1 de agosto de 1617
Marcus se ha casado con la hija del duque. Rosaline me ha enseñado la noticia en el periódico. ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?
—del diario de Isabelle Dorring
Sentía tener que informarle.
Dejó que la carta se le escapara de entre las manos y cayera sobre la superficie del escritorio.
Sentía tener que informarle.
Se había centrado tanto en sus propios sentimientos que había pasado por alto los de Catherine. Ella no era como las demás mujeres. No quería casarse. Con toda seguridad le daba lo mismo ser duquesa que no serlo. Lo que quería era vivir sola en Spinster House y escribir. Este embarazo enterraría para siempre sus planes y esperanzas.
No, no tenía por qué. Sí, tendría que casarse con él, pero podría contratar niñeras, institutrices y tutores. Todas sus haciendas eran grandes. Podía irse a vivir ella sola a donde más le apeteciera. Solo le pediría que le calentara la cama de vez en cuando durante los escasos meses que podría pasar con ella hasta que la maldición lo llevara a la tumba. Sin duda no era pedir demasiado. Le había demostrado que era muy apasionada.
No, por Dios, no. Eso no era lo que él quería. Hasta su libidinoso miembro se rebelaba frente a la posibilidad de que Catherine no fuera nada más que una amante viviendo en su casa.
Se dejó caer en el sillón y se frotó la cara. ¿Acaso lo amaba, aunque fuera un poco?
Nunca se lo había dicho. Solo le había dicho, y demostrado, que le deseaba.
Pero lo había dejado entrar en su cama. Seguramente eso no habría ocurrido si no sintiera por él algo más que puro deseo. Catherine no era una furcia. Él había sido su primer amante.
«Pero eso no significa que esté enamorada.»
«¡Por favor, cómo deseo que esté enamorada de mí! Lo deseo más que nada en el mundo.»
Se puso de pie y avanzó hacia el calor de la chimenea.
A Catherine parecía importarle el hecho de que pudiera morir. ¿Acaso no había mencionado la condenada maldición cuando dijo que no se casaría con él?
Eso era perfecto. Precisamente la maldición era lo que había atraído a mujeres sin escrúpulos a convertirse en duquesas de Hart: el hacerse con todos los privilegios que correspondían a tal título y, además, sabiendo que pronto se librarían, y para siempre, de la autoridad de un marido. Sin embargo, en el caso de Catherine eso era un impedimento, «el» impedimento.
Dejó de andar. Para ser justos, su propia madre no había cometido ese pecado. Pero todas las damas que habían aspirado hasta ahora a ser «su» duquesa de Hart sí que habían valorado claramente el hecho de que pronto se librarían de su presencia.
Retomó el paseo dando grandes zancadas.
No obstante, el hecho de que se preocupara por su vida, y sobre todo por su posible muerte, no significaba necesariamente que lo amase. Seguro que sentiría lo mismo por cualquiera, incluso por el detestable señor Barker.
«Vi la pena en sus ojos cuando me fui. Podría jurar que no deseaba que me fuera.»
Era bastante probable que lo que creyó ver en sus ojos fuera solo un reflejo de sus propias emociones. Quizá solo estuviera abrumada por su propio comportamiento cuando finalmente cayó en la cuenta de las posibles consecuencias de lo que había hecho, y de cómo había puesto en peligro sus planes de futuro.
Se estremeció interiormente. ¿Estaría sintiendo el mismo pánico y la misma desesperación que sintió Isabelle?
No. Le había escrito, como dijo que haría si se daba el caso. Y era porque estaba convencida de que podía confiar en él, de que la ayudaría.
Le dio la espalda al fuego. Y lo haría, por supuesto. Se casaría con ella. Puede que no fuera lo que ella deseara hacer con su vida, pero ahora las cosas eran como eran. Ninguno de los dos podía elegir una vez llegado este momento: hacía tres semanas que habían elegido con libertad.
Ella había elegido. No la había violado. Él se ofreció a marcharse antes de acostarse con ella. Incluso la alertó del riesgo de que podía quedarse embarazada. Efectivamente, pudo salir de ella antes, pero no fue capaz, y lo hecho, hecho estaba. No era en absoluto su intención dejarla preñada.
