10 de abril de 1617
Me he encontrado de nuevo con el duque cuando estaba de paseo. Me ha ofrecido el brazo. ¡Qué modales tan refinados! ¡Qué presencia! En comparación, todos los hombres del pueblo parecen unos imberbes. (Y tenía el brazo duro como una roca. Estoy segura de que tiene una musculatura impresionante.)
—del diario de Isabelle Dorring
—¡Oh, su excelencia, no era mi intención…! Quiero decir que ni se me podía ocurrir que…
Vio que la chica se ponía roja como un tomate y que empezaba a titubear.
Debería haber dicho algo más para tranquilizarla y explicarle que no pasaba nada.
Pero no logró que ni una sola palabra atravesara su garganta. Era como si los calientes dedos del deseo le hubieran agarrado la garganta y apretaran, robándole la razón, el pensamiento y hasta la respiración. La necesidad, la urgencia, le golpeaban con insistencia la frente… y también otras zonas de su cuerpo.
Por todos los diablos. Esto no se parecía en nada a cualquier otra cosa que hubiera sentido en toda su vida.
Y no era normal que esa chica lo trastornara de esa manera. Era la hija de un vicario. No podría tenerla sin casarse con ella, y el matrimonio haría que el reloj comenzase la cuenta atrás hasta el momento de su muerte. Sí, era muy bonita, pero no tanto como para morir por ella. Por lo visto hasta ahora, tenía maneras de arpía. ¡Hasta podía ser incluso peor que la señorita Rathbone!
Pero ninguno de esos razonamientos tuvo el menor efecto contra el lujurioso deseo que se había apoderado de él.
Ella tenía un cabello rojizo que resplandecía, y un brillo en sus grandes ojos verdes que mostraban determinación e inteligencia. Y deseo. Puede que ella no se diera cuenta, pero estaría dispuesto a jurar que también lo deseaba a él, aunque solo hubiera sido por un momento. El destello de calor que notó en sus adorables ojos cuando lo miró no dejaba lugar a dudas.
¡Por Zeus! Su pene iba a terminar haciendo un agujero en los pantalones. Tenía que recobrar el control. No pudo evitar echar otro vistazo a su corpiño. Bueno, a decir verdad estaba un poco desaliñado, pero…
¿A quién diablos le importaba la ropa? Lo que verdaderamente le interesaba era lo que había debajo, y la señorita Hutting parecía tener un estupendo par de…
No podía permitir que su mente divagara de esa forma.
Kimball y Finch tenían toda la razón. La urgencia de casarse crecía hasta límites insospechados cuando un duque de Hart, cualquier duque de Hart, cumplía treinta años. Ese deseo insano debía de formar parte de la maldición.
Pero él no sucumbiría.
—Por favor —dijo tras aclararse la garganta, y después volvió a hacerlo—, no se disculpe. La culpa es mía, por no haberme identificado de entrada.
No obstante, el hecho de que ella no hubiera identificado su título era algo imposible de comprender para él. En Loves Bridge, el lugar donde la maldición empezó, debía de ser tristemente célebre.
Y con Spinster House sin inquilina, lo tendrían que estar esperando.
—Yo solo tenía cuatro años la última vez que vino usted por aquí —dijo sonriendo—. Todavía me acuerdo de su brillante carruaje negro, tirado por unos preciosos caballos grises.
Así que ahora debía de tener unos veinticuatro, una edad más que suficiente para casarse, a decir verdad incluso tardía. Seguramente sí que era una arpía.
—Me temo que apenas me di cuenta de nada durante aquel viaje. Estaba de mal humor por tener que ir a un sitio que no conocía, a hacer algo que ni entendía ni me importaba lo más mínimo —dijo. ¿Pero por qué diantre lo hizo? Lo que no importaba a nadie eran sus sentimientos, ni los actuales ni los de entonces.
Su mirada se suavizó.
—Debía de ser usted muy joven.
—Tenía diez años.
—Un niño —dijo ella frunciendo el ceño—. Nadie tendría que haberlo obligado a escoger a la siguiente soltera de Spinster House.
Ninguna mujer lo había mirado de esa forma hasta entonces, como si estuviera viendo realmente al muchacho que había sido. Se sintió muy raro.
—Era mi deber como duque de Hart.
—Puede, pero era usted muy joven —respondió sin cambiar de expresión—. Ni siquiera soy capaz de imaginarme a ninguno de mis hermanos, incluso a los que tienen ahora trece y quince años, en la tesitura de tener que tomar una decisión como esa.
