezó por toda respuesta.
—¿Qué? ¿Alguna otra idea brillante? —¡Por Dios! Seguía intentando hablar con una gata. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una conversación sobre literatura con un perro?
Amapola miró al pestillo de la puerta.
—No hay nadie en casa, ya te lo he dicho.
La gata maulló, ¿con impaciencia?, se apoyó sobre las patas traseras y golpeó el pestillo con las delanteras.
—¡Por Zeus, que criatura más terca! —exclamó, agarrando el pestillo con la mano—. Mira, está cerrado…
La puerta se abrió sin dificultad.