Ahora que había concebido un hijo, de ambos, tenían que casarse. No dejaría que se convirtiera en un bastardo, fuera niño o niña.
Agarró la carta de Catherine y la echó al fuego. No había ninguna necesidad de dejar que nadie supiera que habían anticipado sus votos. La gente elucubraría, pero a veces los niños nacían con semanas de antelación.
Subió por la escalera hacia su dormitorio. Tenía que intentar descansar un poco. Su intención era salir con las primeras luces. Mañana volvería a ver a Catherine. ¡Por Zeus! Había pensado que jamás volvería a disfrutar de ese placer, pero ahora…
Ahora lo invadía una compleja mezcla de expectación y miedo.
***
Cat estaba soñando con Marcus. Estaba en su habitación, completamente desnuda…
Algo le rozó la mejilla. Intentó quitarse de encima a la gata, pero Amapola fue más rápida. La mano de Cat se agitó en el aire sin llegar a tocar nada.
Volvió a notar la misma sensación, de forma muy ligera.
—¡Déjame, Amapola! —protestó, acurrucándose aún más en la cama—. Estaba soñando.
—Conmigo, espero.
Habría jurado que era la voz de Marcus.
Abrió los ojos de par en par. La habitación aún estaba llena de sombras, pero pudo ver la cara de Marcus prácticamente encima de la suya.
¿Seguía soñando? Alzó la mano para acariciarle la barbilla.
La agarró de la mano con sus dedos, fuertes y firmes, y le dio la vuelta. Después le besó la palma con mucha suavidad. La sensación de sus labios acariciándole la piel le produjo un estremecimiento en todo el cuerpo.
—Tienes la mejilla áspera.
—No he tenido tiempo de afeitarme.
Tenía que estar soñando, y «este» Marcus debía de ser un fantasma, que se le había aparecido por la fuerza de su deseo. Era demasiado pronto, el verdadero Marcus no podía haber llegado todavía. Había mandado la carta ayer por la tarde.
Pero lo sentía extraordinariamente real.
—¿Es cierto? ¿Estás aquí de verdad? —susurró.
—Sí, Catherine. Estoy aquí. —Su voz era profunda, cálida y algo ronca. También notaba un cierto tono de broma en ella. Y de deseo. Sin duda de deseo.
—Demuéstramelo.
—¿Qué te lo demuestre? ¿El qué? —Ahora parecía dudar.
—Que estás aquí de verdad —dijo, y levantó las sábanas para dejar todavía más clara la invitación—. Por favor.
En ese momento se dio cuenta de hasta qué punto lo había echado de menos. Era como si su cuerpo echara fuego y le doliera de pura ansiedad: sus pechos, su entrepierna, todas las partes de su anatomía estaban deseando sentirlo, recordando la maravilla que esperaban. Ahora no había peligro. No podía quedarse embarazada: ya lo estaba.
Por un momento pensó que iba a rechazarla, pues vio que se mordió el labio. No le rogaría, aunque algo que le venía de muy dentro casi imploraba que lo hiciera.
Y no era solo su cuerpo. También le urgía su corazón. Había estado demasiado sola sin él.
Todavía estaba demasiado oscuro como para poder contemplar su expresión. Además, estaba de espaldas a la ventana, aunque quizás él sí que pudiera ver la suya.
—¿Quieres que me desnude? —dijo con voz no demasiado firme.
—Sí.
Ella se quitó el camisón prácticamente con un gesto y él se libró del abrigo. Lo contempló mientras se desabrochaba y se deshacía del chaleco, de la camisa, de los zapatos y los calcetines y, finalmente, de los pantalones.
Tres semanas antes su cuerpo le resultó extraño. Ahora lo encontró familiar y precioso, un estupendo regalo del que estaba deseando volver a disfrutar.
Se metió en la cama y se apretó contra ella. Le puso la mano en el amplio pecho, escondió la cabeza en el hueco que formaban el hombro y el cuello y respiró profundamente. Olía extraordinariamente bien. No solo bien: olía a fortaleza y a solidez. Todo el miedo, la soledad y la ansiedad que la habían invadido tras su marcha desaparecieron como por encanto.
Le acarició el pecho con los dedos, y continuó a lo largo del vientre, plano y musculoso, hasta llegar a su órgano. Estaba duro, ancho y muy crecido.