—Pero ellos no son duques —soltó, y enseguida se dio cuenta de lo horrorosamente arrogante que debió de sonar eso. Forzó una sonrisa—. Tampoco fue tan terrible. Solo había una candidata, y fue mi tío quien la entrevistó. Yo solo tuve que quedarme sentado y quietecito, fingiendo que prestaba toda mi atención.
Ella le dirigió una sonrisa, y él notó un vuelco en el estómago.
Seguramente se trataba de una indigestión. Los cocineros de Loves Castle se habían intentado lucir desde su llegada. Ninguno de los platos que comió le supo raro cuando los probó, todo lo contrario, pero seguro que alguno estaba en malas condiciones. Cuando volviera al castillo les preguntaría a Nate y a Álex si ellos también se encontraban mal.
«Nate jamás me hubiera dejado venir solo de haber sabido que la vicaría albergaba una belleza como esta».
—Bueno, pese a todo me impresiona que usted cooperara, y seguro que lo entenderá cuando coincida con Henry y Walter —afirmó ella, y se volvió para llamar a la puerta del estudio.
Llevar a cuestas una maldición parecía despertar la simpatía de otras personas.
—Adelante —dijo una voz masculina desde el interior.
Pasaron a un estudio. Un hombre con lentes, de pelo rojizo que ya empezaba a volverse gris en algunas zonas, y que no podría negar ante nadie que era el padre de la señorita Hutting, se le quedó mirando sentado ante un gran escritorio. Los dos hombrecitos que estaban al otro lado de la mesa sonrieron y se dieron unos toques en los pies, encantados con la interrupción de su actividad, seguramente una clase aburrida. Uno de ellos aún tenía el físico de un niño, mientras que el otro estaba mucho más cerca de la mayoría de edad, con rasgos más angulosos, y era bastante más alto, aunque aún le faltaba para ser un hombre. Sus ojos se fijaron en el pañuelo de Marcus, como si quisiera memorizar la forma del nudo.
«¡Dios! ¿Qué se sentirá al ver cómo un hijo se va haciendo un hombre?»
No tenía ningún sentido hacerse tal pregunta. Eso nunca le iba a ocurrir a él.
—Su excelencia, mi padre y mis hermanos Henry —empezó ella, y se interrumpió sorprendida de que el nombrado lograra componer una inclinación bastante decorosa— y Walter. Padre, le presento al duque de Hart.
—Gracias por acudir tan rápido, su excelencia —dijo el vicario, sonriendo y levantándose.
La señorita Hutting contuvo la respiración de forma repentina, y sus ojos se convirtieron en una raya.
—Padre, ¿estaba usted esperando al duque?
—Esto… —titubeó el vicario, al tiempo que manoseaba algunos de los papeles que llenaban el escritorio—. Pues sí.
—¿Y por qué?
Ella se inclinó ligeramente. De repente se notaba, tanto en su voz como en su actitud, cierta tensión. Estaba claro que algo le preocupaba.
Sus hermanos sonreían abiertamente y se hacían guiños, como si esperaran una sesión de fuegos artificiales.
Por su parte, el vicario le dirigió una mirada cautelosa, y después hizo una inclinación de cabeza hacia Marcus.
—Es probable que no sea buen momento para que hablemos de eso, Cat.
Era un nombre muy apropiado para ella*. La chica le recordaba la gata de color rojizo que vivía en la hacienda de sus tíos cuando él era niño. Se llamaba Athena. Toda una guerrera, extraordinariamente independiente y bastante fiera. Todos los gatos machos le tenían miedo, aunque seguramente dejaba acercarse a uno, pues tuvo una camada de gatitos. Se preguntaba si el pobre animal habría sobrevivido al apareamiento.
Humm. A él no le importaría nada intentar sobrevivir a un apareamiento con esta Cat. Seguro que tenía un aspecto espléndido desnuda sobre la cama, con ese brillo en los ojos…
¡Pero por Dios! Seguramente era la maldición la que lo llevaba a todas esas elucubraciones tan inapropiadas. Le echó un vistazo subrepticio a Ca… a la señorita Hutting.
La verdad es que había un destello en sus ojos, pero de pura indignación. Tenía los labios apretados y las mandíbulas tensas, y no podía evitar que le temblaran las fosas nasales. Iba a explotar de un momento a otro.
Sus hermanos la miraban esperando su reacción, que seguramente habían presenciado bastante veces. El vicario parecía estar preparándose para lo peor.
Pero entonces ella soltó un profundo suspiro, y sus labios dibujaron una sonrisa, eso sí, evidentemente falsa y forzada.
—Sí, padre, tiene usted razón, lo siento. Discúlpeme, excelencia —se excusó mirándolo directamente a los ojos. Los suyos, tan verdes, parecían tormentosos, pero su boca era preciosa…
No, qué va. Su boca, que era una de tantas, todavía sonreía con mucha determinación.