Volvió a sentir la urgencia del deseo. Estaba vacía, y necesitaba que él la llenara.
—Como puedes ver, o más bien notar, te he echado terriblemente de menos —dijo Marcus soltando una breve y ahogada risa. E inmediatamente se dio la vuelta y la besó en los labios.
No hubo nada de suavidad, de dulzura ni de prueba en ese encuentro. Al principio, Marcus intentó ir despacio, pero ella tenía mucha prisa. Su deseo era absolutamente imperioso. Agarró con las manos sus glúteos y lo acercó a ella.
—Hazlo ya, Marcus, por favor.
Él obedeció.
Ella alcanzó un clímax inicial casi en el mismo momento en que la penetró, y se movió de forma convulsa según se introducía más y más en sus entrañas. Y entonces, como si fuera un eco de su propio placer, notó la calidez de su semilla.
Se dejó caer sobre ella, y disfrutó de su cuerpo, ahora laxo y relajado, muy pegado al suyo.
¡Dios, cómo lo amaba!
Él se mantuvo así durante unos momentos, y aprovechó para llenarse con el peso de su cuerpo, que la presionaba sólidamente contra el colchón. Después volvió la cabeza y le acarició la mejilla con los labios y la barbilla áspera.
—Qué forma tan magnífica de dar los buenos días —dijo separándose de ella y colocándose a su lado. Aprovechó para taparse con las sábanas.
—Mmm. Me encantaría darte así los buenos días cada mañana. —Volvió a acariciarle el pecho con los dedos. Se sentía de maravilla, totalmente relajada y en paz.
—Creo que es una idea magnífica —contestó él riendo. La habitación estaba mucho más iluminada ahora y podía verle la cara perfectamente. Le brillaban los ojos, sonreía mucho más ampliamente de lo que nunca había hecho en su presencia. Parecía muy, pero que muy feliz.
—Aunque no estoy del todo seguro de poder sobrevivir a esta experiencia si lo hacemos a diario —dijo en tono de broma, y su sonrisa se ensanchó todavía más—. Pero de todas maneras lo intentaré. Te juro que lo haré.
Ella también le sonrió. Tenerlo aquí era como estar en el cielo, aunque probablemente el Altísimo no aprobaría tal comportamiento en sus dependencias. Menos mal que hoy no había ninguna reunión programada que pudiera interrumpirlos.
Un momento…
—¿Cómo demonios has entrado?
—Igual que la vez anterior, por la puerta de atrás —respondió, y la besó en la nariz—. Deberías echar el cerrojo si no quieres que cualquier desaprensivo como yo se meta en tu cama.
—¡Oh! —exclamó mientras se sentaba. Si Marcus podía entrar, cualquiera podría. No esperaba que nadie lo intentara, pero sería terriblemente, eh…, embarazoso que alguien la pillara desnuda en la cama con el duque de Hart. Tenía que bajar a cerrar…
—No te preocupes. He echado el cerrojo después de entrar —le dijo Marcus adivinando su pensamiento y pasándole el brazo por la cintura.
La empujó con suavidad, y ella se dejó para poder apoyar la cabeza sobre su pecho y poner el brazo alrededor de su estómago. Escuchó los latidos de su corazón, que habían recobrado su ritmo pausado, firme y normal. Notó cómo le acariciaba la espalda con la mano, arriba y abajo. Mmm. Se sentía feliz, relajada y completa. Podría permanecer así toda la vida.
***
—Debo decirte que es necesario que tengas más cuidado si es que no vas a trasladarte al castillo enseguida.
Notó que su estado relajado de paz y tranquilidad se evaporaba como por ensalmo, y se incorporó para mirarlo con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir? No me voy a trasladar al castillo.
—Sí, claro que sí.
El cuerpo de Marcus estaba por fin satisfecho, pero, lo que era más importante, también lo estaban su espíritu y su mente. Se había sentido muy mal durante las últimas semanas, pero ahora eso ya había pasado. Ahora tendría a Catherine durante todo el tiempo que le quedara de vida.
«Dios, cuánto la quiero.»
Le miró los adorables pechos, que colgaban por encima de su cara, y la delicada forma de la clavícula, y las profundas arrugas que se habían formado entre las cejas. Levantó la mano para delinearla con los dedos, pero se la apartó de forma brusca.