—No sé por qué me he comportado de una forma tan poco educada.
La verdad es que le impresionó su autocontrol. Su padre, aliviado, relajó los hombros, y a sus hermanos se les notó la decepción.
—No hay ningún motivo para disculparse, pues no ha habido ofensa —dijo—. He de confesar que me sorprendió el hecho de que no me esperara, pues ya sabrá que debo acudir siempre que Spinster House queda vacante —explicó sonriendo.
—¿¡Cómo!? —exclamó mirándolo boquiabierta— ¿Qué Spinster House no está ocupada? ¿Cómo puede ser eso? ¿Qué ha ocurrido con la señorita Franklin? Pero si el otro día la vi en la biblioteca. La encontré muy bien, incluso más lozana de lo habitual —explicó, y dirigió la mirada hacia su padre—. No habrá… No es posible…
Se llevó la mano a la frente como si estuviera aturdida.
—No tiene ni cuarenta años. No la recuerdo enferma ni un solo día de su vida aquí, y ahora ocurre esto…
—No ha muerto, Cat —dijo el vicario—. Simplemente se ha marchado con, eh…, el señor Wattles.
—¿En serio?
La señorita Hutting parecía perpleja, o más bien horrorizada. Y a los muchachos les entró la risa.
—¿De verdad?
—¿El viejo maestro de música?
—¡Bravo! ¡Se acabaron las clases de música! —exclamó Walter alborozado y soltando una risita.
El vicario dirigió una mirada de reproche a sus dos hijos.
—Por favor, tened un poquito más de respeto. Y el señor Wattles no era viejo, Henry. Ni siquiera había cumplido los cuarenta.
«Una edad perfecta para el matrimonio.»
Aunque, si el individuo quería tener hijos, debería haber escogido una mujer mucho más joven.
—Eso es ser viejo —replicó Henry—. Y encima, con las pintas que llevaba parecía un anciano.
—Bueno, la verdad es que no sé por qué vestía de esa forma tan inadecuada —tuvo que conceder el vicario.
—Pues a madre la cosa no le va a gustar nada —intervino Walter—. Se supone que el señor Wattles iba a tocar el piano en la boda de Mary.
—Ah, vaya —se lamentó el vicario arrugando un poco la frente—. Es verdad. Bueno, puede que la madre del señor Luntley se recupere por fin y pueda hacer los honores. Y si no, pues habrá que conformarse con lo que haya.
—Sí, vaya usted y cuénteselo a madre… —dijo Henry, y la frente del vicario se convirtió en una pura arruga.
—Eh…, bueno, ya se lo diré —concluyó, y encogió los hombros como si esperase un vendaval.
—¿Todavía no le ha contado a madre estas novedades? —intervino la señorita Hutting, insistiendo en el asunto para disgusto del vicario—. El caso es que si su excelencia ya está aquí, usted se debió de enterar… —hizo una pausa y, de repente, arqueó las cejas de pura sorpresa—, ¡como mínimo ayer por la mañana, o anteayer!
—El señor Wilkinson pensó que sería mejor no decírselo a nadie antes de la llegada del duque —dijo el vicario con tono contrito mientras se aflojaba un poco el cuello.
La señorita Hutting hizo un ruido extraño, que se pareció sospechosamente a un gruñido. Por su parte, el vicario se volvió hacia Marcus y se las arregló para componer una sonrisa de lo más forzada.
—Debe de estar preguntándose a dónde han ido a parar mis modales, excelencia. Aquí le tengo, de pie y sin haberle ofrecido siquiera un refrigerio. Si hace el favor de…
—No, por favor, no se preocupe, estoy perfectamente —dijo. No debía pasar más tiempo en esa casa, sobre todo debido a la inadecuada atracción que sentía por la señorita Hutting. Además, pretendía que su visita al pueblo fuese lo más breve posible—. Solo he venido para rogarle que me indique cómo llegar a la oficina del señor Wilkinson. No fui capaz de desentrañar su dirección en la carta que me envió.
La señorita Hutting volvió a emitir un ruido. ¿Estaba refunfuñando?
No pudo evitar volverse hacia ella y levantar interrogativamente una ceja.
—Si no ha sido capaz de entender bien la carta, excelencia, eso significa que no la ha escrito Jane, es decir, la señorita Wilkinson. Ella es la que escribe toda la correspondencia de su hermano, dado que la caligrafía de él es un garabateo ilegible —explicó la chica volviendo a fruncir el ceño—. El hecho de que escribiera, es un decir, la carta él mismo significa que también quería ocultarle el hecho a la propia Jane —concluyó, y echó una mirada glacial a su padre—. Me pregunto por qué razón.
—Lo más probable es que el señor Wilkinson haya pensado que es mejor no causar agitación entre las solteras demasiado pronto. Ya sabes cómo son las hermanas Boltwood.
La señorita Hutting no pareció muy convencida ante la explicación de su padre, pero mientras que las maquinaciones de la gente del pueblo no incluyeran la situación marital de Marcus, a él no le importaba en absoluto que las noticias se mantuvieran ocultas o se anunciaran en un sermón. Se aclaró la garganta para intentar volver a atraer la atención general, o al menos la del vicario.
—Entonces, ¿tiene usted la dirección del señor Wilkinson?
—Sí, por supuesto —asintió el señor Hutting—, aunque resulta un poco difícil de explicar si se no se conoce bien el pueblo —afirmó, y dirigió una sonrisa a su hija—. Cat le enseñará el camino, ¿verdad hija?
«¡Santo Cielo! ¿Estará el vicario intentando endilgarme a su hija?»
Aunque si así fuera, ella no parecía muy entusiasmada con la idea.
—Se supone que debo llevarle una cesta a la señora Barker, padre.
Henry y Walter soltaron una risita al unísono, y la chica los fulminó con la mirada.
—¿Una cesta? ¿Qué cesta?
—Pues la que madre ha preparado después de que usted le dijera que «la pobre» señora Barker estaba pasándolo muy mal por un nuevo ataque de gota.
El sarcasmo de la muchacha era tan denso que casi se podía masticar. Las risitas de sus hermanos se habían transformado, y ahora no paraban de levantar las cejas y los hombros.
—¡Venga, vosotros dos, ya está bien! La cosa no tiene ninguna gracia —les riñó.
Pero los muchachos sí que encontraban «la cosa», fuera la que fuera, extraordinariamente hilarante.
—Walter puede llevarle la cesta a la señora Barker —sentenció el padre—. Por hoy hemos terminado con las clases.
La risa de Walter se acabó de forma muy repentina.
—¿Y por qué no la lleva Henry?
—Muy bien. Henry…
—Yo no puedo, padre. Tengo que… —empezó, e inmediatamente se le iluminó la cara—. ¡Tengo que arreglar mi habitación!
—No, ni mucho menos —protestó Walter dándole un golpe en el brazo—. También es mi habitación, inútil. Lo que vas a hacer es esperar a que me haya ido y después irte por ahí, a cualquier parte.
—¡Ay! ¡Me has hecho daño! Y yo no…
—Vais a ir los dos a llevar la cesta —dijo el vicario autoritariamente y enarcando las cejas—, si no queréis que sigamos con nuestra clase sobre Cicerón.
Si las miradas mataran, entre los dos habrían acabado con la vida de su padre.
—Puede que hoy seamos capaces de abarcar hasta dos secciones más.
Los muchachos aceptaron la derrota cuando la tuvieron delante. Se encogieron de hombros, hicieron sus reverencias y salieron por la puerta.
—Mamá dijo que la cesta está en la cocina —les informó la señorita Hutting cuando pasaron por su lado.
—Y ahora —continuó el vicario una vez que los muchachos se hubieron marchado—, ustedes pueden… —Se detuvo cuando su mirada tropezó con el corpiño de Cat—. ¡Pero bueno! ¿Qué le ha pasado a tu vestido, hija?
Como no podía ser de otra manera, la pregunta hizo que Marcus mirara sin recato alguno el corpiño de la chica, aunque su interés no radicaba, ni mucho menos, en las manchas de pintura, que le traían sin cuidado. La verdad es que sus pechos no eran extraordinariamente voluminosos, pero tampoco es que le gustaran las mujeres que los tenían grandes como globos. Más bien prefería poder abarcarlos…
¡Por Dios, ya estaba otra vez! No podía dejarse llevar por reflexiones nada filosóficas ni ciceronianas acerca de lo adecuados y abarcables que eran los pechos de la señorita Hutting. Tenía que irse inmediatamente a casa de Wilkinson.
—Sybbie… —empezó la muchacha, que se había puesto roja como un tomate. Miró a Marcus—. Mi hermana pequeña de seis años, Sybil —explicó, y se volvió hacia su padre—, tuvo un pequeño accidente con las acuarelas.
—¿Por qué tengo la sospecha de que los gemelos han tenido algo que ver? —preguntó su padre muy sonriente.
—Pues porque los conoce bien. Claro que intervinieron, padre —respondió Cat devolviéndole la sonrisa.
—¿Y la tinta?
—Yo estaba escribiendo. Sybbie me sobresaltó y derramé la tinta.
—¡Ah! Conque trabajando otra vez en ese estúpido libro, ¿no es así?