—No, claro que no.
Estaba demasiado satisfecho como para alarmarse.
—Sí, claro que sí.
Sonrió y miró a ver qué tenía al alcance de la mano para poder acariciar. Se fijó en su pezón antes de que ella se alejara. Estaba a punto de levantarse de la cama.
—Bueno, después de que nos casemos, por supuesto —dijo tranquilamente, y se apoyó sobre el codo—. No tenemos por qué causar más escándalo del que ya hemos provocado. Voy a pedir hoy mismo una licencia especial, y tu padre nos casará lo antes posible. —Sonrió todavía más—. Pero no voy a esperar a que la señora Greeley te haga un vestido, a menos que insistas mucho.
—Marcus, no voy a casarme contigo —dijo. Seguía teniendo el ceño muy fruncido, incluso más que antes.
¡Por Dios! Parecía que hablaba muy en serio.
—Pero tienes que hacerlo, Catherine —dijo mientras se sentaba—. Recibí tu carta. Sé que estás embarazada.
Le puso la mano en el vientre, y el entusiasmo que le embargó le resultó nuevo y maravilloso. Allí estaba su hijo, una vida nueva que en parte procedía de él.
—No, Marcus, ¿no te das cuenta? —dijo ella apoyando la mano sobre la de él—. Si no estamos casados cuando nazca el niño, no podrá ser tu heredero, y la maldición no podrá actuar —Por fin le sonrió y le acarició la mejilla—. Podrás abrazar a tu hijo y verlo crecer. Y podremos tener más hijos. Podremos tener una familia.
«Una familia, Dios mío. Daría cualquier cosa por…»
—No.
—¿No? —Puso cara de asombro—¿Y por qué no? Es una solución perfecta.
No quería que Catherine fuera su querida. Solo el hecho de pensarlo le parecía obsceno. Quería que fuera su esposa.
—No, no lo es. ¿Acaso no te acuerdas de que todo el mundo te dio la espalda cuando tuvimos aquel encuentro entre los arbustos? Y en este caso no habría ni la más mínima duda.
—No importa —dijo ruborizándose.
—Pues claro que importa. Tu familia quedaría en una posición insostenible. Piensa en Mary, como esposa de Dunly. O en tu padre. Es el vicario, por el amor de Dios.
—Podría vivir en otro sitio —dijo Catherine tirando de la ropa de la cama—. Seguro que tienes otras haciendas, ¿verdad?
—Sí, claro, pero la gente es igual en todas partes. Y no te creas que vamos a poder controlar las noticias sobre nuestra situación. A la alta sociedad le encanta el cotilleo. Sin ir más lejos, tu prima, lady Uppleton, y tu tía, lady Penland. Son unas arpías de muchísimo cuidado.
—Lo sé, y me da exactamente lo mismo —espetó, pero tenía la cara blanca como la cera.
Era valiente y muy independiente, pero había vivido toda su vida en un pueblo pequeño, en el que todo el mundo la conocía y la aceptaba tal como era. De momento no era conocida en sociedad, pero tampoco había transgredido las normas aceptadas por todos, o al menos que nadie supiera. Cuando su relación con él saliera a la luz, cosa que ocurriría al cabo de pocos meses por razones obvias, aprendería de forma cruel que ser una auténtica marginada social era extremadamente doloroso.
—¿Y qué sería de nuestros hijos, Catherine? Todo el mundo los señalaría, serían el blanco de los cotilleos y se les consideraría el resultado de la lujuria más desenfrenada y maligna. Al resto de los niños no les permitirían ni siquiera acercarse a ellos. —Le apartó con suavidad un sedoso cabello de la cara—. Los hijos bastardos tienen una vida muy dura. Incluso los de un duque.
Catherine agachó la cabeza y la movió de lado a lado con gesto de desaliento.
—Y además, hay otra cosa. Si llevas en tu vientre un niño, sería mi primer hijo, y debe ser el próximo duque de Hart. Es su derecho.
—Sí, y yo tendré que sufrir las consecuencias de la maldición —dijo levantando la cabeza y mirándolo fijamente.
Por desgracia eso era verdad.