—No tiene nada de estúpido —respondió la señorita bajando las cejas.
—¿Y no pensabas cambiarte antes de ir a visitar a los Barker? —preguntó el vicario, que después apretó los labios a modo de reproche.
—No, no pensaba hacerlo.
La señorita Hutting no solo apretó los labios con fuerza, sino también las mandíbulas, como si se preparara para una discusión.
—Ya sé yo que de ahí no va a salir nada, pero tu madre todavía tiene esperanzas —suspiró su padre.
—Pues, por favor, persuádala de que debe olvidarse de ellas. No existe ni la más mínima posibilidad.
El vicario agarró su pañuelo y se secó la frente, aunque en la habitación no hacía nada de calor.
—Bueno, está bien, ya veremos qué pasa.
—No me voy a casar con el señor Barker, ni muchísimo menos.
Ah, vaya, ese era el motivo de diversión de los muchachos hacía un momento.
El señor Hutting volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.
—Ya has dejado eso completamente claro un montón de veces. Y ahora, de una vez, vamos a atender al duque. Ya lo hemos retenido aquí demasiado tiempo —se disculpó, haciendo una inclinación—. Siento muchísimo que haya sido testigo de estas conversaciones acerca de cuitas familiares, que sin duda le aburrirán sobremanera, excelencia. No sé qué idea se habrá formado de nosotros.
Marcus pensó que debía salir de allí cuanto antes, pues las «cuitas familiares» podrían no tener fin con tantos hijos de tan distintos pelajes. Si la cosa seguía así no llegaría a casa de Wilkinson en toda la mañana, y quizá tardaría menos si iba por su cuenta con los ojos vendados a buscar la dirección, aunque el pueblo fuese un laberinto.
—No se preocupe en absoluto. Y ahora, si es tan amable de indicarme el camino de la oficina del señor Wilkinson…
—Oh, no, su excelencia. Mi hija estará encantada de acompañarlo —insistió el vicario, y dirigió a Cat una mirada muy significativa—. ¿Verdad, Cat?
«Este individuo me está metiendo a su hija por los ojos. Vaya por Dios.»
—Sí, por supuesto —respondió, al tiempo que sus mejillas volvían a sonrojarse—. Lo siento mucho, excelencia. Saldremos inmediatamente.
—Está muy cerca. No tardarán nada —insistió el vicario, claramente aliviado.
La señorita Hutting miró a su padre por encima del hombro mientras se dirigía hacia la puerta del estudio.
—Será mejor que le cuente a madre cuanto antes lo de la señorita Franklin. No creo que le gustase enterarse por otras personas.
—Ah, sí, tienes toda la razón —concedió con cierta expresión de joven pillado en falta—. Voy a buscarla para decírselo, eh…, ahora mismo.
—Creo que está en el aula.
La señorita Hutting se colocó la capa antes de que Marcus pudiera acercarse a ayudarla, aunque sí que pudo abrir la puerta para dejarla pasar mientras ella se ponía el sombrero.
—¿Cuántos hermanos son ustedes en total, señorita? —preguntó cuando ella se puso a su altura.
—Diez.
—¡¿Diez?! —¡Santo Cielo! Había oído hablar de familias así de numerosas, pero nunca había tenido la más mínima relación con alguna.
Y estaba claro que su familia no podría ser tan amplia en ninguna generación, a no ser que nacieran primero nueve mujeres, una detrás de otra.
La señorita Hutting lo adelantó casi corriendo; al parecer pretendía dejarlo en la oficina de Wilkinson tan deprisa como le fuera posible, ahora que por fin había asumido la tarea. Apretó el paso para ponerse de nuevo a su altura.
—Sí, aunque ahora en casa «solo» somos ocho, y pronto seremos siete. Tory y Ruth, las que van detrás de mí, están casadas. Y Mary, la siguiente, se casa dentro de menos de dos semanas… —dijo, e hizo una pausa para mirarle—. Con el señor Theodore Dunly, el ayudante de su administrador.
—Ah.
—No sabe usted quién es, ¿verdad?
—Eh…
«Piensa, deprisa»
Había un hombre bastante delgado situado detrás de Emmett cuando llegaron.
—Por supuesto que sé quién es. Tiene algunas entradas en el pelo y la nariz grande, ¿verdad? —dijo, e inmediatamente pensó que no debía haber descrito a Dunly de esa manera, dado que era el prometido de su hermana, pero no era culpa suya que el individuo pareciera el palo de una escoba con un pico de pájaro.
Ella negó con la cabeza mientras empezaba a subir la cuesta de la colina que llevaba al cementerio.
—No, no. Ese es el señor Phelps, el hijo de la hermana del señor Emmett. Es el cochero, o al menos lo sería si usted estuviese aquí alguna vez y saliera en el carruaje del castillo. Theo es mucho más alto, más ancho de hombros. En fin, tiene mucho mejor aspecto. Estoy segura de que lo conocerá pronto. El señor Emmett depende completamente de él —afirmó, y lo miró durante un momento—. Sin duda sabe que el señor Emmett hace años que apenas puede con su trabajo. Debería haberlo dejado hace años.
Asintió, aunque de forma mecánica. Debía saberlo. Era consciente de que pasaba eso con algunos de los administradores del resto de sus propiedades, pero tenía que admitir que se alarmó más de lo normal cuando vio lo encorvado que estaba y lo anciano que era el señor Emmett.
—Todavía mantiene la cabeza clara y la mano firme. Todo lo contrario que el señor Wilkinson.
—En realidad, quien escribe es Theo —volvió a espetar Cat—. Se hizo cargo de toda la correspondencia de la hacienda hace bastantes años, cuando el señor Emmett sufrió una fuerte parálisis. Es él el que lo gestiona todo —afirmó enfáticamente y arrugando el entrecejo—, bajo la supervisión del señor Emmett, claro. La verdad es que, para tener ochenta años, el señor Emmett tiene la cabeza clara, es cierto.
¡Por Dios bendito! ¿Emmett tenía ochenta años? La verdad es que no parecía tan mayor la última vez que estuvieron juntos cierto tiempo…
Hacía veinte años.
—Sí, por supuesto.
—No irá a jubilar al señor Emmett por lo que le he contado, espero —dijo ella cambiando de expresión, que pasó de enfadada a preocupada—. No debe hacerlo. Ama el castillo, y lo sabe absolutamente todo sobre él. Sigue siendo muy inteligente, aunque se mueva algo despacio —afirmó, y se le endurecieron el tono y las mandíbulas—, como le pasaría a usted mismo si tuviera ochenta años a sus espaldas.
¿Acaso pensaba de verdad que iba a salir corriendo en ese momento hacia el castillo para poner al administrador de patitas en la calle?
—Sí, no cabe duda de que sería bastante lento.
—No puede echarlo.
¿Y quién era ella para decirle lo que debía o no debía hacer? Era el duque de Hart. No estaba acostumbrado a esas impertinencias. Tendría que ponerla en su sitio de la forma más severa posible.
Y así lo habría hecho de haber tenido la más mínima seguridad de que hubiera servido de algo. Pero lo más probable es que hubiera vuelto a gruñir y a protestar, incluso con más énfasis.
—¿Y el resto de sus hermanos?
Volvió a lanzarle una mirada glacial, claramente molesta por el cambio de rumbo de la conversación.
Levantó sus ducales cejas y la miró desde arriba con expresión dura. Hasta lady Dunlee se acobardaba cuando ponía esa cara.
Pero, tal como sospechaba, la señorita Hutting estaba hecha de un material mucho más resistente. Entornó los ojos y su mirada se enfrió aún más, si es que eso era posible.
—¿Y los demás? —insistió él. No tenía la menor intención de seguir hablando de Emmett y del castillo.
—Bueno, está bien —dijo ella por fin, y empezó a caminar de nuevo—. Después de Mary va Henry, que tiene quince años, y luego Walter, de trece. Son los que ha conocido en casa. Y después Prudence, de diez, Sybil, seis, y Thomas y Michael, los gemelos de cuatro años.
Marcus echó un breve vistazo hacia atrás para volver a contemplar la vicaría.
—Pues la casa debe de estar abarrotada.
—No se lo puede ni imaginar…
Llegaron al cementerio y la señorita Hutting volvió a detenerse, esta vez ante una lápida bastante antigua y erosionada. ¿Es que no iban a llegar nunca a la oficina de Wilkinson?
Lo miró como si tuviera algo importante que decirle, con los ojos verdes con manchitas doradas muy abiertos, y enmarcados por unas pestañas rojizas y muy, muy largas…
Desvió la mirada. Los ojos de esa chica no tenían nada de especial, por el amor de Dios.
Al bajarlos, sus ojos tropezaron con el nombre de la lápida.
—¡Por Zeus! —dijo dando un respingo. Parpadeó y leyó de nuevo el nombre, que por supuesto no había cambiado. Pasó los dedos por las gastadas letras.
—¿Qué ocurre?
—Esta lápida lleva el nombre de Isabelle Dorring. Pensé que se había suicidado en el lago y que su cuerpo nunca se recuperó —explicó, mirando la lápida más de cerca.
Decía: «Descanse eternamente en paz. 1593-1617».