—He de concederte que el título tiene un precio muy alto, pero también comporta un gran número de privilegios y de riqueza. —Se había planteado en algún momento dejar que el título revirtiera a la Corona, pero ahora que había empezado a gestionar la hacienda y a conocer a la gente, la opción había dejado de seducirle—. Y si me casara, cosa que tendría que hacer, y tengo otro hijo, ¿cómo crees que se lo tomaría el nuestro al ver que su hermanastro más joven hereda todo lo que tendría que ser suyo?
—No le importarían esas cosas.
—Solo a un santo no le importarían —afirmó tomándole la mano y aquietando sus dedos, que se movían nerviosamente sobre la ropa de la cama—. Quiero con toda mi alma que tu hijo sea el próximo duque de Hart, Catherine. Quiero que seas tú quien lo guíe cuando yo no pueda y que te asegures de que trata bien a su gente, y que crece y se convierte en un hombre de honor.
Ella retiró la mano y salió de la cama. Recogió del suelo el camisón y se lo puso. Se acercó a la ventana y miró al frondoso jardín.
—Tiene que haber otra manera —insistió, y se volvió para mirarle—. Nuestros hijos pueden ir a los Estados Unidos. Los títulos y el derecho de nacimiento allí no significan nada.
Se levantó para acercarse a ella. Quería rodearla con los brazos, pero se dio cuenta de que estaba rígida. Era como si en la espalda tuviera escrito un cartel de «no tocar».
—Yo no estaría tan seguro de eso, Catherine. La gente es la gente. Los americanos no tienen nobles, es cierto, pero sospecho que la mayoría de ellos sí que tienen muy en cuenta el origen de los hombres y de las mujeres. El hecho de ser ilegítimo es una losa allá donde vayas.
Ella miró sombríamente la descuidada vegetación del jardín.
—Además, ¿de verdad que soportarías abandonar a tus hijos y mandarlos tan lejos? No volverías a verlos si partieran para los Estados Unidos.
—Yo-yo también podría irme —dijo mordiéndose el labio.
—¿Y dejar atrás a tus padres y a tus hermanos y hermanas?
—S-sí —balbuceó.
Le parecía que ese era un precio demasiado alto para Catherine. Lo de vivir sola en Spinster House, donde podía disfrutar de la quietud y tranquilidad necesarias para escribir era una cosa, pero a nadie se le ocurriría pensar que era el mismo el hecho de que todo un océano la separara de su querida familia.
—¿Y también te separarías de mí? Yo no puedo abandonar mis tierras por mucho tiempo.
Lo miró brevemente, y volvió a dejar correr la vista por el jardín.
—Nuestro hijo podría dedicarse al comercio aquí, Marcus, y abrirse camino. Los tiempos están cambiando.
—Pero no tan deprisa. —Se acercó a ella y le acarició la mejilla con el pulgar. Lamentaba con todas sus fuerzas haberla puesto en esta tesitura, pero no se arrepentía de lo que habían hecho juntos en la cama—. ¿Y nuestras hijas? ¿Qué sería de ellas?
—¡Oh! —dio un respingo y se libró de su caricia—. Puede que tengas razón en todo lo que dices, pero de todas formas no voy a casarme contigo. No quiero ser responsable de tu muerte.
—No lo serás. Sabía perfectamente los riesgos que corría cuando me acosté contigo.
Catherine aspiró con fuerza por la nariz, no podría decir si para mostrar su desacuerdo con lo que acababa de decir Marcus o como una forma de contener las lágrimas.
—Cometiste un error. Y no fue tan grave como para tener que pagar por él con tu propia vida.
Eso ya era demasiado. La agarró por los hombros y la obligó a que lo mirara.
—No cometí ningún error. El escaso tiempo que he pasado contigo ha sido el más feliz de mi absurda vida. Te amo, Catherine. Prefiero pasar unos pocos meses, o incluso días contigo que los años que sean de la maldita existencia, vacía y sin amor, que tendría que soportar si no estás a mi lado. —No podía parar el torrente de palabras que le salía directamente del alma—. Por favor, cásate conmigo, Catherine. No podré soportarlo más si no estás a mi lado.
Ella lo miraba embobada, así que hizo lo único que se le ocurrió: besarla apasionadamente.