Así pues, Isabelle tenía veinticuatro años cuando murió. Pensaba que era mucho más joven. Seguramente una mujer madura sabría mejor cómo manejar a un hombre sin concederle libertades antes de tener el anillo de boda bien encajado en el dedo. Es posible que, como había sugerido Álex, sí que hubiera sido su intención atrapar al tercer duque y obligarlo a casarse con ella.
Pero sus intenciones no eran la cuestión clave. Dudaba mucho de que el duque hubiera sido arrastrado a su cama a golpes y entre protestas. Tenía que haber ejercido el suficiente autocontrol o, de no hacerlo, haber averiguado si sus acciones habían tenido consecuencias antes de casarse con otra mujer.
—Imagino que, dado que el padre de Isabelle hizo una generosa donación para ampliar la iglesia y durante mucho tiempo costeó su mantenimiento, y dado también que el duque era un poco avaro —dijo ella, e hizo una pequeña pausa para lanzarle su habitual mirada—, el vicario se dejó convencer de que Isabelle debió de caer al Loves Water por accidente. La verdad es que hubiera resultado más apropiado construir un monumento conmemorativo ya que no hay ningún cuerpo, pero la familia insistió en colocar una lápida.
—¿La familia? —preguntó. Eso era nuevo para él—. Pensaba que Isabelle fue la última de su linaje.
—Oh, no —dijo ella sonriéndole, y su estómago volvió a dar una sacudida.
¡Maldita indigestión!
—Su padre tenía una hermana mayor que se casó con un caballero de Whiting Cross, un pueblo que está a unas veinte millas al sur de aquí.
Ah, entonces Isabelle tenía alguien a quien acudir.
Aunque la verdad, no. No era muy probable que la tía hubiera acogido gustosamente a una sobrina soltera y embarazada.
—Después de la muerte de Isabelle algunas de sus primas volvieron a Loves Bridge, aunque no a Spinster House, por supuesto. Isabelle ya había dejado las cosas organizadas en ese sentido —continuó Cat, que le lanzó una mirada significativa.
Él asintió. Los dos sabían que estaba al tanto de cómo había organizado las cosas la señorita Dorring.
—De hecho, mi madre desciende de esa rama —dijo la señorita Hutting sonriendo.
—¿Cómo dice? —exclamó él, que se sintió desorientado, como si ya hubiese vivido una experiencia semejante a esa. Era ridículo—. ¿Su madre está emparentada con Isabelle Dorring?
—Sí, pero, por favor, no me pida un esquema del árbol genealógico. En cada generación hay una Isabelle. Tanto mi madre como yo nos llamamos Isabelle, pues soy la mayor, y por eso en casa utilizan mi segundo nombre, para que no haya confusiones.
—Ya veo —dijo. Y el nombre del tercer duque en cuestión había sido Marcus. Si fuera supersticioso, en ese momento estaría sintiendo escalofríos por toda la espalda.
Pero afortunadamente no lo era.
—¡Mira quién está aquí!
Una gran gata negra, naranja y blanca apareció por detrás de una de las lápidas y se acercó con parsimonia hacia la señorita Hutting. Antes de acurrucarse entre las piernas de la chica, le lanzó a él una mirada glacial. ¿En ese pueblo hasta los gatos miraban así?
—¿Es amiga suya?
—Solo algunas veces —contestó ella riendo—. La verdad es que a Amapola le gusta estar conmigo, pero solo cuando no andan cerca los gemelos. Son demasiado alocados para su gusto.
—¿Y dónde vive?
—En Spinster House.
—¿De verdad? —dijo agachándose y alargando la mano hacia la gata—. Me sorprende que la señorita Franklin la haya abandonado. Es un animal precioso.
La gata lo ignoró olímpicamente.
—No, la verdad es que Amapola no pertenecía a la señorita Franklin. En realidad, no es de nadie.
—Creo que eso es aplicable a la mayoría de los gatos —dijo él sonriendo.
—Sí, pero Amapola es aún más independiente que la mayoría. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vino. Simplemente apareció hace más o menos un año y se instaló en la casa.
Mantuvo la mano extendida, esperando pacientemente, hasta que la gata decidió reconocer su presencia y le husmeó los dedos con delicadeza. Al parecer no encontró nada rechazable, y acercó la cabeza a su mano. Él la acarició por detrás de las orejas, y la gata dejó escapar un ronroneo de placer.
—¡Qué raro! —dijo la señorita Hutting alzando las cejas—. Generalmente no deja que la acaricien los hombres.
—Pues entonces me siento muy halagado por su aprobación.
Se concentró en Amapola, pero pudo sentir la mirada atenta de la señorita Hutting, que lo estudiaba con detenimiento. ¡Vaya por Dios! Con toda seguridad iba a insistir con el asunto de Emmett.
Le hizo una última caricia a la gata y se irguió.
—¿Le importa que sigamos hacia la oficina de Wilkinson? Me gustaría resolver cuanto antes los asuntos que tengo pendientes con él —dijo, mirando alejarse a la gata y dirigiendo después la mirada a la señorita.
Su gesto se endureció de nuevo, llena de resolución. ¿Qué pasaba ahora?
—Su excelencia, me gustaría hacerle una propuesta.
¿Una propuesta? Eso sí que le pillaba completamente por sorpresa. Tenía que haberlo pensado. Sin duda era una pieza mucho más preciada que el tal señor Barker.
Alzó la mano. No había ninguna necesidad de marear la perdiz.
—Señorita Hutting, no voy a casarme con usted.
Los ojos de la chica se abrieron de par en par, lo mismo que la boca. El asombro parecía de lo más genuino.
Igual no era esa la propuesta que le iba a hacer.
—¿Casarse conmigo? —exclamó. Logró cerrar la boca y tragó saliva, agarrándose a la lápida de Isabelle Dorring como si temiera perder el equilibrio, o bien sujetándose para no darle un puñetazo en la nariz. Eso parecía más probable—. ¿Casarse conmigo?
Él hizo una leve reverencia, eso sí: teniendo la precaución de mantener la nariz fuera de su alcance.
—Discúlpeme. Pensaba que…
—¡Pensaba que iba a proponerle que se casara conmigo! —dijo, o más bien gritó.
—Eh…, está claro que me equivocaba.
—¡Por supuesto que se equivocaba! —volvió a gritar, apuntándole con un dedo acusador—. Es usted un…
Apretó los puños con firmeza, y también los labios. En ese momento él hubiera jurado que sentía vibrar el aire a su alrededor, mientras luchaba por mantener el control de su enorme enfado.
Dio un paso atrás de forma involuntaria, y no porque tuviese miedo de ella, por supuesto. Era alta, pero no tanto como él, y además era una mujer. Tenía claro que podría seducirla si fuera necesario…
¡Maldita sea! Sujetarla, no seducirla. Podría sujetarla, si fuera necesario.
Aunque seguía mirándolo como si quisiera atravesarlo con agujas, sus labios habían vuelto a dibujar la misma tensa sonrisa que forzó en el estudio de su padre. Estaba asombrado, y quizá hasta un tanto decepcionado, con su capacidad de control. Le gustaría contemplarla cuando diera rienda suelta por completo a su temperamento.
No, no le gustaría. Odiaba las escenas dramáticas.
—Pues mire por dónde —empezó—, el matrimonio tiene algo que ver con lo que quería decirle.
—¡Ah!
¿Por dónde iba a salir?
—Sí —continuó. Apoyó las manos en la lápida y lo miró a los ojos—. Su excelencia, no solo no deseo casarme con usted, sino que no deseo casarme con nadie.
—Puede que no en este momento…
—Nunca, en ningún momento.
—La verdad es que me cuesta creer eso —dijo, realmente sorprendido. Nunca había conocido a una mujer que no quisiera llevar a rastras hasta el altar a algún pobre individuo.
Los ojos de la señorita Hutting se convirtieron en dos estrechísimas líneas.
—Créame. No tengo las menores ganas de vivir con ningún hombre…
La verdad es que pronunció la última palabra con una enorme repugnancia.
—… para estar a su entera disposición, traer al mundo a sus hijos y cuidar de ellos, uno detrás de otro y año tras año como ha tenido que hacer mi madre.
Un deseo absolutamente inapropiado hizo presa en su… pecho.
—Lo que quiero es escribir novelas —dijo, y lo enfatizó levantando el mentón—. Le aseguro que un marido y un montón de niños supondrían un impedimento insalvable para ello.
¡Qué locura! ¿Esta preciosa y vibrante mujer quería encerrarse con un tintero y un papel y vivir solo con la imaginación? Estaba hecha para la cama, aunque no para la suya, por supuesto.
—Excelencia, me gustaría ser la nueva soltera de Spinster House —dijo con firmeza y señalando a la tumba—. Isabelle era antepasada mía. Me asiste cierto derecho a la hora de reclamar la vacante.
Era una locura. Una ridiculez. Algo fuera de toda lógica.
Una locura que le permitiría alejarse de Loves Bridge esa misma tarde. O mañana, como mucho.
¿Qué derecho tenía él a acabar con la carrera de la próxima gran dama de las letras inglesas?
—Muy bien. Si finalmente me lleva a la oficina del señor Wilkinson, haré las gestiones necesarias.